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Carmelita Robles,

Mártir de Cristo de Mezquitic, Jalisco[1]

 

 

 

 

 

¿Por qué la diócesis de Zacatecas no promovió la causa de canonización de una de las víctimas de la persecución religiosa en México de la cuál se conservan abundantes datos y hasta sus restos? Esta pregunta se la seguirán haciendo quienes se enteren de estos pormenores, donde se fusionan datos recopilados por Juan N. Carlos y don Aurelio Acevedo.

 

Algunos testimonios

Como doña Cuca Ibarra posee el don de la buena conversación, busco siempre la oportunidad de visitarla. En la última vez, me ofrece una cómoda silla de bejuco mientras ella se sienta junto a mí. Cepillándose su largo y abundante pelo, desenreda, al mismo tiempo, sus remembranzas. Largas horas podría escuchar esa excepcional forma de narrar las cosas. Ya para despedirme de ella, me doy cuenta que a medio metro de mí, sobre una repisa, se encuentra una urna de cristal que contiene restos humanos. Con gran curiosidad y sin pedir licencia, me acerco. Sobre la tapa leo una lacónica leyenda: “Restos de la mártir María del Carmen Robles Ibarra, nacida en el año de 1888, en el rancho de Las Marías, en el Río de San Juan. Sacrificada el 17 de enero de 1928.- Sus restos fueron encontrados el 8 de febrero de 1963 en Mezquitic, Jalisco”.

Más que preguntar por qué estaban allí esos huesos áridos, se agolpan en mi mente una serie de anécdotas y opiniones de la gente acerca de esa mujer, que en Mezquitic es considerada santa; de lo que Aurelio Acevedo habla acerca de ella en su boletín cristero “David”; de lo que me había contado doña Mariquita Carrillo, del rancho de El Gimulco, de quien conservo una nota que dice: “Sí, mire, me llegaron a avisar al rancho que los federales andaban sacando a Carmelita Robles lazada y que la traían a tirones por la calle junto con otras muchachas. Yo me puse a rezar, pero entre mi rezo, y que Dios me perdone, había coraje y miedo también. ¿Por qué a mujeres indefensas? La guerra era entre hombres, no entre mujeres, y nos fuimos a divisar. Ahí por la subida de La Mesa de las Cuevas las llevaban en medio de dos filas de soldados y ellas a pie”.

Doña Mariquita me muestra una medalla tallada por el tiempo, que desenreda con mucho cuidado entre una cinta azul: “Juventud Mariana de México, 1869”, se lee en su medalla. “Yo nací en 1888, dice con cierto orgullo, cumplo un siglo en este mismo año y desde los quince me dieron esta medalla, que siempre está conmigo, soy “Hija de María” y ellas eran mis compañeras. Carmelita era la presidenta de la asociación. Cómo cree que me quedara yo. Qué de cosas pasaron, pero aquí me tiene, peleando todavía. Yo no sé por qué les gusta Huejuquilla. Por allá en un tiempo los de Lozada, después los maderistas, luego los orozquistas. ¡Uf! Que si me acuerdo. Después los villistas, los carrancistas y luego para rematar los “callistas”.

Pero, ¿Quién era esta mujer? ¿Qué fue lo que motivó su dramática muerte? De oídas y de leídas, me he encontrado con estos datos:

 

Itinerario vital

Carmelita Robles nació en la ranchería Las Marías en el año de 1888. Fueron sus padres Elías Robles y Gila Filomena Ibarra, gente pobre. De pequeña vivió en Sombrerete, Zacatecas, internada en un colegio particular, donde terminó su instrucción primaria. Vivió después en La Noria, luego en la hacienda de San Mateo Valparaíso y por último en Huejuquilla, en donde murió su madre y después su padre, a quien cuidó con esmero y paciencia, pues padecía de parálisis. Esto, su deseo frustrado de ser monja y otras penalidades hicieron de Carmelita una mujer de carácter fuerte, que dejaba entrever de cuando en cuando un deseo sutil de amargura, pero que nunca proyectó en contacto directo con la gente. Permaneció soltera y enfocó toda su actividad a ayudar. Desde muy temprana edad fue “Hija de María”. Fue muy estricta en la observancia de las normas de esta asociación, que algunos sacerdotes llevaron al extremo de la rigidez; fue también una constante autodidacta sobre todo en materia religiosa.

Su paciencia era inalterable y conste que sufría mucho, en silencio, por la conducta de su padre, que aparte de dedicarse a pasatiempos varios, desde la muerte de su esposa se entregó a la embriaguez. Por este motivo Carmelita pidió a Dios por medio de la oración frecuente, que si su padre estaba en peligro de perder su alma por la vida que llevaba, le diera una parálisis para su bien espiritual. Así sucedió, pues el señor Robles empezó a ser atacado por un reumatismo agudo que al final le hizo perder el uso de sus extremidades inferiores. Acabo su vida con santa resignación.

Carmelita era un verdadero apóstol, pues no sintiendo vocación para el matrimonio, se entregó de lleno a hacer el bien a sus semejantes. Orientaba a quienes acudían en busca de sus buenos consejos y visitaba con frecuencia a los enfermos. Dotada de una inteligencia admirable expresaba sus opiniones con un lenguaje correcto y es fama que lo acertado de su juicio era tal, que en algunos problemas difíciles hubo sacerdotes que  pidieran su consejo.

Vivía modestamente, con el fruto de sus labores manuales, confeccionando ropa para señoras; también hacía flores de lienzo, papel y cera; pintaba, bordaba y tejía, pero lo mejor de su arte lo dejaba para darle culto a Dios, complaciéndose en hacer manteles, albas, roquetas y otras prendas litúrgicas. Por otra parte, sus actividades apostólicas le granjearon mayor afecto entre sus amistades, pero también contrariedades y molestias por parte de los nada amantes de su asociación, las Hijas de María.

Durante la suspensión del culto religioso, a partir del 31 de julio de 1926, se entregó en cuerpo y alma a trabajar por la causa de Dios y la libertad de la Iglesia. Se dio de alta en la Unión Popular, recién establecida en Huejuquilla, y con todo ardor hacía repartir volantes religiosos para no caer en la apostasía, como estaba ya sucediendo a algunas personas.

En tan crítica situación, llegó a recibir en su casa a los sacerdotes cuando nadie quería hospedarlos, y hasta acondicionó un aposento para que en él se pudiera celebrar la santa misa y reservar con decoro el sagrado depósito. Cuando llegaba algún sacerdote, amparado por las sombras de la noche, en ese oratorio llegaron a ser bautizadas algunas criaturas y celebrado uno que otro matrimonio. En atención a eso, Carmelita se hizo cargo de la notaría parroquial, y no era raro que acudiera en busca de auxilio con el señor Cura de Huejuquilla, don Pedro Correa Riestras, o del padre Adolfo Arroyo.

Ante tanto riesgo, no es de extrañar que el grupo de señoritas que le ayudaban pasaran, como se dice, siempre con el ‘Jesús en la boca’. Temiendo la llegada del Ejército Federal al pueblo, a la menor señal de alarma se ocultaba debidamente la reserva del Santísimo Sacramento, los ornamentos y los vasos sagrados; cuando pasaba el peligro, las cosas volvían a su lugar.

El tristemente célebre coronel Juan Vargas, azote de la región, miliciano sacrílego, blasfemo e impío, la visitó repetidas veces -por denuncias que recibía-, discutiendo mucho con ella sobre historia eclesiástica y sagrada, moral y religión, pero Carmelita siempre lo derrotó con gran facilidad y hasta con ironía, pero siempre con buen talante, al grado de que Vargas no hacía más que disimular su rabia con una risita sarcástica. Un día, admirado a su pesar de la preparación intelectual de Carmelita y de su gran valor para defender su fe católica, le dijo: “¡Ah cómo quisiera darle mis pantalones!” Y Carmelita le contestó de inmediato: “Y yo ¡Cómo quisiera darle mis enaguas para que se las ponga usted!”

Una semana antes de su captura, el 8 de enero de 1928, escribió una carta al presbítero don Adolfo Arroyo, donde entre otras cosas le escribe esto:

 

Señor Cura de Valparaíso (Futuro ¿eh?)

Muy digno y estimado padre:

Decía una viejecita: “Acúsome, padre, que me hacen renegar”. Tengo mucho miedo, padre. Vargas ha dado en mostrarse benigno conmigo, pero me hace repelar. Pídale a Jesús por mí, que ponga en mi lengua palabras de fe, temo tanto, tanto… Acepte el respetuoso afecto de la última que besa su mano. Carmen Robles [Rúbrica]

 

A pesar del riesgo, ella nunca abandonó la causa, pasara lo que pasara. De ahí que dándose cuenta de ello el perseguidor de lo que ella era y hacía y el auxilio que prestaba a los cristianos, viendo que nada le intimidaban las amenazas, fraguó su muerte.

Estando los federales en Huejuquilla, y habiendo salido para San Juan Capistrano a mediados del mes de diciembre de 1927 y como regresaron enfurecidos por haberlos atacado los cristeros. Un día llegó un oficial, se apersonó entonces en la casa de Carmelita llevando en sus manos una fotografía del santo señor canónigo don Anastasio Díaz, fundador de la orden de las religiosas del Sagrado Corazón y santa María de Guadalupe y mostrándola le dijo: ¿Quién es este cura y donde se encuentra? No es ningún cura, contestó Carmelita, es el santo señor canónigo don Anastasio Díaz que murió hace 14 años ¿Quiere regalarme la tarjeta?

El jayán aquel por toda respuesta rompió la tarjeta y la arrojó a los pies de la dama, la cual sentenció: “Con esa acción se perjudica usted más, porque él nada le hace, ya que esta en el cielo muy lejos de su alcance”.

El 14 de diciembre de 1928 el coronel Vargas y su gente bajaron a San Juan Capistrano creyendo que allí estaba la madriguera de los cristeros y aprovechó las chumas agrarias que lo acompañaban, porque nunca se animó a bajar solo con sus tropas de línea. Robó, quemó y mató a quien encontró. En Las Marías mató a don Juan Roldan por haber encontrado en su casa las imágenes del templo de San Juan, las cuales profanó, cometiendo acciones obscenas con una escultura de la Santísima Virgen; a la del señor San José dispuso que la fusilaran. Su tropa abusó en tumulto de las únicas tres mujeres que se quedaron en el lugar  pues todo mundo huyó a las barrancas.

En el camino de San Juan a Huejuquilla se toparon en La Mesa de los Ocholes con cincuenta cristeros al mando de los jefes Pasillas, Castañón y Epitacio Lamas. Se trabaron en reñido combate, llevándose los federales y agraristas el susto de su vida y sufriendo total derrota. Al oficial aquel que destrozó la fotografía del canónigo Díaz, una bala le arrancó de cuajo la mano derecha desde la mitad del antebrazo.

Al día siguiente, domingo, Vargas y los suyos se posesionaron de la ranchería de San Antonio. Haciendo una salida llegaron a Los Arroyos, donde mataron a Juan Ramírez y don Pedro Ochoa, vecinos pacíficos, y quemaron sus ranchos. En la barranca de El Vallecito, a unos 12 kilómetros de Huejuquilla, robaron e incendiaron todo. Regresaron esa tarde a Huejuquilla, y Carmelita, a eso de las 14.30 horas, presintiendo lo que iba a pasar, consumió el Sagrado Depósito y exhortó a sus compañeras al sacrificio, pues algunas se habían recluido en la casa de su guía.

 

La aprehensión

El coronel Eulogio Mendoza Guerra inspeccionó la casa de Carmelita poco antes de salir a El Vallecito. Cuando estuvo en el oratorio, no ocultó su desprecio por el recinto, y como las señoritas del grupo de Hijas de María vestían de negro y llevaban al pecho las cintas de la asociación, la consideró una comunidad de monjas, siendo por ello hostilizadas.

De nuevo en Huejuquilla, el 15 de diciembre de ese año, Mendoza allanó otra vez el domicilio de Carmelita, y echando de menos a algunas de las muchachas, dispuso su captura y ordenó la evacuación de la vivienda. Carmelita se opuso y más cuando se le dijo que serían trasladadas entre la tropa. “Prefiero que me den de balazos”, dijo. Mendoza intentó introducir a Carmelita en una pieza, pero incapaz de vencer la resistencia de la mujer, mandó que sus esbirros que a empujones la sacaran de la casa, acción brutal que fue posible porque la lazaron con una reata, y tirando de ella, la derribaron y a rastras la echaron de la vivienda. Ya en la calle, Vargas dijo: “¡Fórmense, que las vamos a arrastrar a todas aquí en el empedrado!”. Carmelita, dirigiéndose a sus compañeras las animó: “Si nos arrastran de aquí a la esquina, nos vamos al cielo”. Las rehenes, acusadas dizque de ser monjas, eran Conchita Ruiz, sirvienta por muchos años de Carmelita; Hilaria Caldera, Margarita Victorio, Ignacia Ibarra, Carolina Ibarra, María Isabel Jaime y su hija Ramona.

No pudiendo obligar a las damas a usas las monturas, se las llevaron a pie, a Carmelita con las manos atadas y lazada por el cuello, no le quitaron la soga hasta llegar a la cuesta de Las Cuevas, a un kilometro de la población. En San Antonio, Vargas y Mendoza destrozaron las imágenes del templo. Allí consiguieron burros para hacer el viaje a Mezquitic. Carmelita no cesaba de exhortar a sus compañeras a no amilanarse ante el sufrimiento, hasta se le veía contenta.

De San Antonio fueron trasladadas a La Soledad. Iban en ayunas, y Carmelita sumamente débil. Cuando pudo, se tiró en una tabla donde dormitó unos cuantos minutos. En ratos la vencía el abatimiento y lloraba mucho, sin embargo se reanimó y animaba a sus compañeras recordando pasajes de la novela ‘Fabiola’, del cardenal Wisemman. Llegaron a Mezquitic como a las 23 horas.

 

El asesinato

En ese lugar, al filo de la media noche del martes 17 de septiembre de 1928, los coroneles Vargas y Mendoza, y Jesús Ocampo, de Huejuquilla, apuñalaron a Carmelita y le dieron sepultura clandestina, introduciendo su cuerpo en una cavidad no muy honda, practicada junto a la escuela municipal. Los asesinos se rezagaron de la comitiva, alcanzándolos al día siguiente, ya bien andado el camino a Colotlán. Como explicación dijeron que Carmelita se había escapado. Uno de los soldados dijo a las prisioneras: “Éstos ya la mataron”.

Ya en Colotlán, se les redujo a prisión. Isabel y Ramona, madre e hija, pudieron escaparse, aprovechando la salida de Vargas, que se fue a combatir cristeros en la delegación de Cartagena. Por desgracia, fueron recapturadas en Jerez. Vargas secuestró a Ramona y la retuvo consigo por espacio de muchos años, hasta que ella se fugó, retornando a Huejuquilla.

 

Hallazgo de los restos

El viernes 8 de febrero de 1963, 35 años después de los hechos, unos señores que hacían adobes en un corral colindante con la escuela de Mezquitic, encontraron el esqueleto de una persona en posición vertical, como sentada. Un crucifijo y una medalla de la Asunción sirvieron como prueba material para identificar que aquella osamenta correspondía a Carmelita Robles, a quien Dios tenga en su Gloria y desde allá pida por sus verdugos.



[1] Información proporcionada a este Boletín  por el ingeniero don Manuel Caldera.

 

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