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Autobiografía (3ª parte)

 

Antonio Correa[1]

 

Según nos cuenta su autor, aunque por primogenitura no le correspondiera, su padre le indujo a convertirse en la cabeza visible de su clan.[2]

 

Su padre le inviste como cabeza de familia

El 26 de julio del año de 1894, día del santo de mi querido padre, tuve la inmensa dicha de verlo después de un año de ausencia, porque desde que emigró al territorio de Tepic, sólo anualmente venía, disfrutando de un mes de licencia que el centro le concedía. Muchos años hacía que dicho día no lo pasaba al lado de su esposa y de sus hijos.

Cariño extraordinario y profundo guardaba mi corazón para el autor de mi vida, y por lo mismo, su regreso al hogar era para mi alma explosión inmensa de contento que se desbordaba por mis ojos en torrentes de llanto. Abrazos mil, impregnados de cariño fue la acogida que entonces le hizo y más cuando para desgracia nuestra él había llegado solo a la casa, porque mi querida madre en unión de los más chicos nos habíamos ido a encontrarlo a la garita de Leal, punto de entrada para los coches que venían de Tepic y que el citado día arribó con anticipo de hora.

Mi padre venía enfermo. Arraigado paludismo contraído en la costa lo había agotado de manera sensible. Una tristeza profunda reveladora de lo avanzado del mal nublaba dolorosamente su semblante, al grado de que los pocos días que pasó a nuestro lado no le llegué a ver sonreír ni una sola vez.

En los templos, principalmente en aquellos que visitaba entonces la santísima Virgen de Zapopan, a quien profesaba acendrado y ferviente culto, pues desde su infancia la quiso con predilección, largas horas pasaba arrodillado ante su altar, dejando caer a torrentes las lágrimas que brotaban de su alma, profundamente lacerada por secretos sufrimientos.

Su corazón era profundamente tierno y compasivo; una caricia le robaba el corazón y la contemplación de una miseria le hacía despojarse hasta de lo indispensable para remediarla. Innumerables veces le vi sacar de su bolsillo monedas de valor, de las pocas que acababa de ganar y dejarlas caer sin titubear y sin ostentación ya al platillo de la limosna del templo que visitaba, ya en la mano del amigo pobre que acudía a él implorando limosna.

Sólidamente creyente, jamás suscitó en nuestra presencia murmuración o reproche para la religión y siguiendo la intrepidez de mi madre en asunto tan sagrado, mejor renunció al empleo de gobierno que cuando yo era pequeño de cuatro años tuvo en el Real de Pinos, Zacatecas, antes que afiliarse a la masonería.

Mucho lo atacaron en San Blas los masones de aquel puerto, porque oía diario misa y no se afiliaba en su secta, pero supo resistir al qué dirán, muriendo fiel a la religión que su santa madre le infundiera.

Habiendo quedado huérfanos él y mi tío cuando cursaba apenas mayores en el seminario y no bastando los recursos de mi abuelita para sostenerlos, generosamente renunció a su carrera para consagrarse al trabajo del comercio y así poder sostener a mi tío, que en realidad logró con éxito recibirse de abogado.

Ya casado y muerta mi madre grande, recogió en su casa a su tía Lola, participándole de cuanto en casa había y suministrándole todo lo necesario. Cosa que igualmente hizo con la tía de mi madre chica, mi tía Fermina, a quien colmó siempre de atenciones y cariño.

Como todos los corazones francos, generosos y sinceros, sabía encontrar a cuantos le trataban, pero destinado para los sacrificios su vida fue cadena de sufrimientos y desengaños con muy pocos o muy breves oasis.

Yo tengo la pretensión de haberle comprendido y por eso, tal vez, sentía por él un amor tan marcado y un deseo de darle un poco de dicha que en mis cartas o demostraciones personales siempre se esforzaba mi corazón por darle un pedazo de su vida.

En esta ocasión, comprendiendo la gravedad de su estado, le rogué y le supliqué no volviera más a la costa, temeroso de perderlo por su estado tan delicado, pero fue en vano. Espantado seguramente de la perspectiva de miseria que le esperaría si renunciaba a su colocación, resistió intrépidamente y a pesar de los mil ruegos que le hice para que por lo menos le viera un médico para que opinara sobre su estado, se negó resueltamente, temeroso, sin duda, de que aprobara el doctor mi deseo y quedarse otra vez sin destino.

Antes de volverse a San Blas y tal vez presintiendo que era la última vez que presidía mi familia, sentado a la mesa y rodeado de su esposa e hijos, me constituyó su representante, dándome poder sobre mi hermano mayor para atender y cuidar a toda mi familia. Esta escena que produjo en mí impresión imborrable, no era sino la confirmación de una profecía hecha por mi abuelo materno el día de mi nacimiento; tomándome en sus brazos cuando acababa de venir a la vida, dijo, dirigiéndose a su hija, mi querida madre: “Este será el hombre de la casa; él será tu sostén y tu apoyo”.

Caso singular. Cuando el día de su partida tuve la entereza suficiente para acompañarlo hasta el coche y despedirme de él, al perderle de vista, cuando jamás que esto sucedía, me era dado ir con él al sitio de donde debía partir porque el dolor de tal separación era tan intenso que ni él ni mi querida madre juzgaron que pudiera soportarlo.

¿El corazón me avisaba que era su último adiós y por eso sentí fuerzas para verlo partir? No lo sé. Triste, profundamente triste, regresé, pero con la entereza suficiente para dominar mi dolor.

 



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, siendo párroco del Santuario de Guadalupe en las primeras décadas del siglo pasado, llegó a ser uno de los más activos promotores de la acción social católica en la arquidiócesis.

[2] La paleografía y los subtítulos, que no tiene el original, son de la Redacción de este Boletín.

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