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Memoria de un prisionero

Un capítulo de la historia carrancista

Miguel M. de La Mora[1]

 

Contando tan sólo 36 años de edad, el 7 de mayo de 1911, hace cien años, fue consagrado quinto obispo de Zacatecas el hoy siervo de Dios Miguel M. de la Mora. El importante testimonio que a continuación se publica, con el título que le dio su autor, es un apunte interrumpido, hasta el día de hoy inédito, que no dudamos se completará algún día, el cual  honra la memoria de su autor y nos revela muchas noticias importantes para contextualizar una época convulsa[2]

AMDG

 

Introducción

 

Desde el 11 de agosto de 1914 hasta el 30 de junio de 1916 me vi obligado a permanecer en los Estados Unidos a causa de la formidable Revolución Mexicana que, encabezada por Venustiano Carranza, había jurado guerra a muerte al ejército federal, al capital y a la Iglesia católica, sobre todo.

La causa principal de mi expatriación, así como de los demás obispos mexicanos que salieron de la dulce patria a saborear el amarguísimo pan del desterrado, no fue tanto el peligro de sufrir los inauditos ultrajes que ya había sufrido el ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo de Durango,[3] anciano venerable y virtuosísimo, encerrado por el brutal Tomás Urbina[4] en inmunda cárcel y tratado como un facineroso, y que habían sufrido también en grado indecible los sacerdotes de Saltillo, Zacatecas y otras diócesis del país, sino la probabilidad y casi seguridad que teníamos los obispos, y, desgraciadamente con harto fundamento, de que se nos exigirían enormes préstamos que no podríamos pagar y que tendría que pagar nuestro pueblo para librarnos de la prisión y acaso de la muerte.

Digo que los obispos creíamos con harto fundamento que los revolucionarios nos exigirían enormes sumas, porque así lo habían hecho ya con el ilustrísimo señor obispo de Zamora,[5] a quien habían robado 18 mil pesos, y conmigo mismo, que me vi obligado a dar a Pánfilo Natera[6] en junio de 1913, quince mil pesos, que como es natural, pedí prestados, pues carezco de patrimonio, y por los cuales estuve pagando réditos muchos meses, hasta que me fue de todo punto imposible hacerlo ya.

            En tales circunstancias y después [de] que nos cercioramos por todos los medios que estuvieron a nuestro alcance, de que no contaríamos con garantías ni para nuestras vidas, al llegar a México [de parte de] la revolución triunfante, muchos de los obispos nos resolvimos a salir del país, mientras que otros más abnegados se resolvieron a quedarse escondidos en el suelo patrio, aunque tuvieran que llevar una vida insoportable, en una reclusión durísima que podría durar, como ha durado, por años enteros.

No es mi propósito narrar aquí todas las aventuras que tuve que correr en los Estados Unidos, que fueron muchas y variadas, pues tan sólo deseo sentar los antecedentes de mi prisión.

En junio de 1916 me hallaba con una tía y tres hermanas, que forman mi familia, en Corpus Christi, Texas, siempre suspirando por volver a mi diócesis y sin esperanza de lograrlo por otro camino que el de entrar de incógnito, con peligro de la vida, a la sufrida patria. Muchos de mis hermanos en el episcopado y yo con ellos, habíamos intentado por otros medios volver a México y nada habíamos podido conseguir, sino aumentar nuestra desilusión y desaliento.

            Yo había intentado conseguir del gobernador de Zacatecas[7] un salvoconducto, que me fue negado y en el mes de noviembre de 1915, a raíz del reconocimiento del gobierno de Carranza de parte de los ilustrísimos señores obispos de Aguascalientes, de Chiapas y del ilustre abad mitrado de Guadalupe, yo presenté una respetuosa solicitud a don Venustiano, pidiéndole nada más un salvoconducto para seguridad de nuestras vidas, con el fin de entrar a México y reanudar nuestras labores pastorales, y aunque enviamos nuestra solicitud por conducto de Mr. Samuel Baldew, apoderado del primer jefe de San Antonio, Texas y persona muy estimada de él, no logramos que don Venustiano se dignara siquiera contestarnos de enterado, tanto y tan profundo es el desprecio con que el buen señor mira a los miembros de la jerarquía eclesiástica mexicana. Nosotros creíamos que siquiera por educación, si alguna cabía en el Primer Jefe, nos contestaría alguna palabra.

Al ilustrísimo señor obispo de Saltillo,[8] que hizo por separado la misma solicitud y que tuvo en su favor los repetidos ruegos y representaciones que hicieron ante Carranza las principales familias de Saltillo y de la misma familia del Primer Jefe, le contestó éste que no podía acordar nada en favor del prelado porque los emigrados políticos no podrían entrar al país sino después que se diera una ley de amnistía, y eso en el caso de que estuvieran comprendidos en ella. El oficio estaba dirigido al presbítero don Jesús María Echavarría, porque deben saberlo más lectores que para Carranza y los suyos, que se han arrogado facultades más que pontificales para con la Iglesia mexicana, ya no somos obispos, sino ex-obispos.

Ya se entiende cuánta indignación de esta contestación, así como el ser contado entre los emigrados políticos, como es manía revolucionaria hacerlo con todos los obispos y sacerdotes mexicanos expatriados, aunque como es notorio, no hayamos tenido participación alguna en los entrampadas contiendas de los que ambicionan el gobierno de nuestra patria, y si a esto se agrega el engaño de que don Venustiano hizo víctimas a las familias de Saltillo diciéndoles que había concedido al venerable prelado saltillense el salvoconducto pedido, por lo cual dichas familias enviaron mensajes de felicitación al ilustrísimo señor Echavarría, ya puede calcularse cuan poco respeto le merecemos al afortunado caudillo, que merced a la protección del Presidente de los Estados Unidos ha llegado a la cima del poder en nuestra desventurada patria.

 

1.      Un oficio del excelentísimo señor Delegado Apostólico de Estados Unidos, que también lo es ad interim de México

 

En los últimos días de junio de 1916 recibí una carta circular, dirigida también a los demás prelados mexicanos por el excelentísimo señor Delegado Apostólico de los Estados Unidos y de México, ad interim, monseñor Juan Bonzano.[9] En esa carta, el amable prelado nos dice, en nombre de la Santa Sede, que la Silla Apostólica había aprobado la conducta de los obispos mexicanos al salir de sus diócesis y de su patria en vista de las poderosas razones que a ello los movieron, pero que esta ausencia se prolongaba demasiado en perjuicio de nuestros pobres rebaños, que tanto podían sufrir lejos del cayado de su pastor, y que por tanto, la misma Santa Sede nos proponía que pensáramos y prudentemente resolviéramos si ya sería tiempo de volver a nuestras diócesis, aunque tuviéramos que sufrir algunas vejaciones, con tal que pudiéramos permanecer por allá al cuidado de nuestras ovejas.

Leí este oficio y sentí de nuevo en toda su fuerza el irresistible deseo. El ansia insaciable de volver a mi diócesis, fue todo uno. En verdad los demás prelados, mis hermanos, no podrían volver porque conocidos como son en todos los ambientes del país en que han tenido resonancia sus gloriosas labores episcopales y en donde se han divulgado hasta la saciedad sus retratos, los revolucionarios los detendrían en la frontera, si no es que los tomasen presos en la puerta misma de la patria; pero yo, un obispo joven, desconocido, recientemente consagrado, me sentía, gracias a Dios, con brío y alientos para correr una aventura tan peligrosa, porque mi edad y mi salud me permitían sobrellevar los trabajos y privaciones de la andante caballería, como el célebre caballero manchego. Yo sí podría entrar a México, de incógnita, por supuesto, y llegar hasta las parroquias más montañosas de mi diócesis, en donde podría trabajar en bien de mis hijos, y si la necesidad lo exigía, esconderme en las arrugas de las montañas, en cualquier caverna ignorada, o en lo más recóndito e inexplorado de algún bosque solitario.

Con este pensamiento enclavado en la frente, me fui a la capilla del hospital Christus Spohn Memoral[10]y allí postrado ante el sagrado tabernáculo, derramé a mis anchas el corazón a los pies de Jesús Sacramentado. Le pedí consejo, me pareció que debía hacer el sacrificio de exponer mi vida por mis ovejas, que la bendición del Augusto Vicario y representante de Cristo me serviría de sombra y de escudo, que la cruz me llamaba con sus brazos abiertos dulcemente, que debía ir hasta el martirio si era preciso. Pedí pues la bendición de Jesús Sacramentado y en el corazón henchido de dulces ilusiones, acariciando risueños proyectos de excursiones apostólicas, resuelto a emprender la noble carrera de la “andante caballería”, que para mí era la locura de la cruz, salí de la capilla y fui a contrastar al excelentísimo señor delegado que la simple indicación del Santo Padre me parecía la voz de Dios, y que con la bendición del vicario de Cristo, emprendería mi viaje a la patria a la mayor brevedad posible, y aquello fue soñar, mi dulcísimo soñar a todas horas, aún en las horas de la misa, donde menos debía hacerlo, pero confieso como no era cosa de mi voluntad a esa hora, haciendo planes para burlar la vigilancia carrancista en la frontera, para disfrazarme, para emprender la visita pastoral, pensando en el itinerario, los medios del transporte, etcétera, etcétera.

 

2.      Emprendiendo el viaje a la patria

 

Las relaciones entre México y Estados Unidos estaban muy tirantes en aquellos días a causa del incidente llamado de El Carrizal,[11] lugar en que la guarnición carrancista había desbaratado una pequeña columna de soldados yankees, haciéndoles varios muertos y tomándoles como veinte prisioneros, que habían sido internados en la cárcel de Chihuahua.

            En verdad que por las pasadas experiencias acerca de la heroica condescendencia del presidente Wilson[12] para con su protegido Carranza, no pude creer que llegaría el agua al río, a pesar de los preparativos bélicos que se veían por todas partes y las tropas de voluntarios que encabezaban las calles de Corpus Christi a todas horas. Sin embargo, creí que era una precaución de elemental prudencia esperar a que se aclarara un poco la atmósfera para saber a qué atenerme, y me guardé bien encerrado el secreto de mi revolución para no inquietar a mi familia antes de tiempo. ¡Pobres! Estaban tan tranquilos, estudiando su inglés para entenderse mejor con estas gentes con quienes había que habitar largamente.

Por fin, el 29 de junio los papiers yankees que se publicaban en Corpus Christi nos desengañaron con la buena nueva de que la intervención se había evitado por haber cedido Carranza a las exigencias de Mr. Wilson quien había pedido la libertad de los prisioneros. Era seguro, mayores las había hecho y el macuco Primer Jefe y no había llegado a quebrar los méritos con su papá Wilson.

Todo se redujo, pues, a mucho ruido, al llamamiento de las milicias de los Estados Unidos para asustar al muchacho, y una regañadita de papá consentidor, siguiendo Carranza y Wilson a partir un piñón.[13]

            Ese mismo día di aviso a mi familia de que había que partir al día siguiente y que no había peros posibles, ya que me llamaba a las filas al cumplimiento de mis sagrados deberes mi Jefe Supremo, el Vicario de Cristo. Mi tía y hermanas, como cristianas de veras, inclinaron la cabeza ante la voluntad de Dios y sin replicar emprendieron a vapor los preparativos de viaje, riendo y en partes llorando al pensar en los peligros a que tendría que exponerme, peligros que ellas muy bien conocían, pues habían vivido en la Ciudad de México en el tiempo del reinado de la Gloriosa,[14] y habían tenido el alto honor de presenciar la siguiente de Carranza, las idas de Villa y la no menos ida de Zapata, con su séquito de sangrientos horrores y de hambre y desolación. Pero, en fin, no había tiempo que perder, porque las horas eran cortas para arrancar de raíz una casa, siquiera fuera tan pobre y modesta como la que teníamos en el destierro.

Ellas creyeron que les avisé tan a la última hora para no darles tiempo de que se afligieran. Por fin el día 30 de junio, día santísimo por serlo del Sagrado Corazón de Jesús, lleno de confianza en Dios y después de haber pedido la dulce bendición del Corazón amable de Jesús, bajo cuyos auspicios puse mi viaje y toda mi futura excursión apostólica, tomé el tren que conduce a Laredo en compañía de mi familia, no sin antes haberme despedido con fuertes estrechones de manos y algunas lagrimillas que humedecieron nuestros ojos de la excelente y virtuosísima familia de don Valentín Rovelo, señor cuyos miembros todos habían sido excesivamente bondadosos y caritativos para con nosotros. El señor don Valentín, hombre generoso y fino, como el que más, me acompañó hasta la estación.

Ya podrían imaginarse mis lectores, la impresión que sentí al emprender aquel viaje reportado después por andar como una aventura peligrosa, como lo comprendía yo mismo a pesar de un profundo optimismo.

En una de las estaciones intermedias vimos catorce góndolas de ferrocarril cargadas con cañones de artillería ligera y muchos carros llenos de soldados yankees. Iban a la frontera mexicana. Ya se supondrá que la cosa no nos dio cuidado porque los hilos de aquellos títeres todos estaban en las manos de Mr. Wilson que no sabe jugar a la guerra, sobre todo si tuviera que ser con su predilecto protegido don Venustiano.

 

3.      El paso del Rubicón

 

Yo había pedido algunas cartas para algunas personas de influencia de Laredo, Texas, con el fin de facilitar mi paso a México, considerado por los sacerdotes como la cosa más peligrosa del mundo.

En honor de la verdad, todos mis papeles me resultaron inútiles, lástima de tinta. Las bonísimas personas a quienes presenté mis cartas, y que dicho sea de paso, me recibieron con amabilidad suma, me dijeron que mi empresa era muy arriesgada y que debía desistir de mi empeño, pues los carrancistas me asarían al vivo si me descubrían, y que en aquellas circunstancias de tensión internacional, nadie de este lado podría prestarme ayuda alguna, pues eran muy mal vistos por los del otro lado, y lo peor de todo era que cualquier recomendación o ayuda prestada a una persona para pasar al lado mexicano era motivo para que los carrancistas maliciaran que se trataba de un pez gordo, lo cual dificultaría mi paso y acaso lo frustraría.

Todos me dijeron que no debía llevar en mi equipaje nada que oliera a sacristía. En cuanto les daba poco cuidado, sí sabía tener sangre fría, porque me veían perfectamente disfrazado. Nadie hubiese podido adivinar que bajo aquel saco y pantalón de blanco palm beach de corte americano, ni bajo aquel sombrero de paja well fast end to the seasons, es decir, hablando en cristiano, según la moda propia de la estación, ni bajo aquella camisa listada sin más adorno que mi corbata gris de flotantes alas, podría cubrirse un obispo hecho y derecho. Aunque si se observaba el disgusto del personaje por llevar semejantes atavíos y el encogimiento con que los llevaba, bien podría adivinarse que el sujeto usum non habebat, como el santo pastor de Belén[15] cuando lo disfrazaron con el casco y armadura de Saúl…

Pero volviendo a mis cartas de recomendación y presentación, todas las personas a quienes venían dirigidas, me dijeron que el mejor camino para entrar a México era presentarme sin padrinos y con buena dosis de sangre fría.

Así lo hice, después de encomendarme a Dios y persignarme con más cuidado que nunca, el día 1º de julio, a las siete de la mañana. De antemano había aleccionado a mi familia para que sin decir una sola mentira pudiéramos ocultar la verdad ante los carrancistas. En seguida tomamos un automóvil después de haber encomendado a un mozo listísimo nuestro equipaje, y cruzamos el puente internacional.

El corazón saltaba emocionado cuando más lo recomendaba la calma y la gravedad. ¡Tenía razón el pobre! Después de dos años de amargo destierro, en que el triste había sufrido tanto, siempre sumergido en sombras de luto, por fin se iba a volver a la patria adorada. Iba a sentirse oprimido entre los brazos de los hijos jamás olvidados, iba a alegrarse con las emociones purísimas que despiertan los seres amados y los lugares que han sido testigos de nuestra vida.

En el lado yankee no hubo dificultad. Al llegar al lado mexicano, a la oficina de emigración, se nos presentó el jefe de la oficina de corte netamente carrancista, y con él como media docena de empleados, o si no lo eran, sí de acomedidos, que nos echaron los ojos encima y no los despegaban de nuestras pobres personas, como si quisieran adivinar en nuestros movimientos algunos impedimentos reaccionarios.

-          ¿De dónde viene usted? -Me preguntó, abrupto, el señor jefe-

-          De Corpus Christi –contesté-

-                      ¿Cuánto tiempo tiene usted de vivir allí?

-          Cuatro meses

-          Y antes ¿dónde vivía usted?

-          En varias ciudades y pueblos de Estados Unidos. Anduve en la seca y la meca.

-          ¿Y cuánto tiempo hace que se vino usted a México?

-          Dos años.

Una mirada siniestra brilló en los ojos de aquel hombre, como si dijera: ya salió aquí el reaccionario, he aquí el enemigo, y en mis manos.

-          ¡Ah! -me dijo- ¿Salió usted del país con motivo de la situación política?

-          Salí invitado por un buen amigo, le contesté con serenidad, y ya en Estados Unidos hallé trabajo y estuve trabajando por seis meses. Ahora no tengo trabajo y deseo volver a la patria a participar de las molestias comunes.

En lo anterior no dije ni una sola brizna de mentira, porque en efecto, me vine a los Estados Unidos invitado por uno de mis hermanos, los obispos, y ya en este país me dediqué a aprender inglés, y cuando pude medio balbucearlo, busqué trabajo y lo hallé en Chicago, donde estuve sirviendo a un hospital, con el carácter de capellán, por seis meses. El carrancista continuó:

-          ¿Cómo se llama usted?

-          Miguel Sánchez -El apellido Sánchez era el apellido de mi abuela materna, y por ende, me creí con derecho a llevarlo-.

-          ¿Cuál es su profesión?

-          Soy profesor de enseñanza.

-          ¿Trae usted algún pasaporte?

-          No señor.

-          ¿Alguna carta de recomendación?

-          No señor

-          ¿Quién conoce usted aquí?

-          Nadie.

-          Entonces ¿Cómo quiere usted entrar?

-          Como tengo derecho de entrar en mi patria…

El carrancista vaciló, pero al fin me dijo:

-          Bien, pase usted, si algo se le ofrece ya nos veremos en la estación.

-          Muy bien.

Di gracias al Sagrado Corazón en lo íntimo del mío y me puse a ayudar a mi tía y mis hermanas, cuyo interrogatorio empezaba. Al primer asomo de vacilación, o donde yo temía que lo hubiera, acudía solícito a su auxilio y respondía por ellas. Salimos con felicidad y nos fuimos a la estación, yo no cabía de gusto. Mi gratitud para con Dios nuestro Señor casi se desbordaba en lágrimas.

Saqué los boletos, siendo de los primeros que usaron el famoso papel infalsificable e instalé a mi familia en el tren. Fui en seguida a la aduana y visaron nuestros equipajes, teniendo que sostener una lucha con los cargadores que se empeñaban en ayudarme, pero ya se entiende: propter retibutionem y no estaba yo para hacer muchos gastos.

Después tuve otra dificultad con el inspector de sanidad, que no quería dejar pasar mi equipaje sin la boleta de fumigación, y yo no quería fumigar mi equipaje.

-          Señor, es imposible, ¿dónde voy a hallarlo a estas horas? Ni entre tanta gente.

-          Pues abajo ese equipaje.

-          Señor -le dije yo-, no tenga usted cuidado, este equipaje viene de Corpus Christi, población cuya sanidad es envidiable, y la familia a quien pertenece es de las que saben observar las reglas de la higiene.

El mozo también lució en tono de humildísima súplica:

-          Ande señor, no nos haga perder tiempo a los probes, pos ya sabe usté que yo soy el que pierdo.

-          Bueno –dijo. bajando la voz, el inspector. Y con tono paternal- Anda siquiera a hacer la proteforma[16] de que buscas a don Juan, y vienes a decirme que no lo hallas y todo quedará arreglado.

El mozo se fue, se separó unos momentos y volviendo de prisa pudo embarcar el equipaje sin más novedad.

 

4.      En marcha

 

Como toda la República anda revuelta y los del sur andan en el norte y los del norte en el sur, etcétera, buscando la vida, era de temerse que anduvieran en Nuevo Laredo algunas personas de Guadalajara o Zacatecas y que me descubrieran; al encontrarme pues en el tren procuré tomar las bancas delanteras con el fin de dar la espalda a todos los viajeros.

            En seguida me puse unos anteojos negros, porque los ojos son los que denuncian, y ya me creí perfectamente disfrazado y seguro.

            Apenas me había instalado, cuando entró en el carro un soldado preguntando en alta voz:

-          ¿Un señor Sánchez? ¿En dónde está Sánchez?

Un ¡ah! de sorpresa salió de de una de mis hermanas, y yo sentí que el pecho me saltaba con violencia. “Ya vienen por mí -me dije-. Ya me descubrieron”. Hice una seña a mis hermanas para que no hicieran señal alguna de sorpresa y esperamos. Gracias a Dios el soldado no me buscaba a mí, sino a un oficial de apellido Sánchez, uno de tantos oficiales que siempre en grande abundancia hay en los trenes constitucionalistas, como que no les cuesta el pasaje.

Por fin se oyó vibrante el ‘Vámonos’ del conductor y el tren se puso en marcha. Yo no cabía de júbilo, y no me cansaba de ver los campos que aunque yermos y sin cultivo, me parecían risueños por serlo de la patria. Las montañas, que tan rara vez se ven en los Estados Unidos empezaron a dejar ver sus caprichosos perfiles y me parecía que saludaban de lejos al dichoso desterrado que volvía a los patrios lares. Algo me entristeció el espectáculo de las minas de las estaciones quemadas, casi todas, y los montes [plagados] de férrea osamenta de carros incendiados y destrozados y de rieles torcidos que había a los lados del camino frecuentemente.

A las tres llegamos a Monterrey y nos hospedamos en el hotel Iturbide. El día 2, fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen celebré la misa en el oratorio de la excelente familia Rivero y a las tres continuamos nuestro viaje a Saltillo y San Luis Potosí.

Llegamos a Saltillo a las siete de la noche. Hacía hambre y como no podíamos ir a la ciudad porque el tren estaba anunciado para las ocho y media, tuve que tomar algo en una de esas mesitas que hay en las estaciones para vender café. No hubo más remedio que sentarme en medio de los carrancistas, que tenían invadidas todas las mesas y guardé silencio, fingiéndome de mal humor al oír las bromas obscenas, picantes y sucias que los soldados dirigían a las pobres meseras.

 

5.      Me roban la cartera

 

Parece consigna de los empleados de los trenes constitucionales nunca decir la verdad, sobre todo cuando la mentira perjudica, pues el carrancismo parece que así ha venido al mundo y así se conduce en todos los órdenes de la vida. Digo esto porque el anuncio del pizarrón acerca de la llegada del tren, estuvo siendo reformado toda la noche, una noche, la más molesta que he pasado en mi vida.

Primero se anunció el tren a las ocho y media, en seguida a las doce, después a las tres de la mañana. El tren llegó a las cuatro y media. Pasé toda la noche dando vueltas, con excepción de un pequeño rato a las altas horas de la madrugada, en que rendido del cansancio me tiré en una toalla. Mi pobre familia también había sufrido mucho, porque el frío era terrible y veníamos escasos de abrigos.

El número de viajeros que esperaban al tren era enorme, la mayor parte del pueblo bajo, que impelido por el malestar que reina en todo México, no cesa de viajar en busca de trabajo y de condición de la vida menos miserables.

Aquellos pobres se acostaron a dormir cuan largos eran poniendo la cabeza sobre los rieles. Entre tanto, yo daba vueltas, envidiando a los pobrecitos que duermen donde quiera, y me entretuve leyendo algunos decretos del gobernador fijados en las paredes de la sala de espera. Uno de ellos me hizo estremecer de horror. El gobernador declaraba obligatoria la circulación del papel moneda, concluyendo con intimar a los comerciantes que en el acto serían pasados por las armas si se resistían a recibir los sucios papeles. ¡Qué horror! ¡Qué poco respeto a la vida de los ciudadanos!

A las cuatro y media un grito de ‘Ahora sí ya viene el tren’, y… llegó, en efecto. Yo tomé los velices y me lancé al carro deseoso de tomar algún lugar para mis hermanas enfermas. Aquello era un verdadero tumulto, todos querían ser los primeros en subir, y yo puse apenas un pie en el estribo, cuando la multitud me empujó hacia el carro en medio de una lluvia de gritos, quejas, maldiciones, etcétera. Por fin, todo pisado, estropeado, jadeante, pude entrar al carro que estaba a oscuras y colmado materialmente de pasajeros que en abigarrada multitud ocupaba hasta la última pulgada, no solo en los asientos, sino en los pasillos, plataforma y entrada de los carros.

Inmediatamente que me vi libre de la presión de la muchedumbre, noté que los rateros me habían robado mi cartera de uno de los bolsillos del pantalón. Para un pobre como yo, el robo era enorme, cuarenta dólares en billetes, un cheque por otros cien, más de cien pesos en billetes infalsificables, los boletos de pasaje para mi familia y el mío con los boletos del equipaje. ¿Qué hacer para continuar nuestro viaje? Porque dicho está que no intenté siquiera dar aviso a la policía por no exponerme a otro robo.

Por providencia de Dios, un buen amigo de Monterrey me había regalado 400 pesos infalsificables en un paquete que alcé en diferente bolsillo del pantalón. Con este dinero y cincuenta pesos de banco mexicano que traía una de mis hermanas y por los cuales me dieron 150.50 pesos carrancistas pudimos hacer nuestro viaje, haciendo modestísimos gastos, solo los indispensables hasta Aguascalientes.

Con no pocas incomodidades, empleando como asientos los velices de viaje hicimos nuestro camino hasta San Luis Potosí, a donde llegamos a las cuatro y media de la tarde. Ya instalados en el tren pudimos lamentarnos a gusto todos los robados en la estación del Saltillo. Éramos la miseria de cuarenta y dos, y hubo quien se quejara de que le habían robado ¡los zapatos! Cómo haya sido, esto me lo explico el paciente: como suele hacerlo en México la gente pobre cuando se cansa de los zapatos, él los traía mancornados y puestos al hombro.

Mi primera providencia al llegar a San Luis, fue ir a la oficina de equipajes a ver al empleado carrancista que había en ella. La amabilidad con que me recibió el empleado me dejó sorprendido y comprendí una vez más que Dios me allanaba todos los obstáculos, por lo cual le di gracias.

-          Una manera de comprobar cuáles son las cajas de mi equipaje -dije al empleado-, será darle las llaves para que usted revise los baúles diciéndole yo anticipadamente los objetos que contenían y el orden en que estaban acomodados.

-          No, amigo, no es necesario, ya son varias las quejas que recibo en el sentido de la suya y estoy acostumbrado a distinguir a primera vista la gente de orden y los truhanes. Separe usted los baúles y mañana vendrá usted a las ocho de la mañana trayendo cincuenta centavos de estampillas de documento, para que hagamos una fianza, que yo mismo le daré como si lo conociera.

-          Gracias, buen amigo.

-          Para servir a usted, caballero.

Nos hospedamos en una casa de asistencia llamada “La Magnolia”, si mal no me acuerdo. Cuando ya estábamos instalados, notamos que en un cuarto contiguo a los nuestros se velaba un cadáver. Nos alarmamos un poco, pensando que nos habíamos infectado de tifo, pero los encargados de la casa nos aseguraron que no se trataba de enfermedad alguna contagiosa.

En la noche por entrar al restaurante, entré al cuarto del moribundo. Mi aflicción fue muy grande, porque no obstante mi disfraz, que parecía perfecto, una señora llorosa y afligida me dijo:

-          Dese prisa, padre, porque el enfermo está muy grave y no hay tiempo que perder.

Yo vacilé; si digo que no soy sacerdote miento, pensé, y me quedaré con remordimiento toda mi vida por haber dejado sin auxilios a un moribundo. Si digo que soy sacerdote, descubro el incógnito y expongo mi empresa a un fracaso y acaso mi vida misma. Dios, como siempre, vino a mi auxilio, bendito sea, porque mientras yo vacilaba, llegó otro sacerdote, seguramente el que habían mandado llamar, y yo salí airosamente del paso, diciendo a la señora.

-          Usted me confunde con algún sacerdote, señora, aquí tiene usted al padre que acaba de llegar.

-          Usted disculpe, señor -contestó la mujer-. No había reparado en el color de su traje y creí firmemente que usted era el padre.



[1] Oriundo de Ixtlahuacán del Río, Jalisco, nació en 1874, se ordenó presbítero por el clero de Guadalajara, en 1897. Pronto sobresalió por sus elevadas prendas, recibiendo el cargo de prefecto general del Seminario de Guadalajara con funciones de rector y la dignidad de canónigo magistral del cabildo eclesiástico de Guadalajara. Electo obispo de Zacatecas, más tarde, en 1922, ciñó la mitra de San Luis Potosí, hasta su muerte, en el año de 1930. De su vida han escrito enjundiosas y abultadas biografías las plumas de Eduardo J. Correa y Joaquín Antonio Peñaloza.

[2] El original de este manuscrito, escrito de primera intensión, a lápiz, en hojas sueltas y sin foliar, está en el archivo del obispado de Zacatecas, Sección Gobierno, Serie Correspondencia, Misiones, Obispo, Caja 6. Hace tiempo lo descubrió el doctor Francisco Barbosa Guzmán; él hizo llegar una copia del mismo a monseñor Ramiro Valdés Sánchez, quien se dio a la nada sencilla labor de hacer una trascripción, que hizo llegar a la redacción de este Boletín para que fuera publicado.

[3] Don Francisco de Paula Mendoza y Herrera (1852-1923). (Esta y las demás notas al pie de página no están en el original. Se han agregado para facilitar la intelección de documento).

[4] Delincuente y bandolero (1877-1915). Medró en los estados de Chihuahua y Durango. Cobijado bajo el ardid del movimiento armado de 1914, a las órdenes de Pancho Villa, sus desmanes le han dado triste celebridad. Rodolfo Fierro, sicario de Villa, lo asesinó por órdenes de éste.

[5] José Otón Núñez y Zárate (1867-1941).

[6] Campesino de escasa preparación (1882-1951) alzado en armas en 1910, al lado del cabecilla Luis Moya, deambuló en diversos grupos, hasta congraciarse con el mejor consolidado. Ascendido a general de división, llegó a ser gobernador de Zacatecas entre 1940 y 1944.

[7] ¿Rómulo Figueroa?

[8] Jesús María Echavarría y Aguirre (1858-1954).

[9] Giovanni Vincenzo Card. Bonzano (1867-1927).

[10] Fundado en Corpus Christi en 1905, a la fecha es uno de los nosocomios especializados en problemas cardiovasculares más destacados del mundo.

[11] Encuentro violento entre el ejército estadounidense bajo las órdenes del general John J. Pershing y el ejército federal mexicano, bajo el comando del general Félix U. Gómez, acaecido el 21 de junio de 1916 en una localidad fronteriza en el estado de Chihuahua, y cuya causa fue el desacato a la presencia de milicianos extranjeros en el territorio mexicano. El resultado de la batalla fue favorable para México. Murieron cincuenta soldados estadounidenses, de raza negra casi todos y fueron aprehendidos veintisiete más.

[12] Thomas Woodrow Wilson (1856 –1924), 28º presidente de los Estados Unidos.

[13] Frase coloquial: entenderse muy bien dos personas.

[14] Se refiere, en forma irónica, a “la gloriosa división del norte”, formación militar integrada el 29 de septiembre de 1913, y encabezada por Pancho Villa. La componían veintiún cuerpos militares.

[15] El futuro rey David.

[16] O proforma: algo de simple apariencia.

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