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Semblanza moral y biográfica del pater Severo Díaz

 

José R. Ramírez[1]

 

En el marco del Año de la Astronomía, se ahonda en algunos aspectos humanos del luminoso sabio jalisciense, pionero de la astronomía en esta entidad.[2]

 

Pater

Exhibir la personalidad sacerdotal de don Severo Díaz Galindo es una labor tan ingente que apenas cabe en el término que se le adjudicó en vida: pater.

Abrumado por la tarea de hacerlo, y al cabo de semanas de afanosa búsqueda, llegó el premio, algo así como la recompensa al alpinista que contempla el panorama desde la cima del Nevado de Colima -para ponerme en el contexto de la geografía local-, muchas horas de fatigoso ascenso.

Ello fue el feliz hallazgo de un libro de 160 páginas que lleva por título ‘Corona Fúnebre en honor del señor Don Ignacio Chávez Gutiérrez’, publicado en Guadalajara, en la Tipografía de El Regional, en 1911. Se trata de una de las figuras sacerdotales más estimadas por don Severo, a cuyo deceso, para perpetuar su memoria, algunos de los que fueron sus alumnos registraron por escrito sus sentimientos de veneración y de gratitud por el maestro.

El mismo Severo coordinó la compilación de textos y aportó el prólogo y tres artículos, que suman cuarenta y cinco páginas, en las cuáles habla no sólo de su reconocimiento por el fallecido, sino da también da una proyección de su propia imagen, de la cual emergen de forma admirable la personalidad del ministro sagrado y del sabio, su pensar y su sentir, con palabras muy bellas, ahora no del universo externo que continuamente contemplaba, sino de su propio íntimo universo.

El sacerdote se hace, más bien dicho, se va haciendo, porque siempre es una acción inacabada, pero tiene dos etapas, mientras va preparándose hacia el día de la ordenación sacerdotal –una década- y los años sacerdotales en distintas etapas y circunstancias.

Largo es el camino, por lo tanto habrá que ir a trancas.

 

I

 

La fundación del Seminario de Zapotlán el Grande está ligado al acto generoso de un sacerdote de Querétaro, don José Francisco Figueroa, llamado “el Grande de los pobres” por su continuo afán de ayudar a los necesitados.

Murieron sus padres cuando él tenía veinte años, él, el quinto varón y cinco hermanas doncellas. Primero cuidó de administrar la cuantiosa herencia. Y después, a los treinta y cinco años, pidió ser ordenado sacerdote, y el obispo de Querétaro en 1866 le confirió el presbiterado.

Por razones de negocios acudía a Zapotlán, cabecera del noveno Cantón de Jalisco. Ahí tenía casas y propiedades rurales cerca del ingenio azucarero de San Marcos. Le vino la idea de fundar un seminario en esa región para facilitar el acceso a los estudios de los adolescentes y jóvenes de la región. Secundó su proyecto al cura de Santa Ana Acatlán, don Antonio Urzúa, y aprobada la idea por la autoridad eclesiástica, entonces en sede vacante, por fallecimiento del primer arzobispo Pedro Espinoza y Dávalos, el mismo cura Urzúa, nombrado rector, inició clases el 19 de noviembre de 1868.

Desde entonces, con sus altas y sus bajas, con su “edad de oro” y otros pocos gloriosos períodos de grandes satisfacciones, y a veces pagando el tributo no dulce del sufrimiento, ha cumplido con la misión de educar en la fe y en la ciencia a muchas generaciones. En ese seminario se desbrozó el “Pater” don Severo, a quien seguiremos en sucesivas etapas. Los mejores de esta institución, la llamada “edad de oro” del seminario fueron los del rector Ignacio Chávez, mismos en que fue alumno el joven Severo Díaz.

II

El 19 de octubre de 1890, Severo Díaz, muchacho moreno de 14 años, ojos negros, de mirada profunda, tocó a las puertas del seminario y fue admitido. En realidad, los primeros años de su formación en el Seminario los pasó al lado de su familia, que se mudó de Sayula a Zapotlán el Grande para asistirlo. [NdE]. Era tímido, de pocas palabras, y con enormes ganas de saber. Allí encontrará, en diez años de su vida, los floridos de su juventud, por lo tanto de la alegría, de la generosidad, de las ilusiones, de los ideales, el campo propicio para satisfacer sus inquietudes sacerdotales, todo lo cual evoca con añoranza:

 

“Cuando yo conocí el seminario de Zapotlán, qué hermoso espectáculo se ofreció a mi vista. Una apiñada multitud de jóvenes vivos, sonrientes, trabajadores, corría por los ambulatorios de este establecimiento, una sabia fecundante de entusiasmo que lo asemejaba a un árbol robusto y lozano bajo cuyas frondas se resguardaban del ardor mundano. Las tiernas almas de sus broncos escolares.

Ya tenía una historia, ya habrá una tradición; y era de verse que después de las reñidas luchas que se desarrollaban en sus aulas con el calor de una sana relación se contaran las proezas de éstos y de los precedentes combatientes. Eran los buenos tiempos en los que se anhelaba saber. Feliz época de mi vida de estudiante. La vida una peregrinación, y nada más hermoso que el principio de un viaje… esta fiesta del corazón”.

 

Desprenderse de sus padres, de sus hermanos, de su hogar, de su tierra, ya es empezar a luchar por sí mismo. Es también empezar la propia búsqueda. Son semejantes en la apariencia quienes ocupan los broncos en el salón de clases, pero dentro de cada uno, ya empieza a germinar semilla distinta que hará de ellos árboles diversos, para madurar, a su tiempo peculiares frutos.

Allí en el seminario sintió lejos, muy lejos su hogar y empezó a vivir, sobre todo en las noches horas de soledad. Empezó a escuchar el silencio. Cuenta él esa separación: “ Sabéis que es casi indispensable que el joven destinado al colegio (seminario) abandone el hogar paterno; pero cuán triste es ésta separación… yo vi lágrimas silenciosas que corrían abundantes de los ojos de mi santa madre.”

Alguien ha escrito que se nace dos veces, cuando se nace y cuando se descubre el sentido de la vida en el silencio y en la soledad se encuentra el espacio espiritual en que la existencia manifiesta su totalidad indivisa.

El adolescente encontró ese ambiente; ya empezaba a mirar los cielos abiertos que vierten silencio sobre la tierra. Allí empezó a escuchar el lenguaje del universo que luego pide respuesta.

Cuando el silencio de un alma se vierte, como en un sueño, sobre el sueño del mundo y lo ilumina, nace una palabra universal. El silencio decía más que cualquier palabra. El silencio tiene una potencia infinita como el infinito demuestra intimidad. Su línea es vertical, mira siempre hacia arriba, cada vez más arriba.

Contemplando en silencio las noches las estrellas, el adolescente empezó a escuchar el lenguaje del universo. No lo sabía, pero será para siempre desde entonces un contemplativo. Ya no podrá apartar sus ojos sedientos de mirar al cielo, siempre distinto y elocuente.

El escritor gallego Wenceslao Fernández Flores en el mejor de sus libros, por opinión propia, ‘El bosque animado’, dejó escrito: “Los árboles no se aburren nunca porque no miran a la tierra, sino al cielo, y el cielo cambia tanto, según las horas y según las nubes, que jamás es igual a sí mismo. Cuando los hombres buscan la diversidad, viajan. Los árboles satisfacen su afán sin moverse. Es la diversidad la que se aviene a pacer incesantemente a sus copas”.

Ese cielo siempre diverso, siempre bello, será desde entonces la obsesión de Severo.

 

III

Los primeros tres años, a la usanza de los seminarios, fueron el encuentro obligado de las gramáticas castellanas, latina, griega y francesa con sus reglas y ejercicios. Monotonía, pero de provecho para ir conformando el pensamiento con la palabra y la palabra con la belleza. El señor Chávez determinó pues que todo el colegio se reuniese los jueves a una sesión de ejercicios de latín y de gramática: allí se practicaba la conversación latina y se llevaba una corta lección de teoría del lenguaje, pasándose luego a la escritura dictada para corregir los defectos de ortografía.

Además al encuentro con los clásicos; primero Fedro con sus fábulas graciosas cuando ya han sido descifrados los enigmas de las declinaciones y las conjugaciones y cuando el diccionario ha dicho que vulpes quiere decir zorra, y ahí cuando una vez más adiestrados en las lenguas del Lacio podrá gustar de las campañas de Julio César.Ya proficientes podrán gustar, no sin apuros, de la límpida inspiración de Virgilio en sus églogas y geórgicas y el libro II de la Eneida, que empieza en una marcha de fiesta, en el Palacio de Dido en Cartago cuando “Conticuere omnes” (Callaran todos) y Eneas abrió adolorido el chorro de sus tristezas por la destrucción de Troya. Las odas de Horacio; los tristes de Ovidio y las elegías de Catulo embelesan al el joven seminarista y conforman su inteligencia, su sensibilidad y su imaginación por los caminos serenos de los clásicos. Con un salto de quince siglos también se encontró en el corazón de Castilla, con Garcilaso, Quevedo, Lope, Cervantes y los frailes, el de León y el de Granada, que no era ajeno a la gracia de las letras los indica la calificación de SSS, la máxima, y después manifestada en el estilo de sus escritos, ordenado, claro, conciso, imaginativo y a veces elegante.

 

IV

El año escolar 1892-1893 fue el año clave para el estudio, matemáticas, física y astronomía. Los autores de los libros en que se nutrió fueron: de matemáticas J.M. Vallejo; de física, A.Ganot y de astronomía Ch. Briot. El maestro fue el presbítero Porfirio Díaz quien sin duda para evitar alusiones se firmaba Porfirio D. González. Aquí el discípulo adelantó al maestro que se ha perdido en el polvo del olvido.

¿Quién será ese padre Porfirio que tan fuerte impulso dio al discípulo? Estos son los únicos datos que pude encontrar: “La clase de física, que personalmente atendió el señor Tortolero por algún tiempo, creó muy buenos profesores y en especial mi querido maestro el señor cura don Porfirio Díaz González que la sirvió desde 1883 hasta 1894 con una competencia extraordinaria”.

Además, el seminario contaba con un buen gabinete de física y observatorio meteorológico. Con éstos aparatos vinieron los indispensables para la erección de un Observatorio Meteorológico, el cual adquirió una estabilidad verdadera en el rectorado del Señor Chávez y sus trabajos fueron recibidos benignamente en el país y procurados en el extranjero.

1895: “Al gabinete de física se agregaron dos aparatos inscriptores: un hidrógrafo y un termógrafo para el Observatorio Meteorológico, un telégrafo de Morse, dos discos para la máquina eléctrica de Carré, un recipiente de máquina neumática y una linterna mágica”.

V

De las ciencias exactas, de la pasión y el alivio de comprobar con los números, pasó a otros afanes en el mundo de la filosofía, lógica general y especial, psicología empírica y racional e ideología, ontología, cosmología y teodicea. Todo eso en un solo año, 1891-1892. En el texto del cardenal Zeferino González los diez alumnos sufrieron y pensaron. El primer lugar, Severo SSS y primer premio. En el siguiente curso 1892-1893 estudió nosología, la ética de Balmes, derecho individual, social e internacional, religión, apología. El libro de batalla fue: Institutiones Iuris Naturae” de P.M Liberatore.

Con esos dos años de filosofía escolástica sacó punta al pensamiento el muchacho de diecisiete años, profundo y tenaz.

VI

En los cursos de 1893-1894 y 1894-1895 al mismo tiempo que estudió teología dogmática y obtuvo de calificación SSS (primer premio) ya le confiaron la cátedra de matemáticas, física y astronomía. Así continuó alternando discípulo y maestro.

Así se expresará después el padre Severo de sus estudios de teología:

 

“La teología, es el alma y vida de todas las ciencia; es la que engendra, la que produce, la que las nutre y alimenta. Ella, por razón del fundamento en que se apoya es la brújula universal que determina con precisión los puntos cardinales del mundo intelectual, la estrella polar que con su luz apacible ilumina y dirige al entendimiento humano en los peligrosos caminos de la ciencia, para que no perezca en la negra noche del error, para hacerlo arribar al puerto seguro de la ciudad donde reside el bien y la verdad, tiene su trono…”

 

Tiempo de madura reflexión, de estudios profundos y de entrega. Él dice: “Allí se trata de la ciencia hasta llegar a la sabiduría, de la virtud hasta la santidad”.

 

VII

Quien ingresa a un seminario es porque ha sentido el llamamiento, pero es libre para responder sí o no. Definirse es duro y tiene sus etapas. Primero habrá de llenar una solicitud para ingresar al estado clerical. Después un paso al frente cuando lo llama el obispo al oír su nombre, si es su voluntad.

El obispo cortaba el pelo al solicitante en la frente, en la nuca, en los lados y en la coronilla. Era el primer signo de renuncia al mundo. Luego recibía las órdenes menores, prima tonsura, lectorado, acolitado y exorcistado, para dar ocasión al nuevo clérigo de cuidar de las puertas y campanas del templo, de servir en los divinos oficios, de participar en las lecturas sagradas y de orar por ausentar a los demonios.

Un año después llegan los grandes compromisos: el subdiaconado con el que se ataba el servicio de Dios con una doble entrega: el celibato y la oración litúrgica del oficio divino como obligación diaria.

Consistía en rezar el oficio de maitines con un himno, nueve salmos, nueve responsorios y nueve lecturas y oración. El oficio de laudes con cinco salmos, canto evangélico y oración. Las cuatro horas menores, prima, tercia, sexta y nona con himno y salmos, responsorio y oración. Las vísperas, rezo de la tarde similar al matutino laudes y completas antes de ir a la cama.

Luego el diaconado para asistir al presbítero en la administración de los sacramentos y en la predicación.

VIII

Por fin llegó para él el día largamente esperado, su anhelo, su ilusión diez años esperada. Así lo cuenta él mismo:

 

“No se me ha podido olvidar aquella mañana de agosto del año 1900, tan pura como las blancas gasas de niebla del eterno Nevado, transparente como la atmósfera de este valle incomparable trasunto del paraíso. A la luz de las estrellas (¡Cómo se le iba a olvidar éste detalle!) vivísimas en el alto del cielo se había aparejado la remuda y en la vetusta puerta de nuestro seminario, se oían las confusas voces de los mozos y familias de las que partíamos a Guadalajara a recibir el tremendo y augusto Orden Sagrado”. “Fui coronado con la sublime y tremenda carga del presbiterado, que lo recibí de manos del excelentísimo e ilustrísimo Arzobispo de Guadalajara, don Jacinto López y Romo, pastor de esta grey”.

 

Por cierto, a propósito del episcopado del señor López y Romo, se ha de decir que ni siquiera fue de un año, sino tan sólo de 327 días, pues llegó a tomar posesión de su sede el 19 de febrero del último año del siglo XIX y partió a la eternidad el último día del mismo siglo. Al día siguiente, 1º de enero de 1901, las campanas de la Catedral y de todos los templos y capillas de la diócesis alternaban en repiques gozosos por el nuevo siglo y campanadas dobles por el prelado tendido.

El 9 de septiembre de ese año 1900, el arzobispo confirió el presbiterado a diecinueve candidatos al sacerdocio y allí estaba Severo de 23 años, diez meses, un día de edad (para ser fiel a los números).

Por la senda sacerdotal y el carisma personal de la ciencia en armonía, el sabio no excluye al sacerdote, el sacerdote no rechaza al sabio, fue fecundo el recorrido de cincuenta y seis años.

IX

No le fue encomendada una porción de fieles en una parroquia, no le pidieron que se afanara en adquirir fondos y pegar ladrillos para levantar un templo más en el valle de Atemajac, no lo promovieron para que se agregara al coro catedralicio de los canónigos a alabar al Señor con cánticos y oraciones. Su hermano Felipe Díaz Galindo, también sacerdote sí supo de todos esos afanes. A don Severo sabiamente lo dejaron en el lugar donde bien sabían sus obispos que era eficaz su acción sacerdotal. Fue capellán del convento de La Visitación y por muchos días celebró la misa en Santa María de Gracia, Capuchinas, Santa Mónica y Santa Teresa, allá asistió al matrimonio de muchos de sus amigos como don José Guadalupe Zuno y don Constancio Hernández.

Tres arzobispos cubrieron su larga vida sacerdotal: hasta 1912, don José de Jesús Ortiz; de 1913 a 1936, don Francisco Orozco y Jiménez, a veces en casa y a veces en el destierro; de 1936 a 1952, don José Garibi Rivera.

Esta puede ser una forma arbitraria de parte mía, de dividir la labor sacerdotal de quien hoy recordamos.

En ésta primera etapa ampliamente fue conocido porque instaló en 1904 el observatorio meteorológico y astronómico en el seminario de Guadalajara y el del gobierno del Estado de Jalisco. Dictó conferencias, escribió partículas y libros, enseñó en el seminario, en la Escuela de Ingenieros de Guadalajara.

De muchas e importantes temas se ocupó: del volcán de Colima, de las manchas solares y su influencia sobre el volcanismo, del radio y la radioactividad; de eclipses de meteorología moderna, la causa de la lluvia, un tratado elemental de química, la causa de la lluvia en el estado de Jalisco, un estudio sobre los temblores sentidos en Guadalajara en el año de 1912.

De su amplia bibliografía, -aproximadamente unas ciento veinte publicaciones, treinta y dos, como la cuarta parte corresponden a la a esta etapa.- Fue escuchado en sus conferencias por el gobernador de Jalisco, Coronel don Miguel Ahumada, por los socios de la Escuela de Ingenieros de Guadalajara, en la Sociedad Astronómica de México, en la Semana Agrícola Social de León, varias veces en el Seminario de Guadalajara y con el Seminario auxiliar de Zapotlán el Grande.

La segunda etapa coincide con los años difíciles de nuestras revoluciones. Al sabio trepado en la torre del observatorio, del que era director, el que más se ocupaba de mirar las alegrías de arriba que las tristezas de abajo, menos afectó que a otros que fueron arrastrados por el torbellino, a su hermano Gabino le atrajo la revolución y fue hacia ellas y jamás se volvió a saber de él. ¿Quedaría bañado en sangre en la trinchera? Su hermano Felipe, sacerdote, fue a refugiarse a Guatemala cuando ser sacerdote era un delito en la patria.

La prueba está en las cincuenta y cuatro publicaciones en su etapa de madurez. En 1928 publicó: “Elementos de Astronomía y Meteorología”. Lecciones impartidas durante 33 años en varios colegios del Estado, tanto particulares como oficiales. ¡Se dice fácil!

Don Fortino Jaime es su editor por excelencia. La escritura no mengua su participación intensa en clases y conferencias. Ya era una estrella que hablaba de las estrellas.

En la tercera y última etapa ya es don Severo la figura venerable y legendaria. ¿Cuándo lloverá?- pregúntale a don Severo- y hasta decían que él mandaba la lluvia.

Cuentan, sí, cuentan… que estaba escribiendo los pronósticos del tiempo para publicarlos. Habrá escrito: 24 de junio, fuertes lluvias en el valle de Atemajac. Una sobrina indiscreta metió la nariz en los escritos del tío. Leyó el contenido y vino le reclamó: “Tío, es el día del paseo en mi colegio”. El tío tomó la pluma, tachó y escribió: en el valle de Atemajac, sol radiante.

No menguó su actividad científica y publicitaria. Morirá en la raya. El mismo año de su muerte (1956) dio a luz sus escritos en defensa del Lago de Chapala.

Quienes injustamente sostienen que sus tres arzobispos no lo promovieron a mejores puestos por injusticia, se equivocan. Allí estaba su puerto. Bajarlo de la torre del observatorio esa sí era injusticia. Don Severo tenía aún como sacerdote el puerto que merecía y era muy alto, el observatorio y la misión de irradiar la luz de la fe desde la ciencia.

Él armonizó en su vida la ciencia y la fe; nunca asomó al conflicto; no pasó por las crisis de aquellos a quienes deslumbra la ciencia, se encandilan y pierden la visión de lo infinito. Se ha dicho que pura ciencia aparta de Dios, que mucha ciencia conduce a Dios. Por eso las verdades sabias son humildes, son sencillas, como lo era don Severo.

La poca ciencia hace arrogante a los hombres, la mucha ciencia los torna humildes porque comparan lo poco, muy poco que saben con lo mucho que les falta por saber y que nunca llegarán a saber. Así escribió una vez: “La fe divina, la razón y la historia nos demuestran que Dios en la admirable economía de su sabia Providencia, se vale muchas veces, para la realización de sus inescrutables designios, de instrumentos muy débiles, muy despreciables y que nada son, para que así se vea perfectamente que el honor y la gloria y la alabanza se deben sólo a Dios. Yo estoy precisamente en este caso”

Era maestro de matemáticas en el seminario de Guadalajara el padre Wenceslao Silvestre, apasionado por las ecuaciones, los cálculos y los números. Era humilde y sencillo, y no toleraba a los pedantes que se decían sabios. A uno de sus alumnos fanfarrón y creído le dijo: “Mire, siquiera contésteme ¿Por qué hierven los frijoles? ¿Por qué es dulce el azúcar?” El silencio fue respuesta y lección.

 

X

El “pater” fue como la Suave Patria, “fiel a su espejo diario”. Siempre de traje negro, tal vez siempre tímido, siempre con el libro ante los ojos o bajo el brazo. Vivía en una casa sencilla, Garibaldi 440, atendido por su hermana Modesta; otra de ellas cuidaba del padre Felipe. Las dos restantes tuvieron cada una su camino: Catalina como monja adoratriz en San Francisco California, y la menor, Victoria siguiendo a su marido, Luis Muñoz, por distintos lugares donde cuidaba de pesos y medidas, mientras que ella cuidaba de los hijos, Victoria, Felipe y Josefina.

Alguien que atisbó en la casa del pater asegura que en toda la casa había luz eléctrica, menos en la habitación de don Severo. ¿Por qué? Tal vez porque no quería que lo artificial rompiera el cuarto del amanecer y de esa alegría de la noche en su fiesta de estrellas. Tal vez con su breviario recitara el salmo VIII: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, / la luna y las estrellas que has creado, / ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, / el ser humano para darle poder?”

Quien contempla los cielos se torna humilde, pequeño.



[1] El autor cedió gentilmente a este Boletín hasta ahora no publicado, que presentó en el capítulo en Jalisco de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, de la que es socio, en el año de 1994.

[2] La paleografía y los subtítulos, que no tiene el original, son de la Redacción de este Boletín.

 

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