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El laicismo y la libertad religiosa en México: raíces históricas

(1ª de dos partes)

 

Emilio Martínez Albesa

 

 Planteado desde el amarillismo de los medios de comunicación y de la polémica politizada, un debate, del todo oportuno, se ha ido postergando casi veinte años, los que han transcurrido desde las más recientes reformas a la Constitución Federal de México (1992) hasta la última, que incluyó en término ‘laico’ en el vocabulario de la Carta Magna con un significado equívoco o al menos ambiguo. ¿Por qué el estado mexicano tolera pero no acepta ni a la Iglesia católica ni la participación de los católicos en el diálogo democrático? A esta pregunta responde el autor de este escrito, investigador brillante.

 

Introducción

 

Al triunfar definitivamente Benito Juárez en 1867, había nacido la dicotomía entre un Estado que no renunciaría a su proyecto ideal de sociedad liberal y que, al no alcanzarlo, iba a darlo por supuesto, y una sociedad que no renunciaría a sentirse y a reconocerse católica. Una disociación nacional que, al extremarse, habría de conducir a la crisis nacional de la Guerra Cristera (1927-1929), cuya consecuencia sería la imposición de un silencio por tácito acuerdo mutuo entre el Estado y la Iglesia hasta que recientemente las exigencias de modernización en todos los campos han venido a urgir una solución.  

El Estado laico de los liberales del siglo XIX se presentaba como instrumento para la reforma nacional. Por tanto, legislaría y actuaría no para la sociedad mexicana tal cual era, sino para la sociedad que, según los liberales, debería ser. El Estado liberal encontraba su legitimidad no en la representación de la sociedad mexicana del momento, sino en su propia visión de la que imaginaba sociedad del mañana, como un misionero del progreso. De este modo, la sociedad –y con ella también la Iglesia– perdía toda su autonomía frente al Estado. Este Estado vendrá a liberar al individuo respecto de la misma sociedad. Los intereses sociales legítimos se reasumen en el progreso liberal.

A esta absorción de la sociedad en el Estado, se añade el modo peculiar de entender la religión que acaba por imponerse en el ámbito liberal: El Estado laico debería desentenderse de lo religioso y dejarlo a merced de la conciencia de cada individuo; pero, puesto que este mismo Estado se ha identificado con la sociedad, a la que ha absorbido, termina promoviendo de hecho una sociedad también laica. La secularización del Estado liberal mexicano se convierte en medio para la secularización de la sociedad y, en cuanto que ésta no es sino una suma de individuos, impulsará, de hecho, la secularización del individuo, al menos, en todo lo que ve a su vida exterior. El Estado laico liberal será entonces un Estado laicista.

            La religión, en la mentalidad liberal, queda reducida a formas de culto y a enseñanza de una moral que corresponda en lo exterior a los principios liberales, sin que importen los principios de fe, sino sus consecuencias prácticas. La religión pierde entonces, en esta mentalidad, su capacidad para informar la sociedad y claudica de su carácter público. Del respeto a las religiones, se pasa al ocultamiento de éstas en el ámbito privado.

 

1.      La tradición política de Occidente

 

La distinción efectiva entre la política y la religión es un fruto del cristianismo. La separación entre la política y la religión y la consiguiente autonomía entre el Estado y las comunidades religiosas es una aportación histórica del cristianismo. Fuera de las sociedades que la han heredado de él, es desconocida esta separación y autonomía.

            Si pensamos en el mundo anterior al cristianismo, en cualquiera de las sociedades, descubrimos que lo político y lo religioso se confunden. Por ejemplo, en el Imperio Romano, el emperador era considerado una persona sagrada, era augusto –divino–, y recibía un culto público. Existía en efecto una religión de Estado, de manera que el Estado asumía funciones de comunidad religiosa, no obstante la tolerancia de los romanos hacia las diversas religiones siempre que sus fieles rindieran el debido honor y acatamiento a las exigencias de la religión de Estado. Precisamente, las autoridades romanas condenaban a muerte a los cristianos con el cargo de ateísmo, porque rechazaban esa religión de Estado. El mundo islámico es un caso inverso; en él, lo religioso absorbe lo político. El Islam es una doctrina religiosa que regula toda la vida social, incluida la política. Así, la actividad de la comunidad religiosa musulmana engloba también el quehacer político. Hay pues confusión y mezcla entre la religión y la política. En las culturas prehispánicas americanas, también. En el mundo incaico, el emperador –el Inca–, era un ser sagrado, hijo del Sol, divino. En el imperio azteca, el tlacatecuhtli no era divino; pero, cuando en 1488 hay que inaugurar el altar de los sacrificios del Templo Mayor de Tenochtitlán, ¿quién sacrifica sobre él al primero de los miles de prisioneros que en esos días de celebración van a ser sacrificados? ¿El sumo sacerdote? No. Al primer prisionero lo sacrifica el emperador Ahuitzotl y al segundo, el rey de Texcoco Nezxahualpilli. Por tanto, la máxima autoridad política cumple la suprema función religiosa, aun cuando exista una especie de funcionariado religioso constituido por los sacerdotes. En definitiva, México aprendió la distinción entre política y religión del Evangelio; hasta la llegada del cristianismo, no la había conocido.

            ¿Qué es lo que distingue al mundo occidental en el modo de concebir la política? La tradición política de Occidente se caracteriza por dos principios. Los dos principios que definen la tradición política de Occidente son: primero, que el poder está bajo la ley, de manera que el gobernante no podrá considerarse libre de las leyes, absuelto de su cumplimiento (absoluto), sino que ejercerá el poder sometido a ellas, y, segundo, que la ley debe estar sometida a la razón, no dependerá por tanto del arbitrio del legislador, sino que deberá buscar la justicia desde la razón. Esta tradición política occidental ha nacido de tres fuentes: la política griega, el Derecho romano y la antropología cristiana. Los griegos aportan el concepto de política que hemos recibido en Occidente. A diferencia del mundo oriental, persa, donde el rey –o su sátrapa– decide todo despóticamente y el pueblo vive sometido por el poder de la fuerza, el mundo griego concibe la política como el acuerdo o compromiso entre hombres libres que nace del diálogo acerca de la justicia en la polis. Se establece un diálogo entre los hombres libres que forman la polis, los ciudadanos, que busca aplicar la justicia en el aquí y ahora de las circunstancias sociales de esa comunidad, de la polis. La política exige por tanto necesariamente la búsqueda en común de la justicia a través del diálogo, es decir, de la argumentación, de la exposición de razones, del raciocinio, para llegar a un compromiso que sea fruto del acuerdo sobre la solución más justa que pueda darse a los problemas de la convivencia, sobre lo más justo en la polis, es decir, lo más adecuado al bien común objetivo. Para los antiguos romanos, el Derecho no es simplemente la ley. No son las leyes. El Derecho romano es todo un ambiente y venía definido, muy ligado al concepto de justicia, como el hábito firme y constante en la sociedad de buscar la justicia. Si la justicia es dar a cada uno lo suyo, el Derecho es el hábito de hacer justicia. Es un ambiente que da seguridad a las personas porque se sabe que en esa comunidad política hay un hábito consolidado de procurar la justicia. Si uno tiene un problema de convivencia, sabe que buscará hacerle justicia. Este ambiente permite vivir con seguridad. Por eso las leyes vienen a garantizar el Derecho, van detrás del Derecho, apoyando y garantizando los justos derechos, pero no los crean sino que los sostienen.

La antropología cristiana aporta fundamentalmente los conceptos de creación y de redención. Por el concepto de creación, viene a liberarse el mundo de aquella sacralidad de que le habían investido las culturas antiguas, llegando a reconocerse la profanidad del mundo, su temporalidad, su carácter profano, o sea, no sagrado; se distingue a Dios de sus criaturas: Dios es el Creador y lo creado no es divino, es criatura, y, por esta vía, también se distingue el orden sobrenatural (sagrado) del orden natural (profano). La redención –el rescate del hombre pecador por Dios encarnado que le abre el camino al cielo– viene a evidenciar el valor del ser humano, su altísima dignidad, la vocación sobrenatural de la persona humana, que no está hecha para este mundo, sino que tiene un fin sobrenatural: está llamada a la unión eterna con Dios, y, en virtud de esta llamada que Dios le hace a la comunión eterna con Él, a participar de Él, la persona humana tiene un valor sagrado, una sacralidad. El concepto de redención sirve, consecuentemente, para jerarquizar los dos órdenes que el de creación distingue: viene a corroborar que lo sagrado y eterno es más importante y lo profano y temporal es menos importante, que el orden sobrenatural es más importante que el orden natural. De manera que, si con la creación, se independizan la política, que promueve el bien común temporal, y la religión, que procura el bien eterno de las almas, con la redención se jerarquizan, subordinándose el bien de la primera al bien de la segunda, ya que la persona humana que vive en este mundo está llamada a la eternidad y, por ello, el modo de organizar su vida temporal no puede ser un obstáculo para lo que le es más importante, que es su salvación eterna.

Hoy, en medio de la actual crisis de pensamiento político, parece que estamos perdiendo nuestro occidentalismo. Llamamos fácilmente política a los ardides por ganar consenso para las propias ideas, desconociendo la justicia del bien común, cuando no incluso a la burda búsqueda de alcanzar y mantener el poder. Nos es además difícil distinguir entre Derecho y leyes, confundiendo legitimidad con legalidad y desvinculando de consecuencia las leyes de las exigencias de la justicia natural, de la moral objetiva. Elevamos el indiferentismo religioso a la esfera pública, renunciando a la ligera al apoyo de la energía que la religión produce a favor del compromiso con el bien moral en la sociedad. En definitiva, parece que está en serio riesgo de perderse toda una tradición secular y milenaria que ha abierto nuestras sociedades a la libertad política y al reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos. Parece puesto en jaque nuestro desarrollo en humanidad por el abandono de esta tradición, con el peligro de hacernos retrogradar a los tiempos del gobierno del capricho de los poderosos, legisladores, mandatarios o influyentes.

 

2.      Laicidad y laicismo

 

Bajo la luz de la tradición política de Occidente podemos descubrir con nitidez la diferencia entre la laicidad y el laicismo.

            La laicidad, en el pensamiento occidental, es una dimensión o característica esencial del Estado, del poder político, que significa que el Estado es profano (no es sagrado); por tanto su poder es poder de este mundo y para ordenar las cosas de este mundo en vista del bien común terrenal. El Estado lo entendemos aquí en su significado más general, como la comunidad organizada bajo un gobierno según el principio de autoridad para la promoción del bien común de sus miembros. Orientado a la política, es esencialmente profano. Puesto que es profano, el poder político no se arroga autoridad sobre la esfera religiosa: no puede imponer una religión ni excluir ninguna religión que la sociedad admita por el simple hecho de no compartirla el gobernante; no puede ser un instrumento de evangelización o de proselitismo de ninguna religión ni tampoco de persecución hacia ninguna religión. Como dijo el Papa Benedicto XVI en 2005 al entonces nuevo embajador mexicano ante la Santa Sede Luis Felipe Bravo Mena: “en un Estado laico son los ciudadanos quienes, en el ejercicio de su libertad, dan un determinado sentido religioso a la vida social” y también, precisamente por ser laico, el poder político debe garantizar el derecho a la libertad religiosa de las personas, decía el Papa en la misma ocasión: “un Estado moderno ha de servir y proteger la libertad de los ciudadanos y también la práctica religiosa que ellos elijan, sin ningún tipo de restricción o coacción”.

            La religión existe en la vida humana. Es un dato de hecho. No se conoce en la historia ninguna sociedad mayoritariamente atea. Y un Estado laico no tiene por qué cerrar los ojos a esta realidad. Tiene que buscar el bien común terrenal para las personas que viven en este mundo, pero estas personas tienen una religión que les condiciona en su vida. Pero es que además la religiosidad es un factor positivo, representa un valor social, tal como lo demuestra la historia. De la religiosidad, de esa actitud de respeto hacia Dios, hacia la divinidad, de la conciencia de la trascendencia de la vida humana, de la trascendencia del hombre, de la vida que nos espera, han provenido bienes enormes de humanización de la vida social. Instituciones benéficas fundamentales como los hospitales, las escuelas, las universidades, así como tantas formas de servicio y compromiso social han sido fruto de la religión cristiana. Mientras que el ateísmo ha sido, es y será siempre un asunto puramente individual (no social) y, de consecuencia, la no-creencia no puede equipararse en derechos a la religión simplemente porque no es religión. Se trata de una carencia, de una ausencia, de una negación. La no creencia en que Dios existe no representa valor alguno en sí misma que pueda hacerla acreedora de reconocimientos sociales. Obviamente se respeta a quien no cree y quien no cree debe ser respetado en todos sus derechos civiles; pero la no creencia como tal no es que necesite del Estado ningún tipo de protección especial, ¿qué valor para el bien común de la sociedad representa el ateísmo? ¿Qué aporta a la sociedad la no creencia en Dios? El ateísmo no ha producido frutos de humanización social como sí la religión; no ha generado bienes sociales. ¿Dónde están las instituciones creadas por el ateísmo para la sociedad? Siendo una ausencia, no puede generar nada. Es cierto que podemos encontrar obras benéficas, filantrópicas, creadas por ateos, pero no en virtud de su ateísmo (de su negación de Dios), sino de los valores positivos, de las convicciones afirmativas, que tales personas tengan. Alguno puede disentir, considerando que ha habido, por ejemplo, ateos que han establecido escuelas para promover la razón alentados por su convicción atea; pero en tales casos el valor social no está en la negación de la existencia de Dios, sino en la promoción y desarrollo de la razón, lo cual de suyo nada tiene que ver con aquella negación; o puede pensarse en algunas fundaciones para difundir precisamente el ateísmo en la sociedad, las cuales, sin embargo, sólo serán de algún interés para la sociedad en tanto en cuanto propongan afirmativamente algún valor positivo y no en cuanto expresen una simple negación. Lo que la historia sí testimonia ampliamente es, más bien, que los sistemas sociales que han buscado fundarse en ideologías ateas han minado el bien común de las sociedades, deshumanizando las relaciones sociales, encumbrando el despotismo y produciendo horrores múltiples. Si el ateísmo puede ser considerado un bien –como lo pueden considerar los ateos–, habrá de considerarse necesariamente un bien individual y nunca parte integrante del bien común, dado que la negación de Dios nada dice en favor de la relación con los demás.

            Ahora bien, la religión es un valor para la sociedad siempre y cuando no se desordene degenerando en fanatismo o en individualismo asocial. ¿Dónde se coloca la frontera entre la religión y el fanatismo? ¿Cuándo comienza la religión a degenerar en fanatismo? Cuando, en nombre de la religión, comienza a obrarse contra los dictados de la recta razón y, consecuentemente, contra la moral natural objetiva. La frontera está en la irracionalidad e inmoralidad. Asimismo, la religiosidad puede degenerar en egoísmo cuando, en nombre de ella, uno se cierra a las necesidades de la sociedad, cuando en lugar de conducir a la comunión lleva al aislacionismo y a la insolidaridad; es el caso, ente otros, de ciertas corrientes pseudo-espirituales actuales que esterilizan la religiosidad desvirtuándola en la búsqueda individualista del bienestar interior, el propio equilibrio, etc., cerrando así a la persona el acceso a la trascendencia para recluirla en la inmanencia, despreocupándola de lo que sucede a su alrededor y desvinculándola de los responsabilidades sociales, impidiendo así el desarrollo del verdadero amor. Por esto el Papa, en su encíclica Caritas in veritate, ha recordado que no todas las religiones son iguales, no todas contribuyen en la misma medida al bien común, y corresponde a todos, pero especialmente a los gobernantes, que velan por el bien común, hacer un discernimiento sobre las aportaciones de las religiones sometiéndolas al doble examen de la razón y del amor, de la verdad y de la caridad (cf. n. 55). El Estado tiene que velar por que no se desordene la religiosidad, contrariando a la razón o a la caridad, pues “no faltan actitudes religiosas y culturales en las que no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo”; y, lejos de caer en el indiferentismo religioso, tiene que reconocer las aportaciones objetivas que cada religión está dando de hecho a la sociedad que él rige y facilitar las circunstancias que permita a cada una de ellas continuar y desarrollar su aportación positiva. Por esto, el papel de los gobernantes no se puede limitar a liderar el discernimiento, sino que comprende también el garantizar que Dios tenga un lugar en la esfera pública y que, por tanto, la vida política, cultural, social y económica se edifique desde la certeza de la existencia de Dios, de manera que la religión pueda efectivamente contribuir al desarrollo integral de la sociedad (cf. Caritas in veritate, n. 56). Podríamos preguntarnos: pero ¿qué Dios debe recibir ese reconocimiento público?, ¿el de una religión particular?, ¿un Dios genérico e impersonal? Debe recibirlo el Dios creador del hombre, cuya existencia es reconocible por la razón natural, que es eterno, omnipotente y también amigo del hombre, criatura suya. Pero no es necesario ir a una y a otra religión en búsqueda de este Dios, sino que el Estado deberá reconocer públicamente al Dios de la religión que de hecho haya conformado la cultura de la sociedad a lo largo de su propia historia, es decir al Dios que de hecho reconoce ya la sociedad a través de su cultura, siempre y cuando corresponda con aquel Dios omnipotente y creador, pues de otro modo no se ajustaría al concepto de Dios que descubre la razón humana. ¿No estamos llegando por esta vía al confesionalismo del Estado? No necesariamente y no, desde luego, a la exclusión de las otras religiones presentes en la sociedad. Este otorgar un lugar público a Dios en la sociedad, como hemos visto, busca humanizar más la sociedad, reconociendo la existencia de una verdad sobre el mundo y sobre el hombre; verdad que permite objetivar el bien, da fundamento a la dignidad de la persona humana y llena de valor moral al ejercicio de su libertad, de manera que se traduce en garantía de libertad religiosa para que las personas contribuyan también desde su religión a la construcción del bien común.

            En síntesis, el Estado de verdad laico no se superpone ni a la religión ni a la moral, sino que se circunscribe a la política. El Estado, reconociéndose laico, profesa que la esfera religiosa de la vida humana –cuya existencia y presencia en la sociedad es un dato innegable de la experiencia– no está bajo su poder. El Estado auténticamente laico es, por ello, aquel que garantiza a las personas y comunidades de creyentes el derecho a la libertad religiosa, reconociéndoles este derecho y facilitando las circunstancias que favorezcan su ejercicio. La laicidad conduce naturalmente a la recíproca autonomía entre el Estado y la Iglesia, sin por ello cerrar las puertas al mutuo reconocimiento, al diálogo y a la colaboración entre ambos para bien de las personas de las sociedades a las que sirven; más bien, esta colaboración se descubre por ambas partes como beneficiosa y deseable para mejor llenar el fin que a cada una le es propio.

            El laicismo, por el contrario, es una posición ideológica por la que el Estado se reviste de autoridad para excluir a la religión de la vida pública. Benedicto XVI viene a describirlo precisamente como “exclusión de la religión del ámbito público”. Según esta ideología, prejuicio o interpretación, el Estado tiene como parte irrenunciable de su misión impedir que la religión –y consecuentemente la Iglesia– ejerza un influjo sobre las decisiones de las personas a la hora de organizar su vida social. Con el laicismo, el Estado cierra los ojos a la realidad y hace finta de que la religión no existe en la vida social de las personas; es más, imagina que sería sólo un fantasma que amenaza con aparecer y asustar o incomodar el normal desenvolvimiento de la vida social y él debe evitar que aparezca, como si la religión no influyera en la vida cotidiana de las sociedades y su presencia en ellas fuera una anomalía a evitar. Así, en la historia de México, se constata un indiscutible contraste entre las leyes laicistas de inspiración reformista y la vida social real a la hora de valorar la contribución de la religión. Por esta vía, el laicismo, de consecuencia, no propugna la independencia entre la Iglesia y el Estado, sino sólo el aislacionismo de la Iglesia respecto del Estado y de la vida social. Sólo puede darse bajo el concepto de Estado total, es decir, de un Estado que identifica consigo mismo la sociedad, considerando que todo lo social le pertenece por derecho propio.

 

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