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Familia, paz y formación

Fabián Acosta Rico1

El autor de este artículo ofrece las ideas por él vertidas durante su participación, el 14 de junio del año en curso 2015, en la 1ª Asamblea Pastoral de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, que tuvo lugar en las cercanías de esta ciudad

Entre los actuales herederos de la civilización cristiano-occidental, más que en otros ámbitos culturales de nuestro mundo: el Medio Oriente, África o Asia-, la familia natural, basada en el matrimonio monogámico, heterosexual y sacramental -que muchos ahora insisten en denominar tradicional, con todo lo que ella implica-, se ha visto sometido en las últimas décadas, al análisis, reflexión, crítica, cuestionamiento y aun ataques deliberados y explícitos. De todo esto sobresale una gran paradoja: en términos estadísticos la familia es la institución más estimada en Occidente, pero a la vez, quienes opinan así no saben qué la distingue y cuáles son sus bases.

Dándonos a la tarea de buscar los ingredientes corrosivos del ente familia, no es ocioso citar la obra Amor líquido, del sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zigmunt Bauman, el cual se dedica a tomarle el pulso a los efectos perniciosos de mercantilizar los afectos y la genitalización del amor. Las reglas del mercado imperan en el ámbito de las relaciones humanas. Las redes sociales amplifican las posibilidades de emparejamientos despersonalizados y sin compromiso donde los enamorados evalúan al otro en términos fisonómicos y sin  liquidez pecuniaria.  Los afectos se  subastan y las relaciones duran en la medida de una reciprocidad cuasi financiera: “qué me das, qué recibo”; una desproporción en la balanza puede propiciar el rompimiento entre los contratantes, sobre quienes pesa la constante tentación de encontrar en la red al amante ideal. Amores líquidos y legalización sociocultural de las relaciones pre y extra maritales vulneran la seriedad y el compromiso del vínculo matrimonial. El desfase generacional es cada vez más marcado, con el consabido cambió de paradigmas y códigos de valores sobre todo entre la generación de los millennials y los baby boomers.

            Es pertinente detenernos en este punto para mencionar, al menos de paso, las así llamadas generaciones Y y Z.2 Gracias al Internet, a las redes sociales, a la telefonía móvil, a las computadoras, los videojuegos y en general a toda la sobreexposición tecnológica, inmersas como están en el frenesí del cambio y de la innovación, tienen un visión muy distinta del mundo. Para empezar, su idea y praxis religiosa es distinta a la tradicional; su fidelidad al culto y al dogma tiende a ser más laxa, al igual que su práctica de lo sagrado. El mundo no es la creación de Dios, sino el resultado inestable del avance de la civilización moderna. Instituciones antes sacralizadas como la familia, junto con los papeles tradicionales asumidos en su interior, no son entendidos como destinos naturales rígidos. Ser padre o madre una opción entre muchas.

            Así como el mercado ofrece cada vez mejores y mayor número de distractores y placebos, así también la acumulación y diversidad de tipos humanos se multiplican siguiendo las pautas de una cultura que le apuesta a la innovación y a la fascinación momentánea: un día están de moda los emos, luego aparecen los metrosexuales, los hipster, los veganos, los globalifóbicos, altermundistas, transexuales… las identidades estáticas horrorizan a quienes están en el bregar de la invención y la reinvención, de tal suerte que el conflicto generacional implica el choque entre padres y abuelos con  identidades rígidas e hijos y nietos multifacéticos, ávidos de romper paradigmas culturales: pocas jóvenes desean de buena gana reproducir en su vida futura el estereotipo materno.

            Incluso la exploración sexual y las nuevas posibilidades reproductivas hacen que el concepto de familia tradicional se haga cada vez más obsoleto y cosa del pasado. Las minorías sexuales hacen propaganda a favor de una diversidad que de momento no tiene números tan consistentes o importantes, pero conquista poco a poco espacios culturales y morales que la simple demografía no ganaría; los gritos y reclamos del respeto a decidir sobre el cuerpo impactan o aturden a las conciencias, sobre todo de los más jóvenes, y crean una opinión pública que favorece la implantación de dicha diversidad (en términos del derecho a explorar o probar). ¿Por qué no optar por tener un hijo por inseminación y luego irme a vivir con una pareja de mi propio sexo? ¿Qué tan malo resulta mantenerme soltero toda mi vida productiva y reproductiva sin abandonar la casa de mis padres?; o ¿Qué tal si organizo una campaña en Facebook para captar bienhechores que me financien mi operación de cambio de sexo?…

Las pulsiones sexuales-reproductivas extenuadas en el bregar de la sobrevivencia ahora ya son direccionadas, como antes, hacía sus órganos receptores, orillando de este modo a una búsqueda de expresiones de afecto y emociones que alternan con las que hasta hoy han caracterizado a la sexualidad humana, (Arnold Gehlen), las cuales están blindadas culturalmente de todo cuestionamiento o crítica por un discurso de respeto a las diferencias y a la libertad. Una libertad sin responsabilidad. Las generaciones venideras tienen cada vez más presente su derecho a decidir o elegir, pero sin asumir responsabilidades y esperando que la ciencia y la tecnología reparen sus errores: tengo el derecho a ejercer francamente mi genitalidad y si por obra de la suerte resulto con un embarazo no deseado o contagiado (enfermedad de trasmisión sexual), bueno, que me salve la medicina, o me someto a la interrupción  del proceso de gestación del cigoto (al fin que la ciencia ha demostrado que no es más que un puñado de células totiponentes sin conciencia, incapaz de sentir dolor, pues su sistema nervioso central está en desarrollo).

            Se trata de cambios graduales, pero cuyos efectos ya son resultan visibles en la conformación del imaginario social y la creciente heterogeneidad de los grupos humanos. Habrá quien diga que sociedades como la mexicana, y en particular las del centro y occidente de la República, son más reticentes al cambio. La apreciación tiene mucho de verdad, pero también es cierto que las transformaciones culturales y económicas marcan tendencias y proclividades que sin ser agoreros parece que serán apabullantes: la iniciación en el sexo y el consumo del alcohol hasta hace una época se aplazaban y regulaban por instituciones como la familia y la Iglesia, que ponderaban la conciencia y daban cierta  mesura en términos de un escala de valores humanistas y espirituales; ahora, dichos valores son cuestionados, y la tendencia es ir a contracorriente de las virtudes de antaño: ser casto o abstemio es motivo de desprecio. El jamás haber consumido algún tipo de droga o manifestar cierta indiferencia por la tecnología es causa de un señalamiento social negativo, sobre todo de las generaciones más jóvenes. Suena fuera de época para la lógica de las mujeres del nuevo milenio la ilusión de llegar de blanco al altar, inmaculada y con todo el deseo de formar una familia a lado de un buen hombre, responsable y trabajador. ¿Para qué casarse? ¿Y para qué hacerlo bajo las antiguas formas en las que nadie cree, aunque ellas te hayan dado crianza y formación?   

Casarse por exigencia social o accidente pasional barrunta escenarios de conflictos conyugales y disolución matrimonial, pues no hay una visión a futuro que contemple la formación de un proyecto de familia: el tener hijos se convierte en una variable en la relación, en un cálculo pragmático y utilitarista; es un factor negativo para la economía doméstica obligada  a soportar las nuevas necesidades de una sociedad sobredependiente del consumo y de la tecnología. Dicho cálculo propicia el fenómeno de las parejas sin hijos, o el de las familias atómicas que deciden tener sólo máximo dos. Este modelo de familia es común entre las parejas de clase media, con estudios superiores al nivel medio superior. Entre ellos la edad de enlace se posterga, y cuando por fin deciden hacer vida en común, su edad reproductiva está ya muy reducida y sus preocupaciones giran en torno a la realización profesional y la creación de un patrimonio para solventar un tren de vida de consumo y distractores frecuentes. Sus hábitos de consumo y su vida para el consumo los trasmiten a sus hijos. Un hijo, en los contextos urbano-cultures cada vez más tecnificados, no resulta una buena inversión, sino un factor de dispersión de la riqueza familiar; de allí la dosificación casi maoísta de la prole; uno es suficiente para procurarle toda la educación, atenciones, comodidades y para cumplir con el capricho schopenhaueriano de cumplir con la especie; o por el simple gusto hedonista de criar un muñeco de verdad, como en la película Hasta que el destino nos alcance.   

No obstante, como lo mencioné al principio, el relajamiento de las restricciones e inhibiciones sexuales propicia que la procreación se dé en las condiciones más desfavorables: a muy temprana edad y, por ende, sin la maduración emocional y física pertinente para asumir el papel de padre. Si la atomización de la familia es un fenómeno creciente, donde bajo un esquema monoparental y predominante matrilocal nos encontramos con madres solteras criando a sus hijos con la ayuda de los padres de ellas; también va en aumento el caso de familias inclusivas o mixtas. Son comunes los casos de adolescentes con hijos de distintos padres, o de jovencitos que engendran con dos o más parejas. La vida para estos jóvenes continuará y la mayoría establecerán lazos conyugales a futuro aportando una cuota anticipada de hijos a la que quizás se sumen otros tantos.

Este tipo de familia de parentesco matrilineal y patrilineal mixto son cada vez más comunes; un buen número de ellas omiten el matrimonio por la Iglesia, pues como formalidad y sacramento carece ya de sentido, dadas las circunstancias; y puede darse que las condiciones económicas también lo hagan inviable.  La trivialización del sacramento del matrimonio está en sintonía con el fenómeno de la secularización y de la implantación de un modelo social individualista y hedonista que retrata a la perfección los reality shows sobre cómo organizar una boda, o “mi boda ideal”; en estos programas, por encima del compromiso y significado del enlace están el glamur y la ostentación de la ceremonia y la fiesta.

No son menos alarmantes los índices de divorcio, que confirman la trivialización de la institución del matrimonio: según cifras de RT, en México los matrimonios duran en promedio 12 años, con una tasa de divorcio del 15%. El fenómeno de los hogares desintegrados, de los hijos de padres divorciados, la crisis  del matrimonio y la familiar, el acendrado individualismo de sociedades cada vez más consumistas y tecnodependientes  detonan problema como el de los niños desatendidos y, en casos extremos, en situación de calle. Sintomático es el caso que se presentó en Chihuahua, el 14 de mayo del 2015, de los cinco menores de edad que, jugando al secuestro, terminaron asesinando a un niño de seis años que padecía situación de calle; su madre, dadas su ocupaciones, lo dejaba solo o lo encargaba a una vecina que resultó ser madre de una de los cinco niños implicados en el crimen. La violencia en las escuelas abona a esta exposición de facto de la infancia a la violencia, la cual es un reflejo de la propia violencia intrafamiliar; los estudios demuestran que un infante abusador en muchos de los casos padece maltrato y desatención de sus progenitores.

Noberto Bobbio invita a definir la guerra como la ausencia de paz y la paz es la condición primera y natural de los seres humanos, no a la inversa. Tal presupuesto obliga a entender que los futuros ciudadanos deben vivir en hogares de los que estén ausentes la violencia y el maltrato de todo tipo; lo contrario debe calificarse como contra natura.

Así como el matrimonio y la institución familiar son tenidos como obsoletos, queriendo anticipar el futuro vaticinado por Huxley en su Mundo Feliz, de igual forma la muerte está siendo redefinida en la conciencia colectiva a raíz de su conversión en espectáculo. Sin caer en sensacionalismo, es un hecho que las grandes audiencias televisivas, los cibernautas, los gamers, los fans del anime y los cómics tienen a su alcance  gran cantidad de contenidos y productos culturales que hacen apología de la violencia y trivializan la muerte. Hasta la propia literatura científica de divulgación crea expectativas trashumanista de una tentativa derrota de la muerte a través de la clonación, el trasplante de cabeza, la singularidad: como se ejemplifica en películas como el Precio del mañana, Trascender y Chappie, por mencionar algunas. En la cultura popular la apología de la violencia y el demerito de la vida están expresados en el fenómeno de la narcocultura. Esta expresión de cultura popular no requiere de campañas publicitarias para influir social y moralmente: la encontramos en novelas como el Cártel de los sapos, La reina del Sur y Pablo Escobar; en los narcocorridos y en el culto a la “santa muerte” y a Jesús Malverde. En relativamente fácil descargar de Internet videos de “ejecuciones” perpetradas por sicarios de los cárteles de la droga que luego pueden ser reproducidos en cualquier dispositivo móvil.

Las propias discusiones bioéticas en torno del estatus ontológico de los embriones humanos, como las planteadas por la investigadora de la UNAM Juliana González, aportan argumentos para justificar otro tipo de violencia ejercida sobre los más indefensos e inocentes, los no nacidos. La postmodernidad, con su relativización de la verdad y de los valores, permite contradicciones como la que recrean activistas del veganismo, que hacen de su vegetarianismo extremo una ideología y bandera de activismo social a favor del derecho de los animales que, en no pocos casos, deriva en un furibunda insurgencia zoofílica que reclama la liberación de las “personas no humanas”. Si por un lado estos activistas defensores de los animales claman porque cesen los experimentos con animales, por el otro guardan silencio ante el empleo de embriones humanos en procesos de generación de células madres. En nuestra región estas tendencias son minoritarias, pero significativas, y ganan presencia y respeto dentro de las redes sociales. El problema de la paz es sin duda un problema no tan solo ético o político, sino también antropológico; como nunca, es necesario salir en defensa de la dignidad teológica, ontológica y existencia del ser humano. De lo contrario la paz quedará como una buena intención, pues la violencia encontrará siempre nueva vías para manifestarse en lo privada o en lo público.

Entonces urge como nunca dar una catequesis adecuada a las necesidades de nuestro tiempo, capaz de divulgar los principios de la fe pero también los valores de un humanismo que remonte las limitaciones del antropocentrismo y del logocentrismo3 contemporáneos. Como lo sostienen autores como Daniel Bell, un problema que afrontan las sociedades actuales es la falta de ética sustentada en principios trascendentes; impera en el mejor de los casos el pragmatismo, y en el peor el utilitarismo como pautas de conducta.

Ha sido un reclamo añejo en nuestra región el reconocimiento del derecho que tienen los padres de elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Como nunca antes, la escuela y la educación pública sufren desprestigio y el señalamiento de la sociedad. La figura del profesor ha perdido su pretérito prestigio gracias al activismo político y clientelar del magisterio mexicano; por otro, lado, los bajos niveles de lecto-compresión y del manejo de operaciones básicas que reportan los estudiantes mexicanos ponen los focos rojos acerca de la mala calidad de la educación que imparte el estado.

Jóvenes, niños y adultos se instruyen y forman (o deforman) más en las redes sociales que en el aula o en la familia. El relajamiento epistemológico y axiológico de la postmodernidad tiene en las redes sociales y en el ciberespacio en general a su principal caja de resonancia: en la red se pueden acceder a todo tipo de blogs y páginas donde los seudo gurús de la new-age, los profetas del trashumanismo, los ufólogos, los sectarios neoespiritualistas, los radicales políticos y demás divulgadores de pseudo verdades informan e instruyen a cibernautas de todas edades para propósitos de lucro, reclutamiento o por simple narcisismo cultural. La influencia y credibilidad que tiene el Internet es cada vez mayor y demanda atención, dados fenómenos como el de Charlie, Charlie cuyo propósito oculto era publicitar una película. El Internet, igual que en su momento la televisión, llegó para quedarse, así que es ocioso asumir posturas integristas o ultramontanas que pretendan su erradicación; cierto que gracias a las nuevas tecnologías de la información jóvenes y niños están sobreexpuestos a contenidos pornográficos y violentos como nunca antes; igual las sociedades modernas les facilitan, como nunca antes, el acceso a la comida. En ambos casos obliga el formar el carácter y el criterio sobre lo bueno y lo malo. Manuel Castell propone trasformar las sociedades de la información en sociedades del conocimiento donde la recepción pasiva y acrítica de contenidos dé lugar al intercambio de ideas, a la discusión y a la reflexión.    

 

 



1 Doctor en ciencias sociales, es miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara.

2 Cf. Joery Van de Bergh, Mattias Behrer, La generación Y quiere más que marcas Cool, México, Editorial Patria, 2014, p. 4.

3 Logocentrismo: ponderación de la ciencia y la tecnología como las grandes dispensadoras de respuestas y soluciones a todos los males y expectativas; en un sentido más radical; esta postura le apuesta a una emancipación gradual del componente racional humano hasta su total autonomía; por ejemplo,  Hegel  habla del Espíritu Absoluto (o Logos) y la cibernética sueña con la génesis de la inteligencia artificial; en ambos casos los objetivos de la razón (de la Ciencia) son priorizados en detrimento de la dignidad  humana.  



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