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¿Un mártir de la Revolución Mexicana?
Biografía del joven Mariano González,
hermano coadjutor de la Congregación de Misioneros del Corazón de María

Félix Alejandro Cepeda Álvarez1

Un texto impreso en España hace un siglo con datos biográficos de un zacatecano muerto cuando comenzaba la persecución religiosa de 1914 en México, justifica, no menos que las circunstancias y el flujo de vocaciones a la vida consagrada que surgieron en una época calamitosa, la divulgación de un testimonio casi desconocido entre nosotros.2

Introducción histórica

Todos mis lectores habrán oído hablar de la actual revolución mejicana que comenzó en noviembre de 1910, y que, si parece acercarse a su término, es imposible precisar cuándo ni cómo será. Al principio se llamó maderista, porque la encabezaba Francisco I. Madero, trágicamente fusilado en febrero de 1913; desde este suceso lleva el nombre de constitucionalista o carrancista, por su jefe Venustiano Carranza, que se rebeló contra el gobierno del centro que él consideraba anticonstitucional, con objeto de vengar la muerte del apóstol de la democracia. En la última etapa de esta revuelta, o sea, desde marzo de 1914, la revolución, que parecía tener sólo carácter político, ha degenerado en rabiosamente antirreligiosa, sin duda para cumplir los compromisos con la masonería estadounidense, a quien debe gran parte en su triunfo. Las profanaciones de personas, cosas y lugares sagrados; los robos sacrílegos, los vejámenes cometidos con los institutos religiosos y con los ministros del Señor no tienen cuenta en este largo tiempo.

Han convertido templos en caballerizas o salones de baile, han llevado a esos santos lugares mujeres de vida airada, han abierto el tabernáculo y arrojado las hostias consagradas; han arrebatado el cáliz de las manos del sacerdote que celebraba la misa; en Monterrey y en Querétaro han hecho fogatas con los confesonarios, han enjaezado sus caballos con las casullas, y ellos mismos se vestían con ellas y se retrataban teniendo al lado mujeres desenvueltas para convencer a los cándidos de la inmoralidad de los sacerdotes. Después de robar los copones y objetos de plata de las iglesias, los cuadros de mérito, muebles y enseres de los palacios episcopales y de los conventos, los vendían en otras ciudades o en el extranjero por precios irrisorios. Pueblos hubo en que hicieron servir los vasos sagrados para beber vino o pulque en sus orgías. En Durango abrieron hasta los sepulcros de los arzobispos para despojarles de los anillos y pectorales. En Monterrey y otros lugares decapitaron imágenes, les arrancaron los ojos y las arrastraron atadas con cuerdas. Se han apoderado de los palacios episcopales, conventos y colegios de religiosos para convertirlos en oficinas públicas, cuarteles, hospitales de sangre y a veces en lupanares. Han prohibido la confesión bajo pena de muerte para el confesor y el penitente, porque aseguran que es sentina de inmoralidades o contraria a la higiene pública.

Para eterno baldón de sus autores, ponemos a continuación algunos de los decretos persecutorios contra el clero y las prácticas religiosas.

El gobernador revolucionario de Monterrey dio el siguiente reglamento de escuelas y culto católicos:

               I.         Se expulsa del estado de Nuevo León a todos los sacerdotes católicos extranjeros y a todos los jesuitas de cualquier nacionalidad que sean.

              II.         De los restantes sacerdotes católicos se expulsan a todos los que no comprueben debidamente su completa abstención en asuntos políticos.

             III.         Las iglesias estarán abiertas todos los días de 6 am a 1 pm. En ellas sólo podrán oficiar los sacerdotes que tengan permiso por haber hecho la comprobación a que se refiere el artículo anterior.

           IV.         Se prohíben los confesonarios y la confesión.

            V.         Se prohíbe la entrada del público a la sacristía.

           VI.         Las campanas de los templos se usarán únicamente para celebrar las fiestas patrias y los triunfos de las armas constitucionalistas.

          VII.         Se clausuran todos los colegios católicos que no se sometan estrictamente a los programas y textos oficiales y no tengan como director un profesor de alguna de las Escuelas Normales del país, que sea responsable ante el Gobierno de las infracciones que se cometan.

                          VIII.                 La infracción de cualquiera de estas disposiciones se castigará con multa de 100 a 500 pesos o arresto de dos a cuatro meses, o ambos. En caso de reincidencia se clausurará el establecimiento donde se haya cometido la infracción, y se expulsará al responsable.

Lo firma Antonio I. Villarreal, un maestrillo de escuela que por haber muerto a uno de sus alumnos huyó a Barcelona, donde se hizo discípulo de Francisco Ferrer.

Cuando en cumplimiento del decreto anterior quemaban en la plaza pública todos los confesonarios, sobrevino un fuerte terremoto, cosa rara en la ciudad de Monterrey. Pues bien, el mismo Villarreal, en un banquete dado a Carranza, tuvo la desfachatez de decir que hasta la misma naturaleza había dado saltos de gozo al ver abolida una práctica escandalosa.

No es menos curioso e impío el decreto expedido por un tal Arnulfo Gutiérrez en la ciudad de Toluca, donde tuvo lugar el fusilamiento de nuestro bendito hermano.

Después de una serie de Considerandos llenos de impiedades y tonterías, concluye así:

Por todo lo anteriormente expuesto se puede consentir que en el Estado de Méjico, y sólo teniendo en consideración razones de orden secundario, que el culto católico se practique bajo las condiciones siguientes:

Primero. Que no se pronuncien sermones ni prédicas, como hasta aquí se ha hecho, por las cuales se fomenta el fanatismo del pueblo.

Segundo. Que no prescriban ayunos ni prácticas tendentes a castigar el cuerpo o deprimir la intelectualidad de los creyentes.

Tercero. Que queden absolutamente prohibidos el cobro de diezmos, derechos de bautizo, casamientos y responsos.
Cuarto. Queda absolutamente prohibida la solicitud de limosnas hechas personalmente, como hasta ahora se ha verificado, o por medio de convocatorias al público, fijadas en las puertas de los templos.

Quinto. Que no se digan misas de las que se titulan de Réquiem, o sea, en sufragio del alma de los difuntos.

Sexto. Que cada domingo sólo se digan dos misas, cuya hora será previamente señalada, y que por lo mismo para la concurrencia del público no habrá toques de campana.

Séptimo. Queda prohibido de una manera absoluta la práctica de la confesión, debiendo advertirse que esto será tanto dentro como fuera de los templos, y que en el caso en que se llegare a descubrir una infracción a lo dispuesto en este punto, se castigará al ministro infractor con el destierro del Estado o del país y aun con la pena capital. Para la mejor observancia de esta condición, los templos no podrán abrirse más que cada ocho días a la hora de las misas.

Octavo. En cada localidad no residirá más que un sacerdote, que vivirá en casa particular o donde mejor le acomode, pero menos en el templo.

Noveno. Que cuando transite por la calle irá vestido de civil sin ningún adminículo que le sirva de distintivo a su ministerio.

Décimo. Queda absolutamente prohibido que el mismo sacerdote consienta en ser saludado con beso de mano, como hasta ahora se practica.

Undécimo. Queda absolutamente prohibida la práctica de toda clase de ceremonias religiosas que no sean las misas consentidas.

Arnulfo Gutiérrez

Esto no necesita comentarios.

El Gobernador provisional de Yucatán quiso también restringir el culto católico, alegando que “muchas de las costumbres profundamente arraigadas en las prácticas religiosas constituyen verdaderos peligros para la sociedad”. Por lo cual, “el bienestar moral y material de las sociedades exige poner coto a las injustificables y absurdas prácticas de las religiones, que se olvidan de la centuria en que vivimos”. Luego, en once artículos da disposiciones arbitrarias sobre el hábito de los eclesiásticos seculares y regulares, sobre el besar imágenes y objetos sagrados, el uso de las pilas de agua bendita, los toques de campanas, las horas de los cultos y la comunicación de los templos con las casas adjuntas.

Hemos hecho mención de estos tres decretos para que se vea que los revolucionarios carrancistas, tanto en el Norte como en el Centro y Sur de la República, obedecían a una misma consigna y desarrollaban el mismo plan de persecución católica, dificultando o haciendo imposible el culto público. No podían tener otro fin las terribles penas impuestas a los infractores, y la conducta seguida en todas partes contra el clero y la Iglesia católica en general. Una de las primeras providencias que tomaban al entrar en toda población era el aprisionar a los sacerdotes para exigirles cantidades fabulosas de dinero por su rescate, o el ordenar su destierro y el intimidar a los fieles que sacasen la cara por ellos, haciendo imposible de esa suerte el sostenimiento del culto.

La consigna venía de los Estados Unidos, cuya masonería, unida en vil consorcio con las sectas protestantes, había decretado la descatolización del pueblo mejicano. Sólo por la presión que pudo ejercer en toda la prensa americana y en el mismo Gobierno de Washington, se explica el silencio de la una y la conducta del otro. Basta, para convencerse leer la declaración de la esposa de Mr. Lind (el agente confidencial enviado por Wilson a Méjico para enterarse de la cuestión interna), y la protesta formulada por la Federación Americana de las Sociedades Católicas en Baltimore el 29 de septiembre de 1914.

Dice así la primera:

En mi opinión, el clero católico de Méjico es culpable de ese estado de anarquía. Hemos de barrerlo de aquí antes que podamos esperar la educación del indio (léase mejicano). Sus curas le tienen sumido en la ignorancia y en la servidumbre, y andan de concierto con los ricos hacendados para tratarle como esclavo. (The Missionary, noviembre 1914).

¡Con razón el protestantismo ha prometido extender su misión evangelizadora a los indígenas mejicanos!

La protesta de la Federación, a la cual no ha contestado satisfactoriamente y con medidas eficaces la Casa Blanca, tiene entre otros estos párrafos:

Protestamos contra los ultrajes perpetrados contra los obispos, sacerdotes y órdenes religiosas en Méjico, millares de los cuales han sido robados, atormentados, desterrados y en muchas ocasiones brutalmente asesinados, contándose entre ellos algunos ciudadanos americanos, y las monjas que han consagrado su vida a la práctica de la caridad cristiana en todas sus formas, sometidas a algo peor que la muerte misma, a la sensualidad brutal de una desalmada soldadesca.

Protestamos asimismo contra el inexplicable silencio de nuestros periódicos acerca de estos hechos, siendo así que son notoriamente públicos. Esta fuerza tan poderosa en la formación de la opinión pública, en otras ocasiones ha protestado, aun en casos particulares como, por ejemplo, cuando se trató del judío ruso Mr. Beiliss, o de Miss Stone, la misionera protestante que fue llevada cautiva por los bandidos turcos; y sin embargo, de los desafueros, tropelías y atrocidades cometidas en Méjico se ha hecho hasta la fecha poca mención. ¿Quién les puso silencio?

Estos dos testimonios tan elocuentes nos desobligan de alegar más pruebas para esclarecer y confirmar la idea que apuntamos al principio y que quisimos adelantar a los sucesos que se refieren después; esto es, que la revolución carrancista desde principios de 1914 degeneró en persecución franca de las instituciones católicas en Méjico, pues entonces creyó seguro su triunfo con la decidida ayuda de los Estados Unidos.

Cuando en 1913 una comisión de masones visitó al general Huerta proponiéndole entrar en la masonería y gobernar según los principios masónicos, le ofreció también que le elegirían Presidente y le conseguirían el ser reconocido por el gobierno estadounidense y que éste le ayudase a guardar la paz en el país. Huerta se negó redondamente (al revés de Madero), y sacando de su pecho un escapulario, manifestó su deseo de vivir y morir como católico. Más tarde se insistió en la misma proposición con idéntico resultado. Desde entonces el gobierno estadounidense se decidió por Carranza, y los cabecillas fueron abastecidos de dinero, armas, parque, medicinas y ropa por ciertos capitalistas de aquel país.

Entre los consejeros de Wilson estaban un famoso predicador protestante asociado con la masonería y con los clerófobos, y Mr. Lind, igualmente masón y agente confidencial del presidente. En el seno de la familia manifestó el odio que tenía a los católicos mejicanos y a los clérigos; aseguró a los rebeldes el apoyo de los estadounidenses e indicó los medios para importar libremente armas de los Estados Unidos, burlando los compromisos internacionales y las leyes de neutralidad.

¿Quién duda después de esto que la masonería de EEUU manejaba el resorte que movía a los carrancistas a la persecución de la Iglesia católica?

            Sin embargo, tampoco han faltado almas generosas que se han ofrecido a Dios como víctimas expiatorias de tantos crímenes; a algunas de ellas Dios les aceptó el sacrificio de su vida.

Una de las muchas víctimas inmoladas por la revolución fue el hermano Coadjutor de nuestro Instituto, Mariano González, vilmente fusilado por las hordas carrancistas en la ciudad de Toluca.

Para recuerdo imperecedero de éste suceso; para honrar la memoria del que piadosamente podríamos llamar nuestro protomártir mejicano, y para edificación de todos los Hijos del Corazón de María, especialmente de los Hermanos Coadjutores, hemos redactado esta pequeña biografía por indicación superior. Recíbala el difunto hermano como insignificante tributo pagado a sus virtudes.

Capitulo i

Patria, nacimiento y niñez de mariano

Como treinta leguas al suroeste de la histórica ciudad de Zacatecas, en la República mejicana, se levanta airoso un pueblecillo de unas dos mil almas llamado Monte Escobedo. Presenta un aspecto pintoresco, pues resaltan las blanqueadas casas entre los campos esmaltados de verde y las frondas tupidas de los árboles de los huertos y caminos. En sus cercanías hay una famosa cascada, cuyas aguas, convertidas en copos de blanca espuma, se precipitan de una altura de cuarenta metros. Se llama El Salto del Chinacate, que visitan infinidad de personas por ser verdaderamente lugar ameno y primoroso. El pueblo es eminentemente agrícola, lo que es garantía de orden y de que se fomente la piedad. Donde la industria supera a la agricultura, fácilmente se introducen gérmenes de descontento, de huelgas y de vida libre. En las fábricas sobre todo, el socialismo recluta sus más decididos prosélitos.

En la segunda mitad del siglo pasado moraban en Monte Escobedo dos esposos que, “si no eran ricos, tenían manera honesta de vivir sin abundancia”, en frase de don Lauro Márquez, cura del pueblo; sobre todo eran ciudadanos honrados y cristianos a carta cabal. Llamábanse Felipe González y Ruperta Bermúdez. Dios les concedió varios hijos para que fuesen su corona y su gloria en los años de la decrepitud y ancianidad. El más pequeño, el benjamín de la familia y protagonista de este opúsculo, nació el 25 de julio del 1888. Al día siguiente lo llevaron a la parroquia para que fuese regenerado en las aguas del bautismo, y en honor de la gloriosa santa cuya memoria hacía la Iglesia, le dieron el nombre de Mariano. En España celebran los Marianos su onomástico en alguna de las fiestas de la Virgen Santísima, como el Carmen, la Expectación del Parto, la Asunción, etcétera; en América lo hacen el día de la ilustre santa Ana, Madre de la celestial Señora.

Bien persuadidos los felices consortes de que el cielo les había confiado esos hijos como ricos tesoros y que de ellos les exigiría rigurosa cuenta, se dedicaron con todo empeño a sembrar en sus corazones la semilla de las virtudes. Desde que empezaban a balbucir palabras les enseñaban el Catecismo Breve del jesuita Padre Bartolomé Castaño, tan extendido y apreciado en Méjico. Aunque dicho catecismo no tiene la concisión, exactitud y gracia del que compuso santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo de Lima, que se usa en todas las Repúblicas de la América meridional donde se habla la lengua castellana, sirve para que los niños y gente rústica tengan las nociones más indispensables de los dogmas y misterios de nuestra santa fe. Les hacían recitar todos los días las oraciones de la mañana y de la noche, que diesen gracias después de la comida, y jamás les permitían entregarse al sueño sin haber obsequiado a la Virgen María con el santo rosario. A semejanza del hortelano que poda los árboles para que den más fruto y que les pone un rodrigón para que crezcan derechos, ellos reprendían y castigaban a sus hijos cuando les notaban algunos defectos o querían doblegar su carácter. No eran de esos padres bonachones que toleran a sus hijos todos sus caprichos y no les contrarían sus aviesos instintos, temerosos de que les pierdan el cariño. Muchas veces confesó Mariano que a la severidad de sus padres y al amor que le profesaban debía la gracia de no haberse entregado a los vicios de que fueron víctimas algunos conocidos suyos.

A medida que crecían, los acompañaban al templo para que escuchasen la doctrina que explicaba el señor párroco y asistiesen a misa los domingos y fiestas y algunos días de la semana. Al mismo tiempo los enviaban a la escuela para que recibiesen la instrucción primaria y quedasen en aptitud de ganarse por sí solos el sustento y lo demás necesario para la vida. Se esmeraban para que todos trabajasen y no cayesen en el vicio degradante de la ociosidad. Y les enseñaban más con el ejemplo que con la palabra. A eso se debe que Mariano leyese con expedición y soltura y resolviese problemas algo difíciles de aritmética. Sobre todo repetía de corrido el Catecismo del padre Ripalda.

Con tan excelentes padres, Mariano conservó siempre su inocencia y era aficionadísimo a las prácticas devotas. Sus delicias eran en el templo parroquial y en servir al sacerdote que celebraba la santa misa.

Profesaba singular afecto al señor cura don Leonardo Márquez, que fue su padrino de confirmación. Este venerable sacerdote hace como treinta años que regenta con celo de apóstol la parroquia de Monte Escobedo. Le gustaba ser caritativo con los pobres y enfermos, y por largo tiempo desempeñó el oficio de lazarillo de un hermanito ciego, conduciéndole a todas partes, sobre todo a la iglesia.

Siendo todavía muy niño quedó Mariano huérfano de padre y madre, y hubo de recogerse al lado de su hermano mayor, llamado Juan, que servía de refitolero en el Seminario Conciliar de Zacatecas. Según los informes de uno de los profesores de dicho establecimiento, era entonces muy travieso, pero después se hizo de mucho reposo y juicio. Su hermano Juan, que ahora reside cerca de la Misión de San Gabriel, en California, asegura que jamás le dio un disgusto serio, y así raras veces hubo de darle avisos o correcciones, pues siempre estaba listo para desempeñar sus quehaceres.

No poco influyó para que dejase las travesuras de niño y se transformase en un hombre formal, a pesar de sus pocos años, el haber asistido a una misión que dieron los padres del Corazón de María en la parroquia de Jerez, de la diócesis de Zacatecas. Le conmovieron los cantos de los niños de la Doctrina y las explicaciones de los mandamientos de la ley de Dios, e hizo una confesión que le dejó rebosando de alegría. Desde entonces formó el propósito de acercarse cada semana a la sagrada Eucaristía. Los Misioneros por su parte quedaron prendados de un niño que siempre estaba risueño y pronto para servirles.

Al regresar los padres a la Casa de San Hipólito de Méjico, supieron que se necesitaba un jovencito que ayudara a los hermanos en sus tareas, y en el acto se acordaron de Mariano. Por medio de dos de sus hermanos, empleados en la compañía de trenes eléctricos, lo invitaron a que se viniese a la casa de los Misioneros, ofreciéndole un sueldo regular. Mariano creyó que se le abría el cielo: iba a vivir bajo un mismo techo con Jesús, los Misioneros le facilitarían medios para cumplir sus deberes religiosos y serviría a buenos amos. La respuesta que dio fue presentarse en la casa.

No tardaron los padres en conocer que habían adquirido un tesoro, pues el joven Mariano era inteligente, activo, obediente a cuanto le ordenaban, no replicaba jamás. Tan pronto estaba con la escoba barriendo los corredores y oficinas como ayudando a atizar el fuego en la cocina, etcétera. Por más que lo vigilaban, nunca pudieron descubrir una mancha en su conducta, ni sombra que desluciese el brillo de su castidad. Por otra parte, le veían inclinado a la oración y a la frecuencia de sacramentos. Se levantaba a las cinco de la mañana para asistir a la primera misa y dedicarse después a sus ocupaciones.

A este tiempo se refieren unas declaraciones firmadas por los reverendos padres Bernabé Marinas y Miguel Oñate en que testifican que el joven Mariano González “era de costumbres, vida y fama buenas y ejemplares”, y que “era de carácter apacible, de índole sencilla, de educación recta y esmerada y de conocimientos y ciencia suficientes para ser buen cristiano”.

Capitulo ii

Su  vida  religiosa

Planta tan tierna y delicada no podía permanecer en el mundo expuesta a los vendavales de las pasiones y de los malos ejemplos que abundan en la sociedad de nuestros días.

Dios nuestro Señor puso en él los ojos de su misericordia y lo llamó para que se consagrase a su divino servicio por medio de los votos de la Religión. No le hizo oír su voz de improviso, sino que fue disponiéndolo paulatinamente. Empezó por infundirle hastío a las diversiones y espectáculos que tanto cautivan a los jóvenes, y que amase el retiro y la soledad. No salía de casa si su superior no le enviaba a verificar compras o a despachar ciertos negocios propios de su oficio. Los días festivos, en vez de tomar un honesto pasatiempo con sus amigos por las calles de la hermosa ciudad de Méjico, se encerraban en el templo a recorrer el Vía crucis y a conversar con el Divino Solitario del altar.

No le pasaba siquiera por la mente la idea de meterse de religioso. Mas un día en que acompañaba a un padre a la estación del ferrocarril, éste le preguntó: “¿No te gustaría, Mariano, ser hermano de nuestra Congregación?” Él, todo emocionado, respondió: “¿Quién soy yo para merecer tanta dicha de que el Corazón de María me reciba por hijo suyo? Los hermanos saben mucho y sirven para todo, mientras que yo soy una piedra”. Esta frase, dicha como de paso, fue como el grano de semilla que hizo germinar en su alma la vocación religiosa. Desde entonces se postraba a las plantas de la imagen del Corazón de María conjurándola con súplicas y lágrimas que lo admitiese en su Congregación. Al fin se decidió a declarar a los superiores sus nobles aspiraciones. Los superiores le dieron una respuesta evasiva para probar su firmeza y asegurarse que la vocación no era hija de pasajeros fervores. Pero en realidad deseaban admitirle, pues lo veían adornado de las dotes exigidas por nuestras santas Constituciones a los postulantes hermanos. “Conviene, dice nuestro Venerable P. Fundador, Antonio María Claret, que sean de buena índole, de honesta presencia, laboriosos, robustos, aptos para aprender la doctrina y todo cuanto a ellos corresponde, discretos en su proceder, pacíficos, constantes, amantes de la Congregación y celosos de la salvación dé las almas: se requiere que sean de buena conciencia, célibes, tratables, aficionados a las cosas espirituales, de suerte que puedan servir de ejemplo a los domésticos y a los extraños”. También exigen que no tengan menos de quince ni más de treinta años de edad y sean hijos de legítimo matrimonio.

Mariano reunía a maravilla todas esas cualidades. Su presencia física era envidiable, su estatura esbelta, blanco el color de su tez, ojos azules, pelo castaño, constitución robusta; su carácter no podía ser más dulce y apacible, de modo que no infundía temor de que fuese instrumento para lastimar la caridad fraterna.

Tres epítetos usa nuestro venerable padre para indicar que los hermanos sean pacíficos. Los genios alborotados y nerviosos son capaces de grandes empresas, pero sufren ellos mismos y hacen sufrir a los demás; han de ser santos a fuerza de abnegación y sacrificio. Mariano era además piadoso, estaba instruido en la religión, parecía un ángel por su modestia.

A toda costa querían los superiores admitirlo, pero se tropezaba con una dificultad. No teniendo la congregación noviciados en América, habían de ir los postulantes a España, y Mariano no contaba con los recursos necesarios para sufragar los gastos de viaje. La Divina Providencia, que todo lo dispone en número, peso y medida, allanó la dificultad. En abril de 1909 llegó a la República el Reverendísimo Padre General Martín Alsina para visitar la cuasiprovincia de Méjico y presidir el Capítulo donde debían elegirse los superiores. A su regreso a España quiso llevarse a los jóvenes que le teníamos preparados al efecto, e incluyó entre ellos a nuestro Mariano. Esos jovencitos fueron: Mariano Álvarez López, educado en nuestro Colegio de Toluca, Luis Álvarez Icaza, alumno del Seminario Conciliar de Méjico, ambos para estudiantes, y Juan Parada con Mariano González para Hermanos Coadjutores. Éstas fueron las primicias que la Provincia de Méjico enviaba a nuestro instituto después de veintitrés años que evangelizaban los misioneros a este país. En América no hay vocaciones de hombres para religiosos, ni siquiera para sacerdotes seculares, y esto suele atribuirse al carácter y a la educación que dan las madres a sus hijos. Nosotros no opinamos así, quizá por lo que nos va en ello; pero repetiremos lo consignado en una circular a las casas de la cuasiprovincia al anunciarles que se iba a abrir un Colegio de Postulantes en la capital de Méjico, el 31 de agosto de 1913: “Como en América ni en el hogar doméstico, ni en las escuelas nadie se preocupa de desarrollar los gérmenes de la vocación, resulta que éstas son sumamente escasas. Dios, que tiene Providencia inefable, ha de enviar vocaciones según las necesidades de los países, y así debe hacerlo en América. Si escasean los sacerdotes y religiosos es porque faltan almas abnegadas y celosas que con afabilidad y prudencia despierten sentimientos de piedad y religión en los niños. La mano de Dios no está abreviada; en todas las zonas de nuestro planeta puede triunfar de los corazones más débiles”.

El día 6 de mayo del año 1909 salió el reverendísimo padre con los citados postulantes, y al llegar a España les envió a la recién creada Provincia Bética, cuyo noviciado está en Jerez de los Caballeros, provincia de Badajoz. Con la solicitud maternal que tienen nuestros superiores con sus súbditos, juzgaron que el clima de Andalucía es el más benigno y acomodado al de América, y así no se resentiría la salud de los jóvenes mejicanos.

Quien haya visto los noviciados podrá imaginarse el gozo y el entusiasmo con que los españoles recibieron a los que iban a acompañarles desde las remotas playas de América. Luego entraron en francas y cordiales relaciones como si fueran amigos desde la infancia. Se dieron gracias a Dios y se le cantaron Avemarías al Corazón purísimo de nuestra Madre.

No tardó Mariano en empezar su año de prueba. Del modo de hacer el noviciado depende la felicidad o desgracia del religioso. Es el tiempo de siembra para cosechar más tarde frutos copiosos y duraderos. Como en el otoño no pueden esperarse frutos de un árbol que no ha florecido en la primavera, así es imposible que sea después varón de provecho y corona y gloria de su instituto el religioso que hace con negligencia y descuido el año de prueba. El noviciado es como zanjar los cimientos del edificio espiritual; es la escuela donde se aprenden las virtudes esenciales de la vida perfecta, el taller donde se labra a los que quieren ser santos.

A las pocas semanas de su ingreso, Mariano se distinguió por su fervor en la oración y por su empeño en adquirir el espíritu de la congregación. Al primer golpe de campana acudía a los actos de comunidad y a servir a sus compañeros. Siempre jovial y alegre, a todos complacía su trato. Era exactísimo en dar cuenta espiritual de conciencia a su maestro, no ocultándole ningún pliegue de su corazón. De este modo se vio libre de las tentaciones con que el demonio suele atacar a los jóvenes novicios para que abandonen el camino emprendido y suspiren, como los hebreos en el desierto, por los ajos y cebollas que habían dejado en el Egipto del siglo. “De mi país, escribía él, casi no me acuerdo, ni de diversiones. No hablo ni me acuerdo de cosa alguna del mundo. Estoy desprendido de todos mis parientes y resuelto a vivir sólo para la congregación”.

Y era verdad, no vivía sino para la congregación. Miraba en los superiores a Dios, cuyas órdenes acataba, cuyas amonestaciones y avisos recibía con muestras de profunda gratitud y a quienes amaba y veneraba. Con sus hermanos era en extremo caritativo, ayudándolos en los trabajos cuanto le era posible, no consintiendo que hicieran cosas pesadas que él hacía gustoso, y mostrándoseles siempre contento y alegre. “En las recreaciones, dice uno de sus connovicios, era la alegría de los demás por su modo sencillo y festivo de jugar; me parece que nunca se enfadó con alguien”.

El cocinero, bajo cuyas órdenes trabajaba, nos ha escrito: “Siempre lo encontré de un mismo temple: activo, diligente, fervoroso, incansable, y sobre todo muy obediente a todo cuanto yo le mandaba. No tenía más que indicarle lo que tenía que hacer, cuando al momento ponía manos a la obra. Terminaba aquello que le había mandado, y ya estaba pidiendo trabajo y me decía: “¿Qué más hay que hacer?” Era preciso tenerle siempre trabajo preparado, porque si no, ya no estaba tranquilo, pues no podía estar un momento ocioso. En este sentido era casi hasta exagerado, llevado únicamente del deseo de trabajar, de aprender bien el oficio de cocinero, de despensero, etcétera, y de ser útil a la congregación. Yo había dicho muchas veces (y con igual motivo lo digo ahora todavía): ¡ojalá hubiera muchos hermanos Marianos!”

No es de extrañar que Dios nuestro Señor lo premiase dándole para todo facilidad. “Todo me gusta, decía. No siento dificultad ninguna en las reglas ni en las disposiciones. El oficio que la obediencia me da es el que más me gusta. Hallo fácil la meditación y estoy en ella con gusto. No he estado triste. Algunas veces tengo apuros tocantes a mi aprovechamiento, pero pasan pronto”.

El padre superior de la casa noviciado añade: “Estando yo al frente de la casa, fue edificantísimo en todo, teniendo a los superiores tal respeto que rayaba en veneración. Tal confianza teníamos en él que estábamos seguros de que a nada de lo que ordenáramos pondría la menor dificultad. Era notable en él el espíritu de piedad, de recogimiento y silencio y laboriosidad, causando con tan edificante conducta respeto no sólo a los compañeros, sino a los mismos superiores, que entrañablemente le queríamos. Yo no tuve nunca ninguna queja de él, ni por parte del padre maestro de novicios ni de los connovicios; y profeso siguió el mismo método de vida. Tengo la convicción de que era un alma muy pura, y, por tanto, muy agradable a Dios y al corazón de María, de quien se gloriaba poderse apellidar Hijo”.

El padre maestro de novicios, por su parte, a mediados de aquel año, dejó un escrito: “El hermano González es un novicio aprovechado y tiene los requisitos exigidos por las santas constituciones para ser un buen hermano; es laborioso, robusto y dado a la piedad.” Estando ya para terminar el año de prueba volvió a escribir: “El hermano González se ha portado bien durante el noviciado, ha trabajado por la virtud, siendo dócil y franco, así como asiduo al trabajo de cocina”.

Llegó para el joven novicio el día más feliz de su vida, aquél en que debía consagrarse perpetuamente al servicio de Dios y de la Inmaculado Corazón de María por medio de la emisión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia.

El 8 de septiembre de 1910, fiesta del nacimiento de la Santísima Virgen, hizo su profesión en manos del muy reverendo padre Provincial, Cándido Catalán. Nadie podrá expresar las emociones suavísimas que embargaron al hermano en ese momento. Algo sin embargo pudieron conjeturar los circunstantes en el encendido color de sus mejillas y los ojos arrasados de lágrimas. Fácilmente se adivina que esas lágrimas brotaban de la alegría interior que sentía  por haberse consagrado a Dios, y de la dulzura que le causaba el poderse llamar Hijo del Inmaculado Corazón de María, favores ambos de gran responsabilidad, pero a los que el hermano supo después corresponder, como veremos en los capítulos siguientes.

Capítulo iii

Su observancia regular 

Con frecuencia sucede que el fervor adquirido en el año de probación se pierde o disminuye con los estudios y con los nuevos empleos que a uno le confían sus superiores. El solo cambiar de casa y echar de menos el ambiente de virtud que se respira en los noviciados es para muchos el principio de su flojedad y tibieza.

            No fue de éstos nuestro hermano González. Pasó del noviciado al colegio de Aguas Santas. El cambio no influyó en su modo de vivir. Siguió siendo en el colegio lo que había sido en el noviciado: un modelo de virtudes.

            Al principio se le encomendó la cocina, pero después se le añadió también la despensa. Ambos oficios desempeñó a satisfacción de los superiores. Hacía frente a todo el servicio ordinario de la comunidad. Cuando alguno necesitaba algo extraordinario, a cualquier hora del día o de la noche que fuese, lo servía con puntualidad y con la sonrisa en los labios. Ocasiones hubo en que puede decirse que estaba él solo preparando la comida para toda la comunidad, que era bastante numerosa. Por entonces tuvo que sufrir bastantes contrariedades en el espíritu, a veces hasta llegar a ser insoportables; pero él se contentaba con sufrir y con manifestarse a los superiores. “Estoy convencido (dice uno de nuestros padres, testigo de los hechos) de que entonces acaudaló muchos méritos para el cielo, y tal vez el Señor le ha premiado con éste género de muerte, mientras que al que le ocasionó tantos disgustos le ha castigado con la pérdida de la vocación, pues ya no está en la congregación”.

            En el mes de junio de 1912, aprovechando el viaje que hacíamos a España para asistir al Capítulo general de Vich, visitamos el noviciado de Jerez y pudimos escuchar con gran complacencia los buenos informes que nos suministraron de los mejicanos. Entonces suplicamos que se nos concediera al hermano González para México, pues sería un aliciente de nuevas vocaciones. El muy reverendo padre Catalán tuvo la amabilidad de cederlo, a pesar de que le dolía en el alma desprenderse de un sujeto tan digno y servicial.

El 30 de noviembre, en compañía de dos padres y un hermano, se embarcó en Cádiz, arribando después de feliz navegación a Veracruz la vigilia de Navidad. Cuantos le habían conocido en la Casa de San Hipólito quedaron edificados de su porte y le dieron pruebas de singular afecto. En los primeros días de enero de 1913 pasó al Colegio de Toluca a desempeñar, como en España, el oficio de cocinero. Él se afanaba por santificarse. Cumplía los deberes que le señalan nuestras reglas, a saber: el orden, el silencio, la limpieza en su persona y en los objetos que ha de manejar, la vigilancia para que no se corrompan ni desperdicien los alimentos, pues que son sudores de los pobres de que se ha de dar estrecha cuenta; la caridad para servir a todos y en la hora establecida, sobre todo a los enfermos. Nadie tenía una queja contra su proceder. En su retiro de la cocina se afanaba por no perder el recuerdo de la presencia de Dios, y decía frecuentes jaculatorias. Al atizar el fuego se imaginaba las llamas del infierno y del purgatorio, y sacaba de allí firmes resoluciones de evitar el pecado y amar a Dios. En la despensa consideraba la bondad y la Providencia de Dios, que provee a los religiosos pobres de cuanto necesitan y que obraría milagros si necesario fuese para que no les faltase el sustento. ¡Con qué esmero guardaba los votos! En cuanto a la pobreza, no disponía de un centavo sin permiso del superior; cuidaba de que no se perdiese lo más mínimo de los cereales que compraba. Sus vestidos eran modestos y se conformaba con lo más humilde y pobre que hubiese en casa. No le agradaba que se gastase en medicinas cuando estaba enfermo. Era preciso mandarle expresamente que viese al médico. Amaba y conservaba diligentísimamente el lirio de la castidad. Como el centinela que guarda una cárcel para que no se le escapen los peligrosos ladrones que están en ella encerrados, vigilaba sus sentidos y su imaginación para que no le acometiesen con pensamientos y representaciones indebidas. Apenas despuntaba el primer indicio de tentación, acudía a refugiarse en las llagas sacratísimas del Salvador o en el Corazón inefable de María. La modestia de sus ojos era proverbial, pues jamás los fijaba en el rostro de otra persona ni en libro que pudiera tiznar su alma cándida.

También hacia uso de algunas penitencias para reprimir la viveza y exigencias del cuerpo. Con estos medios logró tal dominio sobre sí, que, viviendo en la carne, parecía un ángel.

La obediencia es el principal de los votos de la Religión. Con razón los escritores místicos la comparan al holocausto entre los “sacrificios de la antigua ley”. En los otros sacrificios una parte de la víctima se consumía en honra y alabanza de Dios, otra se reservaba para los sacerdotes y la tercera para los oferentes, mientras que en el holocausto toda la víctima se quemaba en honor divino. Así los religiosos por la pobreza se desprenden de algunos bienes temporales de los cuales eran más bien usufructuarios que dueños, que podían perder por un accidente o revés de fortuna; por la castidad se privan de ciertos derechos de la naturaleza; mas por la obediencia ceden a Dios su alma y cuerpo, su libertad, sus obras, su corazón por entero. Por esto el Espíritu Santo dice que a Dios más le agrada la obediencia que las víctimas. Sin obediencia no podrían subsistir las comunidades.

Apoyado en estas razones, el hermano González nada hacía sin que llevase el sello de la obediencia. Su obediencia era pronta, alegre y ciega. No quería que el superior le diese explicaciones de por qué le ordenaba aquello; le bastaba saber que así se disponía. No veía en el superior un hombre cualquiera dotado de cualidades más o menos brillantes, sino al representante de Dios. Cada vez que oía tocar la campana llamando a un acto de comunidad o que los padres superiores o el ministro le prescribían algo, se imaginaba oír la voz de los profetas: “Esto dice u ordena el Señor Dios de los ejércitos”. Jamás en el tiempo que moró en Toluca hizo la menor réplica a las disposiciones de sus amados superiores.

De esta obediencia le nacía también el amor que profesaba a las santas Constituciones. Siguiendo el consejo de Santa Teresa, las leía diariamente y las guardaba con la más estricta escrupulosidad. Por ningún respeto humano dejaba de cumplir lo que tenemos prescrito. Varias veces le oí decir que después del Evangelio, el libro más querido para él era el de las Constituciones. Y así obraba perfectamente.

Un religioso ha de ser perfecto, pero como Dios quiere y no como a nosotros nos agrada; y la voluntad de Dios la tenemos consignada en las Constituciones. Una es la perfección secundaria del jesuita, otra la del franciscano o dominico y otra la del Misionero Hijo del Corazón de María. En las respectivas reglas encontraremos cuál es la que Dios nos pide. A imitación de San Juan Berchmans, Mariano protestaba que quería morir abrazado con el crucifijo, el rosario y el libro de las Constituciones.

Como se ve, el modo de santificarse del hermano González era el más sencillo: sin grandes obras de celo, sin dones extraordinarios, sin llamar la atención de nadie. Consistía únicamente en cumplir los deberes de su propio estado teniendo la conciencia limpia y obrando con rectitud de intención. Es un modelo muy fácil que podemos copiar.

Capitulo iv

Su vida íntima

En vano buscaríamos en la vida del hermano González obras ruidosas, virtudes de mucho aparato y brillo. No estaba destinado para desempeñar una misión pública, sino para alcanzar la perfección con el ejercicio de esas virtudes modestas adquiridas en el cumplimiento fiel de sus deberes. No le exigía Dios que predicara o catequizase con el celo de los apóstoles, ni que interviniese en las obras de regeneración social, tan ponderadas y necesarias hoy día; su vida debía deslizarse tranquila, como esos ríos que apenas son conocidos y van fertilizando las riberas con sus raudales. No debía ser una flor esbelta que provocase la admiración de todos por los vívidos colores de sus pétalos, sino una humilde violeta que recrease a Dios y a los ángeles y edificase a sus compañeros con el aroma del buen ejemplo que despedía.

Nos enseñan los profesores de Ascética que no consiste la esencia de la santidad en hacer muchas obras, porque éste fue el error de Marta que Jesucristo condenó. Tampoco consiste esencialmente en tener dones gratuitos, como el de hacer milagros, descubrir el porvenir, hablar diversos idiomas, pues hay bienaventurados en el cielo que no disfrutaron de esos carismas. La santidad esencial, añaden, consiste en hacer bien las obras ordinarias que llenan las horas de nuestra existencia; en que los ángeles puedan decir de nosotros, en proporción, lo que las turbas de los judíos decían del Divino Maestro: esta persona todo lo hace bien. Parece esto cosa baladí, se expresa con pocas palabras, pero cuesta mucho ponerlo en obra.

De este modo supo aspirar a la perfección nuestro hermano González. Si san Alfonso Rodríguez se santificó ejerciendo treinta años el oficio de portero en Palma de Mallorca, si el beato Bartolomé Laurel se santificó en el cargo de enfermero, él lo hizo siendo cocinero. Cumplió a la letra lo que nuestras santas Constituciones prescriben a los de su clase, y así se hizo digno de que Jesús le concediese la gracia de padecer y morir por la justicia.

Pocos institutos religiosos habrá donde se ame con tan acendrado cariño y se guarden tantas consideraciones a los hermanos coadjutores como en el nuestro. El venerable fundador enseñaba a los primeros padres que los mirasen como a las manos y a los pies de la Congregación, que no les impusiesen cargas muy pesadas, que jamás les mirasen como criados, sino como miembros de la familia religiosa. Así se ha practicado, gracias a Dios. Desde que pisamos los umbrales del noviciado se nos enseña que en casa todos somos hijos de una misma Madre, que es el Corazón de María; vestimos el mismo traje, comemos el mismo pan, nos sujetamos a las mismas Constituciones y se nos ofrece el mismo premio, que es el céntuplo en esta vida, y después la vida eterna. Sacerdotes y hermanos alternan en servir a la mesa, en despertar a la comunidad por la mañana, en dirigir la lectura espiritual. Los padres más beneméritos se complacen en ayudarlos a lavar la vajilla en la cocina y en tener la llave de la portería en los recreos. Es cierto que unos se dedican a las obras de celo y otros a los trabajos domésticos, pero es el mismo espíritu el que los mueve. Los sacerdotes han de mirar al modelo de toda perfección, Jesucristo nuestro Señor, en su vida pública, evangelizando a los pobres, sanando a los enfermos del alma, reconciliando pecadores, renovando los misterios de la última Cena y del Calvario; y los hermanos imitan a Jesús en su vida privada de Nazaret, donde se ocupaba en barrer la casa, en traer agua a la Santísima Virgen para la frugal comida, en las faenas de carpintería, alternando estos oficios con la oración. La vida del hermano coadjutor es de silencio, de retiro, de abandono y desprecio del mundo, como la de Jesús en Nazaret. No es su elemento aparecer en público, hacer y recibir visitas, mezclarse en asuntos políticos o de familias. ¡Cuán amados de Dios son los que así lo efectúan! Jesús empleó treinta años de su vida en el retiro y sólo tres en el ejercicio de la predicación, como si quisiera indicar que más se complacía en ostentar las virtudes propias de los hermanos que llevar la vida apostólica de los padres. Con poquísimo cuidado se pueden llenar de virtudes y llegar a la tarde de la vida como los árboles que en el otoño dejan caer sus ramas tronchadas por el peso de los frutos que han producido. En la vida pública, los padres reciben aplausos, ven sus confesonarios rodeados de gentes de diversas categorías, oyen que su nombre lo pregona la fama, y es fácil que se les infiltre el veneno de la vanidad; mientras que el hermano trabajando en la obscuridad del claustro, sin más testigos que Dios, su ángel custodio y su conciencia, está libre de ese enemigo que roba los méritos. Por eso algunos padres venerables por su ciencia, por su rudo apostolado y por sus años, envidiaban la suerte de los hermanos coadjutores. Muchísimas veces oí exclamar al muy reverendo padre Pablo Valier, primer visitador de los Hijos del Corazón de María en Chile: “¡Ay, quién me diera cambiar los libros por la escoba, la azada o las ollas de aquel hermanito!”

Y quizá el fruto que logran los misioneros en la salvación de las almas son efecto de las oraciones y ayunos de los hermanos. El padre Monsabré refiere que un célebre predicador fue enviado a dar misión en una ciudad famosa, que si Nínive era más grande, no era más pecadora. Partió a llenar su cometido con el corazón traspasado de pena y juzgando que serían inútiles sus fatigas y discursos. Pero al ver cómo de día en día aumentaba el auditorio, hasta ser pequeña la catedral para contenerlo, le vino no sé qué sentimiento de complacencia. Mas como era piadoso, al arrodillarse ante el crucifijo para orar, oyó una voz que le dijo: “No te ensoberbezcas creyendo que el éxito de la empresa se debe a tus dotes oratorias; sabe que todo es fruto del hermano coadjutor que te acompaña, el cual reza el rosario de mi Madre mientras tú predicas”.

Tres son las virtudes que deben resplandecer de un modo especial en el hermano coadjutor: la humildad, el trabajo y la oración. El buen hermano González las poseía en grado no común.

Desde el día de su ingreso al noviciado se propuso levantar muy alto el edificio de su santidad; para eso principió por cavar el cimiento profundo de la humildad. Estaba persuadido que nada era ni valía, y no se cansaba de dar gracias a Dios por haberse dignado admitirlo en una Congregación tan querida. Trataba a los padres con sumo respeto. Aunque sabía que como religiosos todos son iguales en la comunidad, el carácter sacerdotal hace de los padres otros Cristos en el mundo y están sublimados sobre los príncipes y reyes de la tierra y sobre los ángeles del cielo. Venerábalos en todas partes, proveía a sus necesidades con presteza y alegría, se reputaba dichoso en poderlos obsequiar. En su presencia guardaba las reglas de la modestia, no levantaba la voz y cuidaba de darles la preferencia. Jamás se atrevió a hacer uso de la lengua para criticar o zaherir lo que obraban o decían. ¡Con qué amor les besaba las manos, porque decía habían tocado el cuerpo sacrosanto del Salvador en la misa!

Efecto de su humildad era el estar contento con los oficios más obscuros y penosos de la comunidad.

“Cuando no encuentre a quien confiar un destino, porque todos lo miran con repugnancia, aquí me tiene a su disposición”, me repitió muchas veces. “Para mí no hay destinos bajos, añadía, pues servir a Dios y a la Santísima Virgen es reinar”. Y era de ver cómo escuchaba con docilidad los avisos que le daban el padre ministro o algunos hermanos, referentes a su oficio de cocinero. “Una sola vez, dice el que era entonces ministro del Colegio, tuve que corregirle alguna cosita en que incurrió por ligereza, y sufrió la corrección con mucha sumisión y docilidad”. Lejos de sentirse agraviado, daba las gracias, y eso que sabía, naturalmente, más que los que le daban lecciones. Jamás tuvo el más leve altercado con nadie; ni una sola vez se le vio perder esa sonrisa de su semblante, que era presagio y reflejo de la paz de su alma.

Otra de las virtudes en que se distinguió el hermano fue el trabajo, cumpliendo a la letra lo que disponen nuestras santas Constituciones. “Dedíquense, dicen, a lo que el padre ministro les mande, de suerte que en las horas laborables estén enteramente dedicados a ello”. Precisamente se admiten hermanos en la Congregación para que se dediquen a los quehaceres domésticos, y así los sacerdotes queden libres para los ministerios. Mientras celebran, confiesan y predican, saben que hay en casa quien guisa la comida, hace o remienda la ropa, se encarga de mandarla lavar, cuida de la limpieza, proporciona medicinas a los enfermos, cultiva la huerta y el jardín, etcétera. El trabajo les sirve para ejercitar la actividad, evitar la pereza, que es madre de todos los vicios, defenderse de las asechanzas del demonio e imitar al Divino Obrero de Nazaret, que pasaba largas horas ayudando en el taller de carpintería a su padre adoptivo san José. El buen hermano, desde la mañana empezaba a encender el fuego y disponer las cosas, a fin de que estuviese preparada la frugal comida a la hora prescrita en el reglamento diario.

Sólo estuvo destinado a las dos casas de Jerez de los Caballeros en España y a la de Toluca en Méjico, que por ser colegios constan de más individuos y exigen más aplicación y fuerzas. Él nunca se quejó ni pidió compañero que le ayudase a llevar la carga. Por el contrario, los escasos momentos que le quedaban libres en el día, en vez de descansar, como era justo, se dedicaba al aseo de la casa y los muebles, a velar a los enfermos o guardar la llave de la portería. Se complacía en tener la cocina y despensa limpias como un espejo.

Se había provisto de armarios cerrados con llave, donde guardaba las provisiones con orden y sin perder nada. Por la noche caía al lecho rendido de fatiga y se dormía con la tranquilidad propia del candor y de la inocencia. Y a pesar de eso, más de una vez se me quejaba de que no merecía el pan que comía, pues no tenía trabajo bastante. La persona inmortificada querría estar en perpetua holganza, disfrutando de paseos, viendo curiosidades, trabajando lo menos posible, y eso por salir del apuro. No lo hacía así el hermano González, sino que trabajaba a conciencia, y se privaba de muchos deleites inocentes cuando eran impedimento para cumplir sus deberes. El trabajo era su vida y su recreo. Si iba a tomar alguna honesta recreación con sus otros compañeros, llevaba siempre a la mano algún quehacer. Mientras conversaba, mondaba patatas, desgranaba maíz o quitaba la vaina a los chícharos. No le faltaba también en esas ocasiones destreza para engarzar las cuentas de los rosarios.

El trabajo, por sí solo, sería muy ingrata tarea, indigna de almas que aspiran a la perfección. Es necesario que se le condimente con la sal de la devoción. Nada hay más dulce para un corazón bien nacido que elevarse al Padre celestial con ardientes jaculatorias en medio de las fatigas del trabajo. Un “por vos lo hago, Jesús mío”, es para el alma fatigada como una gota de rocío para la flor agostada por el calor. El venerable padre Claret, que estaba iluminado con luz del cielo para elevar a todos sus hijos a la más alta perfección, encarga a los hermanos que sobrenaturalicen todas sus obras, rectificando muchas veces la intención, que es la piedra filosofal que convierte en oro los metales viles.

Sirvan a los hermanos como a Jesucristo, que dijo: “Cuanto hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”,3 considerando que en el desempeño de estos oficios hacen gratísimo obsequio a Aquel que no vino a ser servido, sino a servir.4 Luego les impuso el deber de oír misa todos los días y hacer oración mental, rezar la tercera parte del rosario, hacer examen general y particular de conciencia, leer un libro piadoso, saludar con el Avemaría a la Madre de Dios cada vez que da la hora el reloj y hacer entonces también la comunión espiritual. Les manda además que se confiesen cada semana, tengan un día de retiro espiritual al mes y dos veces al año dediquen unos días a los ejercicios de san Ignacio.

El hermano González supo aprovecharse maravillosamente de estos consejos. Cumplía con todas las obras de piedad del reglamento, y si no podía hacerlas en la hora señalada por estar ocupado en labores imprescindibles, las suplía lo más pronto.

En medio de esas ocupaciones no se olvidaba del espíritu de piedad y de oración. “Exactísimo en todos los actos de comunidad, no recuerdo, dice el padre Luis Montero, de una sola vez que se dispensase de ellos, pues su salud a toda prueba le eximió de toda irregularidad; y si alguna vez la caridad u obediencia le obligaba a emplearse en otro ejercicio que no fuese el de la comunidad, luego, en la primera ocasión favorable, lo suplía indefectiblemente. Y no sólo eso, sino que solía agenciarse tiempo para pasar el viacrucis con grande devoción, para rezar las tres partes del rosario, para hacer su visita al Santísimo Sacramento y practicar otras devociones, con las cuales se fortalecía su espíritu y se enfervorizaba más y más su corazón”.

Como alguien le indicase que por qué se afanaba tanto en buscar tiempo para sus preces, él respondió: “Si no hubiese podido asistir al refectorio a la hora de reglamento, buscaría otra oportuna. Pues no quiero privar al alma de su manjar, así como no privo al cuerpo del suyo”. Desde que estuvo en San Hipólito se le veía largos ratos junto al tabernáculo de Jesús Sacramentado. Sin duda que allí derramaría su espíritu y pediría por todas las necesidades suyas, de la Congregación y de la Iglesia. Jamás dejaba la Sagrada Comunión, que era su delicia. Parecía un ángel en los momentos que dedicaba a la acción de gracias. Con la Santísima Virgen se relacionaba como un hijo con su madre. Le ofrecía cada día la corona de los quince misterios del rosario, se preparaba para sus fiestas con novenas o triduos y con actos de mortificación. No le eran desconocidas las maceraciones del cuerpo, antes las practicaba con la frecuencia que le permitían sus directores.

Nuestro padre fundador no nos dejó señaladas en las Constituciones penitencias fijas y determinadas, a no ser un ayuno semanal, sino que lo dejó a la libre voluntad de los individuos, moderada y regida por los superiores y confesores. Gracias a Dios, todos procuran ofrecer a Dios este sacrificio, y en general, más se necesita freno para contener a los animosos que espuela para activar a los cobardes.

De todo lo dicho se deduce que el hermano González no tuvo obras grandes y heroicas, sino que llenó su vida de esas virtudes modestas adquiridas día a día con el cumplimiento de sus deberes ordinarios. Son virtudes pequeñas, pero que adornan el alma y le acarrean gloria inmensa: son esas virtudes como las estrellas, tan diminutas en apariencia, que forman la vía láctea y que vienen a ser centros de otros tantos sistemas planetarios como el nuestro.

Con razón, pues, podía decir de él el reverendo padre ministro: “No hubo virtud de la cual no nos diese admirables ejemplos”.

Capitulo v

Su muerte

El sábado 8 de agosto del mismo año 1914, a las nueve y media de la mañana, tomó posesión de la ciudad de Toluca una brigada de la división del revolucionario Pablo González, mandada por Francisco Murguía, el mismo que había cometido horrores en Querétaro. Este señor, aunque originario de un pueblo del estado de Coahuila, conocía perfectamente Toluca, sabía cuáles eran los hacendados más ricos y las familias más distinguidas, por haber estado varios meses al frente de unos seiscientos soldados en tiempo de Madero. El mismo día de la entrada se apoderó de los coches, caballos, automóviles, armas e impuso contribuciones forzosas por valor de un millón de pesos, según cálculos de personas entendidas. Para que no se diga que escribimos sin conocimiento de causa, ponemos unos ejemplos que hablan con la elocuencia muda de los números.

A la cervecería se le impuso un préstamo, llámese despojo, de 80,000 pesos; a la familia Cordero, 60,000; a los señores don Alejandro y don Francisco Pliego, 20,000; a don Julio Barbosa, 40,000; a nuestros estimados amigos don José y don Amalio Ballesteros, 10.000 a cada uno; a los señores Henkel, 40.000; al Banco Nacional, 60,000; al Banco del Estado de Méjico, 40,000; a la señora Vicenta Pliego de Izarbe,10,000; a la familia Barrera, 40.000, y así podríamos continuar la lista. Toda la sociedad toluqueña quedó indignadísima cuando vio que no contento con haberle arrebatado su espléndida casa a la señorita Soledad Pliego y de haber vaciado las trojes de su rancho (pequeña hacienda), que estaban llenas de trigo y maíz, se la conducía presa a la cárcel escoltada por soldados por no poder dar los cinco mil pesos que se le exigían. Dicha señorita, respetada y querida hasta de los liberales e incrédulos por su alcurnia, sus virtudes, sus limosnas, que le han merecido el glorioso renombre de madre de los pobres, es la presidenta de la archicofradía del Corazón de María, erigida canónicamente en el templo de la Santa Veracruz. Ya se la llevaba al lugar de los criminales cuando su sobrino, el apreciable joven don Carlos Martínez, educado en el Colegio Hispano-Mejicano, se ofreció a sustituirla. Iguales desmanes amenazaban a la apreciable señorita Josefa Arias, y sólo se libró por haberse ofrecido un caballero por fiador. El lunes empezó la persecución religiosa, cogiendo presos a seis sacerdotes, entre ellos al venerable y octogenario padre Bernal, de la Orden de la Merced. Los demás se habían puesto a salvo en tiempo oportuno. Nuestro Colegio Hispano-Mejicano tenía doce padres y tres hermanos. Casi todos pudieron huir en medio de mil peligros y peripecias. Sólo quedaron ocultos en casas particulares los reverendos padres Máyer e Ibáñez; el hermano González, como mejicano, se quedó guardando la casa y templo. El martes 12 se le presentaron varios soldados con un cabecilla, y le urgían para que declarara dónde estaban los padres:

-Todos salieron – respondió

-¿Dónde está el director?

- No lo sé; no me dio aviso de su salida.

 Y a esas horas estaba precisamente en la ciudad dicho superior, que lo era el reverendo padre Baltasar Sevilla. Por teléfono le avisó el hermano del peligro que corría, y pudo escapar disfrazado de vendedor de bueyes con el hermano Laplana. Viendo los soldados que nada obtenían de provecho, cerraron el colegio y la iglesia y se llevaron las llaves.

Afortunadamente pudo librarse de sacrílegas profanaciones el Santísimo Sacramento. Viendo el hermano Pedro Laplana que las tropas se lanzaban al asalto, se armó de valor, abrió el Sagrario y dio la comunión a unos caballeros católicos que estaban en disposición para ello. Él se abstuvo de recibir el Cuerpo y Sangre del Señor por haber ya quebrantado el ayuno natural. Inmediatamente cogió el copón vacío, y atravesando por las filas de los soldados, logró juntarse al padre Superior, con el cual llegó hasta los Estados Unidos. El hermano González se trasladó entonces al pueblo de Tenango del Valle, pero a los dos días regresó para ver qué podía hacer en beneficio de su amada Congregación. Sin tener domicilio fijo, comía en una casa, cenaba en otra y dormía donde le cogía la noche. Donde recibió más veces albergue fue en la casa de la señorita Josefa Hernández, que vive con sus dignísimas hermanas, Concepción y Luz, y su sobrina María Andrade, con las cuales tienen los misioneros contraída inmensa deuda de gratitud, pues casi desde la fundación del Colegio no han cesado de favorecerles con esplendidez y cariño. Como se habían guardado en casa varios objetos valiosos y la ropa de uso, determinó entrar de noche por la azotea y sacar algo de lo que le pertenecía. Es de advertir que en la manzana donde está enclavado el Colegio y que se llama de los Portales, todas las casas tienen las azoteas libres y corridas, de modo que se puede pasar por todas ellas. Así lo verificó el día 18; pero al trasladar una máquina de escribir, se le cayó la tapa, haciendo el ruido inevitable. La familia que vive debajo de esa azotea, creyendo que eran ladrones, dio aviso a la policía. A la noche siguiente, día 19, se apostaron unos soldados en la casa del gobernador, y cuando el hermano subía una escalera que facilita la llegada a la azotea, le dispararon cinco tiros, de los cuales sólo uno le alcanzó a herir en el cuello levemente. Quizá con la impresión perdió los sentidos y cayó desmayado. Los soldados se apresuraron a cogerlo, transportándolo a la Casa de Ejercicios del Corazón de María, que estaba convertida en hospital de sangre. Allí le tomaron ellos esta única declaración:

-¿Cómo te llamas? –

-Mariano González.-

-¿Qué oficio tienes?-

 -hermano de los padres de la Santa Veracruz (así son conocidos nuestros misioneros en Toluca).

-¿A qué entraste al Colegio?-

 -A sacar la ropa de mi uso que me hacía falta-

Luego lo dejaron en paz.

Ya se creía seguro el hermano y había pedido que le dieran de alta en el hospital, cuando el sábado 22, víspera de la fiesta del Corazón de María, a las cinco de la mañana fue despertado por una patrulla de soldados y conducido a la cárcel pública, situada casi donde termina la avenida Juárez.

Esto era no sólo una injusticia y crueldad incalificables, sino una violación de las leyes de la institución de la Cruz Roja, bajo cuyo amparo se encontraba. Los médicos no protestaron, como era su deber, y sólo la señorita Trinidad Contreras, que le había asistido con gran esmero y cuidado, se opuso a que lo sacaran hasta no tener una orden por escrito, que le fue dada con la firma del general Murguía. Una vez en la cárcel se le colocó en el patio, junto con un ratero y un desertor del carrancismo. Sin formalidad de proceso, ni darle explicación alguna, le dijeron:

-¿Dices dónde están los padres y dónde tienen el dinero?

- No lo sé

-Mira, si revelas esto, te perdonamos la vida y te proveeremos de un salvoconducto para que huyas donde más te convenga.

-Ya he dicho que nada sé.

Entonces fusilaron al ratero. Insisten de nuevo con el hermano:

-Ya lo ves, igual suerte te cabrá si te obstinas en negar. Confiesa dónde están los padres y dónde tienen oculto el dinero.

-Es inútil que me lo pregunten, pues no sabría complacerles.

Fusilaron entonces al desertor. Por última vez le quieren obligar a decir, y el hermano entonces cruzó los brazos y exclamó:

-Ya pueden fusilarme, pues no les diré nada.

Al momento se oyó una descarga cerrada, y luego el tiro de gracia que le agujereó la frente. Su alma había volado al cielo, como piadosamente creemos, a celebrar la fiesta del Corazón de María junto con los padres, estudiantes y hermanos que forman la Congregación triunfante. El día que le cogieron preso había comulgado en el oratorio particular de un apreciable caballero, bienhechor de los Misioneros. Había terminado su carrera a los veintiséis años y veintiséis días de edad, rodeado de un nimbo de gloria.

La verdadera causa de haberlo fusilado fue el ser religioso y el haberse negado a ser traidor delatando a sus hermanos de religión. La alegada por sus despiadados verdugos no es más que una burda excusa para paliar su negra iniquidad y perfidia. Sin duda que fue víctima del odio satánico que los impíos carrancistas profesan a Nuestro Señor Jesucristo y a todos los que procuran su reinado. ¡Dichoso hermano que supo cambiar las espinas del sufrimiento momentáneo por la corona inmarcesible de los mártires! Así lo creemos firmemente, sin pretender declarar lo que únicamente corresponde a la Santa Sede Apostólica.

Pero los liberales sin Dios tienen entrañas más duras que las piedras. No les bastaba haber asesinado a un inocente, debían escarnecer su cadáver. En un carro lo condujeron al Palacio del Ayuntamiento, y allí lo expusieron todo el día a la expectación pública con un letrero que decía: “Por ladrón de bienes nacionales”. ¡Hasta ese extremo llegó la burla y el sarcasmo! ¡Los que tenían las cajas llenas del oro y de la plata arrebatados a los ciudadanos indefensos tildan de ladrón al que tomaba los pobres vestidos que le pertenecían!

Por la tarde fue paseado descubierto por la avenida principal de la ciudad y luego enterrado en el panteón general, casi a flor de tierra y sin ninguna caja, cubierto sólo por la poca ropa que tenía, como había salido del hospital.

Estamos persuadidos que esta víctima inocente de las furias revolucionarias habrá sido aceptada por el Sacratísimo Corazón de Jesús, que no tardará en derramar torrentes de luces y bendiciones sobre la desgraciada República mejicana para que resucite a nueva vida de fe y de progreso. Quien conoció a Méjico en la época de sus glorias, en los últimos días del gobierno del general Díaz, a quien ahora se le arroja el lodo del insulto y de la diatriba, y lo compara con la situación actual creada por los llamados libertadores y constitucionalistas, no puede menos de dejar salir de su pecho un lamento de angustia y exclamar con el poeta:

Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Efectivamente, causa horror ver los campos antes tan feraces, donde crecían pródigas y lozanas las espigas de trigo o el maíz, convertidos en yermos desolados donde no brota la hierba. Faltan brazos para cultivarlos y nadie se atreve a sembrar, temeroso de que vengan manos carrancistas a coger sin trabajo lo que encuentran. En algunos estados no se encuentran ni vacas, ni caballos, ni ovejas, pues todo se ha robado para uso de los soldados en campaña. Las minas que tanta riqueza han producido al país están sin explotarse. Los ferrocarriles en su mayor parte paralizados, contándose por millones sus pérdidas mensuales. El valor de la moneda reducido a la más baja escala. Por ley valía antes el peso mejicano medio dólar americano; al presente no dan sino 9 centavos por los billetes emitidos por Carranza, sin garantía de ningún género. Las operaciones bancarias son nulas. El comercio, sobre todo el de casas extranjeras, está aniquilado; es de admirarse cómo muchas de ellas no han hecho quiebra. Han disminuido sus empleados, y así son centenares de miles las familias que carecen de lo necesario. Con los préstamos forzosos y robo de las casas, muchos ricos se hallan en la miseria. Los asilos donde se albergaban la virginidad y la inocencia los han convertido en lupanares. El matrimonio ha sufrido deterioro en su dignidad. La disolución de costumbres en los soldados espanta. En fin, si Méjico no vuelve arrepentido al Corazón de Jesús, va a la tumba, y será al fin una colonia de los Estados Unidos. En lo humano no se divisa una centella de esperanza. Sin embargo, confiamos que las víctimas inocentes sacrificadas por la revolución salvarán a Méjico. La mano de Dios hará que surja el hombre que encamine la nave al verdadero progreso, al progreso cristiano. Me imagino que Jesús no tardará en despertar del sueño misterioso que ahora duerme, y nos dirá como a los apóstoles en el mar de Tiberíades: “¿Por qué dudáis, hombres de poca fe? He querido podar mi viña para que dé frutos más abundantes; he dado licencia a las tempestades para que algunas ramas secas del árbol de mi Iglesia fuesen desgajadas; he hecho agitar los incensarios vivos de mi templo, que son los corazones de mis sacerdotes y religiosos de ambos sexos, para que se avive en ellos la caridad. Yo, que mando con sólo un ademán que se sosieguen las olas enfurecidas del océano, haré que amaine la revolución y que surja mi reinado”.

Me imagino que la Virgen de Guadalupe despliega sus labios para repetirnos lo que dijo a Juan Diego: “¿Acaso no estoy aquí yo que soy vuestra Madre? ¿Habré olvidado que los mejicanos son hijos de mis dolores y de mis amores? ¿Dejaré de cubrirlos con mi manto anchuroso como el azulado firmamento? De ninguna mañera. Sería más fácil que una madre llegase a olvidar el fruto de su amor, que el que yo os abandone a vosotros”.

¡Oh, mi querido Méjico! ¡Sé siempre fiel a Jesús y a María, y te salvarás!

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1 Abogado y presbítero chileno del clero de La Serena, fue admitido en la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón de María, donde profesó en 1888. Compuso muchos libros, América Mariana el más conocido. Creó como nadie antes seminarios claretianos en Chile y América. Fue Provincial de su Congregación en Cataluña y primer Provincial de México. Durante un cuarto de siglo participó en el gobierno de su Congregación. Fue presentado como candidato al episcopado.

2 Cepeda, Félix A., ¿Un mártir de la Revolución Mexicana?, Editorial del Corazón de María, Madrid, 1915, 64 pp.

3 Mat, 24-40

4 Mat, 20-28



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