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Recuperar la dimensión evangelizadora del patrimonio cultural

 

+ Christophe Pierre

 

 La tarde del domingo 27 de junio del año en curso 2010, en el marco de la Misa que presidió el nuncio apostólico en México, monseñor Christophe Pierre, en la catedral de nuestra Señora de la Asunción de Zacatecas, y luego de dos años de un intenso trabajo, fue bendecido el retablo monumental del sagrado recinto, patrocinado por la diócesis de Zacatecas, del Gobierno del Estado y del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Confeccionó la obra el afamado escultor michoacano Javier Marín, a partir de prismas geométricos nacidos de la plataforma alta del presbiterio, entre los cuales se sitúan once nichos de otras tantas esculturas, hechas en bronce con acabado de oro de hoja, como lo está toda la obra, en la cual se emplearon 25 kilogramos de oro macizo. He aquí el discurso del representante papal en México, en el acto de bendición del retablo.

 Para la sensibilidad humana que tiene su raíz en el espíritu, es motivo de profundo gozo ver que, no obstante las expoliaciones cometidas a causa de las guerras, de la ignorancia, del odio y de las pasiones desbordadas, unidas a las huellas que en todo deja necesariamente el tiempo, el patrimonio cultural de México, particularmente en esta hermosa ciudad de Zacatecas, sigue siendo notable. Prueba tangible es este maravilloso retablo que hoy simbólicamente recibimos.

En nombre de los fieles, particularmente de Zacatecas, hago patente el más sentido agradecimiento a todas y cada una de las personas e instituciones que han hecho posible su restauro. Un gracias que deseo también extender a los obispos y sacerdotes que bien comprenden que la atención al patrimonio cultural constituye una parte no desdeñable de su servicio pastoral y, en consecuencia, se empeñan por conservar, reconociendo y explicitando su naturaleza y finalidad.

La feliz restauración de este retablo se ha debido, sin duda, a la colaboración de muchos. Pero también gracias a la sensibilidad que particularmente a lo largo de los últimos decenios se ha ido difundiendo en amplios sectores de la sociedad como consecuencia de la elevación del nivel cultural, del fenómeno turístico, y de la presión benéfica que en muchos casos han ejercido las diversas asociaciones culturales que entienden que el patrimonio cultural es signo de la propia identidad nacional y síntesis de las propias raíces históricas, religiosas y culturales.

 

Iglesia, promotora del hombre

 En este contexto es innegable que el patrimonio cultural de México no podría comprenderse ni apreciarse en justicia y en todo su valor, si se le extrae de su realidad histórica y, consiguientemente, del contexto de la indisoluble presencia y acción evangelizadora y promotora de la Iglesia Católica a favor del hombre en su integralidad; del hombre conformado por cuerpo y alma, el hombre, miembro de la Iglesia y al mismo tiempo, miembro de la sociedad civil.

La Iglesia está, en efecto, indisolublemente unida al origen y al presente del gran patrimonio cultural de esta Nación, conformado por obras y monumentos que han tenido su origen, muchos de ellos, en la propuesta y acción evangelizadora: bienes que surgieron de un impulso teologal, nacidos al calor de la fe y para la gloria de Dios. Nadie puede explicar el origen de nuestras catedrales, de nuestros templos, de nuestros retablos si sólo considera móviles estéticos o decorativos y si no tiene presente una naturaleza y una finalidad eminentemente religiosa en los promotores y bienhechores, en los maestros y artesanos, convencidos de que Dios se merece lo mejor.

Al origen de los tesoros artísticos creados por la Iglesia, ha efectivamente habido siempre una finalidad evangelizadora; surgieron para ser, en frase del Papa San León Magno, el Evangelium pauperum, que no significa tanto el Evangelio de los pobres, cuanto "la Biblia en piedra o en madera para la evangelización, de los que no sabían leer o escribir, que en la Edad Antigua, en la Edad Media e incluso en épocas posteriores, eran la mayoría.

 

Función evangelizadora

 

El primero que elaboró un programa iconográfico para enseñar las verdades de la fe a través de la belleza fue el poeta calagurritano Aurelio Prudencio hacia el año 400. Dicho programa para la decoración de las basílicas, redactado en verso, es conocido con el nombre de "Dittochaeum". Consta de 48 títulos de historias, cada una con cuatro versos, a modo de rótulos explicativos para otras tantas escenas: 24 para el Antiguo Testamento, y 24 para el Nuevo Testamento; es decir, una síntesis de la Historia de la Salvación, leyendo el Antiguo Testamento desde una perspectiva cristológica.

Vendrán después los mosaicos de las basílicas constantinianas de Roma, los iconostasios bizantinos, los frescos de las iglesias rupestres de Capadocia, las pinturas murales y las portadas del románico, las vidrieras góticas y los grandes retablos góticos, renacentistas o barrocos, que nunca tienen una función meramente decorativa sino también evangelizadora: algo que en esta hora hemos de tratar de recuperar.

De suyo, anunciar a Jesucristo es la razón última que acredita y legitima la creación y el servicio de la Iglesia al patrimonio cultural religioso, mismo que es, frecuentemente, el único eslabón que, a través de la visita turística, une con la Iglesia a los que no creen, a los alejados y a los que han abandonado la fe o la práctica religiosa. Un eslabón que indudablemente habría que saber utilizar con valentía y audacia, con caridad pastoral y con una imaginación capaz de articular un discurso discreto, respetuoso y alejado del proselitismo, pero al mismo tiempo explícito, sin complejos, atractivo, convincente. Se necesita, en una palabra, recuperar la dimensión evangelizadora del patrimonio cultural.

Cierto, en esta no fácil tarea es obvio que se tendrá que hacer frente a una dificultad fundamental: la secularización de la sociedad, impermeable ante lo religioso, y a las presiones que la Iglesia recibe cada día de determinadas instancias para que despoje su discurso de referencias a la fe, impulsando a considerar únicamente los aspectos estéticos y culturales de estos bienes o su dimensión económica como generadores de riqueza. Se trata, obviamente, de una pretensión totalmente contraria a toda lógica; pues una obra de arte que ha surgido por y para la fe, no puede entenderse sin apelar a la fe que la creó.

 

La belleza nacida de la fe

 Una catedral no sólo es un hermoso edificio. Su finalidad es otra: es lugar donde se manifiesta la gloria de Dios, el culto solemne, la oración, la evangelización y su condición de cátedra del Obispo; finalidades que abundantemente justifican su existencia.

El patrimonio cultural de la Iglesia, es decir, la belleza nacida de la fe y del manantial límpido y fecundo del Evangelio, tiene un valor evangelizador incontestable. Bien aprovechado es un puente tendido hacia la experiencia religiosa.

Que esto no es vana ilusión lo demuestra, por ejemplo, la historia de la conversión de Paul Claudel la tarde de Navidad de 1886, en la que, movido por un sentimiento más estético que religioso, penetra en Notre Dame de París mientras se cantan las vísperas y queda subyugado por la majestuosidad del gótico catedralicio, por la música del órgano y por la belleza de lo que después él supo que era el Magníficat gregoriano, entonado por un coro de niños y el coro del Seminario de Saint Nicolas du Chardonnet. Este puede ser el camino de otros hombres y mujeres de buena voluntad que se acercan a estos bienes culturales. A ustedes y a nosotros toca tenderles la mano para que la belleza visible sea camino y sacramento de encuentro con la belleza invisible de Dios, en Cristo Jesús que, como afirma felizmente el Concilio Vaticano II, es “centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (GS 45).

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