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Hidalgo y Morelos

Algunos rasgos de su personalidad como creyentes y como sacerdotes

 

Carlos Herrejón Peredo

 

Nadie mejor que un investigador de la seriedad y competencia del doctor Herrejón, para exponer, sirviéndose de noticias contemporáneas a sus personajes, datos acerca del carácter y del ejercicio del ministerio sagrado de los dos eclesiásticos que principalmente acaudillaron la lucha por la emancipación de lo que hoy es México con este artículo, redactado en el marco del bicentenario del inicio de la independencia de México y del Año Sacerdotal, se rebate el mentís de aquellos que por ignorancia o mala voluntad han querido presentar a Hidalgo y a Morelos como clérigos rebeldes y licenciosos.

 

 Hidalgo

La primera infancia de Miguel Hidalgo transcurrió feliz entre la llanura del Bajío y la sierra de Pénjamo, viendo a su padre, Cristóbal, encabezando labores agrícolas y ganaderas. Todo cambió cuando le toco sufrir la pena más grande que puede padecer un niño de nueve años: la pérdida de su madre, Ana María. Ahí se sintió importante cuando a los dos años de su duelo, fungió de padrino de bautizo de una mulata descendiente de esclavos. Y una mañana de octubre de 1765, partió de ese lugar, en compañía de su hermano Joaquín, a Valladolid, ciudad que sería su tierra de adopción y en la cual discurrieron más de cinco lustros de su vida.

Tenía 21 años cuando solicitó la primera tonsura, esto es, la admisión al estado clerical. En las informaciones correspondientes se dejó testimonio de que era “de genio quieto y sosegado, inclinado al estudio, virtuoso y de buenas costumbres”. Otros seis testigos dijeron más o menos lo mismo. Y cuando pidió ser ordenado presbítero, el rector Blas de Echeandía aseveró que tanto Miguel como otros “se han portado con el honor que corresponde al sagrado orden que tienen recibido, y sin haber dado nota de sus personas en su vida y costumbres”.

Estos testimonios, diferentes en tiempo y lugar, desmienten la conseja muy posterior, vertida en 1810 de boca de Ignacio Viana, según el cual Hidalgo de estudiante había sido expulsado temporalmente por escaparse de noche del colegio cruzando la ventana. Eso dijo, pero no le consta, pues Viana no fue compañero ni contemporáneo de Hidalgo, sino alumno del otro colegio, el de San Pedro. Algo oyó y algo se imaginó, para presentar luego, a la vuelta de muchos años, un infundio para tachar el honor del caudillo insurgente. Ya es lugar común hablar de los éxitos académicos de Hidalgo. El escrito más largo brotado de su pluma es la ‘Disertación teológica’, de 1784, donde enuncia así lo esencial de su propuesta:

 No hay otro medio para adquirirla [la teología], sino ocurrir a la Escritura Sagrada y a la Tradición, […] Son los libros canónicos y tradiciones apostólicas dos órganos por donde [Dios] se comunica con sus criaturas, dos limpidísimas fuentes donde se beben las verdades de nuestra religión, en que se funda y de que trata la teología positiva; de donde se infiere rectamente sernos esta teología indispensablemente necesaria, porque ella es la que da noticia de la Escritura y la Tradición […] de las definiciones de los concilios, de la doctrina de los Santos Padres, y de todas las otras ciencias que se requieren para su perfecta inteligencia, como son: la historia, la cronología, la geografía y la crítica.

 Hay otro escrito de importancia para definir el perfil intelectual de Hidalgo, la Epístola a Nepociano de San Jerónimo, que tradujo el propio Miguel en 1786 y nos da la pauta para contrastar su silueta como en un espejo. Porque la Epístola a Nepociano es un conjunto de orientaciones, normas y consejos sobre la vida que debe llevar un sacerdote. No tenemos la versión de Hidalgo, pero en base a la nuestra podemos espigar interesantes páginas que en lo sustancial hubieron de resonar en la vida de Miguel.

            Comienza Jerónimo recordando que el clérigo ha elegido al mismo Señor Dios como la parte de su herencia, de tal manera -dice- que:

[…]si yo soy parte del Señor [...] teniendo qué comer y vestir, estaré contento con ello [...] No tengas más que cuando empezaste a ser clérigo [...] Que tu mesa la conozcan pobres y peregrinos y en ellos, Cristo invitado. Huye como de una peste del clérigo negociante y del que brincó de pobre a rico y de humilde a fanfarrón [...] La gloria de un obispo es socorrer el patrimonio de los pobres. Ignominia de un sacerdote es procurar enriquecerse [...].

Sabemos que en materia de dineros la familia de los Hidalgo era numerosa y requería mayores ingresos para subsistir con decoro. Miguel se lanzó junto con algunos de sus hermanos a proyectos agrícolas comprando unas pequeñas haciendas cerca de Taximaroa y pidiendo prestado para habilitarlas. Fue más la ilusión, pues como no podían atenderlas directamente, aquello no daba mayor cosa. Y a Miguel le gustaba gastar, desde luego en libros y en algún violín. También, en consonancia con san Jerónimo, daba a indigentes y a los alumnos sin dinero para que fuesen a la Universidad de México a graduarse. Si no tenía en ese momento, pedía prestado, aunque luego se le olvidara pagar. Siendo tesorero del Colegio, autorizó comer carne todos los días y condonó colegiaturas, lo cual le valdría después reclamos interminables.

Cuando sus ingresos fueron mayores, estando en San Felipe, organizaba comidas, bailes y teatro, haciendo sentar a los músicos y a otros a su mesa, sin importar si fuesen de tal o cual etnia, casta o posición socieconómica, en lo cual podría decir que no se apartaba del Padre Jerónimo. El problema fue que no se midió en los gastos y se le acumularon las deudas, al grado que las haciendas de Tajimaroa estuvieron a punto de ser embargadas, motivo por el cual obtuvo permiso para ir a atenderlas directamente y hacerlas producir más. Pero las deudas seguían y los acreedores lograron el secuestro de sus emolumentos como párroco, de modo que a Miguel no le quedaría sino para el plato.

Esta fue una de las razones por la que estando en Dolores promovió el desarrollo de artesanías y cultivos: ayudaba a feligreses necesitados y él mismo se ayudaba. Y en efecto iba saliendo de la mayor parte de sus débitos. Pero le había caído bastante mal que en medio de sus esfuerzos en mayo de 1807 le llegara aquella orden, por lo demás general, -la consolidación de vales reales- de que tenía que entregar el capital que debía de aquellas haciendas, siendo que iba al corriente de los réditos. Las haciendas fueron embargadas y por poco rematadas. Pero las iniciativas del cura de Dolores eran aplaudidas por un alto personaje del la clerecía vallisoletana, Manuel Abad Queipo, y por el mismo arzobispo de México, que reconocía su fama de “sabio, celoso párroco y lleno de caridad”.

Volvamos a san Jerónimo, quien recomienda prudencia para mantener la libertad de una vida continente y consagrada al ministerio. Dice:

A las doncellas y a las vírgenes de Cristo ignóralas a todas por igual o ámalas por igual [...] no confíes en tu pasada castidad [...] con peligro te asiste la mujer a cuyo rostro diriges tus miradas con frecuencia [...] No tomes asiento solo con sola y sin testigo [...] cuídate de todas las sospechas y evita de antemano, para que no se imaginen cosas, todo aquello que se presta a que las imaginen. [...] Eso de 'Tú eres mi miel, mi luz y mi deseo' y otras bobadas de enamorados, todos los gustos y requiebros, así como ridículos cortejos, nos dan vergüenza en las comedias; lo detestamos en los hombres del mundo, ¡Cuánto más en los clérigos [...]!

Natural curiosidad y a veces morbo ha sido preguntar y escribir sobre la vida amorosa de los próceres, empezando por Hidalgo. En el proceso inquisitorial se mencionó que en Valladolid tuvo amistad con María Guadalupe Santos Villa, a quien agradaban las obras de teatro. Mas no pasó a mayores, pues ella se fue de monja a Puebla y Miguel de párroco a Colima. Pero se ha dicho que Hidalgo tuvo un hijo y una hija, de Manuela Ramos, estando en Valladolid, y dos hijas en los días de San Felipe, de Josefa Quintana.

Sin embargo, en el proceso inquisitorial antes de 1810 nadie mencionó que tuviera relaciones carnales o hijos de tales relaciones, excepto una mujer, María Manuela Herrera, tal vez pagada por quienes se empeñaban en hundir a Hidalgo, que lo acusó, no de las supuestas relaciones con la Ramos o la Quintana, sino de haber hecho trato con ella en el sentido de conseguirle mujeres a él y a cambio Hidalgo le conseguiría hombres para fornicar.

No mencionó hijos ni el nombre de ninguna mujer. Nadie apoyó semejante acusación y los inquisidores no la tomaron en cuenta antes del Grito. El propio Hidalgo, días antes de morir, pidió que la Inquisición llevara a cabo una información legal, “ante todos los vecinos de mis curatos donde me vi de párroco”, para demostrar la falsedad del escandaloso testimonio.

Las supuestas pruebas que se han presentado para afirmar la descendencia de Manuela Ramos, unas, tienen visos de falsificación, y otras, están plagadas de dislates, habiendo el claro interés de conseguir pensión del gobierno. Sin embargo, hay indicio documental de la descendencia de Josefa Quintana.

La predicación, oficio primordial en los ministros del Evangelio, es objeto de estas recomendaciones en san Jerónimo, leídas y releídas por Hidalgo:

Que tus manos jamás dejen el libro sagrado. Aprende lo que has de enseñar [...] Cuando prediques en la iglesia, que no se levante el pueblo con aplausos, sino con gemidos [de conversión]. No quiero que seas declamador locuaz y parlanchín, sino experto en el misterio y ampliamente instruido en los divinos sacramentos. […] La desfachatez frecuentemente explica lo que no sabe y una vez que persuadió a otros, hasta se atribuye ciencia [...] Nada tan fácil como entretener a un vil populacho y a una reunión de ignorantes, que lo que no entienden más lo admiran.

A Hidalgo le agradaba predicar, pues ahí comunicaba la sabiduría de cosas nuevas y antiguas. No me refiero sólo a las homilías dominicales, sino también a los sermones solemnes. En su currículo se ufanaba de haber compuesto para varias ocasiones ese tipo de piezas oratorias.

Hay otra obra no eclesiástica que nos permite apreciar diferentes rasgos de nuestro personaje: el Tartufo de Molière, que tradujo e hizo representar en los días de San Felipe.

El Tartufo es la pintura crítica del falso devoto, del hipócrita que finge espíritu religioso y se vale de él para medrar. El punto culminante en la malicia de Tartufo se descubre cuando asedia a Elmira, esposa de quien le brinda hospitalidad. Ella le advierte que sus pretensiones repugnan a la piedad que ha exhibido. Tartufo responde:

Yo puedo, señora, desvanecer esos ridículos temores. Conozco el arte de acallar los escrúpulos. El Cielo prohíbe sin duda, ciertos goces, pero hay medios de avenirse con él. Según cada caso, existe una sabia manera de hacer más amplia nuestra conciencia, contrarrestando la maldad que pueda tener un acto con la pureza de intención. [...] Escandalizar al mundo, esa es la ofensa. Pero pecar secretamente no es pecar.

Estas palabras correspondían, en caricatura, a la vulgarización del laxismo en la casuística moral, corriente bien conocida y discutida por Hidalgo desde la cátedra. Y esa malicia cubierta de religión es justamente lo más reprobable según Cleanto, personaje de la comedia: “corrompen hasta lo más noble, por querer ir demasiado lejos”. Estas palabras, nos llevan de la mano a las que estampó Hidalgo en el Manifiesto de respuesta a la Inquisición en 1810:

¿Quién creería, amados conciudadanos, que llegara hasta este punto el descaro y atrevimiento de los gachupines? Profanar las cosas más sagradas para asegurar su intolerable dominación. Valerse de la misma religión santa para abatirla y destruirla [...] Ellos no son católicos sino por política; su dios es el dinero.

Molière tiene cuidado en distinguir la falsa de la auténtica piedad, cuando aclara:

Nada me parece más odioso que la apariencia simulada de fervor religioso; esos devotos de plazuela [...] que transidos de celo, predican a diario el retiro mundano, aunque sigan viviendo su vida cortesana; […] que son coléricos, vengativos, incrédulos y maestros en fingimientos; [...]. Pero los verdaderos devotos de corazón son fáciles de reconocer. Y en nuestro tiempo no faltan [...] No se les ve alardear de virtuosos. […] su devoción no les hace menos humanos y tratables. No censuran todos nuestros actos; […] con su conducta les basta para afear la nuestra [...].

Hidalgo al final de su vida confesaba tanto su fe cristiana como su tributo a la condición de pecador; mas al mismo tiempo reiteró aversión a la hipocresía:

Nunca creí haber faltado a las verdades católicas en mis palabras ni en mis conceptos, así como nunca aparenté verdad que con sinceridad no me hubiera hecho el Señor el beneficio de ejecutar. Y si algunas veces tuve alguna fragilidad en materias no de fe ni de religión, sino en otras, me reformaba, y éstas eran vicisitudes de mi miseria, que remitía a la gracia, y no efectos de simulación.

La teología positiva fue llevando a Hidalgo a la historia y a la crítica. Acostumbrado por otra parte a cuestionar todo con la duda metódica de escolásticos, gustaba de sorprender o probar la capacidad de sus interlocutores empezando con la negativa, como santo Tomás que se pregunta si hay Dios y responde: parece que no y expone los argumentos de los ateos; mas luego enuncia y desarrolla la afirmativa para volverse al fin contra los argumentos del adversario.

Cuando Hidalgo no tenía interlocutores a su altura, los dejaba confundidos con la opción de ponerse a estudiar. Quienes habían sido sus alumnos lo entendían: era travieso en poner dificultades; pero un día de Pascua de 1800, estando en Tajimaroa discutió de teología e historia eclesiástica con dos mercedarios, a quienes de paso también dijo que las órdenes religiosas eran inútiles. Resentidos y escandalizados, lo denunciaron a la Inquisición. Luego de años de numerosas declaraciones e informaciones no resultó nada contra la ortodoxia de Hidalgo; en cambio si apareció su alegre vida en San Felipe; pero asimismo en varias declaraciones se constató un cambio radical en esa vida, pues a partir de 1801 Hidalgo dejó el jolgorio y se entregó más de lleno al ministerio: confesionario y predicación.

De modo, pues, que la Inquisición archivó el cúmulo de declaraciones e informaciones y aunque después hubo otras denuncias se llegó a lo mismo, nada qué perseguir: Hidalgo era fiel cristiano y buen cura. Sin embargo cuando en 1810 se supo que el caudillo de la insurrección era aquel Hidalgo, los inquisidores, de la manera más incongruente e injusta, ordenaron al mismo fiscal que lo había tenido por inocente, lo acusara ahora de una docena de herejías. En dos principales momentos Hidalgo respondió: en Valladolid, durante su segunda estancia como insurgente, y luego ya preso en Chihuahua.

El manifiesto de Valladolid, al que ya hicimos referencia, sólo responde algunas de las acusaciones mostrando contradicciones internas. Pero antes de ello Hidalgo declara su fe cristiana y algo muy importante: su ministerio en la predicación. Dice así:

Os juro desde luego, amados conciudadanos míos, que jamás me he apartado ni en un ápice de la creencia de la Santa Iglesia Católica; jamás he dudado de ninguna de sus verdades: siempre he estado íntimamente convencido de la infalibilidad de sus dogmas, y estoy pronto a derramar mi sangre en defensa de todos y de cada uno de ellos. Testigos de esta protesta son los feligreses de Dolores y de San Felipe, a quienes continuamente explicaba las terribles penas que sufren los condenados en el infierno, a quienes procuraba inspirar horror a los vicios y amor a la virtud, para que no quedaran envueltos en la desgraciada suerte de los que mueren en pecado: testigos las gentes todas que me han tratado, los pueblos donde he vivido, y el ejército todo que comando.

Otro ministerio pastoral del que Hidalgo se gloriaba era la atención espiritual a los enfermos mediante el sacramento de la reconciliación. Diría, en efecto, estando ya prisionero en Chihuahua que “He sufrido las mayores fatigas varias veces en el tiempo que he sido cura sin temer soles, fríos y asperezas, distancias y pestes, porque mis feligreses no pasarán sin ella [la confesión sacramental] a la eternidad”.

Queda mucho por delinear sobre la personalidad de nuestro cura, por ejemplo, la pasión por la música dentro y fuera de la iglesia, su devoción al Señor de los Afligidos, el Cristo de la iglesia del Llanito, donde celebraba misa; la licitud de la rebelión, la teología natural esgrimida a lo largo de su campaña, la abolición de la esclavitud, el estandarte guadalupano, el tema de la excomunión, la terrible responsabilidad en los asesinatos de Valladolid y Guadalajara, la brillante defensa en Chihuahua de los cargos de la Inquisición, su permanente certeza de que la independencia era conveniente al país, su contrición por los excesos, y en fin sus últimos y seguros pasos recitando el salmo cincuenta. Pero baste ahora con lo dicho. Y vengamos a nuestro héroe epónimo.

 

Morelos

Por parte de su padre, Manuel Morelos, provenía de un medio campesino y artesanal. Sus parientes de Zindurio eran pequeños arrendatarios o, tal vez muy pequeños propietarios, sujetos a los altibajos de los temporales y del mercado, gente a la vez endurecida y suavizada en el trabajo del surco y en la sencillez campirana, de ricas tradiciones y de pocos dineros. Manuel emigró a la inmediata ciudad y se hizo carpintero.

El ambiente familiar por parte de su madre, Juana María Guadalupe Pérez Pavón, era otra cosa. La señora se ufanaba de tener prosapia queretana y ser hija de un maestro de escuela de Valladolid que había cursado varios años en el seminario y que a su vez era hijo de un rico de Apaseo. Las pretensiones de Juana María eran que su hijo José María accediera al mundo de las letras y de las sotanas, pues entrando a él podría alcanzar parte de la herencia legendaria del bisabuelo, mediante el disfrute de una capellanía.

José María estudió las primeras letras en la escuela de su abuelo, donde también hubo de leer y releer el catecismo de Ripalda, resumen doctrinal del catolicismo postridentino, así como de tradiciones evangélicas, como las obras de misericordia, o de aquellas otras del humanismo pagano, como las virtudes morales. La aplicación y el creciente interés del alumno prometían su pronto ingreso al seminario.

Mas las graves necesidades económicas por las que hubo de atravesar la familia, orillaron a José María a buscar el apoyo en la humilde familia de su padre, cuyo primo Felipe, administrador del rancho de Tahuejo, por Apatzingán, abriría a José María las puertas del campo, enseñándole los secretos de los surcos y de las nubes.

Las letras de José María, aunque pocas, estaban bien asimiladas y eran mayores que las ningunas de su tío Felipe. Por tal motivo pronto se convirtió en el contador de la unidad agrícola, así como en el escribano de recibos y remesas. La actividad y la paciencia, el saber esperar los tiempos, la actuación oportuna y decidida, virtudes de un buen agricultor, fueron la práctica de José María durante unos nueve años.

A partir de alguno de ellos hubo otra tarea, la arriería, ocupación que le dilató enormemente los horizontes. De tal, manera, de tiempo en tiempo retornaba a Valladolid, pero de paso a la Ciudad de México; conoció decenas de pueblos, algunas villas y ciudades. Probablemente llegó hasta el puerto de Acapulco.

Fue asimilando el espíritu del buen comerciante: la prudencia calculadora, el trato con la gente, la atención prevenida para lograr la ganancia y evitar ser engañado, la constante disponibilidad, la versatilidad para adaptarse a mil diferentes situaciones, y desde luego, el desarrollo de la capacidad de comunicación, el dominio del lenguaje popular. Y en el caso particular de un arriero comerciante, la fortaleza para arrostrar penalidades de malos caminos y la habilidad para resolver múltiples problemas desde cinchar bien los burros hasta pasar un torrente. Ahí, en los caminos de Nueva España, creció su ingenio y su sabiduría de la vida. Pero José María no quitaba el dedo del renglón. Los libros le seguían atrayendo como una llave para entrar a un huerto misterioso, el de la cultura escrita. Además quería ser líder de comunidades, quería enfrentarse cara a cara al misterio del altar y tener el reconocimiento de los pueblos, dirigirlos desde el púlpito y desde el secreto de las confesiones.

Cuando hubo un respiro económico en su casa y forma de pretender la capellanía del bisabuelo, dejó el campo y se inscribió como alumno de gramática latina en el Colegio de San Nicolás cuando Hidalgo era rector. De ahí pasaría al Seminario Tridentino donde cursó filosofía y teología moral. Se ordenó presbítero el 21 de diciembre de 1797. La Epístola a Nepociano de San Jerónimo no sólo era guía de conducta para Hidalgo. El obispo Antonio de San Miguel había dispuesto que todos sus clérigos la leyeran. Así que sin duda también la conoció Morelos.

Aparte, el cura vallisoletano había estudiado breves tratados de teología moral entre ellos el Directorio Moral de Francisco Echarri, en cuyas páginas aparecen las obligaciones de los párrocos, cosa que nos permite apreciar, también como en un espejo, pautas de conducta del cura de Carácuaro.

La predicación del Evangelio es compromiso ineludible, según esa obra. Dice:

“Y no obsta para excusarse [de predicar] el párroco decir que ya administra los sacramentos y procura darles buen ejemplo... Tampoco puede excusarse el párroco de esta obligación por no haber estudiado la teología escolástica; porque el modo de predicar el párroco no pide sutilezas teológicas, sino anunciar al pueblo lo que es necesario para la salvación...” Desde que Morelos era diácono y maestro de retórica en Uruapan se esforzó en el ministerio de la palabra; entre los libros que leía también aparecen sermonarios, e incluso en la insurgencia no raras veces sus discursos y manifiestos traslucen el verbo del profeta cristiano.

Acerca del ejemplo que deben dar los curas el Directorio de Echarri prescribe. “Lo primero, debe ser ejemplo de castidad, porque la vida impura del párroco es peste que inficiona a sus ovejas; lo segundo, desterrar de sí todo género de avaricia”. Sabido es que Morelos se distinguió por su desprendimiento, no así por la observancia del celibato.

El precepto de socorrer a los pobres debió resonar en Morelos. Dice así el Directorio: “Los eclesiásticos, y principalmente los párrocos, están obligados por el derecho natural y canónico no sólo a socorrerlos [a los pobres] en las necesidades extremas y graves, sino en las comunes y ordinarias... Debe [el párroco] patrocinar y socorrer a los huérfanos y a las pobres viudas, procurando ser su defensor y abogado, pues lo puso Dios para refugio de todos los que necesitan de socorro”.

Compárese el texto citado con estas palabras de Morelos:

Soy un hombre miserable más que todos y mi carácter es servir al hombre de bien, levantar al caído, pagar por el que no tiene con qué, y favorecer cuanto pende de mis arbitrios al que lo necesita, sea quien fuere”.

La lejanía, el aislamiento y lo abrupto en que se hallaban los numerosos pero pequeños poblados de la parroquia de Morelos agudizaban su marginación económica. En tal forma la cooperación de aquella feligresía para el culto y mantenimiento de ministros era muy escasa.

José María no se cruzó de brazos. Levantó el nivel de varias gentes y el suyo propio haciendo lo que sabía hacer: el comercio de la arriería. Organizó recuas que sacaran los productos de aquellas tierras y los llevaran a Valladolid, de cuyas tiendas traerían variedad de efectos. La disciplina en el manejo del dinero pronto dio resultados y permitió al cura realizar uno de sus trabajos favoritos, la construcción.

El curato de Carácuaro tenía una sede alternativa, mejor comunicada con el resto del territorio parroquial, el pueblo de Nocupétaro, razón por la cual Morelos trazó y realizó en esta población todo un proyecto para la infraestructura. Escuchémoslo:

“Es el caso que en el área de 120 varas de oriente a poniente y 110 varas de sud a norte fabriqué yo en este citado pueblo de Nocupétaro una iglesia (lo más de propio peculio, como lo tengo probado en la presentación de mis méritos), la que después de la de Cuzamala es la mejor de Tierra Caliente. Y desde el año de 1802 en que concluí esta iglesia, seguí con el empeño de su cementerio hasta estarle poniendo hoy mismo las últimas almenas a la puerta del sud, y ha quedado tan sólidamente construido y tan decente, que sin excepción no hay otro en Tierra Caliente, y pocos en tierra fría, como se puede probar con los cuatro últimos albañiles que se acaban de ir: Julián, Francisco, José María y Gregorio, vecinos de San Pedro de esa capital. Al oriente del cementerio queda la casa del campanero y sepulturero; al poniente y contigua, la casa cural; al sud en una esquina, la iglesia vieja que sirve de sala donde se depositan los cadáveres; y en la otra esquina, la iglesia nueva; al norte, la casa del sacristán; todo menos ésta, contiguo y dentro de la citada área”.

Por otra parte, hubo de cumplir una obligación fraternal con su hermana Antonia, que se resistía a acompañarlo en Tierra Caliente; de tal suerte compró casa en Valladolid para que ahí se alojara; y como pronto casó con un Cervantes, entendido en comercio, Morelos lo hizo su socio y agente en Valladolid, a fin de que en la esquina de la casa establecieran una tiendita. Por lo demás el cura tenía que darse vueltas a la ciudad para supervisar todo y arreglar asuntos en la mitra, así que construyó un segundo nivel donde puso su habitación.

La caridad de Morelos no se encerraba en su parroquia ni en su familia. De modo especial era solidario con sus hermanos en el sacerdocio. Cuando alguno de las parroquias circunvecinas enfermaba, ahí estaba Morelos para atenderlo. Escuchemos:

 “El bachiller José María Morelos… Certifico en debida forma y en caso necesario que hace más de cuatro años conozco y he tratado al bachiller don Manuel Arias Maldonado, cura propio de Purungueo y a quien he asistido en los últimos periodos de la vida, hallándole casi moribundo y como a tal he administrado los santos sacramentos, aun con demasiado trabajo mío, el que siempre que he sido llamado, he impendido en obsequio de mi quietud, ministerio de la caridad que siempre me ha compelido, tanto con este maestro, como con su antecesor a quien asistí en lo que tuvo lugar y halló [permitió] la precisa asistencia a mi curato”.

Volvamos al Directorio donde la administración de los sacramentos se marca como otro deber fundamental de los curas:

“Cuantas veces urge el precepto de recibir algún sacramento o la necesidad espiritual o utilidad de algún pueblo lo pidiere, está obligado el párroco, aunque sea con descomodidad suya, a administrarlo sin tardanza; y si lo negare o lo difiriere sin causa legítima, pecaría mortalmente contra justicia, porque falta a una obligación principal de su oficio”.

Estas palabras pesaban sobre el cura tierracalenteño, cuando a deshora y en tiempos de sol abrasador o de tormentas tropicales debía ir a rancherías distantes para decir una misa o auxiliar un enfermo. Y no había excusa.

La lejanía de la rica hacienda de Cutzián, sujeta a Carácuaro, ocasionó que Morelos tramitara su desmembración, aunque esto significara menos ingresos. Lo hacía “en descargo de su conciencia”, precisamente para que aquellos feligreses tuvieran acceso a la predicación y a los sacramentos. Ante la imposibilidad física de atenderlos Morelos se quejaba amargamente con estas palabras:

“Pero lo que es más de notar y digno de llorarse hasta las lágrimas de sangre, que mucha gente de esta hacienda [de Cutzián] se queda todos los años sin cumplir con los preceptos anuales de confesión y comunión, que los más ignoran la doctrina cristiana y que de éstos mismos mueren bastantes sin los santos sacramentos, como lo acabo de palpar en la revista de padrones y partidas. Por lo que afligido de este dolor y en cumplimiento de mi obligación, he solicitado los medios más oportunos para ocurrir a tan graves males...”

Esa referencia a los padrones de cumplimiento pascual es una prueba de la dedicación de Morelos a su ministerio, pues al relacionar año por año, nombre por nombre, todos los que se habían confesado y comulgado, implícitamente declara el haber administrado tales sacramentos con la consiguiente preparación, por sí en la mayoría de los casos y por su vicario cuando requería ayuda. Sabía que el estilo del buen pastor es contar y conocer sus ovejas una por una.

El Directorio de Echarri no habla de particulares devociones que deba tener el párroco. Pero Morelos tenía dos: el Cristo de Carácuaro, sobre el que escribió una novena; y la Virgen de Guadalupe, a la cual cada mes dedicaba función especial. Cuando pudo extender tal devoción siendo general insurgente, lo hizo mediante el siguiente bando:

“Por los singulares, especiales e innumerables favores que debemos a María santísima en su milagrosa imagen de Guadalupe, patrona, defensora y distinguida emperatriz de este reino, estamos obligados a tributarle todo culto […] Por tanto mando que en todos los pueblos del reino, especialmente en los del sud de esta América Septentrional se continúe la devoción de celebrar una misa el día doce de cada mes […] En el mismo día deberán los vecinos de los pueblos exponer la santísima imagen de Guadalupe en las puertas o balcones de sus casas sobre un lienzo decente […] Y […] deberá todo hombre generalmente de diez años arriba traer en el sombrero la cucarda de los colores nacionales, esto es, de azul y blanco: una divisa de listón, cinta, lienzo o papel, en que declarará ser devoto de la santísima imagen de Guadalupe, soldado y defensor de su culto, y al mismo tiempo, defensor de la religión y su patria contra las naciones extranjeras que pretenden oprimir la nuestra, como lo son a la presente, la nación española y la francesa […]”

Para concluir voy a citar una circular del cabildo sede vacante de Valladolid, abril de 1810, que en su momento conocieron y difundieron tanto Hidalgo como Morelos. Era literalmente alarmante, pues con ocasión de un donativo para fabricación de armas contra una inminente invasión de los franceses se excitaba el patriotismo y la religiosidad del clero; a tal grado, que esta circular fue la señal autorizada para que no pocos clérigos pensaran fortificarse, armarse y disponerse a un eventual levantamiento.

“Debemos todos prevenirnos, no sea que el usurpador nos coja descuidados e inermes; debemos velar nosotros principalmente que somos atalayas de la religión y del estado… debemos ser los primeros en esta divina empresa por razón de nuestro estado y porque somos también los más interesados; pues si perdemos la patria y el altar, todo lo perdemos. No confiemos demasiado en la anchura del océano, ni en lo infesto de las costas, ni en lo fragoso de las montañas… Tampoco será prudencia descansar ciegamente en un poder extranjero. La nación que quiera levantar el edificio de su gloria, debe cimentarlo en sí misma. La patria se funda sobre el patriotismo. Sólo este apoyo es firme. Y el patriotismo consiste en el sacrifico de nuestros intereses particulares y de nuestras pasiones, porque la gloria y la felicidad de una nación es incompatible con el egoísmo e inercia de sus hijos. En fin, la presente generación va a decidir la suerte de las generaciones futuras. Esta será la época de nuestra gloria o de nuestra ignominia”.

 Encabeza las firmas Mariano de Escandón, Conde de Sierra Gorda.

Tales palabras sonaron en la mente de Morelos el 22 de junio de 1810 y resonarían poco después en las iglesias de Carácuaro y Nocupétaro, puesto que la circular mandaba que los párrocos persuadiesen “enérgicamente a sus feligreses de estas verdades”. Lo mismo acontecía en Dolores, en Tuzantla, en Urecho, en La Piedad… en las 130 parroquias que conformaban el extenso obispado de Michoacán.



Artículo presentado en la II Jornada Académica Independencia e Iglesia, celebrada en Morelia los días 24 y 25 de septiembre del 2009.

Doctor en Historia por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, 1997, ha sido presidente de El Colegio de Michoacán, y en la actualidad se desempeña como profesor-investigador del Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán, Zamora. Es autor de 24 libros y es miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia.

Herrejón, Hidalgo antes del Grito cit., pp. 117, 126.

Cf. Jerónimo, San. Carta a Nepociano, presbítero, en Pascual Torró, Joaquín. Valencia; EDICEP 1991, 1era edición, pp. 80-81.

Pompa, Proceso inquisitorial cit., pp. 105-109.

González, Apuntes históricos cit., p. 299. José M. de la Fuente, Hidalgo íntimo, México, Tipografía económica, 1910, pp. 141-143. También véase: Pompa, Proceso inquisitorial cit., pp. 116-117

 Hernández y Dávalos, Documentos cit., I, p. 190.

Herrejón, Hidalgo antes del Grito cit., pp. 119-121.

Juan Bautista Poquelin Molière, Tartufo o el impostor, en Biblioteca de Nicolaitas Notables, 46, Morelia Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1992, p. 201.

Hernández y Dávalos, Documentos cit., I, pp. 124-126.

Molière, Tartufo cit., pp. 150-151.

Carlos Herrejón Peredo, Hidalgo. Razones de la insurgencia y biografía documental, México, Secretaría de Educación Pública, 1986, p. 339.

Ernesto LEMOINE VILLICAÑA, op. cit., p. 287.

Doc. 96.

Wilbert H. TIMMONS: Morelos, sacerdote, soldado, estadista, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 36.

Doc. 102.

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