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Hacia la romanización de la Iglesia mexicana a fines del siglo xix (1ª parte)
Cecilia Adriana Bautista García[1]
El colapso de los Estados Pontificios, en 1870, no supuso el aniquilamiento de la Santa Sede, antes bien, favoreció su prestigio moral y su ascendiente internacional entre las sedes episcopales fieles a Roma, de forma muy señalada, las del continente americano, según lo pone de relieve este sesudo artículo[2]
El fin del dominio español en América Latina provocó la ruptura del sistema legal bajo el cual la Iglesia y la monarquía española habían permanecido unidas. Ello produjo una serie de ambigüedades en torno del problema de las relaciones entre los nuevos gobiernos independientes y el papado. Durante casi todo el siglo xix, varios países latino-americanos intentaron establecer una relación formal con la Santa Sede; sin embargo, la política liberal y la oposición oficial de la jerarquía romana a varias de sus premisas obstaculizaron estos intentos. Sin embargo, para la segunda mitad del siglo xix varios gobiernos latinoamericanos lograron una convivencia pacífica en sus relaciones con sus respectivas jerarquías católicas. En estas circunstancias, el caso de México se presentó como uno de los más conflictivos para definir un acuerdo formal respecto de las relaciones Estado-Iglesia. No obstante, aun cuando se da una ruptura formal entre el gobierno mexicano y el Vaticano, no se inhibieron los intentos pragmáticos de acercamiento por parte de ambas potestades. La estrategia que el papado siguió en la segunda mitad del siglo xix fue la de plantear una reforma específica para el catolicismo en América Latina. En principio, Roma no pareció distinguir entre las diferencias que moldeaban el catolicismo en cada región latinoamericana, partiendo del supuesto de una “identidad común” entre los países que anteriormente habían estado bajo el dominio de alguna potencia europea de origen latino. A pesar de que esta percepción eludía el reconocimiento de las diferencias específicas que presentaba la cuestión eclesiástica en cada país, la práctica diplomática que Roma ejerció por medio de sus delegados especiales, enviados a algunas repúblicas, muestra el ejercicio de una atinada política que intentó dirigir las acciones de los jerarcas eclesiásticos en América Latina bajo las estrategias concretas trazadas desde el Vaticano enfocadas a resolver los problemas de las iglesias locales. Entendemos por romanización la reforma eclesiástica del Vaticano que se caracterizó por la paulatina centralización de las iglesias tendiente a fortalecer la autoridad de la jerarquía romana y del papado frente al poder que ejercía el clero local. Esto impactó, de manera particular, la situación de las iglesias en América Latina a fines de la centuria y, entre otros aspectos, reconfiguró la relación entre las jerarquías romana y latinoamericana. ¿Entonces, cómo se dio este proceso en un país como México?, en el que la tensión clero-gobierno y la ruptura Estado-Iglesia eran elementos que parecían obstaculizar la reforma vaticana. En el presente artículo veremos cómo la concentración de la autoridad papal revistió una serie de intentos por “romanizar” a las iglesias latinoamericanas. Para ello abordaré dos acontecimientos que nos muestran aspectos esenciales de dicho proceso de romanización en el caso de México: por un lado, la celebración del Primer Concilio Plenario de América Latina, efectuado en 1899; y por otro, algunos aspectos de la Visita Apostólica de Nicolás Averardi a México entre 1896-1899.[3] De esta última tocaré la intervención del visitador en la sucesión del arzobispado de Guadalajara y en la creación de la diócesis de Aguascalientes. Considero que estos acontecimientos muestran no sólo la preocupación del Vaticano por la cuestión religiosa en México, sino que también evidencian los intentos por afianzar el poder del pontificado frente al de las jerarquías clericales locales. Iniciaré con una revisión general de la situación de la Iglesia en Latinoamérica en el siglo xix.
Aspectos generales de las Iglesias latinoamericanas en el siglo xix
Los procesos de independencia en América Latina y los nuevos proyectos políticos de nación y de ciudadano impulsados por los gobiernos liberales de la primera mitad del siglo xix, modificaron los funcionamientos político, social y económico de la Iglesia. Para varios países latinoamericanos, y en concreto para el caso de México, la emancipación planteó el problema de la transformación liberal de una sociedad basada en el reconocimiento jurídico de la desigualdad social, mediante un sistema de fueros característicos de la organización social estamental y corporativista. Hasta el momento de las independencias de cada país la institución jurídico-eclesiástica del Real Patronato había fundamentado legalmente las relaciones entre la Iglesia y el Estado.[4] Los cambios políticos obligaron, en varios casos, a la redefinición de las relaciones entre el Vaticano y los gobiernos independientes. Entrado el siglo xix, en países como Nueva Granada,[5] Chile, Bolivia[6] y las Repúblicas centroamericanas, el Estado ejerció los derechos de patronato por medio de negociaciones con la Santa Sede.[7] La excepción a esa serie de acuerdos logrados en otras iglesias de América Latina fue el caso de México, en donde los conflictos Estado-Iglesia fueron de los más radicales debido, no sólo a los problemas suscitados por el ejercicio del patronato, sino además, por el reconocimiento tardío -hasta 1837- por parte de Roma de la independencia mexicana; aunado a los antagonismos suscitados por los intentos de reforma liberal y la pretendida participación de la jerarquía en los movimientos opuestos a la instauración de la República. Éstos fueron factores que impidieron la definición de una relación oficial entre los gobiernos independientes y el papado y que llevaron a la expulsión, en enero de 1861, de Luis Clementi, primer delegado apostólico de la Santa Sede. Con la participación activa de la jerarquía en la instauración del segundo imperio cobraron nuevo vigor las relaciones diplomáticas con Roma. No obstante, el fracaso de esa empresa produjo la expulsión en junio de 1865, de Francisco Meglia, último personaje en detentar el título diplomático de delegado apostólico de la Santa Sede en México en el siglo xix.
El proyecto de reforma eclesiástica
Las reformas liberales que afectaron a las instituciones eclesiásticas tanto en Europa como en Latinoamérica, produjeron la ofensiva de los gobiernos pontificales que se propusieron retomar la administración eclesiástica sin la tutela del Estado y afirmar su soberanía como los únicos gobernantes de la Iglesia católica. Este proceso, que condujo al fortalecimiento de la figura y el poder del Papa como cabeza y máximo jerarca del catolicismo, fue llevado a cabo durante el pontificado de Pío ix[8] y de León xiii,[9]como parte de un proyecto de reforma eclesiástica. Su proceder estuvo fuertemente marcado por la disolución de los llamados Estados Pontificios,[10] que resultaron en la disminución de los privilegios del clero, en la supresión de sus corporaciones y en la reducción de la jurisdicción temporal que la Iglesia había poseído hasta ese momento.[11] El proyecto del papado abarcó tres grandes líneas: a) la reforma del clero y de las instituciones eclesiásticas; b) el establecimiento de un nuevo tipo de relaciones con el poder civil que le permitiera frenar el impacto de las reformas liberales, y c) el aumento del respaldo de la feligresía, cuya lealtad era disputada por los gobiernos civiles.[12] La reforma intelectual de los seminarios tuvo como objetivo formar un clero instruido y disciplinado que fuera capaz de enfrentar el proceso de secularización, de renovar la vida religiosa de la feligresía y de fomentar la educación católica de la juventud.[13] En el caso de los países latinoamericanos se organizó una nueva organización eclesiástica que fragmentó buena parte de las grandes jurisdicciones del periodo colonial, con el objeto de controlar y hacer más eficiente la administración de los territorios. A la par de esas reformas el Vaticano siguió, como una de sus principales estrategias, el fomento sistemático de la centralización de la autoridad pontificia que se mostró con mayor insistencia con el pontificado de Pío ix. En su primera encíclica, Qui pluribus, publicada en 1846, insistió en la defensa de la autoridad del papado y argumentó que la soberanía de éste se extendía a los campos civil y eclesiástico. La teoría sobre la infalibilidad pontificia no se encontraba plenamente desarrollada en ese documento, pero incluía algunas directrices que se afirmaron en los documentos oficiales posteriores que implicaban no sólo la confirmación de la superioridad de la autoridad del papa frente a los gobiernos civiles, sino la disminución de la autoridad de los obispos.[14] Eso tuvo una clara expresión en uno de los dogmas más importantes definidos en ese tiempo: la Inmaculada Concepción. Pío ix proclamó dicho dogma en 1854, mediante la bula Ineffabilis Deus, que afirmaba que en la concepción de la virgen María había estado ausente el pecado original. La definición del pontífice afirmó la teoría de que la concepción de la Madre de Cristo había tenido carácter de pureza y perfección sobrenatural -que sólo era superado por Jesucristo- lejos de la corruptibilidad humana. Como esa teoría tenía varios opositores entre la jerarquía, el pontífice decidió omitir, por primera vez, el acuerdo entre los obispos de la curia para hacer una declaración dogmática. De esa manera, Pío ix definió la Inmaculada Concepción en calidad de dogma bajo el supuesto de una infalibilidad con que Jesucristo había investido a sus vicarios en materia de doctrina. No obstante, fue hasta el Primer Concilio Vaticano en 1870 que la concepción sobre la infalibilidad pontificia pasó de ser una teoría sobre las prerrogativas del papado en cuestiones civiles y de doctrina, para convertirse en dogma de fe. La definición dogmática provocó la discusión acalorada de los obispos que se pronunciaron contra el aumento de las facultades del papado. Entre ellos tenemos a monseñor Josef Schtrosmayer, uno de los oradores del Concilio, quien consideraba un error teológico proclamar la infalibilidad pontificia que sólo beneficiaría al “poderoso y corrompido” grupo de la curia romana, al cual denunciaba citando las palabras del cardenal Baronio: “A qué estado llegó hoy en día la Iglesia Romana que ahora, como perdió la gloria, está regida por poderosos empresarios del Vaticano. Ellos venden, cambian y compran posiciones de los obispos y entronizan a sus amigos (los antipapas) en el trono de San Pedro”.[15] La falta de un acuerdo hizo que varios obispos dejaran de asistir a las últimas sesiones del Concilio y que, finalmente, se proclamara el dogma con la mayoría de los obispos italianos. A pesar de la oposición generada en la definición de la infalibilidad pontificia había quedado marcado formalmente el camino hacia la centralización romana. Sin embargo, la experiencia de ese primer Concilio restringía su influencia primordialmente a los territorios europeos, aun cuando se hubiera dado la asistencia de algunos obispos latinoamericanos a la asamblea no existían canales, fuera de los enviados diplomáticos, que vincularan la política eclesiástica romana con la de las iglesias locales en los países de América Latina. Hacía falta una nueva mirada del pontificado hacia los países americanos que habían permanecido por largo tiempo bajo el dominio de la corona española. Desde años antes, las consultas y los informes de los prelados de los países de América Latina sobre diversos asuntos de la administración de sus iglesias y su propio desarrollo como antiguas posesiones de las monarquías europeas, hicieron que el papado comenzara a concebir una reforma específica para esos territorios. Sin la vigencia del patronato, Roma estaba en posibilidades de establecer una relación directa con los prelados y de ejercer mayor control sobre ellos. El primer paso para este acercamiento se dio en 1858 con la creación del Colegio Pío Latinoamericano en Roma.
El Colegio Pío Latinoamericano y el inicio de la centralización romana
La creación del Colegio Pío Latinoamericano se inserta como una de las respuestas del papado al problema del cierre de los seminarios y de la reforma educativa del clero diocesano y regular en América Latina.[16] La idea era que el colegio formara a un nuevo tipo de jerarquía clerical latinoamericana que bajo la dirección de profesores jesuitas de la Universidad Gregoriana, estuviera estrechamente vinculada con el papado.[17] El colegio fue fundado el 21 de noviembre de 1858 por el presbítero chileno Víctor Eyzaguirre.[18] Ésa era la primera vez que se manifestaba oficialmente un proyecto “latinoamericano” por parte de Roma. Esta idea pretendía ser incluyente y parecía responder a las que se consideraban necesidades comunes de las iglesias en los países que en un tiempo habían estado sujetos a la dominación de una potencia latina europea. A principios de 1869, el papa le encomendó a monseñor Eyzaguirre la segunda visita a Latinoamérica con el objeto de lograr dos propósitos: el primero, observar personalmente los problemas de algunas diócesis y casas de religiosos y el segundo, dar a conocer el nuevo instituto, interesando a los obispos para que enviaran recursos a los jóvenes que consideraran aptos para la carrera sacerdotal.[19] Sólo algunos prelados manifestaron su entusiasmo por el proyecto Pío Latino, entre ellos, el arzobispo de México Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos[20] y el entonces obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía,[21] ambos exiliados en Roma en ese momento. Los dos obispos mexicanos compartieron la necesidad de reorganizar a la Iglesia mexicana mediante la reforma en la educación del clero mexicano. La creación del colegio Pío Latino representaba la oportunidad de iniciar su proyecto.[22] Su interés manifiesto hacia el colegio, hizo que ambos fueran designados como parte de la junta encargada de resolver algunas cuestiones relativas al funcionamiento interno de la institución. Labastida y Munguía hicieron del Pío Latino un proyecto personal cuando decidieron financiar con recursos propios la educación de varios alumnos en Roma. Munguía se ganó el título de benefactor de la institución, al fundar un legado para sostener los estudios de cuatro alumnos mexicanos.[23] El envío de alumnos a Roma era sólo el primer paso para la reforma eclesiástica; al mismo tiempo el papado comenzó a insistir en la celebración de conferencias episcopales y de concilios diocesanos.
El Primer Concilio Plenario de América Latina
Desde 1867 Pío ix se mostró preocupado por la organización de concilios regionales en América. Un ejemplo de ello fue la exhortación de Pío ix al arzobispo de Bogotá, Antonio Herrán, en la cual sugería que:
[…] sería muy oportuno el que todos los obispos de esa República […] vayan a reunirse contigo para conferir sobre los medios más adecuados en orden a curar las heridas que esa Iglesia ha recibido, a neutralizar las consecuencias de la inmoralidad extendida y alentar los espíritus quebrantados que han combatido por la justicia. Y como todo esto puede justa y confiadamente esperarse de un Concilio Provincial, te excitamos encarecidamente a convocarlo.[24]
El papado continuó insistiendo sobre este punto después de la celebración del primer Concilio Vaticano. En 1884 se encargó al obispo de San Salvador, Luis Cárcamo, que convocara a los obispos de América Central para la formación de una asamblea, que debía ser “absolutamente privada” y que “trataría los problemas que angustiaban a esas iglesias.”[25] Por otro lado, el vicario de la diócesis de Montevideo, Mariano Soler (egresado del Colegio Pío Latino),[26] hizo un informe donde se refería el estado lamentable de las iglesias y de la formación del clero en Latinoamérica y enfatizaba “la indiferencia y la postración moral y religiosa” que vivían varias iglesias.[27] Esta situación dejaba cada vez más clara la necesidad de convocar a un concilio de carácter general para la reforma de todas las iglesias latinoamericanas. En 1888 el obispo de Santiago de Chile, Mariano Casanova, pidió oficialmente a León xiii que convocara la celebración de un concilio. En un inicio su petición contemplaba sólo la reunión del episcopado de los países de América del Sur debido a una idea de identidad que hablaba de una situación afín, de un mismo origen: “mismo idioma, vivimos las mismas costumbres, producimos las mismas leyes, disfrutamos las mismas tradiciones y finalmente, tememos los mismos peligros”.[28] Posteriormente la idea original se extendió a todos los obispos de las Repúblicas de América Latina porque, a pesar de sus diferencias, también tenían “el mismo origen”. Varios prelados opinaban que la celebración de un concilio general resultaba poco útil. En una consulta efectuada sobre la realización del Concilio nueve arzobispos, veintinueve obispos y tres vicarios se pronunciaron en favor, mientras que tres arzobispos y veinte obispos se opusieron, argumentando las diferencias entre los países convocados.[29] Pero la jerarquía romana parecía tener una percepción distinta de las diferencias que los obispos latinoamericanos veían entre sus iglesias.
La afirmación de la autoridad pontificia
En las comisiones que fueron nombradas por el Vaticano para definir las materias de la asamblea predominó la idea de que los países de América Latina debían constituir un sólo bloque sin distinción alguna.[30] Por otro lado, el clero romano no parecía muy preocupado por analizar las propuestas de los prelados latinoamericanos para las sesiones del Concilio. La jerarquía vaticana mostraba mayor interés en imponer un esquema de reforma uniforme a todas ellas.[31] Es significativa la reacción de las comisiones del Concilio que minimizaron varias de las observaciones del episcopado latinoamericano referentes a la necesidad de tratar temas de carácter local en las reuniones. Los consultores calificaron algunas opiniones como “informaciones de prácticas locales -a veces ilegítimas- que no tiene caso incluir en un Concilio general.”[32] Un sector del clero, formado por buena parte de los egresados del Pío Latino, se pronunciaba por una incondicional obediencia a Roma y explícitamente se negaba, incluso, a hacer cualquier tipo de sugerencia a las disposiciones que emanaran de su jerarquía, por ejemplo, a la consulta para las sesiones del Concilio, como lo muestra el comentario del obispo de Tehuantepec -quien más tarde sería arzobispo de México-, José Dolores Mora y del Río
[1] Maestra en historia por el Colegio de Michoacán, doctora por el Centro de Estudios Históricos del mismo plantel. [2]Publicado en la revista Historia Mexicana, julio-septiembre, año/vol. lv, número 001, El Colegio de México, A.C. Distrito Federal, México, 2005, 99-144. [3] A cien años de la celebración del Primer Concilio Plenario Latinoamericano diversos sectores del clero y algunos estudiosos de temas eclesiásticos han retomado un interés casi olvidado de presentar al Concilio como el principal antecedente de las reuniones episcopales latinoamericanas en el siglo xx. Estos autores destacan principalmente los temas de contenido teológico y pastoral del Concilio con el objeto de hacer una evaluación interna de la Iglesia católica y de la trayectoria del catolicismo en América Latina, en la que se considera la reunión antecedente de la unidad católica latinoamericana. Entre las obras publicadas destaca el título del jesuita Eduardo Cárdenas, La Iglesia hispanoamericana en el siglo xx, 1890-1990, Madrid, Mapfre, 1992. Sobre el tema en específico, tenemos los ensayos de Antón M. Pazos “El iter del Concilio”, 185-206; el artículo de Pedro Gaudiano, “La preparación del Concilio”, que es un apartado de la tesis que presentó en la Universidad de Navarra para obtener el doctorado en Teología, 1998. Además Pedro Gaudiano, “Mons. Mariano Soler, primer arzobispo de Montevideo, y el Concilio Plenario Latino Americano”, en Anuario de Historia de la Iglesia VII, 1998, 375-383., y por último el artículo publicado por la Agencia Informativa Católica Argentina “Los documentos”, del arzobispo coadjutor de La Plata, monseñor Héctor Aguer. [4] El Patronato, entendido como el cuerpo de derechos y privilegios otorgados a la corona por concesión papal, tuvo como principal prerrogativa la presentación de candidatos para ocupar los beneficios eclesiásticos. En la Nueva España de principios del siglo xix este derecho comprendía todo lo relativo a las investiduras dentro de las catedrales e iglesias; lo referente a patrimonios destinados a fines piadosos y la selección del personal en claustros, colegios y hospitales. Anne Staples, La Iglesia en la primera república federal mexicana, 1824-1835, México, Secretaría de Educación Pública, Dirección General de Divulgación, 1976, 35-37. Para una relación del papado frente a las independencias en Hispanoamérica véase Antonio de la Peña y Reyes, León xii y los países hispanoamericanos, México, Publicaciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores, 1924. [5] En 1835, Gregorio xvi reconoció la independencia neogranadina, el patronato republicano duró de 1819- 1853. En 1886 se reanudaron las relaciones con la Santa Sede, durante la presidencia de Rafael Núñez, con la celebración de un Concordato, que duraría hasta 1930. Véase LauraO'dogherty, Para una historia de la Iglesia en América Latina, Encuentro Latinoamericano de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina (CEHIAL), Quito, 1973, Barcelona, Nova Terra, 1975, 145-146. [6] Véase Felipe López Menéndez, Compendio de historia eclesiástica de Bolivia, La Paz, Bolivia, Progreso, 1965, 183-189. [7] Véase el Concordato celebrado entre Colombia y la Santa Sede el 31 de diciembre de 1887, firmado por Mariano Rampolla, secretario de Estado del papa León xiii y Joaquín Fernando Vélez, ministro plenipotenciario del presidente Rafael Núñez. En este convenio se estableció a la religión católica como la única en la República de Colombia, con la protección de sus ministros y con la plena libertad del clero de administrar bienes. A cambio, se reconocía “como prueba de particular deferencia[…] que a la provisión de sillas arzobispales y episcopales preceda el agrado del presidente de la República”. El Concordato de Colombia con la Santa Sede, 136. Véase también Pedro de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, Caracas, Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1960. [8] Giovanni Maria Mastai-Ferretti, realizó sus primeros estudios en Volterra, donde permaneció de 1802-1809. Estudió teología en el Seminario de Roma de 1814-1818. León xii lo nombró director del hospital San Michele y arzobispo de Spoleto el 21 de mayo de 1827. En febrero de 1832, Gregorio xvi lo trasladó a la diócesis de Imola y en diciembre de 1840 fue nombrado cardenal. En febrero de1846 fue elegido Papa. Murió en Roma el 7 de febrero de 1878. Nota: las investigaciones biográficas han sido recopiladas de información de archivo y notas bibliográficas y forman parte de un cuerpo prosoprográfico en elaboración por la autora, con el fin de analizar las conexiones entre los personajes. Algunas referencias se han tomado de Cecilia Bautista García, “Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano, 1867-1882”, tesis de maestría en Historia, Zamora, Michoacán., El Colegio de Michoacán, 2001. [9] Gioacchino Vincenzo Raffaele Luigi nació el 2 de marzo de 1810 en Carpineto. A la edad de ocho años entró a un colegio jesuita en Viterbo, donde permaneció hasta 1824. Posteriormente estudió derecho civil y canónico, entre sus profesores se encontraba el teólogo Perrone. En1832 obtuvo el doctorado en teología. Ingresó a la Academia Eclesiástica de Nobles a la cual asistieron eclesiásticos mexicanos como Eulogio Gillow, Antonio Plancarte y, antes que ellos, el político Antonio Haro y Tamariz. Fue nombrado prelado doméstico-capellán de Gregorio xvi meses antes de ser ordenado sacerdote en 1837. A la muerte de Pío ix, fue elegido Papa el 20 de febrero de 1878. Murió en Roma el 20 de julio de 1903. [10] Con el nombre de Estados Pontificios se designó a los territorios que por cerca de 1000 años (754-1870) reconocieron al Papa como autoridad temporal. Inicialmente varios reinos fueron conocidos como Patri monium Sancti Petri, es decir como patrimonio de la Iglesia de San Pedro en Roma. Los Estados Pontificios eran los únicos de la Edad Moderna regidos por un poder eclesiástico. En estos territorios se organizó un movimiento de carácter unificador, que se destacó por sus tintes liberales. Gustav Schnürer, The Catholic Encyclopedia, vol. xiv, http://www.newadvent. org/cathen/14477b.htm [11] El movimiento revolucionario fue encabezado desde 1848 por Carlos Alberto, rey de Cerdeña, que en 1849 fue derrotado y abdicó en favor de su hijo Víctor Manuel (1849-1878). El Papa se refugió en Roma en 1850, bajo la protección de Francia, con la promesa de realizar varias reformas, pero no se llegó a resolver el problema de la nueva relación entre la Iglesia y el Estado. Hubert Jedin y Aldea, Q. K. Repgen et al. Manual de historia de la Iglesia, t. VII, 397, Barcelona, Herder, 1980. El proceso de unificación italiano terminó en 1870 con la anexión de Roma al reino de Italia, con lo cual el Estado pontificio quedó reducido a la ciudad de Roma y su periferia. Joseph Lortz, Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento, Madrid, Cristiandad, 1982, t. II., .365. Desde entonces se enfatizó la política secular que en parte se expresó en la promulgación de leyes con el objeto de suprimir el predominio clerical en el nuevo Estado italiano. Rosa María Martínez de Codes, La Iglesia católica en la América independiente, siglo xix, Madrid, Mapfre, 1992, 269. [12] Cecilia Bautista García, “Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano, 1867-1882”, tesis de maestría en Historia, Zamora, Michoacán., El Colegio de Michoacán, 2001. [13] Hubert Jedin y Aldea, Q. K. Repgen et al. Manual de historia de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1980, t. VII, 578. La nueva generación de obispos en la Europa occidental también había revaluado la labor pastoral y la educación del sacerdote al percatarse de que la restauración de la vida católica requería de una revitalización de la vida parroquial. Roger Aubert, et al. Nueva historia de la Iglesia, Madrid, Cristiandad, 1984, t. V. 402 y Jedin y Repgen et al. Manual de historia, 575-590. [14] Roger Aubert, et al. Nueva historia de la Iglesia, Madrid, Cristiandad, 1984, t. V. 65-66. La infalibilidad define el magisterio infalible de los papas. El magisterio es la facultad de enseñar, de proponer una doctrina a los discípulos. El Magisterio de la Iglesia es de carácter autoritario; es decir, propone una enseñanza para que se acepte como verdadera bajo la autoridad de Dios que revela para engendrar la fe. El mandato de enseñar conferido a la Iglesia supone la obligación impuesta por Dios a los hombres de aceptar todo lo que ésta enseñe. http://www.churchforum.com/ info/Doctrina/ Iglesia/magiste.htm [15] “Sobre la Infalibilidad Pontificia”, en http://www.pro-ortodoxia.f2s. com/10/ Infalibilidad.htm
[16] El Colegio Pío Latinoamericano recibió este nombre oficialmente en 1867 y fue dedicado al patronazgo de San José. Véase Cecilia Bautista García, “Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano, 1867-1882”, tesis de maestría en Historia, Zamora, Michoacán., El Colegio de Michoacán, 2001. [17] Cabe mencionar que los profesores de la Universidad Gregoriana dieron un nuevo impulso a las tesis sobre el primado y la infalibilidad pontificia y “sobre el poder indirecto de la Iglesia respecto a la sociedad civil”. Roger Aubert, et al. Nueva historia de la Iglesia, Madrid, Cristiandad, 1984, t. V., 66. [18] Ignacio Víctor Eyzaguirre, nació en Chile donde ejerció gran parte de su ministerio sacerdotal. Llegó a Roma en 1857 y participó activamente en la fundación del Colegio Pío Latinoamericano al cual logró enviar un número importante de compatriotas. En 1859 fue nombrado protonotario apostólico y en 1860 ablegado de la Santa Sede en América Latina. Fue prelado doméstico de Pío ix y primer ablegado del papado en Ecuador, Perú y Colombia. Su experiencia diplomática y constantes viajes en varios países de América Latina se encuentran plasmados en una importante obra titulada: Los intereses católicos de América. El texto intentó ser un diagnóstico del catolicismo y de las relaciones Estado-Iglesia en esos países, cuya visión de conjunto parece ser mérito exclusivo del eclesiástico. Murió en 1875. Un esfuerzo parecido fue la obra del chileno Justo Donoso Vivanco en una obra dedicada al Derecho Canónico Americano, pero en un intento por uniformar la aplicación del derecho en América Latina. Véase Ítalo Merello Arecco, “El derecho de presentación en un canonista chileno del siglo xix: Justo Donoso Vivanco”, en Revista de Estudios Histórico-jurídicos [en línea], 2001, 23 [citado el 16 de mayo de 2004], 457-467.
[19] Luis Medina Ascencio, Historia del Colegio Pío Latinoamericano, Roma, 1858-1978, 11. Véase Cecilia Bautista García, “Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano, 1867-1882”, tesis de maestría en Historia, Zamora, Michoacán., El Colegio de Michoacán, 2001. [20] Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, nació en Zamora, Michoacán. Realizó sus estudios en el Colegio Seminario de Morelia de 1831-1838. Obtuvo el título de abogado en 1839 y fungió como promotor fiscal y juez de testamentos de la Iglesia Catedral de Michoacán, de la que fue prebendado y canónigo en 1847. Fue maestro del Seminario de Morelia y ocupó su rectoría de 1850-1855, cuando Clemente Munguía, amigo y compañero del seminario, estaba al frente del obispado. Fue electo obispo de Puebla en 1855 y al año siguiente fue desterrado del país después de protagonizar una serie de conflictos con las autoridades poblanas, con resonancia en el ámbito nacional. Durante ese periodo pasó la mayor parte del tiempo en Roma donde trabó importantes relaciones con la jerarquía romana, que lo llevaron a comprometer con el proyecto del Colegio Pío Latinoamericano, en el que financió las carreras de varios jerarcas mexicanos. En 1863 regresó al país para integrar la regencia previa a la instalación del segundo imperio por un breve lapso, del 19 octubre al 18 de noviembre. Al triunfo de la República liberal fue nuevamente desterrado y se permitió su ingreso a México sólo hasta 1871. Durante su gestión como arzobispo de México apoyó la creación de nuevos proyectos educativos y religiosos que promovieron la llegada de eclesiásticos europeos. Falleció en Oacalco, Morelos, el 4 de febrero de 1891. [21] José Clemente de Jesús Munguía, nació en Los Reyes, Michoacán, el 21 de noviembre de 1810. Hijo del comerciante Benito Munguía y Guadalupe Núñez. Ingresó en el Colegio Seminario de Morelia en 1830, donde fue compañero de Pelagio Antonio Labastida y Dávalos. Cuando fue estudiante se hizo cargo de las cátedras de Lengua Castellana en 1835, de Bella Literatura en 1836 y de Sintaxis y Prosodia Latina en 1838. Terminó la carrera de leyes en 1838 y la eclesiástica en 1841. Un tiempo tuvo el cargo de juez de Distrito en Michoacán. En 1843 fue prebendado de la Iglesia Catedral de Michoacán de la cual también fue canónigo, provisor y vicario general. Munguía fungió, además, como catedrático de gramática, retórica y derecho natural y de gentes en el Colegio Seminario de Morelia, del cual fue rector de 1843-1850. Se desempeñó como obispo de Michoacán de 1850-1868, año en que murió desterrado en Roma. Su defensa jurídica en favor de las prerrogativas de la Iglesia influyó fuertemente los escritos eclesiásticos de la época. [22] Véase Cecilia Bautista García, “Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano, 1867-1882”, tesis de maestría en Historia, Zamora, Michoacán., El Colegio de Michoacán, 2001. [23] Véase Luis Medina Ascencio, Historia del Colegio Pío Latino Americano, Roma 1858-1978, México, Jus, 1979. [24] Carta de S. S. Pío ix al arzobispo de Bogotá, Mons. Antonio Herrán con ocasión de la convocación del Primer Concilio Provincial Neo-Granadino el 21 de agosto de 1867 en http://www.multimedios.org/ docs/d000874/index.html [25] Pedro Gaudiano, “La preparación del Concilio Plenario Latinoamericano según la documentación vaticana”,en Teología, 72 (1998-2002), 105-132, www.franciscanos.net/teologos/sut/conclvat.htm [26] Mariano Soler nació el 25 de marzo de 1846 en Maldonado, Uruguay. Ingresó al Seminario de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, Argentina, dirigido por jesuitas. Se trasladó a la Universidad Gregoriana donde se doctoró en Teología y Derecho Canónico. Vivió en el Colegio Pío Latinoamericano. Fue ordenado el 21 de diciembre de 1872. En 1874 regresó a Montevideo. Formó y dirigió un club católico y el Liceo de Estudios Universitarios y la Sociedad de Ciencias y Artes. Fue cura de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Montevideo. En 1891 fue consagrado obispo. Se convirtió en primer arzobispo en 1897. Murió el 26 de septiembre de 1908 durante su viaje de regreso a Montevideo. [27] Memoria dirigida por Mariano Soler al Cardenal Laurenzi, Roma, febrero de 1888, Archivo Secreto Vaticano, (en lo sucesivo ASV) cita 8 en Pedro Gaudiano, “La preparación del Concilio Plenario Latinoamericano según la documentación vaticana”,en Teología, 72 (1998-2002), 105-132, www.franciscanos.net/teologos/sut/conclvat.htm [28] Piccardo, “Historia del Concilio Plenario Latinoamericano (Roma, 1899)”, 360-361, cita 12 en Pedro Gaudiano, “La preparación del Concilio Plenario Latinoamericano según la documentación vaticana”,en Teología, 72 (1998-2002), 105-132, www.franciscanos.net/teologos/sut/conclvat.htm [29] Antón M. Pazos,“El iter del Concilio Plenario Latino Americano de 1899 o la articulación de la Iglesia Latinoamericana”, en Anuario, 1998, 190-191 y Diego R. Piccardo, “Historia del Concilio Plenario Latinoamericano (Roma, 1899)”, tesis de doctorado, pro manuscrito, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1991, 49 cita 18 en Pedro Gaudiano, “La preparación del Concilio Plenario Latinoamericano según la documentación vaticana”, en Teología, 72 (1998-2002), 105-132, www.franciscanos.net/teologos/sut/conclvat.htm [30] Para el desarrollo de los esquemas preparatorios del concilio véase Gaudiano, “La preparación”. La primera comisión estuvo formada por los cardenales italianos Mariano Rampolla, Serafino Vannutelli y Di Pietro. Estos personajes habían fungido como representantes de la Santa Sede en diferentes países latinoamericanos y se consideraba que tenían gran conocimiento sobre la situación de las iglesias en esa región. Serafín Vannutelli (1834-1915) fungió como delegado apostólico ante Ecuador entre 1869-1877. Vicente Vannutelli (1834-1930), fue nombrado internuncio y enviado apostólico en Brasil en 1883, no llegó a tomar posesión del cargo; fue nuncio en Portugal desde octubre de 1883 hasta 1891. Ángel Di Pietro fue delegado apostólico y enviado extraordinario ante Argentina, Paraguay y Uruguay (1877-1879); fungió como internuncio apostólico y enviado extraordinario en Brasil (1879-1882), y como nuncio en España (1887-1893). Mariano Rampolla (1843-1913) fue secretario de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (1880-1882); nuncio en España (1882-1887), y cardenal secretario de Estado (1887-1903). [31] El primer esquema de las asambleas fue repartido en 1897, aunque no en todos los casos llegó a su destino. Los países que presentaron observaciones fueron Ecuador, México, Brasil, Uruguay, Venezuela, Colombia, Chile, Argentina, Guatemala, Haití, Perú y Santo Domingo. [32] Antón M. Pazos, Anuario de Historia de la Iglesia, VII Instituto de Historia de la Iglesia, Facultad de Teología, Universidad de Navarra, 1998, 200. |