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Discurso del Papa emérito, S.S. Benedicto XVI, al recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad y la Academia de Música de Cracovia


El Papa Emérito recibió la mañana del sábado 4 de julio de 2015, en Castelgandolfo, el doctorado honoris causa por la Pontificia Universidad Juan Pablo II y la Academia de Música de Cracovia. En su discurso de agradecimiento, Benedicto XVI habló del significado de la música sacra y de su importancia en la Iglesia. El doctorado le fue entregado por el Cardenal Arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, antiguo secretario personal de san Juan Pablo II.

En este momento no puedo sino expresar mi más grande y cordial agradecimiento por el honor que me han reservado ustedes confiriéndome el doctorado honoris causa. Agradezco al Gran Canciller, su Eminencia el querido Cardenal Stanislaw Dziwisz, y a las autoridades Académicas de ambas instituciones. Me alegra sobre todo el hecho de que de esta manera se ha hecho todavía más profundos mis vínculos con Polonia, con Cracovia, con la patria de nuestro gran santo Juan Pablo II. Porque sin él mi camino espiritual y teológico no es siquiera imaginable. Con su ejemplo vivo él nos ha mostrado cómo pueden ir de la mano la alegría de la gran música sagrada y la tarea de la participación común en la sagrada liturgia, la alegría solemne y la simplicidad de la humilde celebración de la fe.

En los años del postconcilio, sobre este punto se manifestó con renovada pasión un antiquísimo conflicto. Yo mismo crecí en la región de Salzburgo, marcada por la gran tradición de esta ciudad. Ahí se daba por sentado que las misas festivas acompañadas por el coro y la orquesta eran parte integral de nuestra experiencia de la fe en la celebración de la liturgia. Permanece indeleblemente grabado en mi memoria cómo, por ejemplo, apenas resonaban las primeras notas de la Misa de la Coronación de Mozart, parecía que el cielo casi se abriera y se experimentara de manera muy profunda la presencia del Señor. Junto a esto, sin embargo, estaba entonces ya presente también la nueva realidad del Movimiento Litúrgico, sobre todo a través de uno de nuestros capellanes que más tarde se convirtió en vicerregente y después en rector del Seminario mayor de Frisinga. Durante mis estudios en Múnich, y muy concretamente después, me introduje cada vez más en el interior del Movimiento Litúrgico a través de las lecciones del profesor Pascher, uno de los expertos más importntes del Concilio en materia de liturgia, y sobre todo a través de la vida litúrgica en la comunidad del seminario. Así, poco a poco, aunque aún no con tanta fuerza, percibí la tensión entre la participatio actuosa conforme a la liturgia y la música solemne que envolvía la acción sagrada.

En la Constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II está escrito muy claramente “que se conserve y se incremente con gran cuidado el patrimonio de la música sacra”. Por otra parte, el texto hace hincapié en esa categoría litúrgica fundamental que es la participatio actuosa de todos los fieles en la acción sagrada. Aquello que todavía coexiste pacíficamente en la Constitución entraría más tarde, después del Concilio, en una relación de dramática tensión. En círculos importantes del Movimiento Litúrgico se pensaba que, en el futuro, las grandes obras corales e incluso las misas para orquesta sólo tendrían cabida en las salas de concierto, no en la liturgia. Ahí ya no habría más que el canto y la oración común de los fieles. Por otro lado, había consternación por el empobrecimiento cultural de la Iglesia en que eso habría resultado. ¿Cómo conciliar las dos cosas?, ¿cómo hacer realidad el Concilio en su totalidad? Éstas eran las preguntas que me planteaba, y también como yo multitud de fieles, y no menos la gente sencilla que quienes tenían formación teológica.

En este punto quizá convenga plantear las preguntas de fondo: ¿qué es en realidad la música; de dónde viene y a qué aspira? Pienso que se pueden localizar tres fuentes de las que proviene la música.

Una primera fuente es la experiencia del amor. Cuando el amor se apoderó de los hombres se abrió para ellos otra dimensión del ser, una nueva grandeza y amplitud de la realidad, que al mismo tiempo impelió una nueva forma de expresarse. La poesía, el canto y la música en general nacieron de este ser tocados, de este quedar abiertos a una nueva dimensión de la vida.

Una segunda fuente es la experiencia de la tristeza, de ser tocados por la muerte, por el dolor y por los abismos de la existencia. También en este caso se abren, pero en dirección opuesta, nuevas dimensiones que no pueden hallar respuesta tan sólo en los discursos.

Por último, la tercera fuente de la música es el encuentro con lo divino, que desde el principio forma parte de lo que define lo humano. Con mayor razón porque es ahí donde está presente lo totalmente otro y lo totalmente, que suscita en el hombre nuevos modos de expresarse. Quizá podría afirmarse que en realidad también en los otros dos terrenos, el amor y la muerte, el misterio divino nos toca y, por lo tanto, el hecho de ser tocados por Dios es lo que en términos generales constituye el origen de la música. Me parece conmovedor ver, por ejemplo, que en los salmos los hombres ya no les basta con el canto, y que recurren a todos los instrumentos: se despierta la música oculta de la creación con su lenguaje misterioso. Con el Salterio, donde actúan también los dos temas del amor y de la muerte, nos encontramos directamente en el origen de la música de la Iglesia de Dios. Se puede decir que la calidad de la música depende de la pureza y de la grandeza del encuentro con lo divino, con la experiencia del amor y el sufrimiento. Cuanto más pura y verdadera sea tal experiencia, tanto más pura y grande será también la música que de ella nace y se desarrolla.

Quisiera aquí expresar un pensamiento que a últimas fechas ocupa más y más mi mente, y la ocupa tanto más cuanto que las diversas culturas y religiones entran en relación entre sí. En el marco de las más diversas culturas y religiones están presentes una gran literatura, una gran arquitectura, una gran pintura y grandes esculturas. Y en todas partes está también la música. Sin embargo, en ningún otro ámbito cultural existe música de igual grandeza que la nacida alrededor de la fe cristiana: de Palestrina a Bach, a Händel y hasta a Mozart, Beethoven y Bruckner. La música occidental es algo único que no se encuentra en ninguna otra cultura. Esto debe hacernos pensar.

Claro que la música occidental rebasa con mucho el ámbito religioso y eclesial. Pero encuentra su fuente más profunda en la liturgia, en el encuentro con Dios. En Bach, para quien la gloria de Dios representa el fin último de toda música, esto queda clarísimo. La respuesta grande y pura de la música occidental se desarrolló en el encuentro con ese Dios que, en la liturgia, se nos hace presente en Jesucristo. Esta música, para mí, es una demostración de la verdad del cristianismo. Ahí donde se desarrolla una respuesta así, se ha dado el encuentro con la verdad, con el verdadero creador del mundo. Es por ello que la gran música sagrada es una realidad de gran alcance teológico cuya trascendencia perdura para la fe de toda la cristiandad, aunque no sea necesario que se ejecute siempre ni en todas partes. Por otro lado, también queda claro que sería imposible que desapareciera de la liturgia, y que su presencia puede ser una forma especial de participar en la celebración sagrada, en el misterio de la fe.

Si pensamos en la liturgia celebrada por san Juan Pablo II en el mundo entero, vemos todo el abanico de las posibilidades expresivas de la fe en el acontecimiento litúrgico; y vemos también cómo la gran música de la tradición occidental no es ajena a la liturgia, sino que ha nacido y crecido de ella, y así contribuye a darle siempre nuevas formas. No sabemos cuál será el futuro de nuestra cultura ni el de la música sagrada. Pero una cosa está clara: ahí donde realmente se ha dado el encuentro con el Dios vivo que en Cristo viene hacia nosotros, ahí nace y crece de nuevo también la respuesta, cuya belleza proviene de la verdad misma.

La tarea de las dos universidades que me confieren este doctorado honoris causa representa una aportación esencial para mantener viva la llama de ese gran don de la música sacra surgido de la tradición cristiana y que contribuye a que nunca se extinga la fuerza creativa de la fe. Por esto doy las gracias con todo el corazón no sólo por el honor que me han hecho, sino también por todo el trabajo que desarrollan al servicio de la belleza de la fe. Que el Señor bendiga a todos.


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