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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(9ª parte)

Leopoldo Gálvez Díaz[1]

 

Un misionero de la Arquidiócesis de Guadalajara en el Vicariato Apostólico de la Baja California hace cien años continúa el relato de un lance inferido por esos años a un eclesiástico italiano, don Giuseppe Cotta Ramusino, que bajo acusaciones calumniosas estuvo bajo arresto judicial y en trance de muerte pudo recibir

un insólito desagravio público.[2]

 

Desenlace

 

     Sí, señores, ese hombre va de prisa.

     Sáquenlo de aquí al momento, dijo la Inspección de Salubridad.

      Llévenselo al hospital –coreaban sus compañeros–.

      Permítanle que vaya a morirse a su casa (la Casa-Misión) –pedían los católicos–.

      Que lo traigan, ¿cómo no? –repetían a su vez los misioneros y feligreses–.

      Sea como lo piden y que se alivien todos –resolvieron los jueces y autoridades–.

 

 

Y así, como el primer general lo pedía y como de justicia era procedente, sin ninguna discrepancia sacaron al reo de la Penitenciaría, como gracia debida al juglar moribundo, como digno remate de su santo martirio, como epílogo santo de su heroica victoria.

 

***

Ahora van con el cuerpo enfermo de un hombre rumbo a la misión católica. Apenas dejan al padre enfermo en un lecho de moribundo, alegre, si cabe, por el ambiente amable que allí reinaba, de reconciliación familiar y social, pero en trance agónico.

 

      Que se rece por el padre enfermo una Hora Santa.

      Que se le administren al enfermo los últimos auxilios.

      Que lo sepa el pueblo que lo quería tanto.

      Doblen las campanas el toque de agonía.

 

***

A las rogaciones acudieron las gentes: el sacerdote oficiante, los fieles en general y también los pecadores.

            Tenía aquel ejercicio algo de conmovedor. ¿Hora Santa por qué? ¿Hora Santa por quién? Para rogar al cielo por la salud del padre José Cotta, para su alivio, para que Dios lo sane.

 

      Te rogamos, Señor, que libres el alma de tu siervo, como libraste a Job de sus padecimientos.

      Te rogamos, Señor.

      Que libres el alma de tu siervo como libraste un día a la casta Susana del falso testimonio.

…Llévenselo al hospital –coreaban sus compañeros–.

 

Así rezaban en la iglesia de La Paz en favor del padre moribundo, cuando en ese mismo instante paraba en la portería de la Casa Misión un coche guayín. Bajaron sus ocupantes con movimientos rápidos y se metieron sin demora a las habitaciones. Ya dentro y sin muchos cumplidos, preguntaron por el padre enfermo.

 

      Nos dicen allá afuera que nuestro padre Cotta se halla en trance de muerte y deseamos nosotros darle un consuelo, y pedimos en tal virtud que nos permita Su Reverencia acercarnos siquiera un breve momento.

      ¡Qué verlo ni qué verlo! –respondió el padre Giovanni Battista de Rossi–. Se muere. Dejémoslo en paz.

      Perdone que insistamos. Nos importa desahogarnos con él a sus plantas, en conciencia. ¡Favor de dejarnos pasar!

 

El Padre Superior cayó en la cuenta ¿Serán acaso los del infundio aquel? He aquí a una joven madre con su hijito en los brazos, que llorando explicaba al Padre Prefecto

      Sí, señor padre, éste fue el cabezón.

Y el joven, ya rendido, que explicaba confirmándolo.

      Sí, señor sacerdote, fue una pillada mía.

Lo volvieron en sí y les ordenó:

      Pasen, queridos míos. Debe verlos el padre. Páguenle lo que sea antes que se nos muera. Pero no de rondón, que esto merece más, con despacio y solemnidad. Voy a prepararlo un poco, el caso pide algo de calma. Como este suceso fue muy sonado, yo diría, diríamos todos, sonada también conviene que sea su reparación moral.

      Como sea, señor cura, séase como sea.

      La opinión general, el sentir teológico, la reconciliación cristiana, su conciencia de todos piden calma y ejemplo. Vamos dándole cabe; acto general, acto público, acto santo. Vamos todos al templo, ante Su Majestad Jesucristo. Allá va también su amigo, el padre Cotta. Y qué abrazo fue aquel. Tierno abrazo de hermanos. Más que la paz litúrgica que se da en la misa. Más que el beso ritual que dan al neosacerdote en el día de su consagración. Más santa absolución que el confesionario. Más lindo todavía que los perdones de la vida.

 

Pusieron un sillón dentro del presbiterio, presidiendo el acto como cuando oficia el Señor Obispo. Sentose en él el padre Cotta. Y en el ambón explicaba un sacerdote lo que allí pasaba.

 

      He aquí, mis hermanos, un singular abrazo. Lo que vale, sin duda, la fuerza de la fe. Lo que pesa la esperanza en los méritos del cielo y el fruto dichoso del sufrimiento para el premio celestial.

 

También dramatismo santo. Un dramatismo del bueno, simpático dramatismo, cuadro incomparable de comedia cristiana.

            Se arrimaron para abrazar al padre Cotta tres personas más: un hombre a su derecha, una joven mujer a su izquierda y un muchachito sobre las rodillas del padre, y en aquella traza, ante el pueblo fiel, silencioso y respetuoso siempre, sonriéndoles el padre a sus buenos amigos, llorando todos ante ese espectáculo, bendiciéndolos de veras también todos, se fue inclinando sobre ellos y así rindió su alma al Creador.

            A mí me lo contaron así, poco más o menos. Sin grandes emociones ni literaturas, pero he tenido celos del padre Cotta y de su ejemplar silencio, su silencio heroico.

            Dicen los que aquello vieron que los dichosos asistentes a ese deceso sin par, cuando tal vez los ángeles aplaudirían de gloria allá en el cielo, acá en el suelo se le echaron encima a sus despojos mortales, tratando de bendecirse a sí mismos y admirar sus reliquias. Y le arrancaban briznas de su cuerpo, por ejemplo, de su ropa, de su cabello, como recuerdos queridos.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó en 1921. Compuso estas memorias en 1959. Las notas del autor se señalan específicamente; las demás son de la redacción de este Boletín.

[2] Entre 1895 y 1905 arribaron 16 misioneros italianos a la Baja California.



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