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Las manifestaciones volcánicas en las cercanías de Guadalajara

Severo Díaz Galindo[1]

 

Como corolario al Año de la Astronomía, el Congrego del Estado de Jalisco rinde homenaje al pionero y promotor de esta disciplina en el Occidente de México, sumándose al cuál, este Boletín reedita un importante trabajo, costeado, en su tiempo, por su autor, en el cuál campean, por igual, la prosa fluida del literato que el rigor del científico.

 

Aprovechando los dos días de fiesta consecutivos, 11 y 12 de diciembre del año de 1921, los intrépidos cazadores Juan Fabre y Eduardo Cogordan, salieron de esta ciudad de Guadalajara rumbo a los cerros del po­niente en sus inmediaciones. Anhelantes de un rato de reposo en medio de sus fatigas cinegéticas, busca­ron, en el segundo de dichos días, un punto de descan­so. Ameno era el paisaje, sin duda lo mejor entre aque­llos ingratos lugares: al descender una empinada cues­ta, un llano de perfecta planicie y de animada y fresca vegetación, iba a terminar en una colina a que daban sombra altos y frondosos árboles. Se sentaron nuestros viajeros, extendiendo con fruición no esperada sus fatigados miembros y sacaron de sus alforjas el codiciado alimento. Los perros que les seguían, con inteligente actitud, husmea­ban hacia el horizonte.

Aun no daban principio al confortativo yantar, cuando uno de los canes, presa de notable inquietud, se agitó con inusitados movimientos, hasta venir a dar en último recurso, a ponerse a cavar la tierra. En estos momentos un salto aparatoso del animal vino a sacar a los viajeros de su inconsciencia. Fijando su atención encontraron un fenómeno singular: en el lugar preciso en que había cavado el animal se elevaba una columna de espeso vapor como si estuviera ardiendo la tierra. Se acercaron allí con las debidas precauciones, palparon la superficie y pudieron al fin comprobar que allí había un volcán y que ellos estaban sentados precisamente en él…

Ho­rrorizados por el hallazgo, dieron media vuelta y al lle­gar a la ciudad contaron en el periódico El Informa­dor su notable aventura.

Los habitantes de la ciudad de Guadalajara que en la mañana del 14 de diciembre leían El Informador quedaron no menos sorprendidos que los cazadores, al tropezarse, de primas a primeras, con la espeluznante noticia que en las inmediaciones de Guadalajara había un volcán, si no en plena erupción, al menos en fer­mentación para ello propicia; y del uno al otro confín no se escuchaba otra cosa que los comentarios más o menos acalorados por noticia tan estupenda.

En semejantes condiciones nació la idea, altamen­te oportuna, de hacer a aquellos lugares una excursión científica. El presbítero Severo Díaz, que por afición se de­dica a estudios geológicos, se entusiasmó ante la pers­pectiva de poder encontrar un campo de aplicación brillante a sus estudios favoritos y empezó a organizar la mencionada excursión. A sus indicaciones, apenas formuladas, contestaron inmediatamente con su aprobación y apoyo innumerables personas, especialmente en­tre los jóvenes estudiantes que al calor propio de la edad añadían la atracción nunca presentada de poder asistir al nacimiento de una montaña entre los espasmos terribles de una inaudita catástrofe. Y fue tal la acogida brillante que se le dispensó a la idea que no se hablaba de otra cosa por varios días en la ciudad y se llegó a conmover hasta el poder público ofreciendo coadyuvar para que de una manera práctica se llevara a cabo esa excursión.

Todos los días a la hora en que empieza de ordina­rio la sesión en la casa de Fortino Jaime, a eso de las ocho de la noche, llegaban en primer lugar los asiduos concurrentes y luego todos aquellos que por la prensa o por los amigos sabían que se organizaba el ascenso a las vecinas montañas del poniente; y no obstante lo duros asientos y lo escaso de ellos, la concurrencia era cada día más numerosa y animadas. Era evidente que los primeros en concurrir fueron los estudiantes, en segundo lugar los empleados de Fortino y en tercer lugar el pueblo en general.

La organización en general era bastante sencilla. El camino tendría que hacerse a pie y para trasportar los útiles podrían valerse los excursionistas de sus manos o de sus espaldas; los estudiantes de ingeniería debían de ir provistos de instrumentos sencillos para localizar el lugar de los sucesos, prometiendo llevar una brújula y un podómetro, más todo aquello que serviría para recoger gases y productos volcánicos; el material de boca en alforjas portátiles. Solamente los que por viejos no podíamos sujetarnos a tan estrictas prescripciones, conseguiríamos unos caballos de lo más raquítico que se encontrara en los contornos. Pero el Gobierno del Estado nos proveyó oportunamente de camiones, gracias a las gestiones de Ixca Farías, para la parte más accesible del camino.

El día 18 de diciembre, a las primeras horas de la mañana se notaba en las afueras de la Escuela de Ingenieros una animación inusitada: los excursionistas reunidos formaban una algarabía de las más grandes que se hayan registrado en los siglos: la variedad de la indumentaria daba una nota de color al grupo heterogéneo formado por hombres de edad madura, por jóve­nes estudiantes y obreros que animosos como nunca iban en busca de grandes y nunca sentidas emocio­nes… y en marcha a eso de las 8 de la mañana.

 

La salida

La cita había sido en la Escuela Libre de Ingenieros, a las 7 de la mañana. Nuestro viejo y muy mexicano concepto de puntualidad no se manifestó, en esta ocasión. Todos los expedicionarios llegaron a tiempo y se instalaron a bordo de camiones que se habían contratado al efecto. Uno da ellos, perteneciente al señor don Rosalío Ruíz, fue cedido bonda­dosamente por su propietario para que la excursión se efectuara. El importe del alquiler del otro, fue pagado por el señor Gobernador del Estado don Basilio Vadillo.

Antes de efectuar la salida, el señor presbítero Díaz, como de costumbre, cambió banda ahumada al sismógrafo que tiene instalado en su gabinete. A las siete y quince de la mañana comenzó a funcionar el aparato listo para registrar cualquier conmoción terrestre por pequeña que fuese, pues es un sismógrafo de gran precisión e instalado con arreglo a planes científicos.

 

Los expedicionarios

Hacía de jefe de la expedición el señor presbítero Díaz. Formaban la comisión geológica el aventajado joven don Ángel Orendain, próximo a recibir su título de ingeniero de minas y el ayudante que él mismo nombró, señor José Siordia. La comisión topográfica llevaba como jefe al pasante de ingeniero don Pablo González y como auxiliares a los señores Salvador Muñoz, Rafael Michel y Ricardo Orendain; un grupo de adelantados preparatorianos eran los encargados de tomar las temperaturas; iban agregados a estas comisiones el colaborador gráfico se­ñor Gabriel Romero y nuestro enviado especial, y co­mo invitados asistieron los señores Fortino Jaime, señores Carrillo Michel, Arturo Arias y algunas otras personas.

Como guía de la expedición iba el señor Juan Fa­bre. Él y el señor Cogordán fueron las personas que primeramente descubrieron las manifestaciones volcánicas que provocaron la expedición. El señor Fabre, por su profundo conocimiento del terreno, fue de valiosa utilidad para los expedicionarios, quienes no conocían absolutamente la región explorada.

 

Una hermosa mañana

El tiempo era magnífico y el día claro; la temperatura era de quince grados sobre cero. En estas inmejorables condiciones partió la excursión a bordo de los camiones atravesan­do las calles de la ciudad, que en aquellos momentos despertaba a la vida diaria, y corriendo por terrenos del Country Club, tomamos la salida rumbo a la Hacienda de San Antonio. La llegada a este lugar se efec­tuó tres cuartos de hora después de la salida de Guadalajara, a consecuencia de un pequeño accidente automovilístico. Se habló allí de abandonar los camiones y emprender a pié la verdadera excursión. Sin embargo, a pesar de las malas condiciones del camino, a partir de San Antonio, se pudo llegar a Santa Ana de los Negros, donde fueron abandonados los camiones. Desde Santa Ana de los Negros se comenzaron a hacer las observaciones barométricas necesarias para determinar la altura exacta del sitio donde se produjeron las manifestaciones volcánicas y se hi­cieron también observaciones de rumbos. Estas mues­tran para Santa Ana una altura de setenta metros sobre el nivel de la ciudad; desde esa altura hasta la de 112 metros que es donde aparecen los primeros pinos, no es interesante el terreno; pero a partir del último lugar, el suelo está constituido por grandes tobas de origen volcánico. Hasta la altura de 200 metros sobre el nivel de la ciudad, existe un paso cubierto de tobas más menudas, muy semejantes a las que constituyen el suelo de Guadalajara; al llegar a los 20 metros y hasta los 320 metros y hasta los 691, se hallan tuffs de importancia, compuestos por grandes piedras que forman eminencias aaproximadamente en número de seis; una vez llegados a esta altura de 691 metros, se desciende a la de 537 que es el punto donde se encuentran las manifestaciones volcánicas.

 

Interesantes observaciones

Una vez llegados al lugar que indicamos al final del párrafo anterior, pudimos notar que el terreno cambiaba completamente de aspecto. A los conglomerados suceden tierras enteramente fofas y en lugares aislados aparecen grupos de pinos. Hay otros sitios planos de gran ex­tensión, cuya superficie está constituida por una tierra suelta de color rojo en donde nace espontáneamente el zacatón, yerba que explotan los indios de las cercanías. Toda esta tierra es disgregación completa de las rocas sienitas, que forman una especie de anfiteatro de mu­chos kilómetros de extensión. Esta reolita está sumamente descompuesta por los elementos atmosféricos, pues su origen es indudablemente muy antiguo, desde hace muchos siglos, según los cálculos de los geólogos modernos americanos, la formación de esos terrenos se remonta a épocas que sobrecogen por su lejanía, y el tiempo que marcan desde entonces las observaciones geológicas indicadas, es sólo la diferencia existente entre los últimos tiempos de la época terciaria, y lo que llevamos de vida geológica contemporánea. Lo remoto de esos tiempos se traduce en la montaña que visitamos, por el grado de erosión en todos y cada uno de sus terrenos. De esa naturaleza geológica es toda la sierra de San Isidro, en cuyas cumbres se verifica el fenómeno, y que forma parte de la sierra de La Venta y sus apéndices que son el Colli y el cerro del Tepopote. Todas estas eminencias presentan aquí y allá abras o vallas de profundidad considerable hasta llegar a las regiones subterráneas donde la temperatura es elevadí­sima, hecho que se demuestra por las numerosas fuentes termales que se manifiestan en todas partes.

Esto nos induce a pensar que los fenómenos neo­volcánicos objeto del estudio, son la continuación o el último episodio de la disgregación de que hablamos antes.

En la superficie del terreno observado, no se nota abra alguna; pero es posible que ésta exista en la pro­fundidad; hasta el lugar de esas manifestaciones llega el calor y como aquellos terrenos están sumamente penetrados de agua por su coeficiente notable de absorción, toda la humedad que contienen se transforma en vapor. En la información gráfica que acompaña este reportaje, en el sitio que marcan las cruces pueden verse ligeras rendijas de ese vapor, poco perceptibles a consecuencia de la claridad del día. La roca, por la constante evaporación es de poca consistencia, y en donde quiera que se perfore como lo hicimos nosotros, se produce una salida de vapor.

Más de una hora duró el curso de las observaciones en ese interesantísimo terreno, habiéndose captado muestras de los gases que se escapan para su análisis y tomándose la temperatura que ascendía, en principio, a 55º pasando luego a 60º y progresando hasta 68º centígrados. Se hizo uso de buenos instrumentos geo­lógicos, martillo, piqueta y cuerdas, habiéndose explo­rado el terreno en una extensión de 40 metros de largo por 15 de ancho, y en todas partes se observaron las mismas manifestaciones volcánicas.

Todas las muestras recogidas van a ser cuidadosa­mente estudiadas, para ver si además del vapor de agua, hay algunas otras substancias que puedan indicar un fenómeno enteramente volcánico; aunque según parece no procede sino de la evaporación rápida de la hume­dad concentrada en las mismas rocas, pero el hecho mismo de tan elevada temperatura, es de por sí intere­santísimo para deducir su origen.

Los resultados definitivos de la expedición cons­tan en el trabajo que ponemos a continuación.

           

Las manifestaciones volcánicas en las cercanías de Guadalajara

Hechos anotados y apreciaciones sugeridas en las antiguas y modernas excursiones.

           

A poca distancia al Occidente de Guadalajara existe una serie de montañas que aunque de escasa elevación, cu­bren en cambio una extensión considerable de terreno, dirigidas en general del S. E. al N. W.

Lo notable de este accidente orográfico consiste en que cada vez que se experimenta en la ciudad algún fenómeno extemporáneo, como temblores u otro alguno, todos a una inculpan a dichas montañas de ser la cau­sa de ellos, e inmediatamente se nombran comisiones que las estudien y rindan informe, que casi siempre resulta absolutorio. Ahora tenemos que ocupar de nuevo la atención de los habitantes de Guadalajara diciendo algo acerca de esa pequeña sierra con motivo de las recientes manifestaciones volcánicas que en ella se han observado; y ya que la ocasión nos es propicia vamos a tomar el asunto desde lejos casi desde su origen, refiriendo la historia de las excursiones de que ha sido objeto de parte de los hombres de ciencia, para enlazar lo dicho por ellos con nuestras propias observaciones y apreciaciones.

 

Primera parte. Historia

 

El Colli y el Popoca en la primera mitad del siglo XIX

Comenzaremos por insertar el dictamen que sobre el estado del volcán del Colli y los temblores que de 25 de marzo a 27 de mayo del año de 1844 se sintieron en la ciudad de Guadalajara, rindieron al gobierno del estado los señores  fray Manuel San Juan Crisóstomo Nájera y don Joaquín Martínez, en 3 de junio de 1844. Dice así:

Al segundo o tercer temblor de los que hemos su­frido del 25 de abril al 2 de mayo, se alarmaron los áni­mos de los vecinos de Guadalajara, y comenzaron a temer no fuesen esos fenómenos precursores de mayores desgra­cias. Las noticias que se recibían diariamente, hacían co­nocer que sólo la ciudad era el campo de batalla de los agentes subterráneos y la consecuencia de que en ella o muy cerca estaba el origen de los sacudimientos, era bas­tante natural. ¿Qué otro podía dárseles por el común de las gentes, que una revolución de Vulcano? Otro tanto pensó el pueblo de Escocia en los repetidos y fuertes mo­vimientos que en julio de 1842 experimentó su país. Des­de entonces, pues, se fijó la atención de nuestro pueblo en el Colli sobre él, que, años hace, se circulan varios cuen­tos, sí, pero trágicos para la población.

Ningún rastro de iguales temores se encuentran en los tiempos pasados, y nosotros creemos que, la rehabilitación de El Jorullo o algún estudio más de la física en este siglo y fines del pasado han influido en el temor que se tiene del antiquísimo volcán. Con el objeto de calmar los espíri­tus y hacer conocer a todos el estado de esas montañas y la influencia que los agentes naturales, que consideramos como en ella encerrados, pudieran haber tenido en los temblores, el excelentísimo señor Gobernador interino, general don Pánfilo Galindo, dispuso nombrar uno comisión que hiciere un reconocimiento del Colli y le presentase su dicta­men. Su excelencia se sirvió honrarnos con su compañía a la co­misión. Los que suscribimos recibimos el favor de haber sido nombrados para ella en unión del señor don Francisco Chavero. Luego que regresamos a la ciudad dimos de ella parte oficial a su excelencia manifestándole al mismo tiempo que a nuestro juicio, nada tenía que temer la población aledaña a esas montañas, ofreciéndole que tan pronto como los prefectos de los distritos del departamento contestaran si se habían sentido los temblores en sus respectivas jurisdic­ciones o no, pondríamos en conocimiento del gobierno nuestra opinión, para que pesándole en su alta prudencia, to­mara las providencias oportunas a tranquilizar los ánimos de nuestros conciudadanos que estaban en su mayor parte como Saúl cuando se le apareció la sombra de Samuel…

No creemos fuera del caso el hacer memoria de dos visitas anteriores a la nuestra hechas al Colli y Popoca con el objeto de inspeccionar esas montañas en circunstancias como las que allá nos llevaron. En el año de 1806 se te­mió desde luego que el Colli tuviera algún arrebato semejante al del volcán de Colima, y como el espanto que la catástrofe de Zapotlán causó era muy grande, los ánimos estaban agitados fuerte y dolorosamente, creyendo que la ruina de Guadalajara sobrevendría de uno a otro momen­to. El señor presidente de la Nueva Galicia, don Roque Abarca cre­yó de su deber el inspeccionar por él mismo si en efecto Vulcano había convertido las montañas de Guadalajara en otra Lemnos, o si bajo de ellas sus negras cíclopes habían establecido su obrador. Su visita dio el feliz resultado de que se desengañasen los que habían concebido ideas fal­sas sobre el estado verdadero de las montañas y se alenta­sen los medrosos para combatir su temor.

 

Cuando en 1818 se padeció la plaga de los temblores, que eran efecto del volcán de Colima, lo que no se podía saber sino después de algunos días, el ilustrísimo señor Cabañas, sin duda para serenar los ánimos conturbados con lo que pasaba y aun más con lo que tenía muy cerca, mandó una comisión con el objeto de examinar el Colli. El resultado de una y otra fue el que los vecinos de Guadalajara se convenciesen que no tenían por qué vivir sobresaltados por lo que de allá pudiera sobrevenirles.

No sabemos si el señor Abarca escribió sus observacio­nes, pues en el archivo del Gobierno nada se halla, ni sobre volcán ni sobre temblores; más sí sabemos que por una botella y la condujo a la ciudad sin duda para analizarla, la comisión enviada por el señor Cabañas extendió su dicta­men que no ha sido posible haber a las mañas. Perso­nas contemporáneas y capaces de juzgar del escrito nos aseguran que en él se explicaban los temblores acaecidos por los principios generales de física, sin dar alguna parte al Colli, en los que habían azotado a esta población. Sin duda esto comisión observaría en esa montaña las infiltra­ciones de azufre que de pocos años a esta parte han deja­do de verificarse en ella.

El Colli y el Popoca son dos montañas distantes una de otra cinco leguas entre sí, y aquella tres y ésta cinco de la ciudad hacia el poniente, ambas entrelazadas por una cordillera que cubre un ámbito de 25 a 30 leguas, y una y otra dominantes a las demás. De ellas solo en el Colli y en el Popoca se percibe la presencia del fuego, si bien to­das en su figura y la naturaleza de los cuerpos que los for­man, dan testimonio de haber tenido un común origen, y esa fue una espantosa revolución volcánica que rompió por el Colli y Popoca a las que el fuego hizo madres y herma­nas a la vez de todas las otras montañas.

No hay en la ciudad quién no conozca la especie de terreno de ellas, pues las lluvias, siglos hace, están arrebatándoles de costra sus capas para sembrarlas en el bajío que la tierra forma en el valle de Atemajac, inclinándose desde la raíz de las montañas hasta el río de San Juan de Dios; ni eso sólo. sino que aluviones espantosos y antiquísimos fueran a deponer los despojos que habían quitado a las montañas, hacia la parte oriental de la ciudad, pues desde ella hasta el río Grande o Chinacua­tenco, se comienza por un terreno volcánico de la especie del que aquí tenemos, si bien enunas partes modificado ya, y en otras como desvanecido, cual las sombras de un buen dibujo, hasta perderse en superficie de otra naturaleza; en los surcos perpendiculares de las montañas se ve la acción de las aguas grabada de una manera indeleble, al mismo tiempo que los adelantos de una destrucción, que hará con el tiempo aparezca el valle invadido por esas montañas.

La del Colli, (nombre abreviado comúnmente en el del Col) es de figura cónica, su vértice ha sufrido depresiones tan considerables que algunos de ellos han dejado un cla­ro en la superficie de cinco a seis varas de circunferencia: no son raras en la montaña esas planchas grabadas en fon­do, digámoslo así. ¿A qué otras causas pueden atribuirse esas depresiones sino a hundimientos que, o de golpe o poco a poco, han ido acaeciendo? En ellas están el cráter o bocas del volcán pues se le encuentran varios respiraderos por donde salen continuamente vapores de agua y por los que se exhalan ácido hidrosulfúrico, el refalgar, la sal marina, sal solina y el azufre. Hasta poco ha, se hallaban en abundancia filtraciones cristalinas de esta sustancia en la montaña; han desaparecido; los aldeanos del pueblo de Santa Ana de los Negros nos decían que ya no se hallaba el azufre en el Col, porque habían cargado con él a la ciudad.

En la circunferencia de las depresiones hay rocas cris­talinas, feldespáticas, albíticas y pirogénicas, y la monta­ña está como ceñida de una faja más o menos ancha, de ro­cas angulares del primer género de ellas, unas reducidas a fragmentos varios en sus figuras, y de ellas, otras de considerable grandor, y otras colocadas de manera que pa­recen seguir la corriente de las aguas. Mucha, muchísima pómez llamada comúnmente entre nosotros con el nombre indio de jal; algún basalto, tal cual obsidiana y montones de masas aglomeradas unas sobre otras y las cavidades que resultan de sus formas irregulares llenas de finísimo polvo arenisco que tienen por cenizas de los volcanes; tal es la naturaleza de la superficie del Colli.

Al pie de la montaña está un pueblecito llamado Santa Ana de los Negros, porque en efecto, descendientes de Cam, libres por la piedad del que fue dueño de ellos, que los hizo hombres sui juris, y al mismo tiempo señores de aquel terreno, se reunieron en congregación. Antigua­mente hubo población de indios, o donde está la nueva, o muy cerca de allí, pues en el llano donde se levanta el Co­Ili aún subsisten en pie dos tres cuís o sepulcros, peque­ñas colinas de adobe hechas, por supuesto, a mano. Esos monumentos se conservan muy bien, y el deterioro que han tenido, no se debe sino a los constantes golpes o infiltraciones de las aguas. No hay por allí un solo rastro de ruinas. La raza indígena se refundió en la africana; equilibrándose ambas perfectamente en la actual, según la fisonomía de ella; de tiempo inmemorial, el pueblo de Santa Ana ha sido la cueva del hijo de Vulcano a quien Hércules, por cierta chanza de unos bueyes mató, que Virgilio describe en el octavo canto de la Eneida.

El carácter geológico del Popoca es el mismo que el del Colli, las depresiones de aquel son mayores y mucho mayor en número que las de éste; los meatos o respirade­ros, a manera de bocas de tubos por donde el agua convertida en vapor y las otras materias ya dichas reducidas a gas se escapan de la montaña, son igualmente más nume­rosas y están colocadas de manera que forman una línea cuyos extremos miran el uno al sur y el otro al norte. Las depresiones de ambas montañas tienen diversas fiso­nomías que corresponden a las diversas épocas de su antigüedad.

Hacia el oeste brota del halda de una de las montañas una fuente de agua sulfurosa de 36 grados de temperatu­ra del termómetro centígrado. Esas aguas, corren dos leguas sobre terrenos feldespáticos, de repente se hunden en considerables abras que parten el terreno, y a poca distancia vuelven a aparecer, corriendo ufanas, y entre una nube densa de vapor se descuelgan en donde la tierra les pre­senta un vaso más abajo que el camino por donde vinie­ron.

¿Qué prueban estos hechos? que en tiempo muy atrás el Colli y el Popoca estuvieron en gran actividad, que ellos vomitaron las lavas, las pomeces y todas las materias que forman en veinte varas de profundidad, en los parajes más altos, nuestro suelo y el de los lugares comarcanos cuyo nivel permitieron su extensión, que no se han apaga­do hasta el día, por lo que no pueden numerarse entre los volcanes es de los tiempos históricos, de que sólo han quedando los vestigios y la memoria cómo muchísimos de que está sembrado el mundo, y muy particularmente la Italia: los volcanes del Colli y del Popoca, o el sólo volcán que tenga esas dos bocas, deben colocarse entre los saturninos que algunos geólogos llaman diluvianos, pues su existen­cia es anterior a todo dato histórico como adelante dire­mos, y al mismo tiempo entre los jovianos postdiluvianos por no estar apagados del todo…

 

Dejamos hasta aquí la relación de la Comisión porque lo que sigue es una disertación cuyas ideas no están de acuerdo con la moderna geología, y aunque entre las apreciaciones que se hacen en lo transcrito hay muchos fal­sos, los hechos que se asientan son ciertamente de importancia capital para el fin que perseguimos. A su tiempo haremos las rectificaciones correspondientes. Sin embar­go muy digno es de notarse desde ahora que según la Co­misión los nombres de Colli, (montaña caliente) y Popoca, (montaña que humea), fueron en el tiempo en que se aplicaron muy verídicos, lo que demostraría que el estado actual es distinto del que se observó entonces. Haremos esfuer­zos por identificar las montañas que recibieron esos nom­bres.

 

El Colli y el Popoca en la segunda mitad del siglo XIX

Enel año de 1875 se sintieron nuevos y alarmantes temblores no solo en la ciudad de Guadalajara, sino en una vasta zona que parecía reconocer por centro la pobla­ción de San Cristóbal. El gobierno general y el del es­tado de Jalisco nombraron una comisión que estudiara es­tos fenómenos, compuestos de ingenieros competentísi­mos en materias geológicas. Esta comisión recorrió toda la zona afectada por los sismos, y se extendió hasta el Ce­boruco, habiendo rendido un informe que ha sido conside­rado como la primera tentativa seria que ha habido en México para explicar científicamente los temblores. De este informe vamos a entresacar lo que se refiere al Colli y al Popoca que por esta vez es lo que más nos interesa. Dice así:

 

A 16 kilómetros al poniente de Guadalajara se en­cuentra un cerro casi aislado de una forma semiesférica, poco más o menos, en cuya meseta superior hay varios pe­queños promontorios que le dan una figura irregular al conjunto Este es el Colli; su acceso es bastante difícil por todos lados por la fuerte pendiente de sus flancos; pero una vez en su cumbre se encuentra uno a una altura de 424 me­tros sobre Guadalajara.

El Colli es el cerro más avanzado al oriente de varias pequeñas cadenas de montañas que allí nacen y se ramifican formando cuatro sierras que van separándose después más y más a medida que se alejan.

La del Norte, que es la más baja y corta, viene a ter­minar hacia La Venta del Astillero, situada en el camino que va de Guadalajara al Puerto de San Blas. La que se halla detrás al poniente llamada del Huiluxte, eleva sus cimas hasta una altura de 228l metros sobre el nivel del mar, siendo allí vestidas por una vegetación formada por abetos y encinas que no presentan en verdad esa exuberancia de los climas tropicales.

Los valles que se forman entre esas montañas son bien pequeños, las cañadas estrechas y el suelo tan falto de hu­mus, que su vegetación es escasa y poco desarrollada, lo que contribuye también a la destrucción que de ella hacen los ve­cinos del pueblo de Santa Ana Tepetitlán que moran allí, y cuya única industria o medio de subsistir consiste en abas­tecer de leña a la ciudad de Guadalajara; pero en tan redu­cida escala, que apenas les produce lo suficiente para aten­der a su miserable existencia.

Los continuos deslaves que producen las lluvias en aquellos contornos, hacen que los depósitos que se forman en los valles inmediatos sean arenosos y de mala calidad, porque no pueden tener el abono de humus o detritus de sustancias orgánicas que tanto recomiendan los agrónomos. Además de esto, la falta de humedad superficial en el te­rreno, hacen que el valle de Guadalajara, cuyo suelo está formado en general de una arena que llaman jal (tomado del nombre mexicano xal arena) sea por todas partes árido y estéril en donde apenas nace un pasto raquítico, insufi­ciente para alimentar los ganados.

En lo alto los cerros del Colli y del Huiluxte y aun en los arroyos que allí se encuentran, no se ven como casi en rodas las serranías manantiales de aguas puras.

Las montañas del Colli, del Huiluxte y del Popoca, tie­nen por armazón las rocas de pórfidos traquíticos que he­mos visto por San Cristóbal y que aparecen también en to­das las eminencias de donde han rodado grandes masas cu­yos restos se ven en los cantos que cubren los arroyos y los valles inferiores. Sobre este núcleo traquítico se observan capas de escorias volcánicas de toda clase, formando los ta­ludes o faldas de las montañas, los que como antes hemos dicho, son muy deleznables y poco consistentes.

En la cumbre del cerro del Colli se encuentran algunas pequeñas abras o respiraderos que exhalan vapor de agua a una temperatura de 30 grados. Aunque los habitantes de aquellos contornos creen ver por esto un volcán en el Colli, no nos ha parecido que esto tenga otra causa que la que he­mos indicado al hablar de las grietas de San Cristóbal. Es­te fenómeno es en nuestro concepto, debido a las leyes bien conocidas de la capilaridad y de la radiación del calórico. Por la primera, las aguas subterráneas se infiltran en el in­terior a través de las rocas traquíticas que forman aquel cerro, y los vapores que naturalmente exhalan llenan aque­llas abras, por las que no circulan corrientes de aire. Cuan­do la temperatura del aire libre es menor que la del interior, como sucede en las mañanas y en las noches, los vapores acuosos se condensan al salir a la superficie del terreno. Esta condensación es en tan pequeña escala que sólo hu­medecen las rocas o piedras sueltas por su parte inferior.

En la falda occidental del cerro del Huiluxte y descen­diendo 70 metros de su cumbre, se encuentran abiertas en­tre las rocas de pórfidos traquíticos unos respiraderos de vapores de agua y azufre que conservan una temperatura de 70 grados centígrados. El corto número de estas bocas que no pasan de 10, hicieron que las considerásemos de poca importancia como respiraderos volcánicos. También existe otra solfatara de mayor entidad que esta, y se halla en un arroyo formado por el talweg de dos pequeñas cadenas de cerros situadas al noroeste del Colli. Los vapores que allí se exhalan por las bocas abiertas también traquitas, son en mayor cantidad y al parecer de una manera intermitente como la respiración humana. Su temperatura es de 95º y su tamaño y número poco mayor que las del Huiluxe. Allí se ven condensados sobre las paredes de las bocas hermosos cristales amarillos de azufre muy puro; hay también otros blancos de alumbre, nacidos de la descomposición por el azufre y el agua del feldespato que forma la base de las rocas traquíticas. Esta solfatora se encuentra en la falda austral a 20 metros junto al arroyo y la llaman los naturales “La Mina del Azufre de la Escalera”; sin embargo no es susceptible de una buena explotación como lo prueba el no tener un propietario determinado. La altura de este puesto sobre el nivel de Guadalajara es de 241 metros.

A poca distancia de las solfataras es un ramal que se desprende del Huiluxte al poniente, hacia Tala y Ahuisculco, se encuentran las fuentes del río Salado, cuyas aguas son abundantes y brotan con una temperatura de 70 grados. Su desagradable sabor y su punzante olor sulfuroso revelan desde luego, la existencia de muchas sales disueltas en estas aguas calientes, y efectivamente, el sulfato de hierro y el alumbre se depositan después en los canales por donde corre. No obstante ser estas aguas tan malas, se aprovechan para el riego de algunos campos cultivados que existen por aquel lado.

A pesar de la naturaleza volcánica de aquellos terrenos de la inmensa acumulación de escorias y cenizas, se busca infructuosamente por allí cerca algunos cráteres que revelan la existencia de los volcanes. Los nombres del Colli y Popoca que se refieren en idioma mexicano a montañas de fuego, prueban también que desde tiempo atrás se conocía su origen ígneo o plutónico. En toda esta serranía sin embargo, no se encuentra ningún cráter ni cono de erupción; y es necesario dirigir las miradas mucho más lejos en derredor para encontrar el cráter que probablemente motivó la gran cantidad de productos del fuego interior que tapizarán el suelo de la tierra del Colli y las inmediatas: el Cerro Grande de Tequila.

Entre la variedad de escorias volcánicas que en los ce­rros del Colli y del Huiluxte se presentan con diferentes grados de agregación y consistencia, encontramos con bas­tante sorpresa en el camino hacia.la solfatara de la mina, un monte de dos a tres metros de espesor compuesto de una tiza blanca o piedra de pulir cuya estratificación de 30 gra­dos hacia el este, era casi la misma que la de las demás capas de conglomerados de piedra pómez. Sabido es que la naturaleza de estas tizas, que al principio se creía ser pómez remolida, lavada y acarreada por las aguas, por cu­ya razón llega a ser de un polvo finísimo, o también una ar­cilla apizarrada de la formación del carbón, queda hoy fue­ra de duda que está formada de productos enteramente or­gánicos por ser compuesta de infinidad de caparazones de pequeños infusorios pertenecientes ya a la formación de aguas marinas o ya lacustres de agua dulce que se han deposita­do durante largos siglos formando capas sedimentarias”.

 

Se ve en lo anteriormente copiado una descripción que en líneas generales coincide con el informe de 1844, pero se nota mayor precisión en el lenguaje descriptivo; un más moderno tecnicismo en la nomenclatura de las rocas y apreciaciones que casi van conformes con las nuevas orientacio­nes de la geología. Sin embargo no estamos de acuerdo en la hipótesis de que toda esta cordillera, compuesta de productos volcánicos, reconozca por origen una erupción del volcán lla­mado cerro de Tequila; y hecha esta salvedad, pasamos aho­ra a transcribir lo que la comisión de geólogos del Instituto Geológico de México, escribió acerca de estas montañas cuando vino a estudiar los temblores en el año de 1912.

 

El Colli y el Popoca en los primeros años del siglo XX

En la anterior enumeración de las formas en conjunto (del valle de Guadalajara) no hemos mencionado la sierra de La Venta, que con su prolongación hacia el norte (ce­rro del Tepopote) forma una elevación que sobresale del relieve uniforme y monótono del valle de Guadalajara, al oeste de la capital. Si desde un lugar elevado, como por ejem­plo, de una de las torres de la catedral, se ve la sierra de La Venta con cierto detenimiento, se observa que las eleva­ciones de las cuales se compone, son los restos de una so­la meseta formada por capas casi horizontales superpues­tas que han sido cortadas por la erosión. Como en algunas partes las capas superiores han desaparecido a causa de la misma erosión, la sierra tiene aspecto escalonado. Este carácter es más claro en la sierra de San Isidro en el sur, pero se continúa hacia el norte, donde se puede seguir perfectamente hasta cerca de la hacienda de La Venta situada en el fondo de una depresión que separa la sierra del mismo nombre del cerro del Tepopote.

Acercándonos a la sierra, por ejemplo desde San Anto­nio del Valle, observamos que por su lado noroeste se presenta como si hubiera sido cortada formando los flancos de las elevaciones de ese costado un plano muy inclinado que principiando con el cerro del Colli se prolonga hacia el noroeste hasta más allá del cerro del Tepopote. Este plano parece continuarse hacia la profundidad, sumergiéndose en el re­lleno del valle.

La roca que forma esta parte de la sierra es un vidrio riolítico que en algunas partes, como el escalón inferior del cerro del Colli, se asemeja en su aspecto, y por el poco contenido de agua, a una obsidiana, mientras que el resto se presenta en forma de una piedra pez más o menos rica en agua. Es de color gris, algunas veces de textura fluidal, quebradiza y se desmorona fácilmente En los flancos ali­neados del noroeste de dicha sierra está mucho más resque­brajada que en otros lugares.

Esta piedra pez forma diferentes corrientes superpues­tas. En el cerro del Colli han sido destruidas en gran parte por la erosión que obra con gran rapidez en esta roca fácil de alterarse, sobre todo en las partes donde han sufrido perturbaciones. De este modo el Colli principalmente en su parte superior, se presenta como un caos de bloques que conserva aún un relieve escalonado.

En cambio en la mesa del Mozahuate, que se forma en la parte más alta de la sierra de La Venta las corrientes de pie­dra pez parecen estar cubiertas por una roca menos altera­ble que resistiendo a la erosión protegió a las capas de aba­jo contra los efectos de la erosión. Como toda la superficie de esta mesa está cubierta por una espesa capa tierra vege­tal, no hemos podido damos cuenta qué roca será esta capa protectora; pero en sus flancos hemos encontrado, en to­das partes, la piedra pez en un estado de mejor conserva­ción y en el lado sur donde pasa la vereda que nos sirvió en la bajada de la mesa al punto denominado “El Volcán o el Azufre”, hemos podido observar en hermosos cortes naturales la estructura de separación en forma de abanico de esta piedra pez.

Esta misma roca no la volvimos a encontrar en ningún otro punto ni del relieve actual, ni del anterior, ni aun en las formas postizas que cubren parte del relleno del valle; solamente lo hayamos al hacer el perfil geológico de la barranca a una profundidad de 260 metros, contada desde su borde en un acantilado que está arriba del Vertedor de la Planta de la Junta, cerca del camino de Oblatos a esta planta, y también en el camino del Puente de Arcediano a Ixtlahuacán del Rio, en el punto llamado Peña Prieta. En estos dos puntos esta piedra pez tiene el mismo aspecto: color gris, textura fluidal, fractura astillosa, etcétera. Y está ligada con obsidiana de textura jaspeada y fluidal; pero se distingue de la sierra de La Venta por la circunstancia de que aquí en la barranca, las corrientes de esta roca están mucho menos quebradas y son de menos espesor, notándose desde luego su mejor conservación por la falta de carác­ter desmoronadizo y por tener una cantidad mayor de agua.

El cerro del Tepopote, prolongación norte de la sierra de La Venta, no está formado por la misma roca, sino por una riolita andesítica sin cuarzo (traquita) con hiperstena. La parte fundamental es pilo táxtica y los feno cristales, que alcanzan tamaños de medio centímetro y más, son de plagioclasa bastante ácido, del caráter de la microtina y de sanidino. Esta roca se asemeja en su aspecto mucho a las riolitas de los cerros del antiguo relieve al cual pertenece probablemente. Encima de ella han venido a morir las corrientes de riolita vítrea de la que vemos res­tos en la sierra de La Venta, Esta antigua forma del cerro del Tepopote no está en la misma posición como las otras elevaciones del relieve antiguo del valle de Guadalajara, sino que parece que tiene posición más alta que las demás y está separada de ellos por una fractura que como ya lo hemos dicho, se destaca bastante bien en forma de una se­rie de planos inclinados con que termina la sierra hacía esa dirección.

Al pie de estos planos tenemos además, una forma topográfica muy interesante el“Bajío de los Pueblitos”, una depresión que está limitada, por un lado, por los mencionados flancos alineados del Colli y de los otros ce­rros hasta cerca de La Venta y por el otro lado por un borde de cortado a pico que en algunas partes alcanza una altura de 60 metros, y en otras, como término medio 40-45 metros.

En este borde se ve perfectamente que la posición de las capas más altas del relleno del valle de Guadalajara, es más o menos horizontal con un ligero declive al norte, es decir hacia afuera. El suelo de este bajío debe haber sido antes más profundo, pues en él se extendieron no solamente las masas derrumbadas del borde del relleno, sino también todos los materiales que acarreó la erosión de la sierra de La Venta, por conducto de profundos arro­yos a esta depresión. En los flancos de estos arroyos se observan restos de terrazas que rellenaron antiguas caña­das. A la prolongación de la superficie de las terrazas hacia afuera no corresponde ninguna forma actual del bor­de de enfrente, quedando este más bajo que una continuación supuesta de las mencionadas terrazas.

En este bajío mueren todas las aguas que vienen de la parte correspondiente de la sierra de La Venta, resumiéndose rápidamente en el fondo de la depresión. Esto se debe por una parte a la completa permeabilidad del fondo del bajío que como ya se dijo, es parte del relleno del valle de Guadalajara, cuyas capas superiores están formadas únicamente por piedra pómez o jal. Por otra parte, tenemos que suponer que precisamente en esta zona del valle de Guadalajara, deben reunirse todas las aguas del sub­suelo, pues como veremos más adelante, la inclinación de las corrientes riolíticas del relieve del valle sobre los cuales descansan las capas de jal, tienen una inclinación hacia el suroeste que es precisamente la dirección en que está el ba­jío y donde estas capas del relleno encuentran al macizo de riolitas de la sierra de La Venta. Parece que esta circunstancia puede darnos la explicación de la formación del Ba­jío, pues es admisible pensar que estas aguas subterráneas que en esta zona deben de correr a lo largo de los estribos de dicha sierra hayan hecho su trabajo de erosión subterránea, que precisamente esta zona es favorecida por la existencia de la mencionada fractura.

Al otro lado de la sierra de La Venta se extiende el amplio valle de Tala, cuyo río principal, el río Salado, que nace de la sierra de La Venta; es uno de los mayores afluen­tes del río de Ameca. El descenso de la sierra de La Venta hacia el valle, es menos abrupto y pronunciado en el te­rreno, y parece que los rellenos del valle de Tala se pro­longan hasta el centro de la sierra de La Venta.

Estos depósitos, por lo menos, hasta donde los hemos visto en la repetida sierra, no están formados exclusiva­mente por jal como las respectivas capas superiores del valle de Guadalajara, sino que llevan intercalaciones de trípoli (tezate de un espesor muy considerable). Todos es­tos depósitos lacustres tienen una inclinación hacia el suroeste del valle de Tala, lo que indica también que después de su formación ha habido movimientos tectónicos en la misma sierra.

Si como hemos dicho no se nota en este lado de la sie­rra una forma muy pronunciada del relieve que nos indi­que una fractura sobresaliente como lo advertimos en el costado noroeste de ella, en cambio, una serie de manantiales de aguas termales en terrenos de la hacienda de La Venta, ya casi al pie o al medio flanco de la parte noroeste de la sie­rra, nos indica la existencia de una discontinuidad allá en la zona donde nacen los pequeños arroyuelos que son afluentes de un arroyo que la gente toma como el principio del río Salado, arriba mencionado, dándole este nombre al arroyo; nos hemos encontrado con tres yacimientos de a­guas termales, que parecen estar situados sobre una línea que tiene una dirección aproximadamente al N. 40º W, y que coin­cide con la dirección de la cañada pequeña en que corre el río Salado, en su parte superior. En los flancos de esta ca­ñada se observa una diferencia muy marcada no solamen­te respecto al relieve, sino a las rocas que la componen, las que por un lado son los materiales de acarreo del relle­no del valle de Tala, en cuya base aparece una brecha río­lítica bastante endurecida y atravesada por diaclaros; por el otro, esos depósitos faltan completamente y en su lugar tenemos lomeríos alineados formados por una rialeta en la que abunda la obsidiana.

Alejado de la línea termal anterior, existe otro manantial -el Agua Caliente Chica-, que nace en la rioleta de la loma en la que abundan los afloramientos de la obsidia­na, al oeste de la línea mencionada. Aquí no se observa ninguna indicación de una fractura ni en la rioleta misma, ni el relieve de esta parte de la loma. En cambio, parece seguir el río Salado a una línea tectónica que está marcada no solamente por la circunstancia de encontrarse acompa­ñada de la línea termal arriba mencionada, sino también por las diferencias que existen entre las rocas de ambos la­dos.

Todo esto indica que la sierra de La Venta es la parte más alta de un bloque alargado y estrecho que ha quedado en su porción levantada, mientras que la parte que se ex­tiende a lo largo de su pie noreste se ha hundido conside­rablemente y en menor escala la parte suroeste. La separa­ción de los bloques se ha efectuado a lo largo de varias fracturas a uno y otro lado del bloque de La Venta, entre las cuales la del río Salado está marcada con la línea ter­mal. La fractura o fracturas al otro lado del bloque no se hacen notables por haber quedado enterradas debajo de los depósitos del relleno del valle Guadalajara y solamente u­na, la principal, se hace perceptible en la superficie, como ya dijimos, por el alineamiento en dos flancos de este lado de la sierra de La Venta y por la depresión alargada del Bajío, situada al pie del plano indicado de los flancos.

Para dar una idea de la magnitud del salto que debe haber habido a lo largo de estas fracturas, al lado noroeste del bloque de La Venta, necesitamos describir con más de­talles, unos perfiles levantados en la barranca de Río Grande y dar más datos acerca de este grandioso corte natural.

Se ve por la anterior relación, la enorme diferencia, o mejor, el progreso considerable que distingue la geología en estos últimos tiempos comparada con la geología de la pasada centuria. En el estudio que acabamos de co­piar no hay un detalle del suelo que resulte inútil: todo tiene su razón de ser y su explicación más o menos funda­da, en tanto que la geología antigua sólo se ocupa de des­cribir y las explicaciones llegan de lejos del terreno, to­madas de la ciencia general, Dos cosas, en particular, son dignas de llamar la atención de quien quiera que compare este trabajo con los dos primeros, a saber: una precisión mayor en la descripción de las rocas, debido al progreso de la petrografía; y la inteligente ordenación del conjun­to, que depende de la aplicación de la tectónica, que es en realidad la mayor conquista de la geología que en estos últimos tiempos ha sentado sobre bases sólidas y que iluminan todos los trabajos, modernos de esta ciencia grandio­sa.

 

Segunda parte

 

Estudio Geológico particular de la sierra de San Isidro, en sus relaciones con el grupo de cerros a que pertenece

 

Si hemos seguido y estudiado atentamente el acopio de datos contenidos en las primeras páginas de este escri­to, bien podemos inferir cuán grande sea la importancia de esta pequeña sierra que parece tan insignificante entre la multitud de montañas que la circundan. Podrá cierta­mente haber en las cercanías de Guadalajara montañas más elevadas y' de forma más elegante, como el cerro de Tequila, podrá también haber más lejos, en el estado de Jalisco, configuraciones orográficas altamente significativas en su conjunto, eminencias pobladas de rica vegeta­ción y otras que oculten en sus entrañas riquísimos filones metalíferos; pero a decir verdad, ninguna de estas monta­ñas, ni sola ni en su conjunto, tiene el carácter, la signifi­cación que este pequeño accidente que vamos a estudiar. En efecto, en aquellas admiramos la forma, la fecundidad de sus productos, pero todas ellas son organismos muertos que de pie desafían los siglos; en esta notamos aún la vida que se traduce por las palpitaciones de que ha dado mues­tras inequívocas en más de una centuria; y para el que es­tudia los secretos de la naturaleza vale más indudablemen­te el pequeño infusorio que tiene vida que la gigantesca mole que en su inercia esconde el secreto de eternidad.

Y esta agitación viviente, metafóricamente por cierto, consiste en que las sierras de La Venta y de San Isidro, se han constituido como el centro de todos los accidentes orográficos del gran Valle de Guadalajara, tal como aparece en la descripción aparentemente árida, pero profunda­mente científica de los geólogos del Instituto. Por eso, ellos de allí partieron para estudiar lo demás, seguros de que revelando el misterio de su ser todo lo demás serían detalles de la grande obra que se realiza ahora, como de siglos atrás viene realizándose en ellas. Está allí un centro de hundimiento al cual convergen, por esta sola razón, todos los posteriores acontecimientos geológicos de tan im­portante comarca jalisciense. De aquí es que, por ello, un cierto instinto científico ha llevado allí a todos los hombres estudiosos cuando se quieren dar razón de los fenómenos que se observan y que amenazan frecuentemente a los habitantes de Guadalajara.

En la presente ocasión, nuestros estudios tienden a formar, si es posible, la teoría completa de esa sierra e­chando una ojeada de conjunto sobre los elementos exis­tentes que conocen ya nuestros lectores y aportando otras que nos fue dado recoger en la breve, pero fecunda excur­sión que acabamos de realizar.

A decir verdad, las anteriores excursiones fueron in­completas. La primera parece que sólo examinó el Colli y de lejos se dio cuenta de los cerros anexos. La segunda fue más allá, pero se circunscribió a lo que queda al frente de Guadalajara. La tercera la rodeó casi por completo, trazando una gran curva que apoyándose en la hacienda de "San Antonio" se prolongó por la derecha hasta La Venta y asomándose hacia el valle de Tala por las cumbres del Tepopote; pero le faltó venirse para la izquierda y subiendo a la sierra de San Isidro completar el circuito en San Antonio. Nosotros tuvimos la oportunidad de ascender a esta última, llegar a la cumbre que realmente es do­minante, y descender al lado opuesto, en donde, al pare­cer, se encuentra el foco más importante de la actividad desarrollada por la sierra en su conjunto.

 

Fisiografía

Para dar una idea de la fisiografía del conjunto, fijé­monos en un croquis levantado por los geólogos del Instituto.

El macizo general se compone de tres partes perfecta­mente distintas: la primera, al sur, llamada sierra de San Isidro, está formada por los cerros que se ven desde Guadalajara inmediatamente al suroeste de la ciudad, antes del Collí y dan vuelta a la izquierda para afrontarse a los va­lles inmediatos de Santa Anita y de San Agustín. La segunda, prolongación hacia el noreste de la anterior, forma el cuerpo central con el nombre de sierra de La Venta, siendo más ancha y larga, yendo sus pendientes de la de­recha y de la izquierda a terminar en los valles contiguos de Zapopan y de Tala, respectivamente; y la tercera com­prende únicamente el cerro del Tepopote, confinando casi con el cerro de Tequila, por un lado y los anchos valles de Tesistán por el otro.

Todas estas eminencias dan la idea general de una misma formación con el carácter de mesetas; pero acercándosela ellas se subdividen en multitud de otras eminencias casi aisladas y separadas entre sí por valles o tajos pro­fundos, obra de las aguas o resquebraduras debidas a su propia fragilidad. De estos valles, algunos de los cuales asemejan cañadas por su regular anchura, parten aguas torrenciales que bajando por ellas se lanzan a la llanura for­mando arroyos que corren por anchos cauces arenosos, siendo dos los principales: uno que pasa por Santa Ana de los Negros y el otro que se vierte al valle de Tala.

Cada uno de estos cerros aislados en que se divide la tierra tienen nombres especiales dados por les indígenas que de tiempo atrás, son casi los únicos que los transitan. Como del Colli que todos conocemos, del Mazahuate que da para La Venta, del Huiluxte casi inmediato al Colli en plena sierra, el Popoca en el lado de la sierra de La Venta que ve a la de San Isidro, nombres todos que ex­presan alguna propiedad notada de siglos atrás, por los naturales; y en el frente más accesible a los habitantes de las poblaciones grandes, hay también, el cerro de Santa Ana y  el de San Agustín.

Se comprende por lo dicho, que el acceso a estos cerros es difícil y poco atractivo, existiendo tan sólo unas vere­das trabajadas hace siglos y quepor lo frágil del terreno son en algunos puntos verdaderas barrancas, muy empi­nadas por cierto. Pero si venciendo estas dificultades llegamos a los puntos culminantes la vista se recrea con los amplios y bellos panoramas que abajo en la sierra y a lo lejos por los valles y montañas vecinos, se presentan. En las cumbres del Colli soplan tan fuertemente los vientos, que hacen olvidar las fatigas del camino y las dilatadas le­janías son tan hermosas, que bien han hecho los naturales con darles el nombre de Cumbres de los Ángeles. Sobre el Popoca, a donde fuimos a dar en esta última excursión, el espectáculo es maravilloso: esparciendo la mirada hacia el sur, se la pasa por sobre las montañas inmediatas que van abriéndose más y más en las lejanías dejando ver las plateadas superficies de los depósitos de agua rodeados de las mantas de verdura que se acogen a sus orillas y se dila­ta por las sierras del Tigre y de Tapalpa, entre cuyos po­derosos brazos yacen tranquilas las aguas de la gran laguna de Zacoalco y Sayula. Por el norte, la vista tropieza desde luego con la gallarda mole del cerro de Tequila, que se ve desde su nacimiento hasta su elegante cumbre, desatacándose admirablemente. Por el frente, se dilata el gran valle de Guadalajara y todas las cumbres del oriente hasta los lejanos horizontes: casi se adivinan a la derecha los picos enhiestos del Nevado y Volcán de Colima.

El paisaje al derredor no deja de ser atractivo: domi­nando casi toda la sierra de La Venta con sus apéndices descritos, se siente por toda ella la mano gigantesca que dibujó su plano repartiendo tintas de una paleta de extra­vagante fecundidad; y como la vegetación es escasa, se alcanza a percibir el blanco agrisado de la pómez lo mismo que el rojizo del ocre desmoronado; los cristales de las partes desunidas relampaguean a la luz solar, destacándose los vidrios pastosos de las corrientes riolíticas con un cierto color de rosa pálido. La sierra, pues, es un desastre polícromo, en que las sombras están representadas por las barrancas y quebraduras que de las cumbres radian en to­dos sentidos y los claros están repartidos entre ellas, domi­nando hacia afuera por lo desnudo de sus flancos: la esca­sa vegetación de las cumbres apenas atenúa el contraste entre ambas configuraciones.

 

Geología

Ampliamente quedó tratado este punto en lo relativo a las partes descritas en los tres estudios copiados al prin­cipio, en que se detalla todo lo que vieron las diferentes comisiones que ascendieron a la sierra de La Venta; pero muy principalmente debe tenerse como base de todo estu­dio serio lo que se contiene en el último de los trabajos ci­tados, donde no sólo se describen las rocas, sino que tam­bién se da una idea completa del por qué están allí colocadas y de las fases todas porque ha atravesado y atravie­sa actualmente esta porción de la superficie terrestre. Habiendo nosotros ascendido por un punto no tocado por e­llos y visto algo que ellos no alcanzaron a observar, completaremos lo asentado con nuestras propias observacio­nes, poniendo al efecto el perfil geológico que sigue, que fue levantado minuciosamente en el mismo terreno.

Se ve en él, que después de pasar por sobre los cono­cidos terrenos del valle de Guadalajara, al iniciar el ascen­so, por la vera del arroyo arenoso que baja entre el Colli y el cerro de Santa Ana, se nota un terreno tobaceo de gra­nos gruesos, en el que se han practicado los primeros des­laves, dibujando colinas de poca altura entre las que se perciben las primeras cañadas. No hay terreno semejante en el valle de Guadalajara, y su límite superior está a 210 metros sobre esta ciudad. Se llega entonces a una serie de lechos arenosos de fino jal perfectamente horizontales, exactamente parecidos a los del valle de Guadalajara, es­pecialmente en donde estos terrenos han sido atacados fuertemente por las aguas como sucede en los barranconesal rededor de Zapopan: llama mucho la atención la que­bradura de estos lechos que se observa al principio, en vir­tud de lo cual se inclinan hacia el valle. La erosión, o sea el arrastre de las aguas, ha sido más sensible en estas frá­giles capas que en las otras superiores o inferiores a ellas, por lo que en esta parte de la sierra, se encuentra uno en amplios valles o cañada de lecho casi horizontal, bordeados por eminencias tajadas casi a pico y en que se ve hacia su cumbre una línea blanca horizontal rodeando esas lla­nuras: la explanada de Los Gallos es la mejor muestra que de esto puede presentarse.

Pasada esta etapa del ascenso y a cerca de 350 metros sobre Guadalajara, se entra en lo más a­brupto de la sierra caminando sobre un terreno tobaceo de granos muy gruesos, cuatro o cinco veces más que los que vimos en el ascenso, pero de la misma naturaleza. Al lle­gar a los 400 metros se encuentran en diferentes partes de la sierra pequeños ojos de agua, indicio seguro de que esas tobas descansan en terrenos duros impermeables que a juzgar por lo que se vio en el descenso que se hizo por otro lado, son de obsidiana, pues un dique de esta roca aflora metiendo hacia arriba, en plena toba gruesa. En terrenos de esta naturaleza se llega a la cumbre que está 691 me­tros arriba de Guadalajara. Al bajar la última cumbre y con vista al valle de la hacienda de San Isidro, el terreno cambia por completo. Un pequeño descenso nos hace entrar en una llanura cuyo piso se compone de polvo rojo muy fino donde se hunde el pie al caminar sobre de él y que está lleno de cuevas practicadas ya por los animales, ya por la explotación de zacatón que nace allí espontáneamente y cuya raíz es el producto útil beneficiado por los naturales que moran en esas alturas en ranchos de hu­milde aspecto: abundante vegetación favorecida por la humedad del terreno, se divisa en derredor.

En el confín de estas llanuras se levantan unos montí­culos de 10 metros a lo más que forman una especie de an­fiteatro de más de 200 metros de diámetro. La roca de di­cha intermitencia es riolítica bastante dura de color roji­zo en que se ven algunas vetas de cuarzo y difícil de preci­sar a causa de su antigüedad testificada por una profunda alteración. En el vértice de esos montículos se encuentra el fenómeno bastante curioso que nos llevó a esos lugares. Estábamos a 537 metros de Guadalajara. Sentados sobre ellos, nada se nota, y el paisaje ameno que se disfruta no hace presumir que casi a flor de tierra existe un volcán. En efecto, raspando aun con la mano o como lo hizo un perro que llevábamos) con las uñas, inmediatamente salta una débil nube de vapor de agua cuya temperatura es de sesenta y ocho grados. El fenómeno es entonces perma­nente sintiénd.ose el calor a corta distancia del observador.

Esto mismo se observa en varios puntos de aquel anfitea­tro, como lo testifican los naturales que allí viven.

Como esta formación rocallosa no se interrumpe, lo ­curioso del caso es la transformación tan profunda notada en dicha roca. En los lugares en que estalla la pequeña nube de vapor, la toba es frágil y se reduce casi a polvo, quedando nada más que un esqueleto de pómez impreg­nado en toda su extensión del polvo rojizo; y como de or­dinario no existe, como dijimos, toda la actividad volcánica, es de suponerse que la fuerza expansiva de los gases no es suficiente para abrirse paso por sí sola y que todo su tra­bajo se reduce al ataque de la roca que lentamente y con ayuda de su elevada temperatura, va obrando esa profunda alteración en la masa toda sujeta a su acción. Esta es la causa, sin duda, de por qué vimos al derredor del anfi­teatro ese polvo rojizo que es necesario atravesar para llegar a él: las aguas de las lluvias lo arrastran hacia la ca­vidad formada en su seno; esta humedad impregna el polvo suelto y se infiltra hacia los lados y es la que brota en forma de vapor al roce más insignificante, que en la roca alterada se practica. Pero el ataque sin duda no lo verifica el agua exclusivamente, hay que suponer otros gases más activos, pero en tan insignificantes trazas que sólo un aná­lisis muy detenido pueda descubrirlos. Estos gases son los que aportan allí el calor en cuyo seno se realiza el fenómeno.

 

Explicación de los hechos y síntesis geológica

Estamos pues en presencia de un volcán, pero un volcán viejo, en las últimas manifestaciones de su energía. Cuando caminábamos sobre el polvo rojo, que da acceso al anfiteatro volcánico, nos encontrábamos en la chimenea del volcán siendo el cráter el anillo de rocas donde se observa la elevada temperatura. Levantando con la imaginación unos 500 metros más arriba está formación, tendríamos sin duda las debidas proporciones en que se destacaba la forma primitiva del cono que dominaba de esta manera todos los accidentes orográficos de la región. Pero le sobrevino una extraña y terrible enfermedad, que se lo ha ido consumiendo lentamente, dispersando las aguas los polvos rojos de esa desorganización.

En aquellos tiempos en que ese volcán, como nuevo Popoca, ostentaba su penacho de humo, en las altas y tranquilas regiones de la atmósfera, no existía aún el valle de Guadalajara, ni los volcanes que lo circundan al oriente y al sur; en su lugar había una cuenca en cuyo fondo se veían las corrientes vitrosas de piedra pez, que a torrentes vomitaba el enfurecido volcán, divisándose a lo lejos por el norte, los picos también humeantes de otros volcanes ahora escondidos bajo las capas actuales de la que se llama relleno del valle de Guadalajara; esta piedra pez que ahora vemos circunscrita en las faldas boreales de la sierra de La Venta, ha sido en efecto encontrada hasta la barranca por los geólogos del instituto, 200 metros más debajo de su borde y con tendencia a seguir barranca adentro si la fuerza de las aguas no hubiera barrido con ella llevándosela a ignotas regiones.

Varias fueron las coladas de esa piedra pez como prueban los escalones de la sierra mencionada, expulsados sin duda a intervalos bastante largos, pero entre los cuales no dio a luz productos de otra naturaleza. Se formó de esta manera un borde que independizó la cuenca mencionada de los valles o llanuras al poniente.

Pasada esta primera fase que parece ser común a todos los volcanes, llamada fase emisiva, viene luego la que se denomina eruptiva o explosión, en que los productos salen divididos y con fuerza, elevándose primero en el aire para acumularse en desorden alrededor de la roca. Así se formaron grandes acumulaciones de pómez en fragmentos de distintos tamaños sobre los lechos riolíticos de la primera emisión.

Larga debe haber sido de nuevo esta segunda etapa de la actividad de nuestro volcán y hasta se puede conjetu­rar que duró inactivo varios siglos, en cuyo intervalo se formó por el poniente una gran laguna cuyo lecho princi­pal estaba en el valle de Tala y sus bordes ascendían a considerable altura, sobre lo que es ahora sierra de La Venta. Nacieron entonces los nuevos volcanes de El Cuatro y de Santa María, por el sur, el de La Higuera por el o­riente y con tal energía y rapidez se desarrolló su vida, que llenaron los ámbitos de la cuenca de piedra dura en corrientes que se encontraron en varias direcciones. Tal vez la fuerza de esta repentina presión ejercida sobre la piedra pez de suyo frágil, o más bien a causa de la misma fuerza que de orden tectónico, dio origen a los neo-volca­nes, el caso fue que ese lecho débil, no pudo resistir, y se rompió a lo largo de una línea que va desde el Colli hasta los confines de la sierra de La Venta en el noroeste. El borde que detenía las aguas de la laguna no opuso ya resistencia y encorrientes impetuosas se lanzaron sobre el valle de Guadalajara, trayendo consigo los fragmentos acumulados de la pómez dividida y depositándolos en los lechos horizontales desconocidos de nosotros.

Admitimos que la fractura mencionada sólo interesó la parte comprendida del Colli hacia adelante, primero por lo que se contiene en la descripción que de ella hacen los geólogos del Instituto, y segundo, porque en el perfil geo­lógico que levantamos, hemos encontrado las capas finas del relleno de Guadalajara, a una altura de 200 metros, que coincide exactamente con la profundidad del hundimiento de las riolíticas del Colli, encontradas en la barranca. Esto nos explica la diversa constitución de la sierra de La Venta, pues si la vemos por el frente que presenta a Guadalajara, el lado derecho desde el Colli hasta sus límites del norte, se compone de riolitos desnudos o tapizados delos productos lacustres mencionados, mientras que a la iz­quierda, es decir, toda la sierra de San Isidro y las pen­dientes abruptas inmediatas a ella de la sierra de La Venta, separadas por los arroyos que se vierten en el valle de Guadalajara, conservan aún la serie antigua que se ve per­fectamente en el perfil geológico que hemos descrito arri­ba.

Arruinado como se encuentra este volcán, dispersos por el valle de Guadalajara los productos que con tanto trabajo arrojó de sus entrañas, reducido a una inofensiva meseta, escalonada con arrugas laterales que prueban su vejez, perdido en medio de un cerco de nuevos volcanes que conservan aún sus formas elegantes y que como sobe­ranos se yerguen airosos sobre los lechos arenosos arrancados a sus flancos, este viejo volcán no quiere aún darse por vencido. En sus entrañas existe aún el fuego de sus mejores tiempos, que por incontables bocas exhibe al exte­rior. Las aguas que nacen de sus resquebrajadas sierras son amargas y calientes y hasta se permite el lujo de arro­jar aún el producto clásico de los volcanes vivientes, el a­zufre. ¿Volverá a nueva vida? ¿Resucitará de en medio de su bien probada destrucción? Tales son las cuestiones que indudablemente se proponen los que hayan seguido nuestro relato. La historia del volcanismo en el mundo entero, nos presenta ejemplos semejantes. El ojo avisado del geólogo adivina en donde quiera que hay aguas hirvientes, dispuestas en series regulares, la existencia de antiguos y extinguidos volcanes. Pero la vida del hombre es muy corta para que estos fenómenos hubieran podido estudiarse hasta sus últimas consecuencias. Pero hay una ciencia novísima que tiene el privilegio de ver más lejos hacia a­trás y de tocar a veces un remoto porvenir; que con el au­xilio de un aparato maravilloso puede pulsar los latidos de la corteza terrestre, aunque sean como los de un moribun­do; que en la corta vida que tiene ha llegado a resultados portentosos, ya al examinar el exterior ya el interior de la tierra: esta ciencia es la sismología y el aparato se llama el sismógrafo.

Alrededor de la región de este antiguo volcán, el sismógrafo ha descubierto porciones de la corteza terres­tre, que se mueven y agitan con amenazas de catástrofe y que reconocen por centro no precisamente el lugar en don­de él sobresale al terreno, ni tampoco en las capas accesi­bles a la observación, sino más adentro a profundidades no conocidas. En principio se podría creerque estas amenazadoras capas podrían ser más viejas y en consecuencia más débiles que las que observamos la superficie pero sería aventurado afirmar que así los son en realidad. Toca pues al sismógrafo decidircuando se tengan suficientes datos, sobre este delicado e interesante punto. De aquí resalta la importancia de tener en Guadalajara una esta­ción sismológica bien dotada y atendida, pues por lo pocos que hasta ahora tenemos, apenas si se conoce lo tras­cendental de la cuestión que se trata de afrontar. Los pe­queños movimientos que hasta ahora se han observado, nos dicen que esta actividad continúa, y es de suma im­portancia caracterizarla de una vez.

 

Conclusión

No dudamos ni por un momento que en el relato que acabamos de hacer hemos dado un paso más hacia el cono­cimiento de la interesante montaña que lleva ya un siglo de tener intrigados a los geólogos de estas regiones. Este paso lo hemos dado siguiendo las huellas que nos han marcado nuestros ilustres predecesores, utilizando sus observaciones, aceptando sus resultados y completando con las nuestras sus propias apreciaciones. Una sola cosa está a nuestro favor y es el haber precisado la posición del cráter o chimenea que dio origen a la serie de productos vol­cánicos que en su aglomeración constituyen el cuerpo de la estudiada serranía.

Este punto de vista lo aclara todo, ordena admirablemente el conjunto y nos hace tocar con evidencia palmaria la historia accidentada de la vieja mon­taña. El éxito de la expedición queda de esta manera como plenamente asegurado. Cuando, pues, la ciudad de Guadalajara sea de nuevo agitada por las frecuentes sacudidas que le son características, vuelva otra vez sus ojos hacia las serranías del poniente, tendrá en estas páginas un guía seguro para orientar su criterio, calmando el ánimo de sus habitantes que deben de ver por allá, no los espasmos de un poderoso gigante lleno de vigor juvenil, sino la lenta agonía de un volcán que se extingue por lentas e inofensi­vas etapas. Más interesante es sin duda el lecho en que descansan, a respetable profundidad, las sucesivas capas de las erupciones de este volcán, lecho que no ha adquiri­do aún la estabilidad necesaria. Las observaciones que hasta ahora tenemos no son suficientes para darnos cuenta cabal de la inestabilidad del subsuelo de esta región; tal vez esto se enlace con la geología general del estado de Jalisco, de la que reconocemos; pero los métodos modernos de la sismográfica que empiezan ya a aplicarse en esta re­gión, arrojarán nuevas luces que podrán aprovecharse en un porvenir no lejano para tocar de cerca la causa de esta inestabilidad y de las agitaciones térreas que por ella se producen. De todos modos la ciencia siempre estará al servicio de los hombres y de sus intereses que en esta región le sean encomendados.



[1] La publicación original de este estudio vio la luz primera en Guadalajara; tiene 38 páginas y seis grabados -que ahora ilustran, a modo de viñetas, este cuaderno esta publicación-, editó bajo el signo de Jaime, en 1923. Se transcribió de un ejemplar que facilitó a este Boletín su poseedor, don José Viramontes.

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