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Clérigos partidarios de las doctrinas liberales:

José Luis Verdía, Juan José Caserta, Agustín Rivera

 

Juan Arturo Camacho Becerra1

 

Pocos pero muy distinguidos miembros del clero de Guadalajara simpatizaron abiertamente, en el siglo xix, de la ideología liberal. De tres de ellos habla el autor del artículo que sigue2

 

La guerra desatada después de la promulgación de la constitución liberal de 1857 dañó de manera considerable el tejido social de la población y la infraestructura urbana de Guadalajara. En 1854 la ciudad contaba con 84 000 habitantes; como consecuencia de la guerra de Reforma, vio disminuida su población y para 1862 tenía 70 000. Atacada con cañonazos y dinamita, la población vio cómo se destruían sus principales conventos para convertirlos en plataformas de combate.

            El 30 de agosto de 1862 el presidente Juárez emitió un decreto por el que se sancionaría con tres años de cárcel o deportación a los sacerdotes que “escitaren el odio o desprecio contra las leyes o contra el gobierno y sus disposiciones”; se les prohibía usar fuera de los templos sotanas y demás atavíos que los identificaran como ministros de culto, y en el artículo segundo mandaba que se suprimiesen los cabildos eclesiásticos de toda la Republica “con excepción del de Guadalajara por su patriótico comportamiento”.3

            El patriótico comportamiento al que se refiere el presidente es el acta capitular del Cabildo eclesiástico del 13 de mayo de ese año con motivo de la intervención francesa, donde a invitación expresa del Supremo Tribunal de Justicia del estado los capitulares elevan “su humilde voz para protestar a la faz de todo el mundo civilizado contra la notoria injusticia de los atentados que tiendan a privarla [a la soberanía nacional] de sus derechos imprescriptibles.”4

            Entre los miembros del cabildo eclesiástico que aprobaron esta protesta se encontraban los canónigos José Luis Verdía y Juan José Caserta, reconocidos por sus ideología liberal. Esos dos canónigos, junto con el presbítero y doctor en Derecho Agustín Rivera, son prueba de que había clérigos que consideraban que la modernización del país pasaba por una necesaria separación de los asuntos de la Iglesia y el Estado. Este trabajo pretende exponer algunos rasgos de su carrera eclesiástica y su biografía intelectual.

 

1.    José Luis Verdía: canónigo y maestro

Un testigo privilegiado del “sacudimiento y trasformación de una sumisa colonia en pueblo independiente y de toda la elaboración lenta y penosa de los principios liberales” fue el canónigo y deán de la Catedral de Guadalajara José Luis Verdía. Se desempeñó como profesor en el Seminario y en el Instituto de Ciencias, donde por entonces se impartían los estudios superiores en Guadalajara. Fue especialista en historia y filosofía, “reputado como notable latinista, matemático, canonista y literato”5. Formó parte del grupo de letrados que con su ejercicio intelectual y compromiso republicano contribuyeron a la construcción de las ideas de Estado y ciudadanía, centrales en las luchas políticas libradas durante el siglo xix en México.

            Nació el 19 de agosto de 1798 en Tepic; era hijo del piloto de la Real armada José Antonio Verdía y de Margarita Bravo. En 1806 empezó a aprender las primeras letras en Guadalajara y en el año de 1813 se estableció ahí definitivamente para hacer sus estudios en el Seminario Conciliar. Llegó el 28 de marzo, recomendado al coronel don José Dávalos en cuya casa vivió los primeros años. Fue discípulo del doctor don Domingo Cumplido durante todo el curso de artes, y manifestó siempre una dedicación extraordinaria y un marcado interés por los estudios literarios. En filosofía presentó un examen público con el que concluyó el curso de artes en el curso de 1816.6 Con tales antecedentes y teniendo vocación para la carrera eclesiástica, pasó a estudiar teología y cánones en el mismo Seminario, donde entró como colegial interno.

            Dio ya indicios de su futura filiación liberal cuando en 1823 fue simpatizante de la Sociedad Guadalajarés (sic) de los amigos deseosos de la Ilustración, integrada por estudiantes del Seminario tridentino y de la Universidad, en cuya revista quincenal La Estrella Polar escribían críticas de la ostentación por parte del clero, además de lecciones de derecho público, ciencias, historia y geografía y una sección de variedades, con el objetivo de hacer una “escuela de ciudadanos”. La aparición de esa revista, que sostenía el régimen republicano federal y los principios liberales más exaltados y en la que se atacaba con acritud a la iglesia, conmovió hondamente a la sociedad; sus redactores fueron calificados de impíos y designados con el mote de los polares, denominación que se hizo extensiva a todos los adeptos al liberalismo. La condena de un artículo de Anastasio Cañedo, cuya excomunión fue solicitada por algunos personajes eclesiásticos, también vino a mostrar el talante moderado del futuro deán de la Catedral: en 1825 (ya se desempeñaba como abogado) se pronunció contrario a la sentencia, no sin antes solicitar la presencia del acusado para escuchar sus argumentos y “si no, se le nombrase un defensor por si no se presentara”.7

            Verdía fue ordenado sacerdote el 8 de febrero de 1824, a las siete y media de la mañana, en la capilla de la casa episcopal de Zapopan, donde recibió las órdenes sagradas, del señor obispo don Juan Cruz Ruiz de Cabañas.8 El 2 de junio de 1825 recibió el título de abogado por aclamación del Supremo Tribunal de Justicia.

            En ese contexto, cuando se estaban elaborando las leyes del nuevo país (en 1823 que se redactó la constitución política del estado y en 1831 el código civil), circulaban diversos tratados liberales: la alacena del portal de Quintanar ofrecía El espíritu de las leyes de Montesquieu, el Curso de Política de Benjamin Constant, libros de diversos autores sobre las garantías individuales, la Táctica de las asambleas legislativas y tres Tratados jurídicos de Benjamín Bentham.

            Los nuevos letrados, como herederos de la Ilustración europea, tenían entre sus libros obras cercanas a la filosofía del liberalismo surgido de la revolución francesa, como las de Rousseau y Condillac, además del citado Montesquieu; confiaban en los “catecismos laicos” y en los libros de consulta general como base pedagógica; el complemento para el desarrollo de las ideas políticas eran los seis tomos de la Historia de la Revolución francesa de Jacques Antoine Delaure (1755-1835), que también se ofrecía en el portal de Quintanar.

            Cuando Prisciliano Sánchez fundó el Instituto de Ciencias a principios de 1825, nombró al señor José Luis Verdía catedrático de filosofía moral, de historia y disciplina eclesiástica y de derecho canónico, quien las desempeñó en su primera etapa, hasta 1834, cuando fue cerrado el Instituto por órdenes de Santa Anna. En 1847, cuando lo reabrió el gobernador Joaquín Angulo, éste designó director a don José Luis Verdía. Su enseñanza se basaba en las Instituciones de Lorenzo Salvaggio, el mismo texto con el que enseñó Benito Juárez en Oaxaca. Volvió a impartir la misma cátedra de Derecho canónico en 1855. Entre sus alumnos estuvieron el poeta Fernando Calderón y los políticos Mariano Otero y Juan Antonio de la Fuente, éste ministro luego del gabinete del presidente Juárez.

            Su carrera como colaborador de la construcción del nuevo estado no es menos significativa. En 1832 fue nombrado miembro de la comisión para redactar el código civil de la entidad, empresa que se concluyó al año siguiente y que desafortunadamente no prosperó por el regreso al antiguo régimen con la presidencia de Antonio López de Santa Anna.

            El 13 de agosto de 1845 don José Antonio Escobedo lo nombró presidente de la Junta Patriótica destinada a reanimar el espíritu público y procurar recursos para la recuperación del territorio de Tejas. En abril de 1846 se desempeñó como presidente del colegio electoral del departamento de Jalisco por la clase de las profesiones literarias, ya que, conforme a la ley, las elecciones se verificaban por gremios.

            Rechazó siempre los cargos de representación ciudadana: en el año de 1828 fue elegido senador por el estado de Jalisco, cargo que rehusó, así como el de diputado al congreso general que obtuvo en 1839 por el distrito de Guadalajara. Volvió a ser electo senador en 1845 y por tercera vez en 1848, negándose constantemente a desempeñar tan honrosas funciones debido al aprecio de su independencia personal y por ser enemigo de mezclarse en cuestiones políticas; por más que siempre tuvo sus opiniones acerca de ellas, jamás quiso aceptar empleo alguno que no fuera del ramo de la instrucción pública.

            Por su amistad con miembros del partido liberal fue siempre un interlocutor confiable para los bandos en conflicto, “en los días en que la exaltación de las pasiones hacía fácilmente olvidar la justicia y el derecho”; por eso intervino en arreglos y capitulaciones políticas de manera frecuente con el único fin de “servir a todos y evitar las odiosas manifestaciones de la venganza”. Al principio de la guerra de Reforma, el general conservador Francisco Casanova lo desterró a una hacienda cercana a Guadalajara tras acusarlo de avisar a los liberales de los movimientos de sus adversarios; a su regreso, tal acusación no hizo mermar la confianza de sus pares.

            Su carrera eclesiástica comenzó en 1842, cuando era obispo de la diócesis el señor Diego Aranda, al obtener una media prebenda en Catedral, beneficio que disfrutó hasta 1845 cuando se le nombró prebendado, para luego obtener en 1853, por riguroso ascenso, una canonjía. Fue nombrado deán en 1871, después de recorrer todas las dignidades del cabildo.

            Fue en su papel de canónigo que convenció a sus colegas de ofrecer su ayuda al gobierno legalmente constituido para defenderse de la intervención extranjera, además de manifestarse públicamente contra ella, como se expresa en el acta ya mencionada al argumentar su rechazo a la intervención francesa:

 

Nuestra Independencia que conquistaron nuestros padres a costa de tantos sacrificios heroicos, la integridad del territorio nacional, el derecho precioso e inalienable que asiste incuestionablemente a la nación para establecer la forma de gobierno que convenga mejor a sus intereses: en suma todas las prerrogativas inherentes a la soberanía de un pueblo libre y civilizado son bienes inestimables que este Cabildo eclesiástico aprecia, como el más, en su justo valor, y nunca verá con indiferencia que sean atacados o menoscabados por las fuerzas francesas ni por las de ninguna otra nación extranjera9.

 

            Vale señalar para el anecdotario del personaje que se negó a que repicaran las campanas de Catedral a la entrada del ejército francés a la ciudad, el 6 de enero de 1864, y a acudir a una entrevista con el jefe del ejército invasor para que le informara de la situación política del país.

            Jamás quiso publicar ninguna obra suya, y su resolución llegó hasta haberse negado a las instancias de sus amigos para que se imprimiese un magnífico discurso que sobre las facultades del hombre pronunció en año de 1831 al celebrarse el aniversario de la instalación del Instituto, discurso que, según quienes lo conocieron, comprendía un profundo estudio psicológico.

 

2.    El diputado y canónigo Juan José Caserta

 

Doña Josefa Cañedo, viuda de don Guillermo Caserta, marqués del Real de Mezquital y barón de Santa Cruz y San Carlos, solicitó el 15 de marzo de 1817 que su hijo menor, Juan José, fuese admitido como colegial pensionista en el Colegio Seminario Conciliar de San José. Juan José había nacido el 20 de marzo de 1806 en Guadalajara y fue confirmado por el obispo Ruiz de Cabañas el 5 de marzo de 1815.10 Una vez que testificaron el presbítero Juan de Dios Vallarta, el cura de la Capilla de Jesús, José García, y Don José Narciso Pérez que sus antecedentes estaban “limpios y libres de toda mala raza y de toda nota de infamia”,11 fue admitido como alumno.

            Estudió filosofía con José María Nieto y concluyó el curso de Artes en 1821.12 Por su excelencia fue propuesto como profesor fundador del Colegio Guadalupano Josefino de San Luis Potosí, al que pasó en 1826 y del que llegaría a ser vicerrector. Esa institución se convirtió después en el Seminario Conciliar, actual Universidad Potosina. Caserta continuó estudiando filosofía; el filósofo Manuel María Gorriño era el primer rector del Colegio.

            A su regreso a Guadalajara, el 2 de enero de 1829, solicitó la orden sacerdotal, y “le dispensaron el examen previo, declarando bien comprobada su vocación”. Don José Miguel Gordoa le dio cartas dimisiorias para que se ordenara en otro obispado después de cumplir los 23 años.13 Por no haber sido desterrados los obispos de la República, viajó a Nueva Orleans, donde recibió las sagradas órdenes el 3 de junio de 1829. Instalado de nuevo en Guadalajara, comenzó a enseñar filosofía en el Seminario hasta 1834, cuando, el 7 de diciembre, obtuvo el grado de doctor en Teología por la Universidad de Guadalajara. Se desempeñó como secretario de cámara y gobierno durante el obispado de don Diego Aranda y Carpinteiro, entre 1838 y 1844, y cuatro años más tarde fue electo diputado al Congreso General, aunque no rindió protesta.

            El bibliógrafo Juan Bautista Iguíniz lo describió como un “arrebatado por la política y, profesando ideas avanzadas, contribuyó con su influencia y con su pluma a la propaganda de los principios reformistas y llegó a ser uno de los jefes del partido liberal en Guadalajara”.14 Por su militancia, fue nombrado consejero de gobierno por Santos Degollado en 1855, y al año siguiente presidente de la Junta Directiva de Estudios. Durante el Imperio de Maximiliano fue condecorado con la orden de Guadalupe y continuó como jefe de la instrucción pública. Según Agustín Rivera, en razón de su cambio de ideales políticos, en sus últimos años Caserta vivió aislado tanto de eclesiásticos como de políticos. Murió en abril de 1875.

            El canónigo Caserta ganó reconocimiento nacional a raíz de la publicación de su Caso de Conciencia. La cuestión del juramento, escrito firmado por “un cura de Jalisco” que luego reconoció como de su autoría. La aparición del escrito y sus sucesivas publicaciones, incluso en el periódico capitalino Siglo xix, causó gran sensación por ser obra de un canónigo de la Catedral de Guadalajara que impugnaba las disposiciones del obispo respecto de negar la absolución a quienes juraran la Constitución de 1857.15 El escrito es una brillante disertación, apoyada en diferentes textos y autores, desde los bíblicos (Hechos de los Apóstoles), san Agustín, San Jerónimo, concilios y declaraciones papales hasta tratados jurídicos y didácticos sobre los derechos individuales de autores como Larraga, Raynal, Bouvier y Fénelon.

            El doctor Caserta cuestionó la infabilidad de los obispos “no sólo por la ignorancia, sino también por la malicia”, argumentando que la obediencia al pastor tiene límites cuando no son asuntos de la Iglesia, como era el caso de la Constitución y su jura, dado que se trataba de preceptos y derechos ciudadanos. “Para que el súbdito se excuse de obedecer a su superior que está en pacifica posesión, es necesario que le conste ciertamente que la cosa mandada es contra la ley de Dios”,16 y añade citando a Bouvier, que

 

los fieles están obligados a seguir el dictamen de su propio obispo con una obediencia externa y de veneración, concedo; con una obediencia de entendimiento y de voluntad, sub distingo: si el dictamen contiene claramente la doctrina de la Iglesia, niego. Mas si el obispo enseñare claramente un error, o propusiese como doctrina puras opiniones, entonces ninguna obediencia se le debe; al contrario, contra semejantes decisiones siempre se han levantado los doctores y simples fieles.17

 

            Su discurso, además de mostrar sus habilidades para la argumentación en el sentido clásico, refleja también un marco ideológico respecto de la nación y el Estado. Iguíniz es muy severo al calificarlo de pertenecer a los grupos “tristemente célebres” que figuraron en la política en el siglo xix y que desde su perspectiva “antepusieron los intereses del partido al que se afiliaron a los de la Iglesia”. El llamado siglo de caudillos se caracterizó también por los sacerdotes y letrados que participaron en la política tanto con los principios del cristianismo como los que les dictaba su conciencia. Este descendiente del mayorazgo de los Cañedo aprovechó la tribuna de su tiempo para trasmitir lo que el consideraba deber de cristiano, de ciudadano y de patriota.

 

3.    El Sabio de Lagos

 

Durante la segunda mitad del siglo xix se distinguió por su inteligencia, erudición y producción bibliográfica el sacerdote y doctor en derecho civil Agustín Rivera y San Román, que bien puede ser considerado como uno de los humanistas más prolíficos del siglo XIX en México. Nació en Lagos de Moreno, Jalisco el 28 de febrero de 1824; sus padres fueron Pedro Rivera Jiménez, teniente del ejército realista, y Eustasia Sanromán.18 Aprendió a leer, escribir, nociones de aritmética y el Catecismo del padre Ripalda con doña Luz Ochoa y don Merced Gómez, en la escuela del Calvario, para después pasar a la escuela Lancasteriana19 de su ciudad natal. A los diez años pasó a Morelia, donde estudió en el seminario durante un año, tiempo suficiente para ampliar sus horizontes y ser reconocido como uno de los mejores alumnos. Recibió en premio de su maestro don Clemente de Jesús Munguía un libro de historia de Persia que lo motivó a emprender el estudio de la historia, su principal pasión.

            A la muerte de su padre suspendió sus estudios, que reanudó en 1837 en el Seminario Conciliar de Guadalajara, donde cursó humanidades, filosofía y ciencias eclesiásticas y jurídicas. El 23 de abril de 1848 fue ordenado sacerdote por monseñor Diego Aranda y Carpinteiro. En la Universidad de Guadalajara recibió los grados de licenciado y doctor en derecho civil el 20 de enero de 1848 y el 20 de mayo de 1852. Se desempeñó como cura de Toluquilla en 1850 y del Santuario de Guadalupe de Guadalajara entre 1853 y 1854; demostró en tales encargos sus capacidades como administrador y guía espiritual.

            Destacó por su sapiencia y erudición como especialista en derecho, por lo que de 1854 a 1859 ejerció el cargo de primer promotor fiscal de la curia eclesiástica y fue nombrado asesor y consejero del obispo Aranda. En 1859 fue acusado de simpatizar con los liberales reformistas y defender sus ideales. Presionado por las reacciones que provocaban sus escritos, se mudó a la ciudad de México con la esperanza de poder viajar al extranjero, lo que no logró por la agitación prevaleciente en el país con la guerra de Reforma, años en los que fue capellán en Lagos y en algunas poblaciones de San Luis Potosí.

            Su primer escrito fue una disertación con el tema de la posesión, que fue leído en el aula magna de la Universidad de Guadalajara el 11 de mayo de 1847 y publicado en la revista Variedades de Jurisprudencia de México. “Ni por la imaginación me pasó que ese día emprendía un largo viaje que me llevaría a escribir 130 títulos”20. Emeterio Valverde, en su Bio-bibliografía eclesiástica mexicana, consigna 180 títulos entre los que hay libros, folletos y hojas sueltas clasificados bajo los siguientes encabezados: Teología dogmática, moral y mística; Jurisprudencia canónica y civil, Oratoria sagrada, Oratoria profana, Filosofía, Sociología, Filología, Historia y biografía, Viajes, Literatura, Polémica y Miscelánea.

            Su método de investigación lo tomó de la lectura de clásicos y contemporáneos; “un poderoso influjo ejercieron en la formación de su criterio las obras sobre derecho penal del marqués de Beccaria, las jurídicas y políticas de Jeremías Bentham y sobre todo las del célebre monje benedictino Benito Jerónimo Feijoo, a quien repetidas veces llama su maestro”21. Otra fuente importante de información fueron sus viajes. El 13 de enero de 1867 se embarcó en el buque Emperatriz Eugenia rumbo a Europa, para recorrer Italia, Inglaterra, Francia y Bélgica: “Yo no fui a Europa a comprar corbatas ni a tomar helados, sino a aumentar un poco mi corto caudal científico, adquirir mayores conocimientos de los hombres y las cosas y adquirir un horizonte más amplio que el de Lagos, donde me crié”.22

            A su regreso se retiró a su casa natal para dedicarse al estudio y a la redacción de sus libros, principalmente de historia, entre los más celebrados de los cuales están los Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España y de la revolución de Independencia (1884-1889), el Compendio de la Historia Antigua de México (1878, del que solamente apareció el primer tomo, que fue censurado por la autoridad eclesiástica de Guadalajara en 1880 debido a que comparaba los sacrificios humanos de los aztecas con los tormentos de la Inquisición), su ensayo sobre La filosofía en la Nueva España, donde habla del atraso en el México colonial. Este libro, publicado en Lagos en 1885, dio pie a una fuerte polémica con el canónigo Agustín de la Rosa y le valió muchas simpatías de parte de los intelectuales porfiristas: para Justo Sierra era el epitafio del viejo orden colonial. Están también los Anales Mexicanos y La Reforma y el Segundo Imperio, en tres volúmenes y que tuvo seis ediciones entre 1890 y 1904.

            Rivera fue precursor de los estudios modernos de arqueología con su trabajo sobre las ruinas de Chicomostoc. También escribió sobre temas de Derecho civil y crónicas de viaje. Entre éstas sobresalen las descripciones de sus recorridos por las ciudades de Londres y Roma en que combina sus conocimientos de historia con sus juicios estéticos. De los textos dedicados a la historia del arte destaca la Descripción de un cuadro de veinte edificios, publicada en San Juan de los Lagos en 1883 y presentado al año siguiente en la Exposición Universal de Nueva Orleans; en este ensayo demuestra su erudición al compendiar la historia universal y la de México desde el punto de vista de edificios notables para las diversas civilizaciones humanas. Con el mismo entusiasmo describe el templo de Jerusalén y la genealogía de los reyes hebreos que el templo del Carmen en Celaya y la vida de Francisco Eduardo Tresguerras y sus obras en el Bajío. De su peculio costeó todas las ediciones de sus libros. En 1897, al cumplir cincuenta años como escritor, declaró que llevaba gastados catorce mil pesos en sus publicaciones, “cantidad grandísima comparada con mis recursos”.23

            Impartió clases en el Seminario y en la Universidad de Guadalajara y fue maestro fundador en 1869 del Liceo de Lagos; enseñó gramática castellana, latín, filosofía, historia, derecho civil y derecho canónico. Sostuvo una polémica con el obispo José María Díez de Sollano por defender la enseñanza de los clásicos latinos paganos a la juventud. Su actividad como escritor y editor tenía también una finalidad pedagógica:

 

Escribo para los que no tienen para comprar libros, para la clase media y la clase baja que sabe leer y escribir, y principalmente para la juventud, en tono que todos me entiendan, donando la mayor parte de mis libros y folletos.24

 

            Acerca de su persona y de su carácter nos habla en la siguiente confesión:

 

Soy muy flaco y me gusta tener un criado, tres criadas, los muebles necesarios para la comodidad material; me agradan el orden, el aseo, la economía. Mi biblioteca y mi museo exigen un cuidado diario personal. Además tengo 73 compadres y otros muchos amigos y parientes. Soy muy cumplido en las visitas de pésame, cumpleaños, alumbramiento, prisión y enfermedad. Eso quita mucho tiempo para el estudio. El secreto de mi abundante producción está en que la gota cava la piedra no con la fuerza sino cayendo sobre ella muchas veces.25

 

            A principios del siglo xx se comentaba en los círculos intelectuales que en Lagos vivía el mayor sabio de México, y cuando en 1910 se fundó la Universidad Nacional de México fue nombrado su primer doctor Honoris Causa, además de ser invitado para pronunciar el discurso oficial en las fiestas del Centenario de la Independencia.

            El bibliógrafo tapatío don Juan Bautista Iguíniz opina que

 

Uno de los mayores méritos de la obra del doctor Rivera consiste en la copiosa erudición que se encuentra en toda ella, muy en particular sobre nuestra historia, a la que suministró innumerables noticias y preciosos datos llenos de interés y originalidad.26

 

No obstante, critica su dispersión al querer imitar al célebre Feijoo y tratar diversidad de asuntos, muchos de ellos secundarios.

            El estudioso Wolfgang Vogt considera que son muy escasos los escritos del laguense con valor literario, y opina que

 

es un pensador ilustrado y liberal que contribuye en muchos sentidos al progreso de México; pero, como heredero de una cultura ilustrada, se aferra al neoclasicismo y opina igual que muchos literatos de los siglos xvii y xviii: nadie es capaz de superar a los clásicos como por ejemplo Virgilio y Horacio.27

 

            Su biógrafo principal, Mariano Azuela, señala que para juzgar la obra de su paisano es necesario colocarla con justa precisión en su medio y momento, porque representa uno de los polos de México entre la consumación de la Independencia y el triunfo de la Reforma, y concluye:

 

Este buen soldado jamás desamparó el sitio en que el destino lo puso. Estuvo siempre con los que creían en el progreso, en la ilustración y en la ciencia; con los que esperaban que rompiendo viejos moldes se renovaran y prosperaran los pueblos.28

 

            Los últimos cuatro años de su vida los pasó completamente retirado en la ciudad de León, donde murió el 6 de julio de 1916. Desde 1968 su valiosa biblioteca y sus manuscritos forman parte del acervo de la Biblioteca Nacional con el nombre de Fondo Rivera, con diez mil fichas.

            La historia del padre Rivera no es únicamente la de un enciclopedista memorioso; proyectó su sabiduría desde una ciudad de provincia los últimos cincuenta años del siglo xix, mostrando que la disciplina y el estudio son los elementos principales para conseguir la erudición, y que ésta no pasa de ser una habilidad si no va acompañada de inteligentes críticas y reflexiones.

***

 

Las biografías intelectual apenas esbozadas de estos religiosos y letrados se apegan al perfil de las humanidades del siglo xix, basadas en los clásicos y desarrolladas a partir de la filosofía de la Ilustración. La religión era la base de una concepción moral y una guía para la construcción de una nación moderna. Cada uno de nuestros personajes contribuyó a lo que consideraban “hacer ciudadanos”, desde la enseñanza y la militancia, confiados en que el mejor capital de una nación es el llamado por Bourdieu “capital cultural”.

            El hombre político y el intelectual del siglo xix en México tuvieron en común la educación superior obtenida en los seminarios; diferían en las formas de manejar la economía y coincidían en que la educación y la cultura eran importantes motores del desarrollo y el progreso del país, y que esa modernización pasaba necesariamente por una separación de la Iglesia y el Estado.

 



1 Doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México, México. Miembro del SNI, nivel 1. Entre sus temas destaca la Historia del Arte en Jalisco y las vanguardias artísticas de principios del siglo xx. Es miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara.

2 Estudio leído por su autor en el Coloquio Académico La Iglesia en México. 1864, organizado por la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica y el Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara, entre el 4 y 5 de noviembre del 2015, en la Casa ITESO-Clavigero en Guadalajara, en el marco del CL aniversario de la elevación arquiepiscopal de la Iglesia en Guadalajara.

3 Ignacio Dávila Garibi, Apuntes para la historia de la iglesia en Guadalajara, México, Cultura, T.G. 1966, t. iv, vol, 2, p. 1058.

4 Idem, p. 1056.

5 Luis Pérez Verdia, Biografías, Jesús López Portillo y José Luis Verdìa, Guadalajara, I.T.G. 1952, Col. Biblioteca Jalisciense, p, 31.

6 Daniel Lowere, “El Seminario Conciliar de Guadalajara, sus superiores, catedráticos y alumnos de fines del siglo xvii a principios del xx” en El seminario Conciliar de Guadalajara , Apéndice, Guadalajara, edic. del autor, S.F. p, 71 .

7 Pérez Verdia, op. cit., p. 17

8 AHAG, Serie gobierno, Sacerdotes, S. xix, carpeta 1.

9 Dávila Garibi, op. cit., p. 1055.

10 Expediente de órdenes de Don Juan José Caserta, 1829, Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara. Sección gobierno, Serie Sacerdotes, 1829.

11 Idem. En el informe también se asentaba que sus abuelos paternos fueron Juan Francisco Caserta y Catarina Daenes y los maternos Manuel Calixto Cañedo y Antonia Zamorano.

12 Daniel Lowere, El seminario conciliar de Guadalajara, op. cit., p. 81.

13 Expediente de solicitud de órdenes ya citado.

14 Juan B. Iguíniz, Catálogo biobibliogràfico de los doctores, licenciados y maestros de la antigua Universidad de Guadalajara, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1ª reimp., 1992, p. 113.

15 Iguíniz, op. cit., p. 114

16 Caso de conciencia. La cuestión del juramento, Guadalajara, Imprenta del Gobierno, 1857, p. 4.

17 Idem.

18 Juan B. Iguíniz, Catálogo biobibliográfico de los doctores, licenciados y maestros de la antigua Universidad de Guadalajara, Guadalajara, U. de Guadalajara, 1ª reimp., 1992, p.244.

19 Mariano Azuela, El Padre Don Agustín Rivera, México, Botas, 1942, p. 38.

20 Agustín Rivera, Bodas de Oro, Guadalajara, Tip. de la Escuela de Artes y Oficios, 1897, p. 3.

21 Emeterio Valverde Téllez, Bio-bibliografía eclesiástica mexicana, México, Jus, 1949, p.366.

22 Ídem, p. 66.

23 Ídem, p. 29.

24 Azuela, op. cit., p. 49.

25 Idem, p. 177.

26 Iguíniz, op. cit., p. 247.

27 Wolfgang Vogt, La cultura jalisciense, Guadalajara, Ayuntamiento de Guadalajara, 1994, p. 63.

28 Azuela, op. cit., p. 195.



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