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La Iglesia católica y el Derecho Eclesiástico
Juan Pablo Pampillo Baliño[1]
En este artículo se debate el concepto de “destino permanente” desde el estudio planteado por el ministro Vázquez del Mercado, en el marco de la discusión del amparo promovido por Jerome Reutermann, en 1929, todo lo cual hace referencia al azaroso proceso que va de la persecución legal al reconocimiento jurídico, pasando por la tolerancia y la simulación, en lo que toca a la entreverada vinculación entre la Iglesia católica y el derecho eclesiástico del estado mexicano durante el siglo XX [2]
Replanteamiento e introducción Cuando hace apenas unos meses, mi maestro Jaime del Arenal me invitó a presentar una ponencia dentro del presente Congreso de Historia del Derecho Mexicano, en parte entusiasmado por la investigación que me encontraba entonces preparando por invitación de Salvador Cárdenas sobre la “La Suprema Corte y la cuestión religiosa 1917-1940”,[3] sobre todo emocionado por la oportunidad de poder presentar ante ustedes algunas ideas y reflexiones personales que he venido madurando durante los últimos años en torno a un tema de suyo apasionante, como lo es la historia del derecho eclesiástico del Estado mexicano durante el siglo xx, tuve el atrevimiento y el descuido de intimarle a Jaime del Arenal que mientras pensaba cómo acotar adecuadamente el tema, podría intitular provisionalmente mi participación según el título original con el que aparece dentro del actual programa, o sea, “De la persecución legal al reconocimiento jurídico, pasando por la tolerancia y la simulación: la Iglesia Católica y el derecho eclesiástico del Estado mexicano en el siglo xx”. Pasaron las semanas y los meses, y por falta de la debida diligencia, olvidé participar oportunamente que ya había circunscrito convenientemente el objeto de la ponencia a unos límites que la hacían abarcable, útil y novedosa para una reunión de expertos en la materia como es ésta. Dispensándome pues, en primer lugar por la anterior negligencia, replanteo el tema de la ponencia que presento ahora bajo el título “Sobre el concepto de destino permanente propuesto por el ministro Vázquez del Mercado con motivo de la discusión del amparo promovido por Jerome Reutermann en 1929”. La presentación que pretendo hacer a continuación respecto de la discusión habida entre los ministros de la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia con motivo del amparo promovido por el señor Reutermann a través de su representante, el conocido abogado Manuel G. Escobedo, responde fundamentalmente a dos motivaciones personales: la primera es cuestión de principios y la segunda de mera oportunidad y circunstancia. La primera, cuestión de principios, tiene que ver con la intención de contribuir a superar el “pecado original de nuestra historiografía jurídica”, que es el vicio de “concebir la historia del derecho como historia de la legislación”.[4] Pecado original que, como señalara Del Arenal hace quince años, exigía “la recuperación de una visión más completa” que ya desde entonces juzgaba “urgente e impostergable”, a efectos de que nuestra rama del conocimiento alcanzase el “luminoso y positivo horizonte” que le correspondía,[5] máxime cuando nuestra disciplina se había convertido en una “una mera, simple y fría historia de los cuerpos legales”,[6] que además de soslayar una visión completa del ordenamiento jurídico mexicano, sancionaba un positivismo legalista propio del peor absolutismo jurídico.[7] Pues bien, comprometido por la generosa invitación de Salvador Cárdenas a participar dentro del espléndido esfuerzo colectivo cuyo resultado tangible apreciamos hoy en el texto Historia de la justicia en México, siglos xix y xx, me di a la tarea de buscar entre las numerosas ejecutorias de nuestro máximo tribunal, aquéllas que mejor evidenciasen la participación activa y decisiva de nuestra alta justicia en la configuración del derecho eclesiástico histórico, habiendo presentado, dentro de la anterior obra, un caso prácticamente ignorado y relevantísimo, no sólo en materia eclesiástica, sino en materia constitucional, procesal y corporativa, relativo al recurso de súplica interpuesto por la Sociedad Anónima La Piedad.[8] Así pues, quiero presentar a ustedes un nuevo caso, relevantísimo también y aun prácticamente ignorado, que ahora recojo más bien desde la perspectiva de la argumentación de un ministro, por lo demás célebre por su formación e independencia que lo llevaron pronto a renunciar a la Suprema Corte en un momento particularmente comprometedor en la vida de nuestro país, don Alberto Vázquez del Mercado, que vale la pena ser estudiado tanto por su ilación lógica cuanto por su intencionalidad jurídica. Ahora bien, me ha movido también a seleccionar precisamente este tema para presentarlo a ustedes, otra motivación circunstancial y de oportunidad, que es precisamente la próxima publicación por la Suprema Corte, dentro de un solo volumen, de la obra sobre La Suprema Corte y la cuestión religiosa 1917-1940, que aprovecho para recomendar por su contenido a ustedes en razón de que en ella encontrarán importantes documentos, inéditos en su mayor parte, desconocidos prácticamente todos, que están pendientes de un análisis valorativo y de un examen crítico que permitan una visión más completa de la historia del derecho eclesiástico, y en especial de la historia de la justicia eclesiástica en México, y pienso que la mejor forma de recomendarla es precisamente, mostrándoles aquí, como adelanto de la misma, uno de los documentos contenidos dentro de la misma.
1. Periodización de la historia del derecho eclesiástico mexicano
La periodización propuesta por José Francisco Ruiz Massieu[9], quien divide la historia de nuestro derecho eclesiástico en cuatro etapas bien definidas: a) la colonial o de confusión de jurisdicciones, b) el siglo xix o la búsqueda de la separación, c) la Constitución de 1917 o la sujeción de las iglesias al Estado y d) el marco jurídico vigente o de la separación desarrollada, con todo y ser exacta y sintética, peca de una excesiva generalización. Por ello mismo, pienso que aunque sirve muy bien como un magnífico referente para un análisis dogmático, resulta demasiado vaga para un abordamiento estrictamente historiográfico como el que aquí necesitamos. En tal virtud la retomo aquí y la propongo como un punto de partida seguro, si bien tampoco podemos detenernos en ella. En primer lugar, pues, de entrada, pienso que se debe dejar a un lado, como tema aparte y separado, el del derecho eclesiástico de la monarquía universal española para sus Reinos de las Indias, partiendo para ello de la premisa que el derecho eclesiástico del Estado mexicano, propiamente tal, nace precisamente con el Estado mexicano, independientemente de su forma imperial o republicana, centralizada o federal. Por ello mismo propongo aquí nuevamente, retomando las ideas que he expuesto recientemente sobre el particular,[10] que el comienzo de la periodización del derecho eclesiástico del Estado mexicano, debe comenzar precisamente a partir del surgimiento el México independiente. Desde la anterior premisa, he pensado que durante los primeros años de vida del México independiente existe claramente una cierta indeterminación, unos como ciertos titubeos y oscilaciones, que habrán de marcar de hecho el desenvolvimiento errático que nuestro país experimentara durante prácticamente todo el siglo xix. Durante esos primeros años, concretamente desde el inicio de la Revolución de Independencia y hasta la “prerreforma” de Gómez Farías, parece que lo que caracteriza la vida política y jurídica de nuestro país es la búsqueda inquieta de una forma de organización política y jurídica, que desde la libertad y la emancipación, pudiera subvenir las complejas y variadas necesidades de la nueva nación. Por eso mismo he juzgado que la mejor denominación para este periodo es “en busca de la propia Constitución”. Este primer periodo de nuestro derecho eclesiástico, que comprendería desde 1810 hasta 1833, estaría caracterizado por la decidida confesionalidad del Estado,[11] por la cuestión de la subsistencia del Regio Patronato Indiano[12] y por la búsqueda de una forma apropiada de Estado y de gobierno que habría de incidir, decisivamente, en la determinación de las atribuciones y competencias del Estado mexicano en materia eclesiástica[13] Un segundo periodo de unos treinta años, que se abre con la efímera prerreforma de Gómez Farías y se cierra con el triunfo definitivo de la Reforma, abraza una época marcada por la mayor agitación política, por la progresiva radicalización de las posiciones sobre la cuestión religiosa, por la guerra civil y por la experiencia inútil, agotadora y frustránea del Segundo Imperio. A este respecto debo reconocer que mi aproximación se separa, consciente y deliberadamente de una periodización que ya es tradicional entre los historiadores del tema, quienes normalmente incluyen dentro de esta etapa también al gobierno del general Díaz.[14] Las razones que me llevan a hacerlo son sin embargo muchas y muy poderosas. En primer lugar, lo ya de por sí abigarrado de este complejo periodo. En segundo lugar la convicción de que lo propio y característico de este periodo es la oscilación y el camino hacia una laicización progresiva, a diferencia de lo que acontece durante el periodo gubernativo del general Díaz en que no hay oscilación sino continuidad, ni progresiva laicización sino dulcificación prudente. Finalmente, por una consideración fundamental respecto del derecho establecido por la vía pretoriana por nuestros tribunales, mismo que como podrá constatar cualquier investigador del Archivo Histórico de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, es de un signo muy distinto a partir del ascenso al poder del general Díaz, contrastando notablemente en todos los rubros -y también en nuestra materia-, con el producido durante la época anterior. Dicho lo anterior debe subrayarse que este importantísimo segundo periodo, complejísimo e inquietante, oscila entre el intento de secularización episódica de 1833, y la restauración conservadora hasta 1854; el triunfo de la revolución de Ayutla y la imposición de su ideario de laicización forzosa entre 1854-1857, la Guerra de los Tres Años (1857-1860), el establecimiento del Segundo Imperio (1864-1867) y el restablecimiento de la República, con el consiguiente triunfo final del liberalismo reformista. Por donde la agitación primero, la radicalización después y la guerra finalmente, habrían de marcar el destino agotador de una nación que se debatía entre la profunda religiosidad de la sociedad civil y el afán reformador de la sociedad política. En efecto, la sociedad mexicana despliega el más absoluto divorcio entre la religiosidad de una sociedad civil católica en su práctica unanimidad y las pretensiones reformistas de una minoría en el poder. De hecho, aquí se encuentra precisamente el quid del problema de la representatividad y la legitimidad detrás de la Constitución de 1857, ya puesto en su tiempo de relieve por Justo Sierra, problema que habrá de repetirse, incluso con mayor profundidad según se dirá más adelante, respecto de la Constitución de 1917 cuya legitimidad representativa fue ya puesta en tela de juicio por sus mismos contemporáneos. Ahora bien, volviendo a la periodización propuesta, con independencia de las razones subyacentes detrás de la secuencia prerreforma-restauración-liberalismo, para nuestros efectos bien podemos denominar a esta etapa dadas sus recurrentes oscilaciones como “desde la confesionalidad del Estado hasta la sujeción de la Iglesia”, misma que pienso resulta conveniente dividir ulteriormente en las siguientes fases: a) la prerreforma, b) la restauración, c) el conflicto y d) el triunfo del liberalismo. Tras de las agitaciones efervescentes de la anterior etapa se abre, según la periodización propuesta, un tercer periodo, que bien podemos denominar en contraste como de la pax porfiriana (1874-1910), caracterizado por su mayor estabilidad y sosiego en esta materia. En efecto, la actitud ambigua y pragmática del presidente Porfirio Díaz “la esfinge” según la conocida expresión de Federico Gamboa, complaciente con los liberales aunque condescendiente con la Iglesia, abrió una “nueva forma de convivencia” anticipándose así al régimen de franca simulación derivado de los Acuerdos de 1929 que pusieron fin a la guerra cristera. El cuarto periodo en el que divido la historia del derecho eclesiástico mexicano es “el periodo revolucionario” que abarcando un espacio de tiempo de casi veinte años, comprende en primer lugar una “etapa preconstitucional”, durante la cual encontramos abundante creación jurídica, federal y local, sobre la materia eclesiástica. He creído pertinente denominar la segunda parte de este periodo como la “etapa constitucionalista”, cerrándose finalmente con una última fase, acaso la que ofrece un mayor interés -así como un profundo desconcierto y acaso como cierto vértigo y azoro- que es la de la “rebelión cristera” (1927-1929) periodo que supuso la radicalización más álgida del conflicto Iglesia-Estado, la cancelación definitiva de las vías de diálogo y negociación y, finalmente, el estallido de la guerra civil. Tras la guerra cristera adviene el quinto periodo que propongo, mismo que comprende los casi 65 años de “vigencia” de los Arreglos de 1929 y que supone una era de “incertidumbre, simulación y desobediencia”. Durante este periodo, los gobiernos emanados de la “revolución institucionalizada” adoptaron una actitud francamente esquizofrénica entre un derecho “revolucionario” y una sociedad “contrarrevolucionaria”, modificando dicha actitud alternativamente en cada caso según el “estilo personal de gobernar” de cada presidente en turno, y con él, la posición del gobierno frente a la Iglesia[15]. Finalmente, llegamos al periodo actual, que bien puede denominarse como de “la refundación del derecho eclesiástico mexicano”, mismo que inaugurado por las reformas constitucionales de 1992, y seguido de la promulgación de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público también en 1992, apenas el presente año nos ha ofrecido un nuevo hito con el novísimo Reglamento de la ley. Dada la actualidad del tema, este último periodo todavía no es susceptible de ser historiado y es todavía poco lo que puede decirse con seguridad respecto del mismo; baste para los efectos de esta brevísima periodización decir que durante el mismo, esta nueva rama de la jurisprudencia técnica se encuentra actualmente enfrentada al ingente reto de actualizarse después de prácticamente cien años de desfasamiento y rezago respecto del común denominador dentro del derecho comparado, y que dicho reto parece estarlo encarando con creciente interés, progresiva madurez y esperanzadores resultados. Recapitulando lo dicho, la periodización propuesta para el estudio de la historia del derecho eclesiástico mexicano es la siguiente: · En busca de la propia Constitución (1810-1833). · De la confesionalidad del Estado a la sujeción de la Iglesia (1833-1874). La prerreforma. La restauración. El conflicto. El triunfo del liberalismo. · La pax porfiriana (1874-1910) · El periodo revolucionario (1910-1929). La etapa preconstitucional. El constitucionalismo. La guerra cristera. · Los Arreglos de 1929. Incertidumbre, simulación y desobediencia. · La refundación del derecho eclesiástico mexicano (a partir de 1992). Dicho lo anterior y ubicando el caso que nos ocupa precisamente entre el final de la última etapa del cuarto periodo y el inicio de la quinta etapa, debe observarse que se trata de un asunto que se resuelve dentro de un clima marcado por el cese de las hostilidades y el armisticio, pero sin olvidar que hasta 1940 no puede hablarse propiamente de un modus vivendi, sino, por el contrario, de un modus moriendi caracterizado por una persecución intermitente y discrecional.
2. La Iglesia entre la marginación y la ilegalidad
La denominación del presente apartado, por lo demás feliz sugerencia de Salvador Cárdenas, pretende acusar la condición de “marginalidad jurídica” en la que la Iglesia Católica fue puesta durante “el periodo revolucionario”, específicamente a partir del carrancismo y más acusadamente aun durante el callismo, el maximato y el cardenismo. Esta condición se evidencia en infinidad de leyes preconstitucionales, tanto federales como estaduales, pero sobre todo en la propia Constitución de 1917, en la legislación federal secundaria y, muy destacadamente, en la Ley Reglamentaria del artículo 130 constitucional de 1926, en la Ley Penal Calles del mismo año, así como en el alud de disposiciones legislativas y reglamentarias dadas dentro de la esfera competencial estadual, ordenamientos todos ellos que, en su conjunto, bien permiten afirmar que en México la persecución religiosa se encontraba legalizada. Piénsese, por ejemplo, respecto de las normas preconstitucionales locales en las “Condiciones bajo las cuales tendrá que practicarse el culto católico romano en el Estado”, dadas por el secretario general de gobierno teniente coronel Arnulfo González bajo el gobierno de Francisco Murguía el 30 de septiembre de 1914, en donde se establece entre otros despropósitos jurídicos:
Primero. Que no se pronuncien sermones, ni prédicas como hasta aquí se ha hecho, por las cuales se fomenta el fanatismo del público. Segundo. Que no se prescriban, ayunos ni prácticas tendientes a castigar el cuerpo o a deprimir la intelectualidad de los creyentes. Tercero. Que queden absolutamente prohibidos el cobro de diezmos... Quinto. Que no se digan misas de las que se titulan de réquiem, o sea sufragio del alma de los difuntos. Sexto. Que cada domingo sólo se digan dos misas. Séptimo. Queda prohibida de una manera absoluta la práctica de la confesión, debiendo advertirse que esto será tanto dentro como fuera de los templos y que en el caso de que se llegare a descubrir una infracción a lo dispuesto en este punto, se castigará al ministro infractor con el destierro del Estado o el país, y aun con la pena capital... Octavo. En cada localidad no residirá más que un sacerdote... Noveno. Que cuando transite por la calle, irá vestido de civil, sin ningún adminículo que le sirva de distintivo a su ministerio.
Considérese a su vez el régimen constitucional establecido por la Constitución de 1917 que expondremos sucintamente en el siguiente parágrafo. Recuérdense, a su vez, el contenido de la Ley Reglamentaria del 130, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 18 de enero de 1926 y que disponía, además de reiterar los principios, prohibiciones, restricciones e incapacidades contenidos dentro del artículo 130 constitucional, algunas notables barbaridades tales como: “La ley no reconoce personalidad alguna a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias, las que, por lo mismo, no tienen los derechos que la ley concede a las personas morales”. Sobre este mismo tema, y por si acaso no quedaba suficientemente claro el asunto, el artículo 6 remachaba: “Las asociaciones religiosas denominadas iglesias, cualquiera que sea su credo, no podrán en ningún caso tener capacidad para adquirir, poseer o administrar bienes raíces ni capitales impuestos sobre ellos”. Pero agregaba también, aprovechando y desarrollando a este respecto el criterio sentado por la Suprema Corte en 1921 respecto del caso de La Piedad[16] que: “Las personas que oculten los bienes y capitales pertenecientes a las iglesias, que sean de los que no pueden adquirir, poseer o administrar, o que sirvan de interpósita persona para que las iglesias lo adquieran, serán castigadas”. En fin, recuérdese el tristemente célebre artículo 7 de la Ley Reglamentaria que estableció que los ministros “por razón de la influencia moral que sobre sus adeptos adquieren en el ejercicio de su ministerio, quedan sujetos a la vigilancia de la autoridad”. Sobra casi observar que este dispositivo constituía en realidad una definición de “peligrosidad” que habilitaba a la autoridad para “investigar bajo sospecha” sin necesidad de mayores “indicios”, así como para ejercer una incómoda vigilancia que se prestó de hecho a un fin netamente intimidatorio. Ténganse presentes a su vez las disposiciones de la “Ley que reforma el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales sobre delitos del fuero común y para toda la República sobre delitos contra la Federación”, que fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de julio de 1926 y cuya fecha de entrada en vigor se fijó para el 31 de dicho mes, dando lugar a la posterior suspensión del culto público y eventualmente en enero de 1927, al inicio de la Rebelión Cristera.[17] Sin entrar en pormenores respecto de la desgraciadamente famosa “Ley Penal Calles”, puede recordarse la definición del “sujeto activo” del delito, que al tenor del artículo 2 es la siguiente: “se reputa que una persona ejerce el ministerio de un culto, cuando ejecuta actos religiosos o ministra sacramentos propios del culto a que pertenece, o públicamente pronuncia prédicas doctrinales, o en la misma forma hace labor de proselitismo religioso”. Como se podrá observar, la ambigüedad de la anterior definición y la abundancia de elementos normativos de interpretación subjetiva no definidos por la ley, hacía de la anterior descripción una auténtica “ley penal en blanco”, que de iure habilitaba a la autoridad administrativa y judicial para reputar como ministro de culto, prácticamente a cualquier creyente. Un precepto igualmente indecoroso y muy digno del anecdotario de los esperpentos jurídicos más notables en la historia del derecho patrio es el artículo 6, que tras reiterar la proscripción, prohibición y disolución forzosa de las órdenes monásticas, establecía adicionalmente: “Cuando se compruebe que las personas exclaustradas vuelven a reunirse en comunidad, después de la disolución, serán castigadas con la pena de uno a dos años. En tal caso, los superiores, priores, prelados, directores o personas que tengan calidad jerárquica en la organización o dirección del claustro, serán castigados con la pena de seis años de prisión”. Y digo que el anterior artículo resulta notable, por cuanto la disolución forzosa de las órdenes monásticas fue históricamente decretada como una medida al menos pretendidamente libertaria, en razón de que se consideraba que los “votos perpetuos” eran contrarios a la libertad humana y que, en consecuencia, el gobierno no debía, ni respaldarlos como antaño ni siquiera permitirlos. De hecho, el anterior principio fue consagrado, en esos mismos términos, por el artículo 5o. de la Constitución de 1917. Pues bien, y aquí lo notable del precepto en comento, la Ley Penal Calles castiga con la pena de prisión a aquéllos que libremente quieren vivir en comunidad; en definitiva, establece que “quienes decidan libremente sacrificar su libertad” deben ser “liberados por la fuerza” y, peor aún, que quienes se “rehúsen a ser liberados por la fuerza” serán castigados precisamente con “la pérdida de la libertad”. En fin, ni qué decir de otros atropellos entre los cuales sólo debe en justicia señalarse el artículo 7 de la ley, que establecía: “Las personas que induzcan o inclinen a un menor de edad a la renuncia de la libertad por virtud de voto religioso, serán castigadas con la pena de arresto mayor y multa de segunda clase, aun cuando existan vínculos de parentesco entre sí”. Casi sobra observar: a) la condena de una acción, meritoria desde un punto de vista religioso e inocua desde un punto de vista político, b) la expresa imputación de culpa a los parientes, contraria al principio arraigado que los libera de ella en todos los casos y c) el empleo ambiguo del verbo “inducir”, de suyo amplio e indeterminado, pero sobre todo del diverso “inclinar” que hizo surgir la duda sobre si el enseñar a un hijo el “Padre nuestro”, suponía “inclinarlo” a asumir un voto religioso. Por lo que hace a la legislación estadual, puede decirse que la mayor parte de las normas legisladas fueron reglamentarias del artículo 130 constitucional en materia de a) requisitos para ejercer el ministerio de los cultos y b) de limitaciones al número de ministros para cada culto. Por lo que respecta a lo primero, habitualmente se exigió la nacionalidad mexicana por nacimiento, aunque tampoco faltaron exigencias menos convencionales. Un caso verdaderamente insólito fue el del archifamoso Decreto del 6 de marzo de 1925 promulgado por el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal (egregiamente digno del anecdotario jurídico al que nos hemos referido) que requería adicionalmente que los ministros fueran “tabasqueños por nacimiento”, “con cinco años de residencia en el estado”, mayores de 40 años, “de buenos antecedentes de moralidad”, e increíblemente les imponía la necesidad de “ser casados”... Ni faltaron repeticiones tampoco de tan original disposición; tal fue el caso de la Ley Reglamentaria de Cultos de Campeche del 2 de septiembre de 1934. Cabe decir que la satisfacción de los requisitos exigidos en cada estado era condición necesaria para ejercer el ministerio dentro del mismo; de hecho, los ministros que se aventurasen a oficiar sin tales autorizaciones estaban sujetos a las más variadas penas y medidas de seguridad. Respecto de las limitaciones al número de los ministros de culto los criterios seguidos por los poderes legislativos estaduales fueron relativamente diversificados. Así, por ejemplo, en Colima, por Decreto del 22 de abril de 1918, se limitó a uno por ciudad salvo por Saltillo donde se admitieron 12 y por San Pedro de las Colonias donde se aceptaron 3, siempre y cuando fueran mexicanos por nacimiento. En Aguascalientes, por Decreto del 24 de marzo del mismo año, se estableció la proporción de uno por cada cinco mil. En Chihuahua se estableció una razón de uno por cada nueve mil y en Guanajuato uno por cada veinticinco mil. Quizás la norma más extremosa fue la de Chiapas que, por Decreto del 31 de diciembre de 1931 estableció la proporción en un ministro por cada sesenta mil, pero después quizás, encontrándose el número demasiado excesivo, se optó de plano, por Reformas del 31 de enero de 1934, a dejar la proporción en un ministro de cada culto para todo el estado.[18] En fin, huelga casi subrayar que las anteriores disposiciones justifiquen el aserto de que, en 1929, en que se encontraban vigentes, la Iglesia Católica se encontraba, por decir lo menos, entre la marginación jurídica y la persecución legal.
[1] Abogado de la Escuela Libre de Derecho, doctor en Derecho cum laude y Premio Extraordinario por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, de la Academia Mexicana de Jurisprudencia y Legislación, correspondiente a la Real Academia de Madrid y de la Academia Mexicana de Derecho Internacional Privado y Comparado de la que fue vicepresidente. [2] Publicado en el Anuario Mexicano de Historia del Derecho, Volumen XVIII, México, UNAM, 2006. [3] Celis, María de Lourdes y Pampillo Baliño, Juan Pablo, La Suprema Corte y la cuestión religiosa, 1917-1940, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, en prensa. [4] Arenal Fenochio, Jaime del, “Derecho de juristas: Un tema ignorado por la historiografía jurídica mexicana”, Revista de Investigaciones Jurídicas, núm. 15, México, Escuela Libre de Derecho, 1991, pp. 145-166. [5] Idem. [6] Idem. [7] Sobre el absolutismo jurídico véase a Grossi, Paolo, “Absolutismo jurídico y derecho privado en el siglo XIX”, DoctorHonoris Causa. Paolo Grossi, Barcelona, Universitat Autónoma de Barcelona, 1991, pp. 11-26. En la misma línea, cfr. Arenal Fenochio, Jaime del, “El discurso en torno a la ley: el agotamiento de lo privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX”. Comunicación presentada en el simposio Discurso, sociedad civil y hegemonía política en México: siglo XIX, Construcción de la legitimidad política en México, México, UNAM, El Colegio de Michoacán y la Universidad Autónoma Metropolitana, 1999, pp. 307-309. [8] Pampillo Baliño, Juan Pablo, “Breves notas para el estudio de la historia de la justicia eclesiástica en México. El caso de la súplica de la sociedad anónima La Piedad, “Historia de la justicia en México, siglos XIX y XX, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2004. [9]Ruiz Massieu, José Francisco, “Hacia un derecho eclesiástico mexicano”, González Fernández, José Antonio et al., Derecho eclesiástico mexicano, 2a. ed., México, UNAM-Porrúa, 1993, p. 37. [10] Pampillo Baliño, Juan Pablo, op. cit., nota 6, y Celis y Pampillo, op. cit., nota 1. [11] En todos nuestros documentos constitucionales, hasta la Constitución de 1857, se encuentra sin excepción el reconocimiento de la confesionalidad católica del Estado y la intolerancia religiosa respecto de cualquier otra creencia, desde los Elementos Constitucionales de Rayón, hasta los Sentimientos de la Nación, la Constitución de Apatzingán de 1814, el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, la Constitución Federal de 1824 y las centralistas de 1836 y 1843, sin contar también la propia Constitución de Cádiz. Cfr. Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México. 1808-1994, 18a. ed., México, Porrúa, 1994. [12] Sobre el Patronato Indiano y la cuestión de su subsistencia tras la consumación de la Revolución de Independencia, véase a Adame Goddard, Jorge, “Las reformas constitucionales en materia de libertad religiosa”, Ars Iuris, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana, núm. 7, México, 1992, p. 2, Cruz Barney, Óscar, Historia del derecho en México, México, Oxford University Press, 2002, pp. 469-479. También puede encontrarse una referencia breve en Ampudia, Ricardo, La Iglesia de Roma. Estructura y presencia en México, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 221-231. Para un estudio más completo y detallado puede consultarse a García Gutiérrez, Jesús, Apuntes para la historia origen y desenvolvimiento del Regio Patronato Indiano hasta 1857, México, Escuela Libre de Derecho, Jus, 1941. [13] Desde el Imperio en 1821, hasta la República Federada en 1824, la cuestión tiene una relevancia destacadísima para efectos de nuestro tema. A este respecto, sin embargo, está pendiente todavía un análisis detenido de las relaciones entre formas de Estado y de gobierno y derecho eclesiástico. El tema ya ha sido abordado, si bien únicamente desde la perspectiva del federalismo, por Josefina Zoraida Vázquez, quien ha visto precisamente en la forma de Estado federal una condición negativa que contribuyó a agudizar las fricciones entre la Iglesia Católica y el Estado mexicano durante los primeros años de su vida independiente. Efectivamente, como prueba en su interesante trabajo, el federalismo supuso: 1) un debilitamiento para el gobierno de la Unión de cara a las negociaciones con la Sede Apostólica tendientes a la celebración del ansiado concordato; 2) una polémica torno a la distribución competencial entre la federación y los estados respecto de los asuntos religiosos; 3) un debate sobre el alcance y los términos del ejercicio de las facultades pretendidas respecto del Patronato, y 4) vino a complicar también el tema de la distribución de los diezmos por cuanto que los mismos debían compartirse entre la federación y las entidades federativas. Cfr. Zoraida Vázquez, Josefina, “Federalismo, reconocimiento e Iglesia”, Libertad religiosa y autoridad civil, México, Universidad Pontificia de México, 1989, pp. 93-112. [14] Cfr. Margadant, Guillermo Floris, La Iglesia ante el derecho mexicano. Esbozo histórico jurídico, México, Porrúa, 1991. [15] En efecto, desde un principio el gobierno adoptó una posición ambigua en torno a los Acuerdos de 1929, hasta el punto de que en agosto de 1932, el incumplimiento de los mismos era tan notorio, que el papa Pío xi publicó la encíclica Acerba Animi criticando la postura del gobierno mexicano aunque instando a los fieles a la obediencia. Adicionalmente, durante el sexenio cardenista el asunto del carácter socialista de la educación fue una nueva fuente de conflictos y enconos. Durante este periodo posterior a los Acuerdos de 1929 abunda también en las distintas entidades federativas un cúmulo de leyes francamente notables. Cfr. Ampudia, Ricardo, op. cit., nota 9, pp. 261 y ss.
[16] Cfr. mi trabajo, antes citado, en el que me refiero precisamente a este caso importantísimo, que marcó para el futuro la orientación de la Corte e influyó a no dudarlo en este precepto de la ley. Pampillo Baliño, Juan Pablo, op. cit., nota 6. [17]Cfr. sobre el particular la obra obligada de Meyer, Jean, La Cristiada, 15a. ed., México, Siglo XXI editores, 1998, 3 ts.
[18] Es superfluo hacer comentario alguno a las anteriores disposiciones; cito sobre la opinión que merecieron en su tiempo, la opinión de Pallares: “el odio jacobino se demuestra por el hecho de que las leyes expedidas por los estados, fijan el número de sacerdotes para la religión católica y para las otras religiones, sin tener en cuenta que el número de católicos es mucho mayor que el de los otros creyentes. ¿Cómo ha de ser justo que ejerza un sacerdote para 100,000 católicos a que ejerza un sacerdote para 60 mahometanos?” La persecución religiosa en México desde el punto de vista jurídico. Colección de leyes y decretos relativos a la reducción de sacerdotes, precedida de un estudio histórico por Félix Navarrete y de otro jurídico por Eduardo Pallares, México, 1941, p. 74. |