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Clérigos ejemplares

Juan José Doñán[1]

 

La Iglesia particular de Guadalajara, de muy larga andadura (se creó en 1548), cuenta en su historial con figuras señeras tanto en su presbiterio como en los religiosos que en ella

han ejercido el apostolado y que han dejado huella honda en su capital.

De todo ello da cuenta este repaso sumario.

 

“Ciudad levítica” fue el epíteto que Agustín Yáñez acuñó para Guadalajara cuando ésta celebraba el cuarto centenario de su fundación en el valle de Atemajac. Con ello el entonces joven escritor se refería no tanto a que la sociedad tapatía fuera muy persignada, sino a una urbe que habían forjado hombres y mujeres de fuerte raigambre religiosa, aunque no por ello necesariamente supeditados al poder eclesiástico. Pero más allá de esa añeja y reconocida religiosidad que, entre otras cosas, coloca a Guadalajara y su región como la comarca del país con más santos canonizados per capita, no sería exagerado decir que históricamente la sociedad tapatía es, en buena medida, hechura de incontables religiosos, tanto del clero regular como del secular.

            Prácticamente desde la fundación de la ciudad en su asiento definitivo y hasta los días que corren, son legión quienes, más allá de su labor pastoral o eclesiástica, se han empeñado en plausibles causas sociales y han realizado grandes obras en beneficio de la ciudad y su región. Cronistas e historiadores, científicos, personas de los más diversos saberes, activistas sociales y hasta militares, filántropos, músicos, poetas, novelistas, fundadores de perdurables instituciones de beneficio colectivo y promotores de la cultura son sólo algunos de los variados oficios y vocaciones a los que se han consagrado religiosos profesionales, lo mismo de alto rango que del clero llano, durante los 476 años que van de 1542 –cuando la ciudad fue fundada en el solar que se localiza detrás del teatro Degollado– hasta los días que corren.

            Sin ánimo de pretender ser exhaustivos, la copiosa nómina de clérigos tapatíos o protapatíos que han hecho obras notables –y realizado tareas idem– en beneficio de creyentes y no creyentes en esta parte del mundo podría comenzar con el historiador Alonso de la Mota y Escobar, que llegó a Guadalajara en la última década del siglo xvi para hacerse cargo de la sede episcopal, y concluir por ahora con un caso de remarcada actualidad: el del presbítero Gabriel Espinoza, suspendido de su ministerio por determinación del arzobispo Juan Sandoval Íñiguez a causa de haberse venido dedicando desde hace más de una década a la defensa de su tierra natal (Temacapulín), amenazada, lo mismo que otras poblaciones de la región alteña de Jalisco, por la inconclusa represa de El Zapotillo, un proyecto que se encuentra detenido desde hace más de tres años por varios fallos de la Suprema Corte de la Justicia de la Nación favorables a los opositores de dicha represa, entre cuyos principales activistas ha figurado de manera sobresaliente el eclesiástico –aunque ahora retirado del ejercicio de su ministerio– Gabriel Espinoza.

            Los primeros historiadores y hombres de artes, letras e ideas que hubo en esta parte del mundo fueron religiosos, comenzando por el referido Mota y Escobar, que fue Obispo de Guadalajara hacia finales del siglo xvi y los primeros años del xvii, y quien, sin desatender sus obligaciones pastorales, se dio tiempo para escribir su notable Descripción geográfica de los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y Nuevo León, una obra rica en detalles sobre tan vasta región. Cronista mucho más copioso, si bien de menor rigor histórico, fue el famoso franciscano fray Antonio Tello, autor de la extensa Crónica miscelánea de la Sancta Provincia de Xalisco, escrita hacia mediados del siglo xvii.

            En la siguiente centuria, otros dos franciscanos escribieron sendas obras históricas: la Crónica de la Provincia de Santiago de Xalisco, redactada entre 1719 y 1722 por fray Nicolás Antonio de Ornelas, y la Crónica de la Sancta Provincia de Xalisco, de fray Francisco Mariano de Torres, obra esta que data de mediados del siglo xviii. Por la misma época fue escrito uno de los clásicos de la historiografía virreinal: Historia de la conquista del reino de la Nueva Galicia, de Matías de la Mota Padilla, quien tomó estado eclesiástico a una edad avanzada (en lo que se asemeja al caso en el siglo XX del arquitecto Pedro Castellanos, quien tomo los hábitos franciscanos y sacerdotales a una edad provecta). Y ya en las postrimerías del siglo xviii y principios del xix, el jesuita tapatío Andrés Cavo –expulsado en 1767 de su patria, como el resto de la orden fundada por San Ignacio de Loyola– escribió en el destierro en Bolonia, donde hasta la fecha permanecen sus restos mortales, una obra muy valorada por los liberales mexicanos luego de la Independencia: la Historia civil y política de México.

La nómina de historiadores tapatíos de origen religioso se prolonga durante los siglos xix y xx con autores tan apreciados regionalmente como fray Francisco Frejes, quien solía firmar con las iniciales “f.f.f.”, como puede leerse en la portada de una de sus principales obras: la Memoria histórica de los sucesos más notables de la conquista particular de Jalisco, que data de 1839. Otro caso es el del historiador laguense Agustín Rivera, clérigo secular y autor de talante liberal que escribió y publicó de su peculio un crecido número de títulos. Ya en el siglo xx se destacan los casos de dos hombres nacidos en la segunda mitad del siglo xix: José Trinidad González de Laris (más conocido como “el Padre Laris”) y el copioso fray Luis de Refugio de Palacio. Aun cuando el grueso de la obra de ambos se orientó a la historiografía mariana del occidente de México, su alcance histórico abarca otros tópicos de la vida regional. Historiadores igualmente notables fueron el jesuita Luis Medina Ascencio y el canónigo Luis Enrique Orozco, autor de la monumental Iconografía mariana de la Arquidiócesis de Guadalajara.

Entre los activistas políticos y militares que egresaron del seminario tapatío estuvieron dos de los más destacados cabecillas de la Guerra de Independencia en el occidente del país: José María Mercado, quien por instrucciones de Hidalgo tomó Tepic, así como el puerto de San Blas, a fines de 1810, y Marcos Castellanos, que derrotó a los realistas en distintos combates y mantuvo un exitoso bastión de resistencia en la isla de Mezcala contra las fuerzas virreinales entre 1812 y 1818, año en que se vio obligado a capitular y fue indultado como el resto de sus seguidores, aunque sin tener que llegar al extremo colaboracionista de otro hijo del Seminario de Guadalajara: Francisco Severo Maldonado, quien luego de dirigir el periódico insurgente El Despertador Americano, tras la derrota de Hidalgo el 17 de enero de 1811, fue indultado para editar periódicos realistas como El Telégrafo de Guadalajara y El Mentor de la Nueva Galicia.

Tanto en tiempos de guerra como de paz pudieron desplegar su talento magisterial, abierto a toda la sociedad, mentores como el fraile carmelita Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, entre cuyos discípulos estuvieron varios de los más connotados liberales tapatíos del siglo xix, y ya en el siglo xx, el canónigo José Ruiz Medrano, muy calificado en el campo de las humanidades, así como dos hombres de ciencia: José María Arreola y Severo Díaz, al que su actividad científica no lo llevó separarse de la Iglesia como si sucedió con el primero. En el campo de las ciencias aplicadas y específicamente en el de la ingeniería, ningún religioso iguala a Pedro Antonio de Buzeta, el famoso Padre Buzeta, que a mediados del siglo xviii propuso y dirigió las obras para abastecer de agua Guadalajara desde los Colomos. 

En el campo de las letras y las artes destaca en primer lugar el padre Alfredo R. Placencia, uno de los más grandes y originales poetas mexicanos de temática religiosa en el siglo xx, junto con el laico tabasqueño Carlos Pellicer y el sacerdote michoacano Manuel Ponce. En el campo de la música sobresale el padre Manuel de Jesús Aréchiga, quien fue pianista, organista, director de orquesta, pedagogo, fundador de la Escuela de Música Sacra y sin duda el más importante promotor de la vida musical tapatía durante la primera mitad del siglo xx.  

Otra categoría notabilísima es la de los filántropos, entre quienes han descollado muchos hombres y mujeres de muy grande y merecida reputación. Haciendo un recorrido cronológico a la inversa, habría que comenzar mencionando al padre Roberto Cuéllar, jesuita fundador de la Ciudad de los Niños, que en la colonia Chapalita de Guadalajara ha dado albergue, alimento y educación a decenas de miles de infantes en el desamparo. Otro caso es el de algunas órdenes religiosas femeninas que se han consagrado a la enseñanza, como sucedió con las monjas josefinas que aun en el medio rural educaron a legiones de niños, uno de los cuales fue el pequeño Juan Rulfo en el pueblo de San Gabriel, y otras que se consagraron a tareas asistenciales como hicieron las Hermanas de la Caridad a mediados del siglo xix en el Hospicio Cabañas.

Pero entre los filántropos cimeros y sin reparar en si son religiosos o no, nadie iguala en la historia del país a dos obispos de la diócesis tapatía: Juan Ruiz de Cabañas y Crespo, fundador de la Casa de Misericordia que devino Hospicio Cabañas, y fray Antonio Alcalde, creador del Hospital de San Miguel de Belén (el actual Hospital Civil), fundador de la Universidad de Guadalajara y quien sin duda es la persona que en la historia de Guadalajara y su región más ha hecho por los hombres y mujeres de esta parte del mundo.

Finalmente, no se puede dejar de mencionar el caso del Arzobispo tapatío José Garibi Rivera, primer cardenal mexicano y a quien muchos reconocen como el mayor talento político jalisciense del siglo xx, hasta el punto de que su sagacidad y su discreción habrían sido determinantes para la paz social y la prosperidad que Guadalajara y su región vivieron durante las décadas que siguieron a la Guerra Cristera.



[1] Escritor y periodista, especialista en literatura, con una larga experiencia en la crónica y al ensayo.



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