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Estudio sobre la evolución religiosa de Amado Nervo (4ª parte)


María de los Ángeles Ramos Arce[1]

 

Se rescata un trabajo que arroja luces en torno a la vida y a la obra de un preclaro jalisciense (nació en Tepic cuando el territorio de Nayarit formaba parte del Estado de Jalisco y de la arquidiócesis de Guadalajara), que contempló en su tiempo la posibilidad de aspirar al estado eclesiástico, pero al que las vueltas de la vida llevaron por las más diversas sendas, sin olvidar totalmente las raíces. Lo más notable de esta investigación es su temporalidad, pues se compuso apenas 25 años después de la muerte del poeta

 

 

iii. Dolor

 

7. Muerte de Ana

Nervo había llegado a los cuarenta años. Había sostenido luchas interiores contra sus pasiones y tentaciones, y mucho había tenido que luchar también, contra la falta de dinero. Desde hacía cinco años parecía haber hallado cierto equilibrio en su vida: un puesto en la Cancillería de México en Madrid le permitía no tener que preocuparse por el sostenimiento de su hogar; un amor extraordinario, una mujer bella, inteligente, gentil, que no pedía sino amor a cambio de su donación total, le daba alegría a su vida; en su alma iba ya alcanzando la serenidad tan deseada.

            Ana había parecido en el momento oportuno para apartarlo de la vida bohemia que llevaba en París, Ana la inspiradora de aquel poema tan hermoso, no obstante la expresión impropia de su verso principal:

 

“Todo en ella encantaba, todo en ella atraía: / su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar… / El genio de Francia de su boca fluía. / Era llena de gracia, como el Avemaría; / ¡quien la vio no la pudo ya jamás olvidar! / Yo gocé el privilegio de encontrarla en mi vía / dolorosa; por ella tuvo fin mi anhelar, / y cadencias arcanas halló mi poesía. / Era llena de gracia, como el Avemaría, / ¡quien la vio no  la pudo ya jamás olvidar![2]

 

            Durante diez años Ana y Nervo no se separaron para nada, juntos viajaron, “París, Londres, Nueva York, México, Bruselas, Roma, Venecia, Florencia… Medio mundo nos vio juntos”, dice Nervo, aunque “nos habíamos amado en la penumbra de un sigilo y de una intimidad tales, que casi nadie en el mundo sabía nuestro secreto”.[3]

            Juntos sufrieron todas las penas de la pobreza y de las incomprensiones.

            Nervo, ya lo dije en capítulos precedentes, apenas podía escaparse de la Cancillería y de la sociedad, que su puesto en la diplomacia le obligaba a frecuentar, gustaba retirarse a su casa de la calle de Bailén, donde Ana lo esperaba, Ana que era todo para él:

 

“Complacencias de mis ojos, / lujo de mi corazón, / galardón de mis lentos días tristes, / luz que vistes / mis harapos de ilusión. / Tú que te llamas de todos / los modos; / tú que me amas / por la rubia y la morena, / por la fría y por la ardiente: / tú llorosa, sonriente, / mala, buena, / según es la dirección / y el rumbo de mis antojos; / lujo de mi corazón”.[4]

 

            Nervo había soñado que Ana le acompañase siempre por el camino de la vida, y aún después de la muerte. Su cariño inmenso no podía concebir la existencia de otra forma:

 

“¡No te apartes de mi vera! / ¡Muere tú cuando yo muera! / Llévete yo, pues te traje… / Fuiste noble compañera / de viaje… / Rimemos nuestros destinos / para todos los caminos / futuros, que a mi entender / habremos de recorrer / en lo inmenso del Arcano; / y vayamos por la muerte de la mano, / como fuimos por la vida: ¡sin temer!”[5]

 

“Estos versos la complacieron en extremo, dice Nervo. Repitió varias veces los últimos, y aún vibra en mis oídos el metal de su acento, cuando insistía en el final: ¡Sin temer!”[6]

 

            Llegado este período de su vida, no puedo menos que compararla a la de san Agustín:

 

“Si del corazón de Agustín hubiese permanecido libre y puro, bien pronto la llama de la fe y del amor divino habrían brillado en él; pero hacía quince años que arrastraba el yugo de un amor culpable, a que se había entregado sin reserva, y este amor le tenía fuera de sí, habiendo encontrado lo que tanto deseaba en su juventud. ¿Cómo salir de ese estado? Y en tanto que estos lazos culpables no se desatasen ¿cómo llegar a la fe, al bautismo, a la penitencia, a la Sagrada Eucaristía y a la perfecta vida cristiana?

Mónica pensaba en ello incesantemente, viendo que la lucha disminuía en el alma de Agustín. Entre Dios y él no había ya cuestión de luz, sino cuestión de virtud”.[7]

 

            La historia nos cuenta cómo Agustín dejó a Ela, la madre de Adeoato, perseguido cada día más por la gracia, y más tarde se arrepentía de haber retardado la conversión del gran obispo de Hipona.

            Ana iba a dejar a Nervo para siempre.

            Después de veintiún días de enfermedad –tifoidea- durante los cuales el poeta no se apartó de ella para nada, Ana murió en Madrid, el 7 de enero de 1912, en los brazos de quien la velaba tan solícitamente:

 

“¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía, / ¡pero flores tan bellas nunca pueden durar! / Era llena de gracia como el Avemaría, / y la fuente de gracia, de donde procedía, / se volvió… ¡como gota que se vuelve a la mar!”[8]

 

            La desesperación de Nervo por la pérdida de Ana puede sólo comprenderse al considerarse lo que ella fue para él. En un prólogo desgarrador de treinta páginas, el libro de La Amada Inmóvil, versos a una muerta, escrito “En memoria de Ana”, el poeta vacía totalmente la amargura de su corazón: “Esta muerte ha sido la amputación más dolorosa de mí mismo”;[9] y en poemas sinceros y sencillos destila la pena tan profunda que lo embarga:

           

”¡Muchachita mía, / gloria y ufanía / de mi atardecer, / yo sólo tenía / la santa alegría / de mi poesía / y de tu querer! / ¿Por qué te me fuiste? / ¿Por qué te partiste? / Mira que estoy triste, / triste, triste, triste, / con tristeza tal, / que mi cara mustia / deja ver mi angustia, / ¡como si fuera de cristal!”[10]

 

            ¡La serenidad! Aquella serenidad que creía poseer ya, se desvaneció ante el abismo del dolor en que lo postró la muerte de Ana.

 

“Complacíame en el viejo símil de la montaña: arriba, nieve, el inmutable firmamento sin límites; abajo, nubes, tormentas, ciclones, torrentes bravíos, árboles desgajados…

¡Pobre superhombre! La mano de Dios se abatió sobre mí; y en un instante el alma himalayesca, cobijada por el azul, no fue más que un pobre guiñapo sangriento, convulso y sollozante.

Tenía yo un cariño, uno sólo… y en unos cuantos días, ante mis ojos despavoridos, ante mi amor estupefacto, se me fue de la vida, dejándome de tal manera atónito frente a la realidad, que necesito cogerme la cabeza entre las manos febriles y apretármela como entre dos tenazas para convencerme de que es verdad, lo que sé, lo que pienso, lo que me pasa; que no se trata de una macabra prestidigitación, de un espantoso escamoteo, y de que todo lo que amé se ha desvanecido de veras y se ha vuelto fantasma!

La perspectiva de su muerte había despertado siempre en mí un pánico tal, que en estos dos lustros, yo, que a pesar de todo, he permanecido espiritualista; yo, que, desligado de fórmulas y recetas religiosas, he amado a Dios y a Cristo, en espíritu y en verdad, Casi no tuve en la mente más que esta oración, vuelta ya a modo de jaculatoria: “Señor, haz que muera yo antes que ella”.[11]

 

            En esta confesión y en las que van a seguir es donde más se conoce el desvarío de Nervo tocante a la religión cristiana. Ama a Dios y a Cristo en espíritu y en verdad, mas en una verdad a su manera. ¿Es amarlo verdaderamente vivir fuera del seno de su Iglesia, la única encargada de transmitirnos su voluntad? Nervo, ya lo hemos dicho anteriormente, formuló una religión suya y trató de modelar a Cristo y a Dios según sus propias normas de discernimiento.

           

“Con tal fervor la había repetido (la jaculatoria) añade, que estaba seguro de haber sido escuchado. Así, pues, mi desorientación a medida que la gravedad se extremaba, era inmensa. Más de tres veces se leen en el Evangelio estas palabras de Jesús: “En verdad, en verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre os será concedido”. Y cuando mi perpetua súplica salía de mi corazón, tenía yo cuidado de añadir: “Te lo pido, Señor, en nombre de Cristo, que nos dijo: Todo lo que pidiereis al Padre, etcétera”[12]

 

            Con la             angustia de la probable muerte de Ana, Nervo ya no duda, está seguro que Dios lo escucha por medio de su Cristo, y su amargura creciente lo lleva hasta la audacia.

 

“En los últimos días, mi oración se iba volviendo imperiosa. ¿Creía yo tener el derecho de que se me oyese! Se trataba de la promesa del ser más puro, más luminoso y más grande que había pasado por la tierra. Era asunto de dignidad divina. Dios no podía dejar de cumplir la palabra del espíritu que más le ha amado y se le ha acercado más en la sucesión de los siglos: “En verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre os será concedido”.

¡Y no fue así!

La última noche de mi Anita, mi jaculatoria y la exigencia de la promesa que hay en ella fueron de una exasperación bronca, violenta. Me encaraba yo locamente con lo Desconocido y le exigía que hiciese honor al compromiso de Cristo.

Atrozmente balanceado entre el desaliento y la esperanza, no cesaba de clamar de alma a alma, de la mía, mísera y mezquina, al alma eterna de Dios…”[13]

 

            La viveza de su requerimiento llega ya a una ensoberbecida audacia, al encararse así con Dios, mas esto nace de la profundidad de su amor humano que lo ciega, y también de la vieja duda que lo impele a pedir una demostración práctica del Amor del Todopoderoso, por intercesión de Cristo.

            Dios, el Inmutable, el infinitamente sereno, no acostumbra mostrar su poder –salvo en raras ocasiones- en un momento de exaltación humana, Él obra en el interior de las almas por las suaves mociones de su gracia, dependientes o independientes de los acontecimientos exteriores.

            Nervo se encara con Dios. Dios, según él lo sostiene, debe satisfacer su exigencia. “¡Y no fue así!” “¿Inutilidad de la plegaria? Sí, ¡inutilidad de la plegaria!”[14]

            Desde los primeros siglos del cristianismo, las palabras de Jesús que consigna el Evangelio respecto a la plegaria han sido discutidas por doctos y por ignorantes. Profundamente explica ya san Agustín, y tal es la interpretación indudable de la Iglesia Católica, “por quienes piden algunas cosas al Padre en nombre de Cristo y no las reciben”,[15] que Cristo sólo promete allí la infalibilidad de la plegaria cuando ésta tiene por objeto nuestra propia salvación eterna y las gracias especiales para ella, siendo, la plegaria, a la vez perseverante, humilde y confiada; pero no necesariamente cuando se piden bienes temporales, o gracias para los demás, ni mucho menos cuando pedimos bienes que en realidad son males, (como aquí lo era, evidentemente, para Amado Nervo, el prolongar su convivencia ilícita). El que pedía eso, no lo pedía realmente “en nombre de Cristo”… “Porque, continúa san Agustín, cuando dice Cristo: “en mi nombre”, no se refiere al sonido de las letras y sílabas, sino a su recto y verdadero significado. Quien de Cristo no piensa lo que debe pensarse sobre el Hijo Unigénito de Dios, no pide en nombre de Cristo, aunque no calle esas letras”.

            Nervo parece conocer bien el Evangelio, mas no lo leyó, o tal vez no entendió las otras palabras de Jesús: / “Si un niño pide pan a su padre, ¿quién de entre vosotros le dará una piedra? O si le pide un pez, ¿quién le dará una serpiente? o si le pide un huevo, ¿quién le dará un alacrán? / Si vosotros, malos como sois, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cómo vuestro Padre que está en el cielo os dará lo que  es bueno, y sobre todo el espíritu bueno, cuando se lo pidáis!”[16]

           

Nervo entonces no entendía el inmenso beneficio del dolor, más tarde sus ojos se abrirán y entonará con sublime acento:

           

“Yo soy tan poca cosa que ni un dolor merezco…/ Mas tú, Padre, ¡Me hiciste merced de un gran dolor! / Ha un año que lo sufro, y un año ya que crezco / por él en estatura espiritual, ¡Señor! / ¡Oh Dios, no me lo quites! ¡Él es la sola puerta / de luz que yo vislumbro para llegar a Tí!”[17]

 

            Mas por el momento, Nervo abrumado bajo el peso del dolor, sólo sabe proferir conceptos acerca del poder de Dios.

 

¡Oh almas que aún creéis, como cree aún mi alma: la plegaria es nula e indica una concepción infantil, y hasta ofensiva – (cree o no cree en las palabras de Cristo?) –del principio eterno que nos rige.

Pues qué, ¿esa inteligencia infinitamente lúcida, previsora, lógica, para la cual no existe limitación ninguna de espacio y de tiempo, a quien achicamos con sólo darle nombre; ese ser inconmensurable que ha ordenado, para fines de Él solo conocidos, todos los universos, va a torcer sus designios porque un pobre espíritu conturbado de hijo, de esposo o de padre, le pide que los tuerza?

…Lo que sucede debe suceder, y está bien que así suceda. Los designios de Dios se patentizan en los hechos inevitables, y todo lo inevitable es bueno”.[18]

 

Nervo se inclina hacia el fatalismo por no haber logrado lo que pedía con tanto ardor. Es él quien con una “concepción infantil” considera los designios inflexibles de Dios. Necesitaba la claridad espiritual, privilegio de las almas puras:

 

“¡Bienaventurados los puros…dijo Jesús, / porque ellos verán a Dios! [19]

Para poder comprender, con docilidad de espíritu, que Dios desde toda eternidad- para Él todo es presente, Nervo lo acaba de afirmar, para Él “no existe limitación ninguna de espacio y de tiempo”, -Dios oyó nuestra plegaria libre, perseverante, humilde y confiada, y así dispuso los acontecimientos. ¿Es esto achicar al “ser inconmensurable?”

            Ya al terminar el prólogo, olvidó Nervo la inutilidad de la plegaria, pues dirigiéndose al lector: “Si crees en las promesas de Jesús, dice, ruega por Ana / Cecilia Luisa Dailliez… ¡Ora por ella…!”[20]

Mas, ahora sólo vislumbra un aspecto de la oración cristiana, y éste es el más noble:

 

“La única plegaria posible es, por lo tanto, la que nos enseñó Jesús desde la montaña en una tarde misteriosa de otros siglos: “Hágase tu voluntad, ¡así en la tierra como en el cielo!”

“…Y sin embargo, añade, noche a noche, llena el alma de una angustia encrespada, de un desconsuelo inconmensurable, que me roe hasta los huesos, pido a Dios que me restituya a mi Ana.

¿En qué forma puede restituírmela?...No hay más que dos formas de restitución: o que ella venga a mí espiritualmente, o que yo vaya a ella por el gran camino, por el camino real de la muerte. Con respecto al primer modo, centenares de miles de hombres pretenden conversar con los muertos…lo que cientos de miles de hombres pretenden haber visto, yo no lo vi jamás”.[21]

 

            En cuanto al segundo modo de restitución que Nervo vaya a ella, por el camino real de la muerte, oigamos al poeta:

 

“La dejé marcharse sola /…y, sin embargo, tenía / para evitar mi agonía / la piedad de una pistola. / “¿Por qué no morir?” –pensé. / “¿Por qué no librarme desta / tortura? ¿Ya qué me resta / después que ella se me fue? /…Pero el resabio cristiano / me insinuó con voces graves: / “¡Pobre necio, tú qué sabes!” / Y paralizó mi mano. / Tuve miedo…, es la verdad; / miedo, sí, de ya no verla, / miedo intenso de perderla / por toda una eternidad. / Y preferí –no vivir, / que no es vida la presente- / sino acabar lentamente, / lentamente, de morir”.[22]

 

            En adelante Nervo, como veremos, va a vivir en un deseo perpetuo de la muerte; por ahora, ya que debe seguir viviendo, su mayor tortura consiste en que tal vez su pena disminuya con el tiempo.

 

“En las cartas de pésame, en las palabras de consuelo de los amigos, esta idea horrible se encuentra a cada paso: “Ya se resignará usted. Ya olvidará usted. Ya se tranquilizará usted. Ello es inevitable”… Y mis entrañas sangran al oírles y al leerles, y experimento inefable angustia, porque yo también sé que, irrevocablemente, tengo que consolarme…Esta fatalidad del consuelo me es más odiosa que la fatalidad de la tortura, porque el dolor ennoblece. (La douleurc est la noblessunique) y el consuelo, la alegría son bellacos. En los brazos invisibles de ese gigante que parece sombrío y que es luminoso: el dolor, me he sentido un poquito dignificado. Desde que mi Ana cayó, estrujada por la fiebre, he crecido. Mi talla moral ha ganado algunos centímetros. ¿Y he de volver a achicarme? ¿He de volver a sonreír y a decir frases sonoras en las triviales asambleas de los hombres?”[23]

           

Y el hombre noble que desea permanecer fiel a su amor pese al transcurrir del tiempo, posee también gran nobleza de voluntad. Se somete a la vida, y después de erróneos desacatos, elaborados lentamente en el curso de sus múltiples lecturas y manifestados por la fuerza inesperada de lo inevitable, acata la prueba que Dios le impone:

 

“Y nada, ni la espantosa mutilación que he sufrido, puede arrancarme la fe en Cristo. ¡Él ha partido en dos mi corazón, mas en la mitad sangrienta y temblorosa que me queda, hay todavía bastante amor para bendecir a Jesús”[24]

           

            Y el libro consagrado a la memoria de Ana, lleva el Ofertorio  Siguiente:

 

“Dios mío, yo te ofrezco mi dolor: / ¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte! / Tú me diste un amor, un solo amor, / ¡Un gran amor! / Me lo robó la muerte /…y no me queda más que mi dolor. / Acéptalo, Señor: / ¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte…!”

 

 

 



[1] Religiosa mexicana, doctora en letras españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México, defendió este trabajo de tesis de doctorado el 2 de junio de 1945. En 1951 obtuvo su cédula profesional por la misma universidad. El aparato crítico ha sido completado revisado por la redacción de este Boletín.

[2]Cf, Amado Nervo, Obras completas, vol., .11,Madrid 1920, p. 17.

[3]Op. cit. Vol. 11, p.136

[4]Serenidad, “Los dos”

[5]Op. cit. vol. 12, p.45

[6]Op. cit, p. 44

[7]M. Bougaud. Historia de santa Mónica, Madrid (1891), imprenta de don Luis Ahguado, pp. 338-339.

[8]Obras completas, vol.11, p. 17.

[9] Óp. cit., vol. 12, p. 24.

[10]Id. p.65.

[11]Id, p. 29.

[12]Id.

[13]Id.

[14]Id.

[15]San Agustín, Tratado 102 sobre san Juan.

[16] Mt. 7, 9-11; Luc. 11, 11-13.

[17]Obras completas, vol. 12, p.193.

[18]Id. p. 33

[19] Mt. 5-8

[20] Id. p. 44

[21]Id. p. 33

[22]Id. p. 125

[23]Id. p. 42

[24]Id. p17

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