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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(6ª parte)

Leopoldo Gálvez Díaz[1]

 

Los datos que se vierten a continuación, continuando las memorias inéditas escritas en 1959 por un clérigo de la Arquidiócesis de Guadalajara que fue misionero en la Baja California hace un siglo, cuando este territorio estaba a cargo de esta Iglesia particular, ofrecen pormenores enjundiosos para entender el abigarrado proceso cultural que se vivió en la península en ese tiempo entre guerras: la mundial, que concluía y arrojó a México

no pocos emigrantes de diversas partes del mundo, y los movimientos armados

que seguían azotando el país sin tregua.

 

La colonia china de Santa Rosalía[2]

 

La colonia china de Santa Rosalía era numerosa. El barrio chino tuvo su importancia, y yo, curioso. Población genuina de chinos de Asia, chinos manchurianos todavía con trenzas y cotones azules, con tarugos de hueso en lugar de botones, con túnicas de seda y enaguas sui generis; los empleados de categoría con bonetes morados y calzados de paja tal vez los bonzos. Chinos de todas clases: aguadores, panaderos, cocineros, comerciantes, evangelistas[3] con tenues pincelitos, aparadoristas, remendones, en fin. Chinos rezando, escolares, bonzos cristianos –yo les decía “mis chinos del alma”–. Mi masa de paganos predestinada ¡Yo iba a las misiones!

            Yo había leído mucho del pueblo chino. Me interesaban su cultura milenaria, su historia, sus instituciones y su vida civil, su religión oculta, sus movimientos guerreros, como el de los boxers en 1900, sus creencias exóticas, su lenguaje imposible y sus libros, misteriosos que se me hacían por sus letras representativas, su territorio inmenso y su gran población.

            Sabía de su catolicismo ya prendido en su país y sus conatos nihilistas, que los iban arrimando al comunismo actual. Me fui informando algo de su material humano, por ejemplo, su población sin fin, desarraigada de Asia, con su incipiente bracerismo desgajado de su núcleo.

Tenía especial curiosidad por darme cuenta de su clero pagano, los legendarios bonzos, sus lamas del Tíbet, con sus ribetes de místicos auténticos, en fin, y me sentí algo halagado de hallarme misionando de hecho en su porción aquella de Baja California. Díganme si no: un simple hombre, cristiano del montón, americano y ya en contacto feliz con sus artes y preciosidades genuinas, su pueblo milenario y su distancia loca conmigo, al alcance de la mano. Eso llegó a parecerme como el premio gordo de la gran lotería, y con razón. Y me maravillaban las chinerías.

Pero no fue nada lo que yo sabía. Cuando tomé contacto con la colonia china de Santa Rosalía, me sentí ayuno de sabiduría. El pueblo chino es discreto, sabe mucho lo que es ser reservado, ser cauto. El pueblo chino es ladino.

Por eso se me hacía más interesante que nada conocer a los chinos, rozarme con sus gentes si quería ser misionero. Y ahora era el caso: si quería de veras observarlos, si deseaba aprovecharme y aprovecharles, ¿misionero, ves?

Era necesario convivir con los chinos si quería comprenderlos. Era en verdad preciso si quería observarlos, saborearlos y deletrearlos conforme a mi papelito. Tú a eso viniste, a ser misionero. Tu realidad. Tus realidades, no a través de informaciones de terceros, de los libros, sino de ellos mismos, y digerirlos en sí y saber de su sabor. Y éste es el caso, en cuanto sea dable, conviviendo con ellos, no nomás de ganas sino de hecho, como si fuera un chino, como si fuera en China. A ver, a ver. ¡Yo de ritualista, yo de dogmatista, yo de profesor universitario, y entre estos paganos! ¡Por lo que me halló en Baja California! Para servicio ajeno, en caridad de Dios.

Y hasta se me olvidó lo erótico. Se me calmó, de hecho, el amor sensual. Las emulaciones de otra índole me dejaron en paz a causa de los chinos. ¿Voy que no creen?[4]

El barrio chino de Santa Rosalía en 1918 era algo de relieve, si bien se ve. Chinos de veras, sin camuflajes, de trazas manchúes, que hablaban el mandarino y escribían de igual manera, de todas clases: de ojos atravesados, azules y negros, chinos blancos, de aspecto simpático, cenizos, mongoles de aire filipino o tibetano, algunos enigmáticos como budas, y chinos escolares, ahora conmigo, mis hijos queridos, que Dios me mandaba, la mies generosa del Evangelio que uno diría.

Quién sabe cómo arreglaron ellos que los bonzos (católicos allí de pasada) les dieran clases de castellano y a mí me las adjudicaron. Mis discípulos finos fueron los chinos.

Me cautivaba todo lo chino: su tez amarillenta, su ceremonial cortesía, su lenguaje silábico y tiploso, sus ritos tibetanos legítimos, sus comistrajes dulzones y amargos, el admirable olor a sándalo, vino de arroz verdadero, ritos confucianos de primera mano, loza vidriada y añil, túnicas de seda y ornamentos dorados riquísimos, de realeza, zapatillas de seda.

Yo pensaba ¿así serán las almas chinas, lujosas y livianitas? ¿De color pesado y tonos mates? ¿Pesaditas y amistosas, refinadas y simples? ¿Así será el ideario chino y sus hombres de pro, como los que aquí yo veo, como su volandero papel aéreo, como sus humillos budistas, suaves, devotos y sutiles? ¿Sus dones al cielo también pacíficos, espirituales y silenciosos? ¿También almas distinguidas, preferidas y redimidas, de valor infinito como las nuestras? Y me engolfaba en consideraciones teológicas de esta índole.

      ¡No pierdas el tiempo, Gálvez!, me decía el Padre Silverio cuando volvía de la escuela. Se me hace que le mochamos. Tú di si te relevamos. No la hagas larga con los chinos. Su platiquita y vente. Su avemaría y amén. Dijimos que algo breve. A la siguiente vez, su visita apenas y estás aquí de vuelta.

Y yo ya tamañito, si es que el Padre lo hiciera. Pero enseguidita yo le cambio de plática.

            Comenzando yo a oírlos y a interrogarlos, no fuera a ser lo que él decía y me sorprendiera mochándole en camino.

      A ver, tú, Vu-li Chang, dime ¿Qué te pasa? Sí, sí. Te vez preocupado.

      Sí, Pale, dolerme muela.

      Pero yo no sé qué relación tenga eso con tu molestia física.

      Le digo yo que sí. Anoche que duele muela, Pale mío, mata Hanchon. Pale Galo, oiga poquito. Otra vez dolerme muela mucho: Mío – mano mata Santung…

      Dime, Pao-Lin ¿Qué en China adoran a los muertos?

      ¡Oh no!

      Recuerda bien, recuerda bien. ¡Total! Yo sé que se hincan ustedes ante unas tablas benditas que representan sus almas y que allí les rezan, adorándolas, y ofrecen flores y otros presentes.

      ¡Oh, sí! ¡Eso sí! Tú hincas también ante padre tuyo, ¿qué no?

      Yo me hinco, es verdad, pero cuando yo lo hago, si vive mi padre, lo hago para significarle mi acatamiento nomás, respetándolo, pero no adorándolo como ser divino, sino rindiéndole devoción por ser mi superior, porque me engendró y porque concurrió a darme el ser físico providencialmente, conforme planes predeterminados por la Providencia, y en él me figuro la bondad divina, el poder del cielo, la ciencia de Dios. Como mi señor padre se murió ya, no le rezo como a Dios, sino que invoco sobre su alma el bien de Dios para que su alma alcance perdón y le halle en la vida eterna.

      Es cierto. Buen hijo tú. Hijos buenos siempre lo hacen así.

      Sí, sí, pero fíjate: esta no es la adoración incondicional que debemos los hombres racionales a Dios nuestro Padre, al Ser Supremo que decimos Dios. Esto apenas llegaría a un agradecimiento figurado a Aquel que conserva con su ser al impulso creador, concurso amoroso de Dios, digamos mejor, una dignidad cumplida con nuestros mayores y educadores, pero hasta ahí.

      Bien dicho, Pale, bien dicho. Entendido. Así China, así chinos ¿Pudo ser esto? Hijo bueno tú, Pale, bueno tú, muchas gracias. Adiós.

 

A mí me quedaron dudas, serias dudas, porque este escrito, esto dicho así, o esto hablado, como aquí consta, por claro que uno lo diga y por liso que uno lo sienta en castellano no sabemos comprenderlo cómo lo leerán los chinos en sus conceptos chinescos según su lenguaje complejo y difícil.

Su sinceridad personal a mí me deja pensando. Yo noté entonces que al dar sus respuestas claras y concisas al parecer que sus intérpretes se veían mucho y se rumoraban al recortar sus frases de contestación oficial. Displicencia franca, ellos en sus gestos.

Y es claro. No sabían ellos a las buenas el español, y sin saber nosotros el idioma chino ¿qué aclararíamos en realidad? ¿O qué despejaríamos en el campo filosófico, qué? ¿Qué ideas pepenaron ellos? ¿Qué ideas sembrábamos en su alma de filosofía cristiana? No lo supe tampoco. Quién sabe. Lo cierto es que algunos se bautizaron. Aprendieron rezos mochos. Se informaban con tesón de ciertas cosas.[5]

Cuando el curso se acabó o fue preciso volvernos a Jalisco (a La Paz), yo acudí con los chinos a despedirnos, quise un vasto resumen, digo, más noticias al respecto, conforme al interés propio y al cariño despertado en mi alma por la raza china.

      A ver, Toho-en-lai ¿Por qué se salen de China? ¿Buscar lugar para ganarse vida trabajando, pan qué comer, espacio vital? ¿Qué dices?

      Mile, Pale, China pobre.

      ¿Y sus mujeres?

      Mujeres estar lejísimos. Mucha costa. ¡Nunca volver!

      Pero, ¿el caserío?

      Yo no casa. Primero cocina, después, amor.

 

El ambiente general era conventual o boncería. A mí me admiraron su armonía social y sistemas económicos. Ellos importaban todo de China y le salían ganando. No sé cómo alcanzaban a superarse solos. Decían que vivían contentos.

      Digan: ¿Qué les parece la Baja California?

      Sol bueno, tierra buena, buen maestro, bueno todo

 

Pobrecitos. Se les hacía suelo fértil la Baja California, esa “tierra de miseria” que llamaron los misioneros primitivos, y eso demuestra que los pobres campesinos viven a gusto en su ambiente humilde. Los buenos trabajadores (de México, de China, de donde sea) viven contentos en su condición, pasándola, aunque sea, sin complejidades. Los pacíficos paganos, que uno diría. Los millones de chinos confucianos “atrasados”, los “mansos broncos”. ¿Qué dirán ahora los chinos “avisados” de Mao Tsé-Tung (1959).

      Dime, Li-Pei, ¿Tú sientes a Dios? Para responderme a coro cerrado y hasta con coraje.

      ¡Que sí! ¡Que sí!

      ¿Tu invitas Dios? (id est) ¿Le rezas, lo invocas, lo respetas, lo convidas, es tu amigo? 

      Dios oye mí (desde luego que sí).[6]

 

Y les hice, al paso, en ocasión de mi sentida despedida, esta pregunta: conocieron allá, en sus días de gracia, a los misioneros del rito católico (los bonzos cristianos)

      ¡Sí! Mílalos.

 

Y me los enseñaron, en papel aéreo y en auténticas litografías modernas, con sotanas y modos del atuendo chino, dígase con cotones con presillas y tarugos, enaguas hasta el talón y bonetes ceñidos a la coronilla como solideos griegos, con luengas barbas, al modo europeo.

      ¿Trataron con ellos personalmente, como se ven conmigo?

      Mira, tú, yo no iba Chensi. Yo no sabe bien Tinsin (que como China es tan grande, ellos no tuvieron oportunidad de ir a verse en esas ciudades de Chensi o Tianjin, por ejemplo y luego, sin contarnos que al Tibet nunca entraron los bonzos cristianos).

 

Su sinceridad se ve manifiesta en este episodio: no vi cerrazón en ellos. Creo que se expresaron a lo bueno y a lo amigo. Muchas gracias, mis amigos chinos.

Quiero dejar constancia de una ceremonia o rito académico que me sucedió entonces. Me leyeron algo en chino. Me vistieron de seda, una túnica y un bonete chinos, de bonzos acaso, de un color morado, viejo; me hacían reverencias y aplaudían bajito y desfilaron frente a mí. Serían ellos cincuenta. Luego vinieron después con otras ofrendas de vino y cajetas de China en tajadas breves y en tacitas de porcelana delgada me ofrecían sus brazos, conmovidos, y se iban yendo con suavidad.

Pensé que vendría luego, tal vez, un diploma en chino, que sigo esperando. Pero así conste su despedida. El Mar de Cortés se llevó mis emociones. Bueno. Amén.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó en 1921. Compuso estas memorias en 1959. Las notas del autor se señalan específicamente. Las demás son de la redacción de este Boletín.

[2] La población de Santa Rosalía, en la parte central de la península de Baja California, cabeza del municipio de Mulegé, se origina en la misión de aquel nombre que fundó en 1705 el religioso jesuita Juan de Basaldúa, a unos 60 kilómetros de la actual Santa Rosalía, en el sitio denominado Mulegé. Reubicada frente al mar de Cortés, a partir de 1868 despertó gran interés por sus yacimientos metalúrgicos, que se explotaron con el respaldo de la Casa Rothschild a través de la compañía Eiseman y Valle, fundada en 1873, con sede en Guaymas. El mineral se cargaba en los barcos tal y como se encontraba en la superficie y se procesaba en Cananea. La compañía quebró en 1879. El presidente Porfirio Díaz otorgó una nueva concesión a una compañía francesa que adquirió la anterior en un millón de pesos en 1885, la Compagnie du Boleo, en el Distrito Minero Santa Águeda, de Santa Rosalía a Mulegé, y tuvo exención de impuestos aduanales por 50 años para sus embarcaciones. En 1890 se tendió una línea del ferrocarril de 38 kilómetros. La emigración de chinos y japoneses comenzó en 1899.

[3] Escribanos.

[4] El autor, todavía no ordenado en este tiempo, comenta un lance que él mismo describe en la parte de sus memorias publicadas en el número de este Boletín correspondiente al mes de marzo del 2017, pp. 633 ss.

[5] Ellos eran “escolares” en rigor de verdad, grupo interesado en saber temas de su suelo adoptivo: dígase lenguaje de México, costumbres del país, religión dominante, medios de vida. No es de extrañarnos su empeño mostrado al querer respuestas fáciles y prontas aunque no cumplieran sus vastas necesidades (nota del autor).

[6] ¡Quién sabe ahora con el comunismo y el feroz ateísmo! Quién sabe actualmente, con la crueldad infinita que gastan en la China comunista de raza oficial (nota del autor).



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