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Santa Teresa de Jesús, a quinientos años de su nacimiento

José Guadalupe Ramiro Valdés Sánchez

 

Como un recuerdo de su ministerio, se trascribe la homilía que pronunció el párroco del Sagrario Metropolitano de Guadalajara (q.d.D.g.) en una de las capellanías de su circunscripción, la de Santa Teresa de Jesús, el 15 de octubre del año 2015,

en el marco de la clausura de Año Jubilar Teresiano

Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia.

Fil.1, 21

 

Nos reunimos con fe y devoción a celebrar esta Eucaristía, esta acción de gracias a Dios Padre Todopoderoso porque concedió a santa Teresa de Jesús sesenta y siete años de vida llena de bendiciones celestiales y la llamó al gozo eterno del cielo en el año de 1582, el 15 de octubre, un día como éste. Ella había nacido en Ávila de los Caballeros el 28 de marzo del año 1515, hace quinientos años, hija de piadosos y honrados padres, Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz de Ahumada, y tuvo doce hermanos. Desde pequeña fue proclive al estudio y a la lectura de buenos libros, entre ellos vidas de mártires, al grado que a tan tierna edad hizo el intento de encaminarse al África a dar gloria a Dios dando su vida por Cristo, algo imposible en ese momento, y que le arrancó lágrimas al no concedérsele tal deseo.

Huérfana de madre a la edad de 14 años, se puso a los pies de una imagen de la Santísima Virgen María de la Caridad para que la tomara por su cuenta, y ella, Teresa, sentirse hija de tan amorosa Madre.

En plena adolescencia, su padre la internó en un colegio de monjas agustinas, donde redondeó su formación humana y cristiana, aunque en ese momento no le atraía ni siquiera un poco la vida consagrada. Empero, después de esa experiencia que un malestar grave truncó, sí que tuvo la necesidad de recluirse en el monasterio de la Encarnación, de la Orden del Carmen, al comienzo de su juventud, aun contrariando la voluntad de su padre. Ya con los hábitos encima, pero en plena lozanía de la vida, tuvo un feliz encuentro con su tío Pedro Sánchez de Cepeda, cuyo testimonio y la lectura atenta del Abecedario Espiritual, de fray Francisco de Osuna, y las Cartas de san Jerónimo, que explican los distintos estados de vida y el camino de la santidad, la dejaron inquieta y prendida de los anhelos de la eternidad del cielo “para siempre, siempre”, como solía repetirlo siendo infanta.

No mucho después de haber profesado como carmelita, regresó a la casa paterna convaleciendo de graves quebrantos. El hogar se había ido quedando vacío, pues sus hermanos, varones casi todos, emigraron al Nuevo Mundo, y las dos mujeres restantes tomaron estado. Pudo asistir a su padre hasta su piadosa muerte y regresar a su comunidad muy reanimada por el buen ejemplo de su progenitor.

Adornada de una índole virtuosa, sufrió graves reveses en su intimidad con Dios, hasta que alcanzada la madurez de la vida pudo entregarse a la oración contemplativa y descubrir una dimensión de insospechada grandeza, que quiso compartir desde su condición de monja de clausura restaurando la disciplina de la regla primitiva de su orden, caracterizada por la descalcez, por ese tiempo bastante relajada, y pudo hacerlo venciendo obstáculos que parecían insuperables fundando en 1562, en su ciudad natal, el primero de los 17 conventos reformados con los que tachonará su patria, principalmente Castilla, en los restantes 20 años de su vida, eficazmente secundada en tal empeño, en la rama masculina, por fray Juan de la Cruz, a la par que pudo redactar diversos textos de carácter autobiográfico y místico, algunos poemas y millares de cartas, unas pocas de las cuales han llegado hasta nosotros, obra que en su conjunto le valió a su autora, en 1970, el título de primera Doctora de la Iglesia.

Anhelando el encuentro definitivo con Dios, se anticipó a él gracias al don de la unión divina, por el que pudo exclamar: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero. / Esta divina unión / del amor con que yo vivo / hace a Dios ser mi cautivo / y libre mi corazón; / mas causa en mí tal pasión / ver a Dios mi prisionero, / que muero porque no muero”.

Habiendo experimentado vivamente el amor de Jesucristo hasta donde humanamente se puede entrever la cámara celestial, santa Teresa exhortaba a todos a amar y vivir el amor a Jesucristo imitando su gloriosa pasión como camino seguro para alcanzar la eternidad.

Llena de virtudes y de buenas obras, terminó la santa su vida mortal “como hija de la Iglesia”, confortada con todos los auxilios espirituales, en Alba de Tormes, un día como hoy, no sin antes exhortar a sus discípulas a la paz, a la caridad y a la fiel observancia de la reforma por ella iniciada, que ya en ese tiempo gozaba del reconocimiento pontificio.

Su cuerpo, allí sepultado, se mantuvo incorrupto. Se reinhumó en Ávila, pero volvió a Alba de Tormes, donde a la fecha se venera. La beatificó el Papa Pablo v en 1614 y la declaró santa Gregorio xv no muchos años después, en 1622.

En este lugar consagrado a su memoria celebramos hoy la Eucaristía en el marco aún de los festejos con los que en todo el mundo se recordó el medio milenio de su nacimiento, suplicando al Señor que nos conceda el espíritu de oración que con abundancia le otorgó a su sierva. Amén.



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