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La Diócesis de Zamora: territorio, clero fundante y nuevos ordenados
Francisco Miranda Godínez1
A la par de la elevación al rango de metropolitana de la sede episcopal tapatía, en 1863, nació la diócesis de Zamora, que quedó adherida a la Arquidiócesis de Michoacán. En el marco del aniversario 150 de su erección, se ofrecen de ella algunos rasgos distintivos2
Permítaseme hacer un bosquejo del nacimiento del obispado de Zamora3 narrando las dificultades iniciales y la fundamentación que se logró hacer para unificar un territorio que en el tramo corto de sus primeros cincuenta años se convirtió en un semillero de vocaciones para sí misma y para otras diócesis, dando a sus sacerdotes tal relevancia en el episcopado mexicano que se constituye en fenómeno a explicar, pues produjo, de paso, un grupo de personas que al día de hoy caminan a los altares –a los que ya ha llegado san Rafael Guízar y Valencia– como son el venerable don Leonardo Castellanos y los siervos de Dios José Antonio Plancarte y José María Cázares y Martínez.
El territorio que conformaría la nueva jurisdicción se enclavaba en el primitivo de la diócesis de don Vasco, quien alguna vez andaría por ahí, o al menos se preocuparía de emprender causa en defensa de jurisdicción cuando enfrentó con su clero el reclamo de la parroquia de Tlazazalca tras haber perdido la de Jacona, ocupada por los religiosos agustinos. Esta zona que formó parte del Michoacán primordial, aquél delimitado por el río Lerma y la costa del Pacífico, constituía parte occidental del actual estado de ese nombre y había venido constriñéndose de lo que alcanzó la primitiva diócesis al expandirse Guadalajara a territorios que hoy constituyen el estado de Colima y parte del actual de Jalisco. Los climas del nuevo territorio se situaban entre el tórrido de la Tierra Caliente y el gélido de la Meseta Tarasca, teniendo la compensación de la región plácida que Luis González ha denominado de Los Balcones, y la templada y feraz constituida por el Bajío zamorano y los Altos de Jalmich.
La población del territorio estaba compuesta por pequeños grupos de criollos e importantes núcleos indígenas que se expresaba en náhuatl o tarasco, éstos radicados en la Sierra y la Cañada de los Once Pueblos y aquéllos ocupando la costa. La mayor parte, sin embargo, la poblaban ya los mestizos que marcarían al nuevo territorio, aunque hacían también presencia núcleos reducidos de afrodescendientes en torno a la hacienda de la Guaracha y los trapiches del valle de los Reyes.
Entre la multitud de pueblos y ranchos destacaban pocos centros urbanos; tal era Zamora, la antigua villa del siglo XVI que había sido elevada al rango de ciudad por don Miguel Hidalgo a su paso por ella, y la comunidad indígena de Uruapan, en su transición a Ciudad del Progreso. Las parroquias separadas de la iglesia madre llegaban apenas a una treintena, que se nombraban en el acta de erección. En la adjudicación de territorio a la nueva diócesis se le había mermado la importante zona presidida por La Piedad con la dependencia de sus filiales de Numarán, Yurécuaro y Tanhuato. Se le entregaba, eso sí, la tradicionalmente inhóspita región de Tierra Caliente.
Por las dificultades iniciales, poco se previó lo congruo del territorio y eso dejó una situación de angustia económica por la aplicación de las Leyes de Reforma con la pérdida de propiedades, la falta de apoyo a la recaudación de diezmos y el que la diócesis matriz obligara a la restitución de los atrasados de los causantes del territorio cuando esto sucediera. Era una diócesis sin catedral, sin habitación para el obispo, sin seminario, sin caminos y de tan variados climas que impediría el cambio de personal expedito debiendo darse lugar a la aclimatación.
Los antecedentes pastorales del nuevo territorio estaban marcados por la presencia franciscana de la primera evangelización con los importantes conventos de Uruapan y el recuerdo de fray Juan de San Miguel; Tarecuato, donde habían quedado las reliquias de Jacobo Daciano, además de los que se habían fundado en Jiquilpan, Peribán, Charapan y Patamban.
La presencia agustina se hizo sentir en Jacona y sus filiales de Tangamandapio y Jaripo igual que en Taretan, Zacán Zirosto y San Felipe de los Herreros.
Al lado de las zonas anteriores se habían podido mantener importantes jurisdicciones de parroquias seculares tras la ocupación de Jacona por los agustinos al tiempo de la ausencia de Vasco de Quiroga (1548-1554), quien logró impedir la ocupación por la misma Orden de la parroquia de Tlazazalca. Célebres curatos seculares dentro del territorio de la nueva diócesis habían venido siendo los de Chilchota, Aranza, Capacuaro, Tingüindin e Ixtlán y el ya mencionado de Tlazazalca.
Desde la fundación de la villa de Zamora ésta había sido confiada al clero y defendida de la pretensión franciscana de ocuparla a finales del siglo XVI. Por supuesto había venido quedando bajo la atención del clero secular la Tierra Caliente, donde la orden agustina dejaría sólo el mítico recuerdo de sus apóstoles tras la pasajera administración de algunos sitios en dependencia de los conventos de Tiripitío y Tacámbaro, pues había optado desde un principio por los climas más benignos y las promisorias regiones de la frontera de Michoacán con el área chichimeca con los conventos de Cuitzeo, Guango oYuriria.
Las fuentes para la historia que se pretende reconstruir o se componen de valiosos manuscritos que fue recopilando el doctor Pedro Torres Bustos, quien quizá soñó en escribir lo que ahora relato. Son listas de los clérigos que estuvieron activos durante los primeros quince años de la nueva diócesis, las listas del libro de ordenaciones rescatado y difundido por don Francisco Valencia Ayala, el libro de gasto del primer obispo, además de otros documentos de recuperación viable como ejemplares de los edictos y circulares que vagan dispersos en los libros de cura de almas en alguna de las viejas parroquias ya en jurisdicción zamorana.
Hubo entre los canónigos del primer Cabildo un don Ignacio Aguilar que destacó por su interés en el apostolado de la prensa; se debió a él la primera que se tuvo en la ciudad episcopal y a lo largo de su vida fue publicando distintos periódicos; además, nos da el trazo de su historia vivida a través de una autobiografía en que quedó plasmada su protagónica actuación al lado del primer prelado, a quien acompañó en sus visitas pastorales y asistió en su última enfermedad, todo plasmado en una Corona Fúnebre impresa en 1876, año de la muerte del primer obispo.
Ayuda en la construcción histórica de esta primera etapa la labor de recopilación del doctor Torres Bustos, ya mencionada, a la que hay que agregar dispersos e incompletos datos sobre la participación decimal del primer Cabildo Eclesiástico y los gastos hechos para adecuar edificios zamoranos para su condición de capital episcopal.
De la laboriosa tarea de recopilación documental hecha en función de la introducción de la causa de canonización de los Siervos de Dios José Antonio Plancarte y José María Cázares se pueden rescatar valiosos documentos sobre el despegar de la vida diocesana.
Ha habido memoriosos de esa historia diocesana, y aunque han privilegiado la historia parroquial, nos aportan datos importantes sobre esas etapas primitivas de la diócesis: tal es el caso de José Romero Vargas, quien centró su atención en el desenvolvimiento religioso de su tierra, Cotija.
Los problemas a enfrentar en el despegar de la nueva diócesis los podemos enunciar en varios apartados que empiezan desde la labor de sanación de conciencia que se imponía a los pastores después de haber sido golpeada la comunidad por las leyes adversas a la Iglesia. Ello tocaba, en incompleta enumeración, a los que habían jurado las nuevas leyes, aquellos que habían adquirido bienes eclesiásticos y los que se habían descuidado en el pago de los diezmos.
Un segundo punto se refería al saneamiento económico ya que en el campo de las finanzas eclesiásticas se llegaba al límite de las posibilidades tras el despojo de los bienes y el impedir el cobro y pago de los diezmos al grado que el nuevo obispo dispuso que las comunidades indígenas aceptaran su contribución a los gastos del servicio que se prestaba en sus comunidades añadiéndolos a los apoyos que se daba a los ministros por el rumbo de los pindecuarios.
El poblamiento de los espacios en el inmenso territorio lo dificultaba lo extremoso del clima y la insalubridad y contaminación de las aguas, además de enfermedades endémicas como el paludismo y el llamado mal del pinto. A las plagas de mosquitos, niguas, escorpiones, arañas o serpientes se agregaba lo intransitable del territorio por ríos, barrancas y montes cerrados de maleza.
La intercomunicación de algunas regiones era casi imposible dada la carencia caminos y lo escabroso del territorio. Se sumaba a ello la necesidad de aumentar la variedad en la producción para sobrevivir en el necesario autoconsumo. Esta situación derivará en la necesidad que tenía el sacerdote en cobijarse con la propia familia que debía seguirlo a donde se le destinaba para asegurar su misma sobrevivencia.
La presencia del sacerdote debía llevar consigo la construcción de la solidaridad comunitaria, indispensable para vencer el aislamiento de las regiones. Era urgente desplazar a los enormes espacios familias enteras creándoles vínculos con sus poblaciones de origen, lo que se empezó a lograr desde el despegar de la misma diócesis.
La construcción de infraestructra era requerida para agrupar a los dispersos y convencerlos de las desventajas del aislamiento; tal es el caso que narra Luis González en su Pueblo en Vilo, cuando a los rancheros de los Altos del Jalmich se les propone congregarse en el Llano de la Cruz, lo que dio origen a la fundación de San José de Gracia. Ello implicaba la construcción de la capilla como eje de la nueva población.
El sistematizar la educación era consecuencia inmediata de esa construcción de poblaciones, y así, junto al lugar de culto y de la casa comunitaria, se imponía la creación de escuelas además de exigirse un apoyo mínimo a la salud comunitaria.
El despegue de talentos irá siendo el resultado de la convivencia y mejor vivir de las comunidades, siguiendo el deseo de superación en alguno de los miembros de la familia que ya no se conformaría con los saberes tradicionales ni se adaptaría a los oficios propios de la familia.
Y a todo ello debía dar respuesta la nueva diócesis en un programa que despega con el primer obispo y que será continuado en forma vigorosa por su sucesor.
Las personalidades que intervienen en la fundación de la diócesis debemos encabezarlas con el nuevo obispo, don José Antonio de la Peña y Navarro, quien había nacido en Zamora en 1799 de una familia modesta originaria de Santiago Tangamandapio. El joven Peña trabajó de escribiente en el comercio zamorano y fue acogido en el Seminario de Morelia por don Ángel Mariano Morales, recibió una beca en 1822. Fue ordenado sacerdote en 1827 y empezó a tener cura de almas en San Francisco Angamacutiro para de allí pasar al curato de Jacona, de donde fue promovido al de Dolores en 1840. Será llamado a ocupar la vacante en el Cabildo Eclesiástico para suplir a su paisano don José María Cabadas en 1848. Le vemos destacar en funciones administrativas como tesorero del Cabildo. Auxilia a su paisano don Clemente de Jesús Munguía en el régimen diocesano, al punto que éste le escoge para su auxiliar; fue nombrado titular de Drusipara en 1863, nombramiento que se le cambiará por el de residencial de la nueva diócesis de Zamora.
En el despegue de la nueva diócesis su primer obispo logra el apoyo de don Luis G. Sierra, quien había hecho en su nombre la erección de la nueva diócesis. Zacapuense benemérito, le toca hacer la fundación del seminario y ser su primer rector. Las penurias económicas del despegar le hicieron incongrua su prebenda del Cabildo, a la que renunció, y se retiró de ella y de la rectoría.
Desde fechas muy tempranas encontramos ligado a la nueva diócesis y a su Cabildo y Mitra a quien sucedería a Sierra en la rectoría del Seminario, don Juan R. Carranza, quien a la muerte del primer obispo será nombrado Vicario Capitular y promoverá la candidatura de su sucesor Cázares. Carranza es figura indispensable en la formación del clero de la nueva diócesis, tanto que el clero, reconocido, enterró sus restos bajo elocuente epitafio en la catedral zamorana.
Temprana presencia entre el clero de la diócesis tuvo el uruapense Manuel Bruno Gutiérrez, a quien debía ligar estrecha amistad con el obispo De la Peña. Aparece muy pronto a cargo de las finanzas y logra hacerlas pasar de lo maltrecho a la franca recuperación al final del primer periodo episcopal.
Don Rafael Ochoa fue un zamorano longevo que aparece como apoyo del prelado en las labores secretariales; moriría cuarenta años después como el más antiguo canónigo del Cabildo.
Ya nos hemos referido a don Ignacio Aguilar, canónigo de gracia en el primer Cabildo. Nos da una crónica acabada de los primeros años de la diócesis al tocarle acompañar a su prelado en las distintas visitas pastorales con que se empezaron a roturar los caminos diocesanos.
De los primeros años de la nueva diócesis es imposible prescindir de don José Antonio Plancarte y Labastida, joven sacerdote adscrito a la arquidiócesis que sin embargo gastará fructuosamente su primera juventud al servicio de Zamora como cura de Jacona. Conectado con el alto clero por su formación en la Academia de Nobles, hará estrecha amistad con don Ignacio Montes de Oca y se apoyará en sus propios recursos para emprender una serie de obras en beneficio de su parroquia, donde pronto empieza a desarrollar una fructuosa labor educativa con la creación del Colegio de San Luis, del cual saldrá un grupo numeroso de estudiantes al Colegio Pío Latino. Funda luego un colegio de doncellas del que se originará la Congregación de Hijas de María de Guadalupe.
Don José Antonio de la Peña quiso hacer sitio a un par de viejos párrocos de los que habían quedado en el territorio, los curas de Cotija, Zamora e Ixtlán, pero sus edades ya no les permitieron ni larga permanencia ni el dinamismo con que se debía emprender la roturación del nuevo territorio y el cumplimiento de las tareas urgentes para echar a andar la estructura diocesana.
Nos narra don Ignacio Aguilar que al buscar robustecer el despegar de la diócesis, el señor de la Peña hizo invitación a formar parte de su cabildo al mismo don Ignacio Árciga, cuando éste ya estaba en camino de suceder al arzobispo Munguía, pues fue nombrado al Cabildo de Morelia y luego escogido para ser el nuevo prelado. Fue tal la deferencia que Árciga tuvo con su antiguo superior y maestro que le pidió qué él fuera su consagrante y le entregara el palio, que fue a recibir a la parroquia zamorana de Purépero.
1 Presbítero del clero de Zamora, doctor en historia, pertenece a El Colegio de Michoacán y de la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica.
2 Estudio leído en ausencia de su autor durante el Coloquio Académico La Iglesia en México. 1864, organizado por la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica y el Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara del 4 al 5 de noviembre del 2015, en la Casa ITESO-Clavigero en Guadalajara, en el marco del cl aniversario de la restauración del episcopado mexicano.
3Fundación de diócesis: Tlaxcala / Puebla 1519-1525, México, 1530, Oaxaca 1535, Michoacán 1536, Chiapas 1539, Guadalajara 1548, Yucatán 1561, Durango 1620, Linares (Monterrey) 1777, Sonora 1778, California 840. (Chilapa1816, Veracruz 1846 y San Luis Potosí 1854) Chilapa 1863, León 1863, Querétaro 1863, Tulancingo 1863, Veracruz 1864, Zacatecas 1863, Zamora 1863.Tamaulipas 1870. Tabasco 1880, Colima 1881, Sinaloa 883.Cuernavaca 1891, Chihuahua 1891, Saltillo 1891, Tehuantepec 1891 (Tuxtla 1919), Tepic 1891.Campeche 1895, Aguascalientes 1899, Huajuapan 1902.Tacámbaro 1913-1920, Huejutla 1922, Papantla 1922).