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IEl exvoto, un arte de la gratitud

 

Alfonso Alfaro Barreto

 

El afán de patentizar el reconocimiento a la divinidad por un favor recibido luego de invocarla es un elemento que asimiló el cristianismo de las religiones antiguas. Los ex votos en México tienen una larga tradición y su estudio abre múltiples y ricos aspectos, resaltados en esta erudita ponencia, que se redactó de forma especial para una audiencia británica, razón por la cual se incluye el nombre de muchos escritores de esa cultura

 

Cuando nos acercamos a una expresión artística que proviene de una cultura distante no podemos dejar de preguntarnos por lo que significa para aquellos que lo necesitan como cauce expresivo y por la naturaleza de las sociedades en las que funge como vehículo de comunicación. Nos preguntamos también espontáneamente si existe alguna relación con los mundos que nos son familiares. Éstas son pues las preguntas que quisiera abordar: ¿de qué mundo son testigos estos exvotos? ¿Ha habido alguna relación entre su lenguaje estético y los artistas de la modernidad?

            El exvoto figurativo es una expresión plástica de carácter religioso a través de la cual los individuos o los grupos que reconocen haber sido beneficiarios de un suceso singular o prodigioso manifiestan su agradecimiento a través de una obra que funge como instrumento de comunicación en dos direcciones: como una misiva legible para el generoso habitante de los cielos por cuya intervención fue concedida alguna gracia y como eco resonante dirigido a la comunidad de creyentes que rodea al emocionado beneficiario.

Los sucesos a los que hace referencia suelen estar relacionados con aquellas situaciones que afectan las fibras más sensibles de nuestra naturaleza vulnerable: la enfermedad, el accidente, la catástrofe, que rompen el frágil equilibrio de la vida cotidiana; los exvotos pueden también celebrar la recepción de una merced singular, un triunfo que sería arrogante atribuir a las solas fuerzas humanas.

            La forma pictórica es sólo una de las muchas expresiones que puede adquirir el género: la arquitectura, la peregrinación, la danza ritual, la dramaturgia sacra, la obra literaria, son otras de sus manifestaciones posibles.

            Aquí emprendemos una breve reflexión acerca del significado y la función que desempeña ese género artístico para aquellos que lo han convertido en un vehículo de expresión vital, esbozamos algunas de sus actuales tendencias tratando de situarlo en el contexto de otras manifestaciones que cumplen funciones análogas e intentamos analizar el interés que el exvoto mexicano ha despertado en los públicos europeos de los siglos xx y xxi.

***

¿Cómo nos relacionamos con lo que nos rebasa, con lo que nos desconcierta, con lo que nos aflige o desafía?, ¿Cómo hacemos frente a lo desconocido, a lo irreductible, a lo que ha logrado derrotar nuestros esfuerzos de comprensión y de control, que se ha burlado de nuestra ciencia y nuestra técnica?, ¿Cómo nos situamos frente a un cosmos inmarcesible y lleno de misterios en el cual somos apenas partículas incapaces de proyectar una mínima sombra?, ¿Qué somos frente al abismo insondable de lo que hasta el Siglo de las Luces nuestros antepasados conocían como la creación y que hoy, resignados, llamamos simplemente la naturaleza?

            Las sociedades que no pertenecen al ámbito de la modernidad ilustrada suelen centrar su experiencia vital frente a ese vértigo al que no puede escapar ninguno de los individuos de nuestra especie en una pasión clave: la gratitud. Para hacer frente a la incertidumbre y al infortunio, pero también al gozo y hasta la euforia que la existencia nos depara, a veces a cuentagotas, a veces a raudales, en una caprichosa oscilación que obedece a una lógica inescrutable, muchas tribus humanas (la mayoría de ellas) han decidido situar la gratitud en el centro fundacional de la economía de sus valores, porque saben por experiencia que no todos los desastres y pesares son fruto de nuestra conducta, puesto que la historia premia con frecuencia la iniquidad, y tanto el azar como la violencia de los elementos son capaces de convertir las buenas intenciones en piedras en el camino al infierno.

            Las sociedades que han adoptado ese sistema de afectos y valores mantienen un diálogo constante con el cosmos a través de algunos de los múltiples rostros compasivos y generosos que pueblan los cielos, y se esfuerzan por obtener su benevolencia, deseosos de eclipsar gracias a ella las muecas siniestras de sus adversarios infernales cuyas acechanzas pueden acarrearnos el infortunio, la enfermedad, la miseria… Con frecuencia, esas figuras protectoras y amables adquieren rostro humano: Minerva, Brahma, Quetzalcóatl, que logran neutralizar las maléficas astucias de la Gorgona, Shiva o Tezcatlipoca. En el panteón católico, los santos, la Virgen o incluso las personas de la Santísima Trinidad son figuras invocadas directamente para intentar neutralizar las argucias de Lucifer y sus infatigables huestes.

            Los miembros de estas sociedades viven sus relaciones con el cosmos de forma intensa y son continuamente conscientes de la intervención de las potencias sobrenaturales en la vida terrena; la invisibilidad de esas figuras celestiales o diabólicas no las hace menos perceptibles. Como están inmersos en cálidas y densas redes humanas, todas las experiencias, las cotidianas y las singulares, adquieren naturalmente una dimensión comunitaria. El sufrimiento, como la libertad, posee una dimensión inexorablemente solitaria, pero el gozo y el alivio, para ser reales, deben ser, en esas sociedades, compartidos.

            Hasta bien entrado el Renacimiento, esa organización del espacio simbólico era común a todas las sociedades de la cristiandad, y las artes cultas y las expresiones estéticas populares acogían por igual los testimonios de gratitud de los fieles, ya fueran príncipes o campesinos, que habían recibido mercedes de las potencias sobrenaturales. Los antiguos grabados que representan el relicario de San Enrique en Windsor o los Fabric Rolls de York Minster dan cuenta minuciosa de los objetos de oro, plata o cera que los fieles depositaban como exvotos; estructuras paladianas como la iglesia del Salvador en Venecia cumplían funciones análogas. Pero durante los siglos xvi y xvii, Europa se fue escindiendo en dos espacios culturales: las regiones del norte moderno fueron marcadas por un impulso iconoclasta, a veces de manera durable, y el ejercicio de lo que llegaría a ser la razón científica amplió en ellas su campo de autonomía; de esta manera, las incertidumbres del destino fueron paulatinamente retrocediendo hacia unos márgenes que las alejaban del campo visual: se fue concediendo al conocimiento empírico, crecientemente independiente de la teología, la función de hacerse cargo de los vectores inquietantes de la realidad, con la certeza optimista de que la ciencia acabaría por volverlos completamente controlables. En el sur manierista y barroco, por el contrario, tanto las artes cultas como las populares emprendieron con renovados ímpetus la exploración de esas dimensiones del universo que tienen sus vías de acceso privilegiadas en la mística, la intuición poética y la experimentación de las formas plásticas. Las potencias celestiales antropomorfas adquirieron ahí miradas ardientes y una piel palpitante, sus rostros se volvieron cada vez más capaces de compartir el sufrimiento humano y de expresar compasión; sus ojos derramaron las desoladas lágrimas que vertían los fieles y sus heridas sangrantes clamaban el dolor y la impotencia de los individuos de nuestra especie. Pocas veces en la historia la experiencia humana del sufrimiento y del placer había servido de vínculo tan intenso y de tanta eficacia plástica entre los habitantes de la tierra y el abismo insondable de lo desconocido. En el arte irradiado desde la Roma papal, los moradores del paraíso y los del infierno gemían o aullaban con el llanto los hombres, pero también la vehemente intensidad del gozo humano alcanzaba expresiones excelsas gracias a esos teatros del paraíso que eran los retablos cubiertos de oro. El programa simbólico que fundamentaba ese vigoroso impulso cultural que se extendió por todos los territorios tocados por el arte manierista y barroco se encontraba codificado en el escueto volumen de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, un itinerario ascético trazado para acercarse a los linderos de la experiencia mística y dividido en cuatro etapas o semanas. La Primera y la Tercera esbozaban las vías para la exploración de la miseria y el dolor cósmicos, mientras la Segunda y la Cuarta abrían la puerta a los senderos de la serenidad y el júbilo.

            En el arte marcado por el Concilio de Trento, el cosmos entero era un eco del dolor y el gozo humanos, y éstos, a su vez, eran aliento y respiración de las fuerzas que mueven el universo. Los exvotos tradicionales que podemos admirar en esta exposición surgieron directamente de esta raíz; representan la rama modesta y popular de un árbol multiforme, sólidamente implantado sobre bases filosóficas, teológicas y estéticas que se habían ido consolidando a través de milenios.

            Pero en el siglo xviii, la Europa meridional y católica experimentó una brusca mutación. Deseosa de ponerse al día en los derroteros trazados por las más poderosas sociedades del norte, los ilustrados franceses y portugueses emprendieron un acelerado proceso de modernización, al que pronto se sumaron también los españoles. Su objetivo era construir espacios políticos y económicos tan poderosos como los de sus vecinos británicos y holandeses. Esos intentos no lograron su objetivo, pero tuvieron un calado suficientemente profundo para ser capaces de expulsar de los territorios de la alta cultura las vertiginosas experiencias del arte barroco. Si el cosmos no ya era movido por pasiones excesivas (como las que habían dado origen a la encarnación del Hijo de Dios) sino por una lógica que era la simple prolongación natural de la razón humana, si el Dios de los ilustrados deístas era sólo un gran arquitecto impasible que no trastocaba con prodigios y milagros, conmovido ante las súplicas humanas, la maquinaria de relojería que gobernaba el universo, no era sensato explorar los territorios de la desmesura y la paradoja más que como patologías y disfunciones.

            Las grandes reformas de lo que fue en el mundo hispánico el siglo borbónico (el xviii), separaron de tajo el espacio de los signos y las representaciones de la base popular y el de las de los detentadores del poder: el mundo de las elites cultas sería marcado en adelante por aspiraciones a la transparencia y al equilibrio y entronizaría la razón científica y a la razón de Estado donde antes había habido una hoguera continuamente incandescente (la Santísima Trinidad). Los sectores dirigentes de las coronas ibéricas se esforzaron por adoptar un talante analítico que pretendían inmune a los atavismos y supersticiones. La conciencia del desamparo y la gratitud ante las fuerzas del cosmos fueron sustituidas por una optimista confianza en la voluntad y en la razón, que frecuentemente rebasaba los linderos de la arrogancia.

            En un espacio tan fragmentado y disperso como el de la monarquía católica, esa modernización, implementada además de una manera violenta y autoritaria que contradecía las declaraciones de fidelidad a los ideales ilustrados de serenidad y tolerancia, suscitó grandes fracturas sociales que acabarían provocando el desmoronamiento del imperio. Los sectores mayoritarios de los territorios de ultramar, pero también las poblaciones rurales de la metrópoli peninsular, para quienes la presencia de las fuerzas sobrenaturales entre los vivos seguía siendo una evidencia incuestionable, continuaron tributando un emocionado homenaje a las compasivas fuerzas del cosmos que hacían girar el mundo: san Miguel, vencedor de demonios; san Lucas, apóstol, médico y artista, a quien auxiliaban los también médicos Cosme y Damián; san Isidro, señor del agua de las nubes; santa Bárbara, patrona contra los rayos; san Antonio y san Roque, protectores de la grey animal; santa Cecilia, amable señora de la música… y, por supuesto, la Virgen María, signo inagotable de la ternura compasiva.

            Lo que en las épocas del Greco o Rubens había sido un elemento de integración social y étnica entre los diversos pueblos del imperio, lo que había sido un arte brillante y refinado que hundía sus raíces intelectuales y estéticas en las tradiciones clásica y bizantina, se convirtió rápidamente a partir del último tercio del siglo xviii en el refugio cultural de unos estratos populares de múltiples razas abruptamente desconectados de unas elites crecientemente ajenas a las realidades que estaban encargadas de gobernar.

            De esta manera, las representaciones votivas, artes de la gratitud cuya misión era hacer visible la constante presencia del orden sobrenatural entre nosotros y su continua intervención en nuestras vidas, así como estrechar los lazos de afecto entre los habitantes de la tierra y sus potencias tutelares, y convertir esos lazos en energía vital capaz de procurar sosiego y gozo y de generar hacia los semejantes impulsos entrañables que habían de traducirse en gestos de activa solidaridad, se fueron desligando de sus veneros institucionales tanto teológicos como estéticos y adquirieron una nueva vitalidad crecientemente autónoma hasta llegar a rebasar en ocasiones los límites de la marginalidad.

El canon heredado de la iconografía culta y ortodoxa se mantuvo durante un buen tiempo prácticamente intacto, gracias al trabajo de una multitud de artífices de dispareja destreza (entre los cuales hubo algunos que los historiadores del arte reconocen como figuras ilustres). Ellos servían de amanuenses para que los agradecidos mortales enviaran unos mensajes pictóricos cuyos destinatarios eran simultáneamente los generosos moradores de los cielos y la comunidad de los fieles que rodeaban al beneficiario del prodigio.

            Los exvotos figurativos incluían habitualmente tres elementos fundamentales: la narración del suceso que había trastocado las leyes de la tierra para restaurar una precaria armonía rota por el infortunio (la enfermedad, el accidente, la leva…), la imagen de la persona celestial, en ocasiones representada en el acto mismo de su intervención haciendo regir en la tierra las leyes del cielo (la compasión y la caridad) y, finalmente, en la parte inferior de la lámina o la tabla, una leyenda que narraba el suceso y hacía explícita la función de la obra pictórica como testimonio de gratitud: una redacción que se esforzaba por someterse a las normas de la tradición canónica, aunque entreverada de giros coloquiales, y una ortografía libérrima solían caracterizar estos textos y dotarlos de un carácter entrañable y en ocasiones de un verdadero aliento lírico.

            A medida que pasaba el tiempo, la zanja cultural entre las elites dirigentes de los países como México y sus gobernados se hacía más ancha: el sistema barroco, que había funcionado como red de integración entre los indígenas y los europeos durante la primera etapa de la época virreinal, se había rasgado, pero continuaba vivo en la base de la pirámide social. Las culturas llamadas populares desplegaban una poderosa energía creativa para alimentar unas expresiones artísticas que, a pesar de su divorcio de la estética oficial desde las últimas décadas del siglo xviii, no dejaron de renovarse a lo largo del xix.

            Cuando la Europa fulminada por la hecatombe de la Gran Guerra hizo a sus habitantes conscientes de que los anhelos de orden y equilibrio de la Ilustración y la confianza en la voluntad y en la ciencia de los positivistas habían sido sólo nuevas versiones fallidas de nuestras ansias de absoluto, despuntaron nuevas inquietudes. Los dogmas de la civilización del progreso comenzaron a mostrar fisuras y hubo espíritus que fueron percibiéndolos como unas espléndidas estructuras intelectuales dotadas de una innegable calidad estética, pero que en el fondo eran tan ilusorias como las mitologías que las habían precedido.

            Ya Goya, Friederich o Turner, Chateaubriand o Byron habían mantenido abierta una rendija por la que escapaban los ecos sordos de ese mundo pasional y vehemente donde las fuerzas de la naturaleza mostraban unos alientos que las rebasaban y que podían considerarse testigos de una lógica alternativa que atisbaba lo desconocido. En los años en que Freud proponía vías para abordar de manera analítica la vida de los sueños y de las pesadillas, el territorio de los delirios y de los fantasmas, un conjunto variopinto de artistas británicos y franceses comenzó a interesarse en México con una curiosidad inédita.

            Ese país presentaba a los ojos de algunos europeos un atractivo particular: era la tierra de origen de una opulenta civilización ya extinta pero marcada por el carácter tan grandioso como terrible de su orden político y simbólico. Para las generaciones europeas de entreguerras, atónitas ante el hedor de la sangre putrefacta después de más de un siglo de ilusiones de fraternidad y transparencia, la imagen de un sol antropomorfo ahíto de corazones, el espectáculo de unas deidades aztecas sedientas de sacrificios como las que parecían haber presidido los destinos de la civilizada Europa entre 1914 y 1918 resultaba el lugar idóneo para plantear las preguntas acerca de algunas dimensiones trágicas de la naturaleza humana que parecían haber sido desdeñadas por la lógica de la razón.

            El efecto de distancia y extrañeza, de alteridad verdaderamente radical, fincado en el carácter abismal y trágico, onírico y soterrado del estereotipo que poseía la mirada de la Europa moderna había sido construido no sólo a partir del pasado prehispánico: México era también la tierra de elección de una cultura barroca cuya matriz hispánica la hacía heredera de una doble marca igualmente inquietante e incomprensible en el norte de Europa: la del un catolicismo reactivo, apologético y pugnaz, y la del sustrato morisco de la cultura española.

            Además, en el siglo xviii, numerosos ilustrados, algunos tan importantes como Buffon o el doctor Robertson, habían compartido cuando menos parcialmente la imagen del continente americano que había sido propuesta por el abate Raynal y Cornelius de Paw: una tierra cuya inmadurez cultural e incluso geológica la hacía cualitativamente distinta de Europa, el continente civilizado por excelencia.

            En el siglo xx, algunos espíritus inquietos de las generaciones de entreguerras, sobre todo en Inglaterra y Francia, pensaban que por todas esas razones, el escrutinio atento de las culturas de una tierra radicalmente ajena podría quizá ayudar a descifrar los misterios de esas dimensiones de la naturaleza humana que habían irrumpido de pronto en la conciencia europea, y ahí podrían tal vez vislumbrarse pistas para reconectar a nuestra especie con las fuerzas oníricas o espirituales a las que el racionalismo nos había obligado a renunciar y se encontrarían quizá senderos nuevos para la regeneración de nuestra especie. Con un ánimo tal habían ya partido a América los frailes franciscanos en el siglo xvi, cuya omnímoda curiosidad había dado origen a la etnología moderna, y con ambiciones análogas emprendieron el viaje a México André Breton y Antonin Artaud, pero también Aldous Huxley, D. H. Lawrence, Malcolm Lowry o incluso Graham Greene, a pesar de las obvias diferencias de matices entre las empresas personales de cada artista.

            Para los surrealistas europeos, los exvotos mexicanos fueron objetos del máximo interés. En ellos encontraban una rendija abierta a ese universo que era para ellos el territorio del delirio y de algo que no se atrevían a llamar espíritu. Los veían al mismo tiempo dotados del prestigio de la alta cultura y de la autenticidad del impulso primitivo: el humus donde florecían (la América de las antiguas civilizaciones), la nobleza de su origen (clásico, bizantino, medieval, renacentista, barroco), su carácter popular (que los dotaba de pureza virginal y de legitimidad ideológica en esos años posteriores a la revolución rusa y les confería un engañoso matiz de espontaneidad y transparencia) los hacían poderosamente seductores para estos intelectuales y artistas ansiosos de explorar formas estéticas que fungieran como rescoldos de una olvidada ética primigenia, capaz de encender nuevos fuegos para una Europa desconcertada y aterida.

            La composición plana que renunciaba a la perspectiva volvía a los exvotos mexicanos sumamente modernos en esos años en que el japonismo de los impresionistas impulsaba a rechazar la representación del vacío (signo fundamental de la estética renacentista, manierista y barroca para las cuales era justamente el dispositivo para evocar la presencia del orden trascendente). Así, mientras se trataba de erradicar la dimensión abismal y cósmica de la realidad expulsándola por las puertas del arte culto, se intentaba reintroducirla laboriosamente por las ventanas de una estética –la de los exvotos– considerada exótica y primitiva.

            La fascinación que podía ejercer en algunos literatos y pintores europeos ese lenguaje plástico barroquizante que aparecía como la expresión natural de un país marcado por una geografía imponente y dramática, una huella prehispánica terrible y un legado turbador donde se entremezclaban las voces del Islam con las del catolicismo, no estaba exenta en ocasiones de reticencia e incluso de cierta repugnancia. Sin embargo, algunos de esos espíritus aventureros se instalaron en México tratando de seguir las rutas esbozadas por movimientos espiritualistas como los de Gourdieff u Ouspenski. El impulso se prolongó a partir de los años cuarenta y la colonia británica en México llegó a contar con grupos sumamente activos en búsquedas de carácter espiritualista o esotérico; destacan particularmente el cenáculo de Rodney Collins en Tlalpan y el de Gordon Onslow Ford en Eronguarícuaro. Dos artistas británicos pertenecientes a corrientes emparentadas con el surrealismo se convirtieron en las figuras emblemáticas de esa fascinación por el México promisorio e inquietante que se expresaba a través de las artes tradicionales y populares: Leonora Carrington y Edward James. Carrington, que desempeñó un papel de gran importancia en la vida cultural mexicana, consagró su larga y fecunda actividad artística a una obra pictórica donde aparecían entretejidos diversos planos de la realidad y donde, como en el exvoto, la presencia del mundo invisible cobraba cuerpo. James, por su parte, realizó una obra marginal en todos los sentidos posibles: su delirio arquitectónico, erigido en una campiña inaccesible y exuberante, buscaba crear efectos de asombro y extrañeza y es capaz de suscitar emociones análogas a las que procura el gran equivalente culto del ex voto popular, el retablo barroco, cuyas avenidas trazadas por estípites truncos y columnas salomónicas impulsan a la mirada a elevarse más allá de las fronteras de lo visible. Resulta sumamente interesante que algunos artistas mexicanos afines a la corriente surrealista, como el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo o los pintores María Izquierdo, Frida Kahlo o Antonio Ruiz, el Corcito, hayan incursionado también en la exploración culta de unos territorios estéticos que en México habían sido el ámbito privilegiado del exvoto figurativo popular desde el último tercio del siglo xviii.

            Además de la pintura votiva, las artes de la gratitud habían tenido en la época barroca numerosos cauces de expresión: hemos dicho que los fieles dialogaban con el cosmos a través de las avenidas abiertas de los retablos, que tenían la función de hacer presente el flujo de la gracia y de elevar las mentes y los corazones a través de las espirales de las columnas salomónicas que trazaban las líneas que unían la tierra con los cielos. En un registro diferente, uno de los más brillantes intelectuales novohispanos, Francisco Javier Clavijero, prominente científico ilustrado, hacía traducciones o escribía hagiografías como testimonio de gratitud por los favores recibidos de san Juan Nepomuceno o san Francisco de Sales.

            A lo largo del siglo xx, el exvoto figurativo popular ha experimentado en México importantes transformaciones. Tanto los grandes santuarios (Guadalupe, San Juan de los Lagos o Chalma) como las pequeñas capillas continúan recibiendo testimonios cargados de intensidad afectiva, donde los individuos se muestran vulnerables ante el infortunio, henchidos de energía vital ante la superación de un desafío mayúsculo, deseosos de compartir solidariamente su gozo. Pero la creciente alfabetización (que roza ya al 90 por ciento de la población) y el uso creciente de los lenguajes cibernéticos han llegado a replantear el papel de los antiguos artífices. Muchos creyentes elaboran hoy en sus computadoras sus propios mensajes con la retórica del cine, la televisión, el cómic o internet; los santos reciben hoy en día regalos como los que se ofrecen en la vida cotidiana: juguetes, corazones de plástico, tarjetas de felicitación o muñecos de peluche, que sustituyen a veces los antiguos exvotos en forma de pequeñas figuras de oro o plata que representaban órganos corporales, animales u objetos.

            A ciertos benefactores se ofrecen exvotos codificados, como los listones que agradecen a San Charbel; otros santos prefieren recibir sus ofrendas por manos humanas: los fieles de san Judas Tadeo retribuyen con flores o estampas regaladas a los viandantes los favores recibidos de este abogado de las causas difíciles, sumamente popular entre las poblaciones urbanas marginales y en los ambientes ligados a la turbulenta vida nocturna de la capital.

            Aunque el exvoto pictórico es en México una práctica cultual claramente asociada con la grey católica, posee, como la mayor parte de las expresiones de la religiosidad tradicional, una amplia autonomía respecto de la institución eclesiástica. La Iglesia, sometida a una disminución constante tanto de su influencia social como del número de sus fieles, no parece haber diseñado ninguna estrategia pastoral para aprovechar o encauzar el enorme caudal de energía creativa que sus feligreses despliegan a través de estas prácticas.

            Una exhaustiva investigación realizada por un equipo de la Universidad Autónoma Metropolitana en los acervos de la Basílica de Guadalupe y dirigida por la profesora Margarita Zires muestra algunos rasgos interesantes de la evolución de los exvotos respecto de los temas de la salud y la educación. La alusión a enfermedades de tipo infeccioso parece estar disminuyendo y, sobre todo, son cada vez más frecuentes los testimonios donde el agradecimiento se tributa de forma compartida al equipo médico y al santo intercesor. La representación de los elementos científicos o técnicos que contribuyeron a la curación (salas de quirófano, instrumental quirúrgico…) ocupan cada vez mayor espacio en las imágenes. Así pues, los fieles hacen cada vez más explícito el papel de la ciencia médica en el proceso curativo, sin excluir los otros elementos que ella podría considerar imponderables, y enfatizan que el vínculo que une a médicos y pacientes tiene un carácter cordial que rebasa el estricto marco de un servicio de carácter profesional. Otro signo de transformación de la sociedad mexicana es la creciente presencia de exvotos alusivos a éxitos educativos, profesionales o migratorios como ofrendas que incluyen fotocopias de diplomas, contratos de trabajo o documentos de residencia en los Estados Unidos.

            Como sabemos, el exvoto forma parte de un sistema general de prácticas y creencias, es una pieza más en un conjunto de signos que ligan a algunos habitantes de este mundo entre sí y con el cosmos.

            Para entender sus significados y sus alcances puede ser útil detenernos un momento más en algunas manifestaciones que desempeñan funciones semejantes, observar rápidamente otras expresiones de las artes de la gratitud que no adquieren la forma pictórica. Entre las más visibles y frecuentes se encuentran la danza votiva o la dramaturgia sacra. La verdadera columna que vertebra tanto al país rural como al México que habita en los barrios tradicionales y en las periferias semiurbanizadas está formada por millares de organismos sociales informales y flexibles, de talla desigual –la mayoría minúsculos–, donde amigos y vecinos se reúnen para compartir el regocijo de la música y la danza, o los estimulantes desafíos de la escenografía y la actuación dramática de carácter ceremonial, realizada en honor de personas celestiales para solicitar su auxilio y para agasajarlas colectivamente en agradecimiento de sus generosos cuidados. Un ejemplo de este arte votivo de carácter dramatúrgico es la fiesta que los miembros de una cofradía de Zacatecas ofrecen en honor de su santo patrono. En ella, unos diez mil participantes entre actores y figurantes tributan año con año un emocionado homenaje a san Juan Bautista; la celebración tiene lugar a lo largo de cuatro días con sus noches y monopoliza la energía afectiva y lúdica de miles de familias a lo largo de buena parte del año. El núcleo de este regocijo público está formado por una serie representaciones dramáticas cuya escenografía está organizada para ser percibida por su único destinatario, que las contempla desde el cielo. En este gigantesco exvoto que recurre al lenguaje del teatro, las súplicas y los agradecimientos de gran número de familias se expresan al unísono. Para esta ocasión se representan intercaladas tres obras que los lugareños han encontrado la manera de ligar con la imagen de su santo patrono: una es una Salomé, que no es ajena a los influjos de Wilde o Beardsley; otra pieza dramática es una representación de las sublevaciones de los moriscos en la Andalucía del siglo xvi, donde se ha introducido como uno de los personajes centrales el comandante de la Armada invencible, y la tercera es nada menos que el Cantar de Roldán, la obra fundadora de la tradición épica de la literatura francesa.

            Los más importantes y frecuentes de los homenajes votivos son sin duda las peregrinaciones, tanto individuales como colectivas, a los diversos santuarios, donde el esfuerzo físico, a veces extremo, es el tributo que el fiel ofrece en homenaje de agradecimiento. Algunos lugares de culto pueden dar lugar a verdaderos fenómenos de masas que llegan movilizar a varios millones de fieles en unos cuantos días, a lo largo de los cuales las plegarias, las danzas y los cantos se convierten en el eco que reitera y amplifica los mensajes escritos en la parte inferior de las láminas pintadas de los exvotos.

            El elevado nivel de autonomía por parte de los fieles y la ausencia de control efectivo por parte de la Iglesia han propiciado el surgimiento de expresiones populares que bordean la ortodoxia y en ocasiones pueden rebasar ampliamente sus límites. No es raro encontrar grupos de personas marginales o dedicadas a actividades francamente delictivas entre quienes tributan algunos homenajes votivos (flores, estampas, velas…) que tienen la ventaja de no necesitar declaraciones explícitas. Una característica que suele acrecentarse conforme se intensifica el carácter marginal de la práctica votiva es el ánimo vengativo de la potencia sobrenatural, presta a desencadenar su agresividad punitiva contra el devoto que hubiera incumplido su obligación de manifestar su reconocimiento por el favor recibido, en un sistema que instaura una lógica de retribución contractual y rompe los códigos del agradecimiento afectuoso para reemplazarlos por aquellos que rigen en la escueta transacción propia del pacto mágico.

            Una vez traspasados los límites definidos por la institución eclesiástica, la fórmula del exvoto adquiere expresiones cada vez más asociales o transgresoras, como algunas ligadas a la imagen de la “santa Muerte” o las del culto a Jesús Malverde, donde los exvotos pueden representar hojas de marihuana o armas de fuego. En estos casos es posible encontrar exvotos que adoptan la forma musical y son grabados y distribuidos a través de los circuitos comerciales: canciones de género épico que exaltan las figuras de los representantes de una sociedad paralela y desafiante que transita por los senderos de la criminalidad. Como vemos, la enorme adaptabilidad del género lo hace propicio tanto para la expresión de los afectos más hondos y transparentes como para dar testimonio de las pulsiones sociales más corrosivas.

            La atracción que la originalidad plástica y la fuerza expresiva de los exvotos figurativos ejerció sobre los surrealistas europeos y mexicanos tuvo efectos en las siguientes generaciones de artistas. Se encuentra hoy floreciente una corriente pictórica donde obras de calidad diversa parodian el exvoto tradicional recurriendo a sus rasgos formales (trazo, cromatismo, composición, estructura narrativa) utilizados de forma mimética para introducir una carga que puede ser irónica, jocosa o militante y que en ocasiones no puede renunciar a cierta condescendencia. Es evidente que este nuevo género, sumamente presente hoy en el circuito de museos y galerías, tiene menos que ver con el exvoto tradicional en cuanto a su estructura semántica y su funcionalidad social que las otras manifestaciones a las que hemos hecho alusión (danza, peregrinación, dramaturgia…), aunque estas últimas no compartan las mismas apariencias formales.

            Las sociedades que deciden situar el agradecimiento entre los valores fundamentales que la estructuran son proclives a estimular las relaciones personalizadas e intensamente afectivas. Cuando sus instituciones no son lo suficientemente sólidas, la tentación de favorecer lazos clientelares, patrimoniales o de tipo caciquil es difícil de resistir. En contrapartida, los niveles de integración que suscitan los lazos personales tejidos entre sus miembros suelen dotarlas de elevados niveles de cohesión, sumamente útiles en casos como el de México, una sociedad con un grado tan elevado de diversidad étnica y de disparidad social.

            Dos de las piezas fundamentales que mantienen integrada a esa sociedad altamente fragmentada y marcada por una historia espasmódica son expresiones de lo que aquí hemos denominado las artes de la gratitud: las fiestas de muertos y los bailes de quince años. Gracias a las primeras, los padres de familia enseñan a sus hijos que los deberes de reciprocidad fundados en el agradecimiento deben trascender las generaciones, lo cual otorga a las familias de origen campesino una solidez extraordinaria que es una de las claves de la estabilidad social de este país. El otro gran dispositivo de integración social es la fiesta en que las jóvenes de las familias de origen popular realizan una especie de presentación en sociedad. Esa ceremonia permite a los migrantes rurales hacer frente a los azares de la vida en la ciudad o en los Estados Unidos: los lazos de solidaridad que brotan del parentesco espiritual contraído con los múltiples padrinos necesarios para la ceremonia permiten construir con cierta rapidez redes de interdependencia basadas en la gratitud semejantes a las que estructuraban la vida en el campo.

            Todas estas manifestaciones, aunque son formalmente distintas del exvoto figurativo tradicional, al cumplir funciones análogas nos iluminan acerca de la naturaleza profunda y la significación social de una serie de prácticas que no han perdido su relevancia en una sociedad efervescente como la mexicana. Si el exvoto está vivo y evoluciona es justamente porque las funciones que desempeña continúan siendo indispensables, lo cual estimula su capacidad de adaptación a situaciones inéditas.

            A lo largo de estas reflexiones hemos intentado analizar la figura del ex voto como expresión de una sociedad regida por una ética de la gratitud, ¿cómo viven los seres humanos para quienes éste es su horizonte de referencia? Ellos poseen una clara conciencia de la fragilidad de la condición humana y de nuestra ubicación en un horizonte infinito que nos rebasa, lo cual suele hacerlos resistentes a los señuelos de muchas utopías (como las que obnubilan a veces a los hombres de la modernidad). Esa actitud los previene de la mayor hubris de nuestras culturas: la arrogancia. Por otra parte, una vida estructurada en torno a la gratitud estimula los resortes de la interdependencia con los semejantes y el respeto a la naturaleza, y da aliento al desarrollo de la sensibilidad y la empatía. Aunque es verdad que la intensidad de sus vínculos con los mundos invisibles puede mermar el sentido de responsabilidad individual al inducir a fincar una excesiva confianza en las intervenciones externas para la solución de los conflictos, también es cierto que al impedir al sujeto refugiarse en la negación de las dificultades estimula el recurso a su propia imaginación para hacerles frente, apoyado además con la energía que le proporciona la confianza en la victoria.

            En México, la gratitud dirigida hacia las fuerzas del cosmos y cuya traducción terrena es el ejercicio de la solidaridad, una vez instituida como pulsión fundacional, desempeña, a través de su diversidad de expresiones y sus prácticas codificadas, un papel irremplazable para el equilibrio social. Gracias a los exvotos tradicionales de esta exposición podemos percibir los mortecinos resplandores de un fuego subterráneo habitualmente imperceptible a nuestros ojos, pero que es semejante a otros que iluminan cotidianamente las vidas de muchos seres humanos de diversas culturas a lo ancho de de todos los continentes.



Investigador e historiador tapatío, doctor en antropología por la Universidad de París y doctor Honoris causa por el ITESO, es director del Instituto de Investigaciones de la publicación Artes de México desde 1998.

Conferencia leída por su autor la noche del 20 de marzo del 2013 en el centro cultural Casa ITESO-Clavigero de Guadalajara, en el marco de la exposición ‘Ex voto. Un arte de la gratitud’, gentilmente cedida para su publicación en este Boletín.

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