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La vocación diplomática de Antonio Gómez Robledo

María Palomar Verea[1]

 

La actividad pública en la que sobresalió Antonio Gómez Robledo (1908-1994)

fue al servicio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde tuvo un papel importante en lo más denso del ámbito diplomático desde la época de la Segunda Guerra Mundial, según nos hace saber la autora de este texto, sobrina del jurista,

y que también formó parte del Servicio Exterior de carrera.

Se presentó este ensayo en el marco del v Congreso Jalisciense de Filosofía.

 

Se me ha invitado, lo que mucho agradezco a los organizadores del v Congreso Jalisciense de Filosofía, a hablar acerca de Antonio Gómez Robledo como diplomático, que lo fue a carta cabal, y uno de los más eminentes y completos que ha tenido la Cancillería mexicana. Su legado jurídico está presente en numerosos instrumentos internacionales y su reflexión acerca del derecho de gentes a lo largo de la historia y del moderno derecho internacional hasta finales del siglo xx es referencia obligada para los estudiosos de la materia.

            El quehacer diplomático, con todos sus bemoles, fue para él tarea grata, porque estaba conectado de manera orgánica con una visión humanista que abrazaba los anchos horizontes de la cultura clásica, de la historia, del derecho y de las letras en todos sus géneros y épocas.

            Una vocación intelectual como la de Antonio Gómez Robledo no es frecuente, y mucho menos que se haya dado en racimo, como fue el caso, pues es casi imposible pensar en Antonio sin evocar las figuras de sus hermanos menores, los jesuitas Xavier e Ignacio. Esos tres claros varones de esta clara ciudad, para usar las expresiones con que el propio Antonio solía elogiar a su gente y a su tierra, iluminaron con su magisterio a muchas generaciones.

            Era proverbial la admiración con la que Xavier e Ignacio, ambos tan sabios como inteligentes, se referían a “Toño mi hermano”, el mayor de los tres. Se profesaban entre sí enorme cariño y siempre se mantuvieron cercanos a pesar de la distancia y de los años. Pero su espíritu fraternal no estaba exento de disputas y rivalidades, ya fuese por sesudas razones teológicas, académicas o hasta futbolísticas (en el caso de Xavier –chiva– y Nacho –márgara–; creo que Antonio jamás pensó en el futbol). Por cierto que sería muy importante rescatar la correspondencia entre ellos; Antonio debe haberla conservado en su archivo, y es de esperar que la Compañía de Jesús tenga a buen resguardo la de sus súbditos. En las Obras Completas de Antonio que El Colegio Nacional no ha terminado de publicar faltaría aún cuando menos un volumen de su correspondencia, tanto la personal como la que mantuvo con la Cancillería.

 

*

De su temprana vocación diplomática tenemos, hasta donde se me alcanza, dos primeros testimonios. Uno es su tesis de licenciatura presentada en 1932 para recibirse de abogado en la Universidad de Guadalajara y cuyo título es México en Ginebra (nuestro país acababa de ingresar el año anterior en la Sociedad de Naciones). El segundo es una carta escrita en 1934 a Efraín González Luna donde le relata la visita que hizo a Paul Claudel, a la sazón embajador de Francia en Bruselas. El joven tapatío que aún no llegaba a los treinta años recibió entonces del viejo poeta, tan admirado por la generacion de Bandera de Provincias y quien desempeñaba ya su última misión, el espaldarazo definitivo para el ingreso en la carrera diplomática.

            Nueve meses antes de morir, Antonio Gómez Robledo recibió de su primera alma mater, la Universidad de Guadalajara, el doctorado Honoris causa. En algunos párrafos de su discurso, que es una pieza espléndida por su factura y por su honda emoción, habla de su apego constante a la tierra donde nació y de su vocación itinerante de diplomático:

 

Tapatío de corazón y por siempre en mi ser íntimo, abracé no obstante la vida itinerante y viajera, dentro de la cual me sentí a mis anchas. Y otra razón tuve aún para haber amado tanto la diplomacia, y fue el parecerme que la carrera por antonomasia (la carrière) es la réplica fiel del cristiano en su condición existencial, el homo viator, el hombre viajero (así lo decía la Iglesia antigua) que está aquí de paso mientras no llega a la eternidad, como igualmente el diplomático, de paso siempre y dondequiera, con lo que va naciendo en su ánimo, aunque por otra vía, un cierto desasimiento de las cosas terrenas, un desapego de lo temporal para refugiarnos, al final de la jornada, en la meditación de lo eterno.

Mientras fui miembro del Servicio Exterior mexicano serví sola y exclusivamente los intereses de México, y es ésa la mayor satisfacción de mi vida... Siervo de la nación se definió a sí mismo el generalísimo Morelos, y otro tanto es el diplomático, el legado que lleva consigo, como decía Cicerón, el rostro del Senado y la autoridad de la república.

Al abrazar la carrera diplomática... me acogí aún al patrocinio de Jalisco, y aun de Jalisco en su hora mejor, por cuanto que de aquí, a fines de 1810 y en vísperas de la batalla de Calderón, salió el primer enviado diplomático al extranjero, y con credenciales firmadas por el propio Miguel Hidalgo. A sus muchas glorias, en efecto, aún añade el padre de la patria la de haber sido el creador de la diplomacia mexicana, la cual tuvo su cuna en el primer gobierno insurgente de Guadalajara.

En mis años viajeros (mis Wanderjahre, como diría Goethe), me inspiré grandemente de tres jaliscienses y un heredotapatío, grandes diplomáticos mexicanos.

 

Los tres jaliscienses son Amado Nervo, Victoriano Salado Álvarez y Enrique González Martínez, más Alfonso Reyes, hijo de tapatíos. Y siempre a la sombra del Canciller Vallarta, cuya obra como internacionalista tuvo Gómez Robledo el mérito de justipreciar y difundir:

 

Al mayor jurisconsulto de que México puede ufanarse, en efecto, le era debido el homenaje nacional no sólo como constitucionalista, sino igualmente como internacionalista, tanto por sus dictámenes en esta materia como también, en el terreno práctico, como secretario de Relaciones Exteriores en el primer gobierno de Porfirio Díaz. Actualmente, en la postración en que estamos, parecerá leyenda lo que fue entonces hazaña inaudita, o sea que por la gestión cancilleresca de Vallarta obtuvo el general Díaz el reconocimiento incondicional de su gobierno por el de los Estados Unidos, en momentos en que a esto se oponían mil obstáculos, hasta apetitos anexionistas. Eran tiempos en que el sentimiento de la dignidad nacional campeaba muy en alto, y por eso me siento restituido a Jalisco, por la evocación histórica del más ilustre de sus hijos en el orden del espíritu.

           

Fue grande y sincera la devoción de Antonio Gómez Robledo por la diplomacia mexicana y los principios que la han inspirado, por su tradición principista y juridicista que, como decía, es el único camino ético y a la vez racional para una potencia media. Sobre política exterior escribió mucho y bien, con una claridad y una elegancia difícilmente igualadas entre sus colegas. Nunca esquiva en su obra los temas ni los momentos difíciles: los aborda a la vez con pasión justiciera y con argumentación impecable. Condena sin ambages los que considera errores o iniquidades: los acuerdos de Bucareli, por ejemplo; o la perfidia de los arreglos del 29 entre la jerarquía religiosa y el Estado, o la reanudación de las relaciones diplomáticas de México con la Santa Sede, temas estos donde campea abiertamente su espíritu libérrimo y contradictorio, católico y juarista, que, como repetía, llevaba en sí la Guerra de Tres Años.

 

**

 

Antonio Gómez Robledo ingresó en el Servicio Exterior Mexicano en 1941, aunque ya había estado trabajando para la Cancillería como abogado consultor. En calidad de jurisperito participó en numerosos congresos y asambleas multilaterales, tanto del sistema de las Naciones Unidas como de organismos regionales. En 1948 fue miembro de la delegación de México en la IX Conferencia Interamericana en Bogotá, donde se crea la Organización de Estados Americanos y que coincide con el histórico “Bogotazo”, que abriría para Colombia un largo periodo de infortunio.

            Su primera misión como Embajador de México (1959-1961) fue al Brasil del presidente Juscelino Kubitschek de Oliveira. Gómez Robledo llegó a Río de Janeiro, donde había participado ya en reuniones multilaterales, acompañado no sólo de su prestigio como jurista sino también como filósofo, pues en 1946 había obtenido en la UNAM el doctorado con la tesis La filosofía en el Brasil. Afortunadamente para él, no le tocó el cambio de capitalidad a Brasilia, que se dio ya cuando terminaba su misión. Siempre evocaba Río, a cidade maravilhosa, con cariño y nostalgia, y fue gran admirador de las letras brasileñas, y muy particularmente del gran Machado de Assis.

            Su segundo puesto como embajador lo desempeñó Antonio en Italia, de 1967 a 1971, durante el gobierno de Aldo Moro. Con la emoción de hallarse en la Ciudad Eterna, es por entonces que escribe su Dante Alighieri, publicado luego por la UNAM, y el ensayo “Nicolás Maquiavelo en su quinto centenario”, que prologa la edición de Porrúa de El Príncipe. En 1970, gracias a sus gestiones, se repatrian desde Bolonia los restos de Francisco Xavier Clavijero. Desde Roma, la embajada mexicana se ocupaba de la concurrencia de Túnez (Cartago, como le gustaba decir), ante cuyo “presidente eterno”, Burguiba, presentó cartas credenciales.

            En su tercera embajada, ante la República Helénica, permaneció de 1975 a 1977. Llegó al año siguiente de la caída de la dictadura de los coroneles (67-74) a raíz de la crisis de Chipre. Grecia estrenaba república y democracia con el gobierno de Karamanlís, pero Chipre, concurrencia donde Antonio también estuvo acreditado ante el gobierno legítimo de Makarios, acababa de ser invadido por Turquía (sobre “La cuestión de Chipre” escribió un ensayo publicado en Foro Internacional de El Colegio de México con las críticas más acerbas y afiladas, aunque perfectamente fundadas en la historia y el derecho, contra Turquía y la Gran Bretaña, aunque reconociendo la nefanda influencia inmediata de la junta militar griega).

            Permítaseme extenderme un poco sobre esa temporada del gran helenista en Atenas, ya que años después tuve la fortuna de ocupar en la Embajada de México el puesto de agregada cultural, y de recoger directamente sobre las huellas de Gómez Robledo los testimonios del personal de la misión y también de políticos, intelectuales y amigos que trató allá. Éstos eran unánimes en su aprecio, agradecimiento y admiración por un mexicano que tan profundamente conocía y veneraba a la Hélade, su cultura y su gente. El filhelenismo del Embajador de México fue un bálsamo para un país históricamente menesteroso del respaldo de quienes han amado la cuna del pensamiento occidental y han salido en su defensa a lo largo de su atormentado destino.

            En la Embajada, Antonio era a la vez admirado y temido. Desde que llegó se ocupó de perfeccionar su dominio del griego moderno, lo cual le fue muy fácil dado su conocimiento de la lengua clásica y gracias a la tutoría de la profesora Sylva Pandu (que había sido la primera becaria griega que estudió en la UNAM con Leopoldo Zea), quien no se arredró ante su formidable alumno. Vale apuntar de paso que Antonio fue uno de los poquísimos diplomáticos mexicanos que habló a la perfección todos los idiomas de los países donde fue embajador residente.

            Con temor y temblor (timor et tremor, que diría él citando al salmista) se le trataba sin embargo en la Embajada, pues tenía el genio vivo y escaso el humor en el ámbito de la oficina. Las cuestiones profesionales eran sagradas, y estaban atados y bien atados los cordones de la bolsa de los dineros –otro rasgo suyo, permítaseme decirlo, muy tapatío. Pese al cariño que le tuvo a su jefe, el gentil Yannis, chofer perpetuo de la Embajada, contaba con espanto los épicos colerones que hacía Antonio cuando, por ejemplo, en alguna oficina o en el aeropuerto se empeñaban en hablarle en otra lengua que no fuera el griego. Ya después de terminada su misión, Gómez Robledo siguió yendo por años a los congresos aristotélicos que se celebran en Estagira o en la cercana Tesalónica.

            Su cercanía fue grande con la Iglesia ortodoxa, por cuyo espíritu y liturgia tenía veneración. Visitó el Monte Athos y admiró la fortaleza y lealtad con la que los cristianos de Oriente, “la mejor cristiandad” según él, han sabido mantener viva la fe pese a incontables calamidades. Como los propios griegos, no olvidaba nunca la afrenta de Roma contra Bizancio en la cuarta cruzada, ni la puñalada trapera que representó la adopción unilateral del Filioque, que por supuesto él no decía al recitar el Credo (como tampoco se incluye en la misa de la Catedral católica de San Dionisio Areopagita, que solía frecuentar).

            De la Hélade antigua y actual vivió siempre nostálgico, en el sentido griego de la palabra. Supo gozar también de su calidad de vida, del admirable y amable temple de su gente, de su hospitalidad y su cocina. Recordaba con deleite el viejo restaurante Gerofoínikas, del barrio de Kolonaki, templo de la más refinada comida constantinopolitana (nunca se dignó llamar Estambul a “la ciudad” por excelencia de la ecumene; fui yo quien años después le aclaré que también el nombre ahora turco tiene raíces helénicas, pues surge de la expresión de los viajeros que iban εἰς τήν Πόλιν, “a la Ciudad”).

            Su última misión, en la somnífera Berna, entre 1977 y 1979, le dio pausa para seguir construyendo su obra entre los paisajes alpinos. Más tarde se reintegró a sus funciones de asesor jurídico en la Cancillería, y fue nombrado Embajador Eminente de México en 1982 y Embajador Emérito en 1992. Nunca le perdonó a Bernardo Sepúlveda este nombramiento, que lejos de considerar honorífico le parecía una condena al tapanco de los tiliches viejos. Afortunadamente siguió activo escribiendo, investigando y acudiendo a su cubículo en el Insituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional, y puntualmente a las sesiones de la Academia de la Lengua y el Colegio Nacional, a cuyas puertas había de morir (un bel morir, a fin de cuentas) el 3 de octubre de 1994.

***

Termino con una lista de sus trabajos sobre asuntos internacionales, aunque es difícil encajonarlos en ese solo tema, tantos son los ángulos que tocan. Porque como decía citando a Cicerón, “todas las artes o disciplinas que se refieren a la cultura espiritual del hombre (ad humanitatem, dice el texto) tienen un vínculo común y están unidas entre sí con cierto parentesco”. En Antonio, su pasión primordial por la justicia fue quizás el hilo conductor para adunar conocimientos y experiencias, vida y obra. Bien podemos decir que Antonio Gómez Robledo abarcó mucho pero también apretó mucho.

 

 

Entre sus libros,

·      México en Ginebra

·      Los convenios de Bucareli ante el Derecho Internacional

·      Etopeya del Monroísmo

·      Política de Vitoria

·      Idea y experiencia de América

·      La seguridad colectiva en el Continente americano

·      México en el arbitraje internacional. El Fondo Piadoso de las Californias, la Isla de la Pasión, El Chamizal. Participó en la resolución final del primero de estos contenciosos por 1967, y fue el firmante por México en el caso del tercero, donde nuestro país obtuvo el único laudo a su favor en casos de arbitraje.

·      Naciones Unidas y Sistema Interamericano

·      Grecia moderna: sinopsis histórica

·      El Ius cogens internacional

·      Estudios internacionales (incluye “El problema de la conquista en Alonso de la Veracruz”, “Andrés Bello internacionalista”, “La equidad y sus funciones”, “La cláusula rebus sic stantibus”, “El abuso del derecho en el Derecho Internacional”, “La legítima defensa en la era nuclear”, “La determinación de los pueblos”).

·      El magisterio filosófico y jurídico de Alonso de la Veracruz

·      Vallarta internacionalista

·      Fundadores del Derecho Internacional. Vitoria, Gentili, Suárez, Grocio

 

Algunos artículos y ensayos

“Francia 1934, política y paisaje”, “El caso de Vichy”, “El fundamento del Derecho Internacional”, “El drama de Austria”, “La responsabilidad del espíritu en la guerra”, “Recordación de Vitoria”, “La teoría bélica de Ginés de Sepúlveda”, “Las reservas en los tratados multilaterales”, “El protocolo de reformas al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca”, “El tratado de Río”, “Sobre la no proliferación de las armas nucleares”, “La politica estera del Messico”, “Diplomacia y Filosofía”, “Iniciación de las relaciones de México con el Vaticano”, “Directrices fundamentales de la política exterior mexicana”, “La crisis actual del sistema ineramericano”, “Los orígenes del Derecho Internacional, Alberico Gentili”, “Mi visita al Monte Athos”, “La cuestión de Chipre”, “Las reformas al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, según el protocolo de San José de Costa Rica”, “La convención de Ginebra sobre la plataforma continental”, “Francisco de Vitoria, relecciones del Estado, de los Indios y del derecho de la guerra, estudio preliminar”, “El Derecho del Mar en la legislación mexicana”, “Le droit naturel de nos jours”, “La costumbre internacional”, “Isidro Fabela en el primer centenario de su nacimiento”, “Hugo Grocio, su vida y su obra”, “El problema Iglesia-Estado en la historia de México”.

 



[1] Tapatía (1955). Licenciada en Letras inglesas por la Universidad de París; Maestría de Estudios Diplomáticos del Instituto Matías Romero de la SRE. Traductora y editora.



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