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El fenómeno religioso en México y la religiosidad del mexicano

Agustín Basave Fernández del Valle[1]

 

Al calor de la publicación de la obra monumental Coatlicue: Estética del arte indígena antiguo (1954), de Justino Fernández, el autor de este artículo se creyó impelido a alzar su voz para dar su punto de vista acerca del de los entusiastas que, amparados por el trabajo del famoso historiador del arte, quisieron sacar conclusiones tan superficiales como las de afirmar que el culto guadalupano continuó y mantuvo en el del Tepeyac el de la Coatlicue.[2]

 

La religiosidad del mexicano

 

De una manera o de otra, los mexicanos han intentado y siguen intentando relacionarse con un ser trascendente, con un ser distinto, en sus condiciones de vida, de todos los habitantes de México. Éste es un hecho, no una teoría. Hecho que en su descripción esencial debe servir de punto de partida al estudio de la religiosidad mexicana. Antes de las demostraciones están las mostraciones. Mostremos, pues, el fenómeno lógicamente, el hecho religioso en México. El mexicano implora, clama, invoca en templos, santuarios, basílicas y hasta en capillas que se encuentran a la vera de los caminos. No se trata de una simple actitud teorética sino de una invocación viva a un Ser que en un sentido se teme y en otro se desea. Todo rito exterior –signo, al final de cuentas– expresa o intenta expresar un contenido. Cuando un mexicano del pueblo entra de rodillas en un templo, tiene la presencia, a lo menos intencional, de un ser personal, trascendente, profundamente admirado y temido. Se busca propiciar a ese ser supremo y misterioso, directamente o a través de la Virgen de Guadalupe, de los santos patronos del pueblo o de aquellos santos que inspiran mayor devoción popular. En todo caso, el mexicano medio, aunque a veces no vaya a misa ni frecuente los sacramentos, busca ayuda y dirección en Jesucristo, que está por encima de él.

            El mexicano, como todo hombre, tiene una inescindible dimensión religiosa. Pero además de tenerla, sabe que la tiene y la actualiza en la oración de petición y en la oración de gracias. Toca su insuficiencia radical, su evidente finitud, sus insoslayables limitaciones en el orden del ser, del conocer y del poder con un realismo impresionante. En medio de sus experiencias diarias con la enfermedad, con el hambre, con el hospital, con la cárcel y con la arbitrariedad del cacique, Dios se le presenta al mexicano en la vivencia religiosa como lo incontaminado —en medio de tanta corrupción—, como lo absoluto —ante tantos sucesos contingentes—, como guardián de la ley que es para ricos y pobres y como juicio de toda culpa. Precisamente por eso encomienda a Dios no tan sólo su problema de salvación, sino sus problemas —agudos, punzantes— de la vida diaria. Sólo un poder sin límites le puede dar la salvación eterna, librándole de sus males terrenos. Por ignorante que sea, descubre lo divino como santo —no puede tolerar en sí falta alguna— como misterioso —incomprensible majestad— y como fascinante.

La fenomenología del hecho religioso en México nos muestra un sentimiento de dependencia con acento de esperanza. De no tener esperanza, serían vanas todas las “mandas”, todos los sacrificios, y no habría oraciones. El mexicano vaciaría su alma y no se manifestaría ante un ser capaz de oírle y entenderle. Pero el mexicano más humilde sabe, cuando es creyente, que cada vez que traiciona esa instancia divina pierde la paz y la alegría, pero no la esperanza. La conciencia de la culpa en México —que nunca la han podido borrar algunos psicólogos empeñados en hacerlo— mantiene viva la idea de un Dios-justiciero. Ningún bien finito contingente puede liberarnos de la angustia surgida de nuestra indigencia de creaturas. Al reconocer que no somos nuestra existencia, sino que pendemos en todo nuestro existir de la Causa fundamental que es Dios, nos sentimos ligados, unidos ontológicamente, volvemos nuestro ser a la causa fontal. Este raciocinio lo entrevé, aunque de manera obscura, el creyente de nuestro pueblo.

Pocos pueblos de la tierra podrán igualar a México en esa irrefrenable tendencia a lo absoluto. No se trata de una cuestión puramente científica, objetiva, impersonal. Trátase de una cuestión personalísima, esencialmente vital, que interesa al ser íntimo de la inmensa mayoría de los mexicanos:

El hombre del pueblo, por lo general, es humilde. Humildad que estriba, ni más ni menos, en juzgarse por lo que se es. Santa Teresa de Ávila advertía que la humildad está en la verdad. El mexicano pierde su humildad habitual siempre que se rebaja o se exalta más de la cuenta. Se dice que la religiosidad mexicana es una religiosidad popular, ignorante, supersticiosa, desviada de la ortodoxia. Es posible que existan algunos rasgos en la religiosidad popular de ignorancia y de superstición, pero resulta imposible negar la gran disponibilidad del mexicano para abrirse a la gracia que viene de Dios, su intensidad vivencial religiosa que instaura como valor primero, fundamental, que vale per se, lo santo. Aunque no haya estudiado filosofía de la religión, el mexicano medio sabe —saboreando en su vida religiosa— que lo santo es absoluto, perfecto, misterioso, inaccesible, majestuoso, enérgico, sublime, fascinante. . . En la mayoría de los mexicanos el discurso o la razón está mezclada con las facultades emotivas e intuitivas. El mexicano llega a Dios por la pasión de Jesucristo, por el dolor de María, por la heroicidad bondadosa de sus santos protectores. Esta corriente vital que le impele misteriosamente Dios muestra una disposición religiosa específicamente mexicana. Dentro de una tipología humana, en el camino concreto del mexicano hacia Dios yo diría que el mexicano tiene un temperamento ético (se inclina preponderantemente a la consideración del hombre en cuanto agente voluntario que obra en vista de un fin que su razón descubre) amalgamado con un temperamento estético (llega hacia Dios movido por la universalidad e inmaterialidad de la belleza).

La religiosidad es — ¡qué duda cabe! — una invariante mexicana. La encontramos en las raíces de la mexicanidad, en la génesis de nuestra identidad nacional. Sólo una ínfima minoría se presenta como atea en nuestra patria, y podría decirse que no es escaso el número de los que se creen ateos y son, en el fondo, religiosos. Los indígenas precortesianos vivían instalados —infelizmente— en el dolor cósmico. La religión católica que trajeron los españoles a territorio mexicano no vació simplemente al indígena de su dolor cósmico, que mal sostenía su vida espiritual, sino que le ofreció la plenitud de la religión cristiana enseñada y vivida por esos héroes de la bondad que fueron nuestros misioneros, nuestros evangelizadores. En este sentido, la conquista española no representa ninguna adversidad, sino un feliz adviento. Más que de “fractura” histórica a nivel trascendental, debiera hablarse de don, de consuelo, de refugio, de esperanza, de amor. . .             Resulta monstruoso pensar que “el universo” aguanta porque se alimenta de nuestro dolor, como lo pensaban los aztecas. Resulta grandioso pensar que habrá nuevos cielos y nuevas tierras donde los justos alcancen su plenitud eterna, como nos enseñaron los misioneros españoles. Entre todos los alimentos para este firmamento (teuhtlampa) los aztecas y los pueblos por ellos sojuzgados creían necesario brindar su sangre y sus corazones a un sol insaciable. Podría pensarse en cierta predisposición al sacrificio, entre los indígenas precortesianos, que fue recogida y sublimada en la cultura hispanocatólica. Los aztecas tenían una decidida vocación por un mesianismo que contagiaba su conducta. Creíanse responsables del orden celestial. Ofrecían desgarradoramente dolor y sangre, cuerpo y alma, para alimentar las deidades celestes, nunca para redimir sus pecados. No carecieron nuestros indígenas de “sentido de responsabilidad”, pero les hablaron a los indígenas del concepto de culpa y de pecado. No se trataba de que los indígenas perdiesen su religación a la belleza cósmica que emana del orden universal —trasunto de Dios—, sino de que tuviesen una perspectiva escatológica personal. En lugar de ese sacrificio estéril para mantener el sol desde aquí abajo, se empezó a hablar de paraíso, de purgatorio y de infierno. En vez de dioses voraces que vivían del dolor individual, se predicó un Cristo —Dios y hombre verdadero que murió colgado en una cruz— que nos redimió y nos abrió las puertas de la gloria. Ya no sería el dolor el que halagaría a los dioses sino la vida recta, buena, sacrificada como ofrenda meta-vital a un Dios salvador en esencia y trino en personas. Al indígena no le importaba tanto el modo de vivir como el modo de morir. Sentíanse recompensados por una muerte honorable en la guerra o en el parto. Pasaban al reino obscuro de los muertos. Poco o nada sabían de caridad; sólo de dolor. Ignoraban que el hombre no nació para el dolor, sino para el amor. Ciertamente fueron estoicos al soportar el dolor hasta sus últimas consecuencias. Pero se trataba de un estoicismo orgulloso, estéril, nihilista.

Cuando vemos sufrir tantas veces a nuestra gente del pueblo, ya no pensamos en ese dolor estúpido y humillante que se padece sin sentido y sin esperanza. El mexicano mestizo sabe que el dolor y la muerte se ofrecen y se comparten; que morir es comorir con Jesucristo. Pero, ¿cómo se presenta el fenómeno religioso en México?

 

Reflexiones sobre el fenómeno religioso en México

 

La religión no es solamente un débito de justicia que el mexicano paga al Creador (exhibere reverentiam), sino también una iluminada y amorosa admiración de la grandeza trascendente del Ser Absoluto. Nuestra literatura y nuestro arte dan testimonio de esa iluminada y amorosa admiración que el mexicano profesa a la Perfección de las perfecciones. Precisamente porque el mexicano siente muy a lo vivo esa grandeza y esa majestad de Dios inmenso, luminoso y omnipotente, se siente conducido lógicamente a la consideración de su esencial contingencia y pequeñez. Es el caso de Juan Diego, que simboliza al mexicano medio de nuestro pueblo. Casi todo lo creado se resuelve, para el mexicano, en tierra y ceniza. El reconocimiento de la trascendencia absoluta del Creador y de la consiguiente dependencia absoluta de la creatura presenta, en México, sus peculiaridades. El Dios hallado por la inteligencia es, en el mexicano, el Dios de la bondad y, sobre todo, del sentimiento. Toda esa imaginería de Cristos sanguinolentos y de dolorosas Vírgenes conmueven la sensibilidad y hacen que el mexicano ame con ternura a Jesús crucificado y a la Virgen Madre El hombre del pueblo –aquí y en cualquier otra parte– no orienta su fe viva hacia argumentaciones metafísicas; aunque se detiene a pensar un poco, no puede escapar del basamento metafísico.

El abismo que separa al mexicano del Ser trascendente y Creador desaparece en cierto modo por el perenne acto creativo de Dios que siente en su ser, en los fenómenos materiales y en los sucesos históricos. El mexicano religioso vive en la esperanza de que Dios haga sentir el palpitar de su vida. Sabe que no debe ni puede separarse de Él, porque caería en la nada. Su poder ya no le aterra —como al indígena precortesiano— porque tiene la certeza de que no lo ejercita en nuestro daño. Dios no es extraño de la villa, de las aldeas, de las parroquias y de los hombres de México, aunque esté su nombre ausente en el México oficial y aunque su luz sea inaccesible. A veces —¿por qué no decirlo? — las relaciones religiosas del mexicano se revisten de carácter exterior y pueden caer en la falsificación del formalismo: procesiones, mandas, entradas de rodillas a los templos, figuritas que se cuelgan a los santos, veladoras, flores, etcétera. El politeísmo es el otro peligro de la tendencia a la exterioridad —siempre sorteable— que nos viene de la sensibilidad de nuestra herencia indígena.

Dentro de nuestra filosofía como propedéutica de salvación surge un problema de capital importancia: ¿debo salvarme yo o debo abandonarme a la acción de Dios para que me salve? ¿No convendrá más bien trabajar por la salvación como si sólo de nosotros dependiese, aunque estemos convencidos que está más allá de lo natural? Es preciso empezar por percatamos de que Dios no puede tratarnos como instrumentos ciegos, inanimados, inertes; esto sería contradictorio, absurdo. En la salvación entran en juego todas nuestras facultades. Los grandes prodigios de la gracia —un Saulo derribado y enceguecido en el camino de Damasco— operan sobre sujetos activos. Y cuando Dios habla —iniciativa solemne y manifiesta— exige que se le responda. En rigor, es Él quien nos salva, pero nos salva por medio de los actos de nuestra libertad. En ese sentido cabe decir, también, que somos nosotros quienes nos salvamos. Dios está al principio y al fin. Ni activismo ni quietismo. No podemos esperar de nuestra actividad lo que sólo Dios nos puede dar. Pero tampoco podemos yacer como un cadáver, suprimiendo todo acto religioso y dejando que Dios lo haga todo. He aquí un peligro del mexicano: el quietismo. Lo que sucede por su culpable negligencia lo atribuye a una especie de fatalidad religiosa: “¡Ya estaría de Dios!”. Se olvida, a menudo, de otro dicho que es todo un compendio de teología: “Con el mazo dando y a Dios rogando”. Toda nuestra tarea humana reside en implorar, trabajar y esperar la salvación.

El indígena mexicano no amaba a sus deidades, sino que se dolía de la fatalidad divina. El indígena precortesiano vivía hondamente el dolor y hasta lo aceptaba con todas sus consecuencias. Una de las mejores herencias que hemos podido recibir de esta religiosidad es esa capacidad de nuestro pueblo para soportar el dolor hasta sus últimas consecuencias y con todo su sentido trascendente. En materia de aceptar el dolor, me atrevo a decir que el pueblo mexicano lo hace con una responsabilidad más profunda que cualquier otro pueblo de la tierra. Diríase que el dolor es puerta de entrada para comprender el misterio de la creación. Es un pueblo que sufre y que sabe pagar sus deudas con monedas de sufrimiento. Por eso ante el dolor exclama estoicamente: “¡Ni modo! ¡No nos queda otra!” Otros pueblos sustituyen —o creen sustituir— el dolor por la técnica. No advertimos en ellos ese dolor admitido por el orden universal. El mexicano sufre y se resigna no a la manera del estoico griego o romano, sino humildemente. El mexicano del pueblo es tan humilde que, en algunas de sus canciones, se siente menos que nadie. En el Chilam Balam hay dos preguntas que reflejan esa característica humildad indígena: “¿Soy alguien?”, “¿soy éste que soy?”

El azteca cultivó la responsabilidad y creyó mantener el orden universal mediante el culto de la sangre. El fraile misionero no vació el mundo interior del azteca, que estaba lleno de responsabilidad, sino que le inyectó el sentido del amor que no tenía. Es falso que el indio haya perdido toda su vida interior y su mismidad. No se trataba de cambiar el dolor por una eternidad colmada de bienaventuranzas, sino de dirigir el dolor, de hacerle cobrar su sentido redentor, de co-padecer y de co-morir con Cristo. El sacrificio de los aztecas era cruel, inhumano, aunque dijesen que era para salvar el equilibrio cósmico. Ese equilibrio cósmico no vale lo que vale la más modesta de las vidas humanas sacrificadas. El misionero cristiano no vino a hablar de una salvación egoísta, porque salvarse es —como bien lo advirtió san Agustín— un co-salvarse. El mexicano no quedó sin responsabilidad por el hecho de que haya dejado de ser el pueblo del sol que tenía que alimentar con sangre, diariamente, a su voraz deidad. El dolor cósmico del indígena no perdió su sentido, porque, en última instancia, carecía de él. Por más piruetas intelectuales que se fragüen, resultará imposible justificar los sacrificios humanos y el derramamiento de sangre en aras de Huitzilopochtli. Una responsabilidad mal entendida que se suprima no es motivo para que se piense que carece de sentido la vida en lo sucesivo. Era absurdo seguir sosteniendo una pretendida “responsabilidad cósmica”. Por eso cuando los indios escucharon hablar sobre la salvación personal, sobre sus pecados que habían sido redimidos por la sangre de Aquel Hijo de Dios que tenía una Madre amorosa, dulce y tierna, abrazaron la fe con singular ternura y ardor. ¡Y que no se nos venga a contar que abrazaron esa fe porque pensaban que Jesús, Hijo de Dios, y María, Virgen y Madre, eran Quetzalcóatl y Tonantzin! No es una historia vaciada de contenido. Todo lo contrario, es una historia que se llena de plenitud con la llegada de los evangelizadores. El sacrificio y el dolor no sirven para completar el giro del sol o para desterrar el desorden cósmico. No puede pensarse sensatamente que el indio se sintiese redentor, sino víctima fatal del cosmos. Los misioneros vinieron a rescatarle del vacío terrible de la nada. En buena hora que se haya sepultado en el silencio ese mundo de la misión racial del pueblo del quinto sol.

No es nuestro indígena el que anda por el mundo como un fantasma, sino la mente febril de ciertos intelectuales que labran piruetas en el vacío. La desidia, la irresponsabilidad, la quietud, la abulia que puede tener el mexicano no proviene de que le hayan quitado su vida interior, su religión precolombina, sino de la falta de educación y del fraude cultivado de una vida sociopolítica. No confundamos las simulaciones, las apariciones y los fantasmas de una mixtificada religiosidad del Niño Fidencio con la religiosidad actual del mexicano medio. No reduzcamos la fe del pueblo mexicano a la superficialidad anecdótica y a las peregrinaciones callejeras. Ciertamente no escasean las gentes que van al encuentro de santos milagrosos. Pero eso no significa que el mexicano sea un religioso de ocasión, carente de vínculos y de raíces profundas. Tampoco resultan despreciables esas masas de gente humilde que acude año tras año a pedir salud, a pedir pan, a pedir la resolución de sus problemas vitales al Cristo de Chalma, a la Virgen de Guadalupe o a la Virgen de San Juan de los Lagos. No me interesan los burgueses que frecuentan iglesias y catedrales porque creen asegurar, simultáneamente, su cuenta bancaria y su salvación. Tampoco podemos decir que el mexicano del pueblo es el ateo que combina un positivismo trasnochado con un cientificismo de cuarta categoría. Dejemos que filtre la savia mexicana desde el abismal mexicano y todo se sacralizará. Los presagios, toloaches y limpias son supersticiones del sector minoritario y más ignorante del pueblo, que no cabe confundir con la religiosidad mexicana. No salvaremos a México de la corrupción por la resurrección del dolor cósmico. En buena hora que el mexicano siga sabiendo sufrir, pero sin olvidar que el sacrificio tiene sólo sentido cuando se convierte en ofrenda meta-vital. No vamos a cambiar nuestra religiosidad por la farmacología y la informática. Cuando se asumen desde adentro los sucesos de la vida diaria con un sentido providencial, religioso, cesa el absurdo.

La introducción del cristianismo no produce ninguna “fractura histórica”. El hecho de que el mexicano sea impuntual, flojo y desobligado no proviene de que le hayan cambiado religión. Todo lo contrario. La religión cristiana le capacita mejor para recuperar el honor de ser hijo de Dios, para cumplir cabalmente la palabra dada, para ser fiel a la promesa. Ahora sí existe Algo por qué entregar la voluntad de México. Más que pensar que el sol puede no salir todos los días, como lo pensaba el azteca, pensamos que Dios está en todas partes y que lo podemos encontrar hasta por la cocina, en el puchero, como quería Santa Teresa de Ávila. Asomémonos a las características esenciales del homo religiosus en México.

 

El homo religiosus de México

 

 La religión, en México no es cosa del pasado. No confundamos la historia de nuestros gobiernos con la intrahistoria de nuestro pueblo. Tampoco identifiquemos la religión con lo primitivo, con lo ritual, con lo carnavalesco. Ciertamente en la religión hay dogma; pero dogma no significa persecución o Inquisición. Por encima y por debajo de todas etapas de la religión en México, está la religiosidad del mexicano. Y esta religiosidad es una categoría esencial de la mexicanidad. Pueden suprimirse todas las clases de religión en las escuelas oficiales, puede tenerse implícitamente por prohibido mencionar el nombre de Dios en la Cámara de Diputados, pero jamás se conseguirá anular la religiosidad que hay en cada uno de nosotros, los mexicanos, con campañas antirreligiosas —como las de Calles— o con preceptos legales jacobinos. Levántese un censo veraz en el pueblo mexicano y encontraremos que más del 90% de nuestras gentes creen en un Dios creador de cielos y tierra. ¡El mexicano se sabe “religado” a lo trascendente y admira devotamente el misterio y el milagro! Santifica fiestas y sostiene el “credo” en las vicisitudes de su vida personal y sociopolítica. Zubirianamente hablando, podríamos decir que el mexicano, más que tener una religión, “es una religión”. Y cuando cree no tener religión, se sigue comportando religiosamente, aunque no lo sepa. Dejemos a un lado la masa de “supersticiones” del indígena y del mexicano ignorante, incluso las supersticiones de toda una mitología camuflada del mexicano moderno. Lo que no podemos dejar jamás es nuestro afán de plenitud subsistencial, la “nostalgia del paraíso”, el vacío de Dios, el hambre de absoluto. No se trata de una necesidad accidental del mexicano de ayer o de hoy, sino de un dato constitutivo de un ser humano para explicarse a sí mismo en el universo en que existe. El mexicano invoca a Dios porque es religioso; el mago cree realizar los deseos humanos sin intervención divina.

El choque de lo español con lo indígena no produjo un vaciamiento espiritual sino una plenitud en que los dioses primitivos y los crueles sacrificios ofrecidos a las divinidades en los centros ceremoniales de las pirámides fueron sustituidos con la religión del amor a un Dios personal y al prójimo. No se trata de un sincretismo especial que funde a santo Tomás con Quetzalcóatl y que confunde a Tonantzin con la Virgen María, sino de una “meta-noia”, de una sublimación, de un nacimiento al hombre nuevo. Dios vive en el mexicano. En cualquier instante puede el mexicano comunicarse con su Dios personal. Le basta pensar, o querer, o inquietarse por la subsistencia, o abrir simplemente los ojos para contemplar la naturaleza. Dios tiene múltiples vías de acceso a sus criaturas: templos, santuarios, basílicas, catedrales, fiestas pueblerinas, procesiones religiosas, visitas al hospital, misas de cuerpo presente, capillas a la vera de los caminos… Pero –y esto importa mucho decirlo– el mexicano está unido a su Dios no sólo por actos efímeros, sino por su realidad que subsiste. El mexicano podría decirles a sus vecinos del norte: ¡Buena noticia! Dios está próximo, infinitamente próximo. Él es lo inmediato. ¡Dios vive! Y nosotros debemos ser los testigos de su grandeza y de su trascendencia. Sin él, ¿seríamos todavía algo los mexicanos a un título cualquiera? Precisamente porque hay un Dios vivo, se tornan vivas todas las cosas de México. Y este Dios vivo es el amor vivo que nos compromete a vivir amorosamente; es el Dios presente que habla por su presencia de inhabitación vivir el alma de los contemplativos; es el Dios de amor y de consolación que colma a tantos pobres de espíritu; es el Dios que haciéndonos sentir interiormente nuestra miseria nos regala con su misericordia; es el Dios que nos llena de humildad y de gozo, de amor y de confianza...

El fenómeno religioso en México y la religiosidad del mexicano quedarían mal estudiados si no hablásemos de la Virgen de Guadalupe y del guadalupanismo en México. Y como no han faltado intentos —descabellados, por cierto— de ver en la “Coatlicue” una de las antecesoras de la Virgen de Guadalupe, me veo precisado a deshacer el infundio.

 

Coatlicue y la Virgen de Guadalupe

 

Entre las deidades aztecas sobresale la Coatlicue, diosa de la tierra, comedora de inmundicia, fuente de todo lo que vive y respira, gran paridora y gran destructora. Esta deidad, con falda de serpientes, está insinuada en el contorno de una figura humana. Dos cabezas de serpientes con fauces abiertas y colmillos bífidos se aposentan en el lugar del rostro. Muñones de brazos y manos terminan en cabezas de serpientes. Garras de fiera suplen los pies. Un collar de corazones humanos y de manos cortadas cuelga de su cuello y se ostenta sobre su pecho.

La horripilante y monstruosa deidad exalta la grandiosidad de una tierra que sustenta y traga al hombre. No hay, en esta diosa azteca, un solo asomo de bondad. Una ley absurda, fabricada por la imaginación azteca, sometía al hombre a un destino fatal, carente en absoluto de bondad y de misericordia.

Al limpiar la escalinata del templo, Coatlicue —según la mitología azteca— vio caer del cielo una bola de plumón, que metió en su seno para ofrendarla más tarde en el altar. Cuando quiso ofrecerla a los dioses, la bola de plumón se había desvanecido y Coatlicue se sintió preñada. Las estrellas, hijas de Coatlicue, aconsejadas por su hermana la luna (Coyolxauqui), decidieron matar a la madre en vista de la grave deshonra. Del seno de la diosa salió una voz que dijo: “no temas nada”. Y de pronto sale del seno materno de Coatlicue, armado de pies a cabeza con escudo, lanza, penacho verde en el cabello y pies adornados de plumas, su hijo Huitzilopochtli. El sanguinario y recién nacido Huitzilopochtli asesina a sus hermanas y corta, con la serpiente de fuego, la cabeza de la luna.

No han faltado intérpretes de la teogonia náhuatl que identifican a Coatlicue, por su función reproductiva y creadora, con la mujer azteca, y se lanzan alegremente a las explicaciones psicológicas: la mujer azteca, como Coatlicue, es endeble e indefensa; inspira desprecio y agresión, temor y respeto; pare hijos y come inmundicias. No es que trate de ser como la diosa, pero resulta serlo, en algún modo. El “macho” azteca se doblega ante la émula de Coatlicue en ambiguo sentimiento de amor y de odio, de sumisión y dominio. Ellas, como Coatlicue, son el origen de todo, sin mayores esfuerzos, de manera espontánea, con su solo existir. Coatlicue, que nada sabía de la píldora anticonceptiva, pare hijos al por mayor: todas las estrellas, la luna y Huitzilopochtli. Haciendo gala de incongruencia, la luna y las estrellas, que nacen sin la intervención del semen masculino, se sienten indignadas porque Huitzilopochtli nace de la misma manera y encabezan la rebelión. El nacimiento del dios acaba con el matriarcado y se instaura el imperio del “macho” azteca.

Adviértase que en la arcaica y simbólica madre Coatlicue no hay ni sombra de ternura ni de protección. No es la madre alimentaria y acariciadora, reposo y consuelo del hijo cansado, sino una vieja matriz procreadora que expele hijos de los cuales nunca más va a ocuparse.

Es Huitzilopochtli —y no Coatlicue— quien induce a la tribu azteca a abandonar Aztlán para dirigirse al lugar que eligió: Tenochtitlán. El azteca, guerrero e imperialista, se siente orgulloso de formar parte del “pueblo elegido por el sol”, cree recibir de Huitzilopochtli su fuerza impulsora y su ardor bélico, su audacia y su autoritarismo. En ese dios sol, hijo de la deshonra, no hay ni la más mínima sombra de piedad.

La mujer no contaba —o contaba muy poco— en la tribu azteca. Debía permanecer dentro de casa, “como el corazón dentro del cuerpo”. Fray Bernardino de Sahagún nos relata, en su Historia antigua mexicana, que a las recién nacidas se les pronunciaba un pequeño discurso:

 

Habéis de ser la ceniza con que se cubre el fuego del hogar; habéis de ser las trébedes, donde se pone la olla, en este lugar os entierra nuestro señor; aquí habéis de trabajar, y vuestro oficio ha de ser traer agua y moler maíz en el metate; allí habéis de sudar junto a la ceniza y el hogar.[3]

 

En la sociedad mexica, las mujeres estaban privadas de derechos y relegadas al encierro. Lo que contaba era la guerra hecha por los hombres.

No han faltado ensayistas que afirmen, en forma gratuita y descabellada, como lo hace Juana Armanda Alegría, que “las antecesoras de la Virgen de Guadalupe son seguramente la Coatlicue, Tonantzin (diosas paganas) y la Virgen María (diosa católica)”.[4] Cabe apuntar, en primer término, el error garrafal de llamar “diosa católica” a la Virgen María. Si confrontamos esa afirmación con la más pura fuente de la revelación (Tradición Apostólica y Sagrada Escritura) y con el Magisterio vivo de la Iglesia nos daremos cuenta que la doctrina católica jamás ha considerado a la Virgen María como diosa. No confundamos a nuestra señora de Guadalupe con Tonantzin, porque algunos indios despistados del siglo xvi así le llamaban y porque el templo de la Guadalupana se edificó en el lugar en que los tenochcas practicaban su idolatría.

Don Primo Feliciano Velázquez tradujo directamente del náhuatl el Códice Chimalpopoca. Anales de Cuautitlán y leyenda de los Soles. He aquí la protohistoria guadalupana en la traducción de Velázquez: “El gran acontecimiento. Se apareció maravillosamente la Reina del Cielo, Santa María, nuestra amada madre de Guadalupe, aquí cerca de la ciudad de México, en el lugar nombrado Tepeyac”. En la mañana del sábado 9 de diciembre de 1551, María se revela a Juan Diego:

 

“Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra”. Por la tarde, la Señora le repite, con énfasis, a Juan Diego: “Yo, en persona, la siempre Virgen, Santa María, Madre de Dios, te envía”.[5]

 

En esta revelación se destacan cuatro notas que nada tienen que ver con las características de la Coatlicue y de Tonantzin: virginidad perpetua, santidad, maternidad divina, maternidad espiritual. Aspectos mariológicos que sitúan a la Guadalupana en la más prístina línea del Evangelio y de la Tradición.

El Evangelio del Tepeyac es un cántico a la maternidad espiritual de María. El mito de la Coatlicue nos presenta una deidad paridora y destructora, sin el más mínimo rasgo de maternidad espiritual; símbolo de la tierra y de la inmundicia que sustenta y traga al hombre. ¡Qué contraste con aquella horripilante monstruosa deidad la que nos ofrece nuestra tierna y piadosa Madre Guadalupana! “Yo soy vuestra piadosa Madre”, nos dice. Y las primeras frases que brotan de sus labios están saturadas de ternura y de amor maternal: “Juanito, Juandieguito... Juanito, el más pequeño de mis hijos: ¿a dónde vas?”. En la tercera aparición le llama “hijito mío”. En el Evangelio del Tepeyac hay teología y poesía. La emotividad de la Madre nos llena de alegría, de paz y de confianza: “... No se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en su regazo? ¿Qué más has menester?”.

No cabe, sensatamente, decir que la Coatlicue y la Tonantzin son las antecesoras de la Virgen de Guadalupe. Menos aún puede sostenerse la grotesca afirmación de que “la tendencia mágica de separar la maternidad de cualquier función sexual (lograda en la Virgen de Guadalupe) ocasiona, además, la oscilación del maltrato a la enfermiza veneración hacia la figura materna”.[6] ¿Qué tiene que ver la Virgen de Guadalupe con las palizas que el “macho” mexicano propina a su sufrida consorte y con la enfermiza veneración hacia la figura materna? La Coatlicue es una ruina arqueológica, la Virgen de Guadalupe ha sido, es y seguirá siendo consuelo de los pobres, amparo de los afligidos, baluarte de nacionalismo, símbolo de unión entre indios y criollos, auténtica patrona de México. La Coatlicue está en un museo, la Virgen de Guadalupe tiene un Santuario para mostrarnos y darnos todo su amor, compasión, auxilio y defensa. En el “hecho Guadalupano”, la teología del signo resplandece. El obispo pidió una señal, un signo para “ver una cosa” y de allí pasar a “creer en otra”, situada en la suprarracional dimensión de la fe cristiana.

 



[1] Filósofo, escritor, catedrático, jurisconsulto tapatío; doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Produjo una bibliografía abultada y rica.

[2] Agustín Basave Fernández del Valle, Vocación y estilo de México. Fundamentos de la mexicanidad, México, Limusa, 1990, pp. 589-600.

[3] Cf. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, Vol. 1, México, Editorial Porrúa, 1955, p. 604.

[4] Juana Armanda Alegría, Sicología de las mexicanas, México, Diana, 1974, p.101.

[5] Jesús Galera Lamadrid, Nican mopohua: breve análisis literario e histórico, México, Jus, 1991, p. 127.

[6] Cf. Juana Alegría, op. cit., p. 105.



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