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Entre la espada y la pared: los católicos de a pie ante los conflictos entre la Iglesia y el Estado en México de 1857 a 1864

Gabriela Díaz Patiño1

 

La llamada Guerra de Reforma o de los Tres Años al lado de la de Intervención además de una cruda contienda entre dos bandos políticos opuestos fue ante todo el enfrentamiento de dos formas de concebir a México: con y sin la Iglesia. Ahora bien, la abrumadora mayoría de los contendientes, incluyendo los del bando liberal en el debate, siendo también católicos, no alcanzaron a vislumbrar la herida ocasionada al pueblo en lo más vivo, sus convicciones religiosas, de lo que nos habla el artículo que sigue2

 

La amplia presencia e influencia de la Iglesia en las sociedades occidentales dio pie hacia finales del siglo xviii a discusiones sobre el lugar que debía ocupar la religión en el Estado nacional moderno. El debate se concentró en determinar la esfera de acción que debía corresponder a la institución eclesiástica, por una parte, y al Estado por otra. Y en ese sentido, las políticas de los distintos gobiernos liberales no sólo deben leerse como parte de una estrategia para debilitar económica y políticamente a la institución eclesiástica, sino también entenderse como un mecanismo para transformar un modo considerado por ciertos sectores liberales como anquilosado y obstáculo para la modernidad. Esas políticas y las respuestas de los sectores conservadores llevaron a una guerra cultural en que entraron en juego valores y prácticas colectivas.

            Este texto tiene como propósito mostrar cómo afectó a la sociedad mexicana en su cotidianidad religiosa la lucha entre los gobiernos liberales, que querían implantar nuevos valores definidos por las ideas de modernidad en boga, y los grupos conservadores de la sociedad mexicana que querían mantener los tradicionales valores de una centenaria cultura católica. Este enfrentamiento formó parte de la revolución cultural que se dio en el siglo xix.

1.    La Constitución de 1857 y su repercusión en la religiosidad cotidiana

Tras un largo periodo de discusiones, que bien podría remontarse incluso a los últimos años del sistema virreinal, sobre el lugar que debía ocupar la religión en el Estado, a mediados del siglo xix un grupo de políticos liberales decidió implantar un modelo definido por la separación entre el Estado y la Iglesia, que hasta entonces tenía injerencia en la vida pública y privada de la sociedad mexicana.

En gran medida la Constitución de 1857 sintetiza los esfuerzos legislativos en materia religiosa y eclesiástica que desde la década de 1830 diversos actores políticos, simpatizantes de las ideas liberales intentaron imponer en el país. Cuando entró en vigor la nueva Constitución de la República se tocaron aspectos que iban mucho más allá del debilitamiento material de la institución eclesiástica. En el artículo tercero se estableció la absoluta “independencia entre los negocios del Estado y los negocios puramente eclesiásticos”, teniendo el Estado en ese terreno únicamente la obligación de “proteger con su autoridad el culto público de la religión católica, así como el de cualquiera otra”. Sin embargo, en el artículo 123 se decretaba que el Estado tendría derecho de “ejercer en materia de culto religioso y disciplina externa la intervención que le designen las leyes”.3 Con ello se dejaba entrever el interés del Estado por frenar o limitar las manifestaciones externas del culto público, por lo menos así lo interpretó la jerarquía católica a través de diversas cartas pastorales. Esa confrontación Iglesia-Estado llevó a la población a una situación compleja en la que se veía obligada a elegir entre su fe y la obediencia a las leyes civiles.

            Tal situación se observó con mayor claridad cuando el Estado impuso a los funcionarios públicos, mediante el decreto del 17 de marzo de 1857, la obligación de prestar juramento a la Constitución, castigando con la destitución de sus puestos a quienes no lo hiciesen. Muchos liberales, como Francisco Zarco o Justo Sierra, consideraban que los cargos públicos únicamente debían ser ejercidos por quienes reconocieran claramente la autoridad constitucional, de ahí la necesidad del juramento. Desde luego, dicha medida puso a un sector de la población en un gran dilema. Incluso la prensa de corte liberal dio testimonio de la disyuntiva a la que fueron sometidos los servidores públicos. El periódico Siglo xix dio a conocer cómo en la pequeña población de Tlaltenango, en Aguascalientes, ocho empleados prestaron juramento utilizando la fórmula restrictiva: “Sí juro, previo concordato”, y siete empleados más se negaron a hacerlo, por lo que se les destituyó de sus cargos.4 En Michoacán, cientos de personas de Maravatío y de Morelia firmaron una protesta contra el juramento de la constitución.5

Pero cabe señalar que otros miembros del propio partido liberal, aunque con una postura más moderada, cuestionaron el decreto del juramento constitucional, como fue el caso del diputado Miguel Buenrostro quién condenó en nombre de la libertad de expresión y tolerancia “una ley que coloca a los ciudadanos en la terrible disyuntiva del hambre y del perjurio”.6 Desde luego, entre los funcionarios hubo quienes hicieron el juramento y también quienes decidieron renunciar a su empleo por la fidelidad a una fe que veían atacada. Y todo empeoró cuando miembros del episcopado comenzaron a emitir pastorales enarbolando el anatema y la excomunión a quienes prestaran juramento a la Constitución. En una carta pastoral colectiva, varios prelados asentaban la siguiente advertencia contra aquellos que de una u otra forma participaran en la ejecución de las leyes contra la Iglesia:

es un despojo atentatorio y tiránico de la propiedad más sagrada, sujeto a las censuras de la Santa Iglesia, y especialmente a la excomunión mayor fulminada por el santo Concilio Tridentino […] En consecuencia, están incursos en esta pena canónica, no solamente los autores y ejecutores del decreto repetido y de cuantos otros han expedido o medidas han ejecutado contra la propiedad de la Iglesia y los templos las autoridades de Ayutla; sino también aquellos que de algún modo cooperen o hayan cooperado a su cumplimiento.7

            Las sanciones eclesiásticas fueron cada vez más lastimosas para la sociedad. Los sacerdotes comenzaron a negarse a administrar los sacramentos, como el matrimonio o la extremaunción. La prensa liberal daba rienda suelta a diversos testimonios sobre lo que consideraba “abusos eclesiásticos”. El Siglo xix describía como en Guanajuato un sacerdote se negó a casar a un abogado porque había jurado a la Constitución y comprado bienes del clero; se narraba cómo en San Luis Potosí “un alcalde murió abrazando un crucifijo, proclamando que profesaba la religión católica, apostólica y romana, mientras que un sacerdote se negaba a darle la absolución, sepultura en tierra bendita y el toque de campanas por los difuntos.”8 Asimismo, la prensa comenzó a exponer algunos casos de retractación de la jura constitucional por parte de algunos funcionarios públicos para permanecer fieles a la Iglesia.

            Si bien es cierto que hubo intentos tanto por parte del clero como del gobierno de establecer acuerdos conciliatorios, no obstante la franca oposición por parte de una mayoría del episcopado nacional a las medidas adoptadas por el gobierno liberal, el ofrecimiento de la corona de México al archiduque de Austria Maximiliano de Habsburgo en la década de 1860 llevó al desterrado gobierno de Benito Juárez a un endurecimiento de la Reforma religiosa.

2.    Surgimiento de un movimiento iconoclasta en México

Con base en el proyecto cultural y de nación de los liberales “puros” y frente a la resistencia que oponían tanto la institución eclesiástica como gran parte de la sociedad, el gobierno juarista decidió adoptar medidas mucho más drásticas con el objetivo de minar la presencia de esa cultura católica que, a su juicio, contradecía los nuevos valores que el Estado quería implantar.

            Ya desde 1856 se había tomado la primera medida por parte del Estado que, si bien buscaba principalmente sancionar a la Iglesia, terminó por afectar la vida de todos los fieles. Después de haberse descubierto una supuesta conspiración en el convento de San Francisco en la ciudad de México, el general Ignacio Comonfort, presidente interino de la República, ordenó la aprehensión de los conjurados y, con base en el decreto del 23 de junio de 1856 sobre la desamortización de los bienes de las corporaciones, autorizó la demolición del convento. El complejo arquitectónico franciscano perdió la capilla de los Servitas, la capilla de Nuestra Señora de Aránzazu, la cual fue destruida junto con la venerada imagen; el mismo destino corrieron el templo de la Tercera Orden, la capilla del Señor de Burgos y parte del templo principal dedicado a su santo patrono, San Francisco, en cuyo interior, exactamente en la antesacristía, se encontraba una capilla dedicada a la Purísima Concepción que fue totalmente destruida. Cada uno de estos espacios religiosos había mantenido la tradición de diversas prácticas religiosas y devocionales que repentinamente fueron borradas.

            Ya durante la Guerra de Reforma en pleno (1858-1861) se expidió la Ley de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos, decretada en Veracruz el 12 de julio de 1859 bajo la consigna de acabar con las fuentes de financiamiento del clero. Pero esta ley en particular no sólo resultó en detrimento de la economía eclesiástica, sino que también afectó drásticamente el tejido urbano y cultural del país.

En la Relación descriptiva de las iglesias y conventos de México, Luis Alfaro y Piña hizo en 1863 un registro pormenorizado de las transformaciones materiales que sufrieron gran número de establecimientos religiosos. Los datos que Alfaro registra nos ilustran también sobre el destino, incierto en muchos casos, de obras de arte, bibliotecas y objetos de culto custodiadas en esos recintos y que fue resultado de la ejecución de los artículos primero y quinto de la ley del 12 de julio de 1859. Dicha ley no sólo declaraba los bienes eclesiásticos propiedad de la nación, así como la supresión de las órdenes religiosas regulares, sino que también determinó que “las imágenes, paramentos y vasos sagrados de las iglesias de los regulares suprimidos se entregarán por formal inventario a los obispos diocesanos”, y que “los libros, impresos, manuscritos, pinturas, antigüedades y demás objetos pertenecientes a las comunidades religiosas suprimidas se aplican a los museos, liceos, bibliotecas y otros establecimientos públicos.”9 La confusión que tuvo en la práctica la aplicación de esta ley provocó que, en el mejor de los casos, algunas de las imágenes fueran trasladadas a otro recinto religioso, aunque en detrimento de su culto. Pero hubo imágenes que se encontraban dentro de los conventos, monasterios, claustros, capillas e iglesias enajenados y demolidos por orden del Supremo Gobierno que sufrieron una destrucción total.

A estas medidas se sumarían en 1861 la supresión las cofradías, archicofradías y hermandades, el cierre de los noviciados, la prohibición de la enseñanza religiosa en establecimientos públicos y del pago del diezmo que en gran parte sostenía la celebración del culto dentro y fuera de los templos. También se redujeron los días festivos, pretendiendo acabar con muchas ceremonias religiosas a lo largo del año; se prohibió la celebración de fiestas religiosas fuera de los templos, se decretó la libertad de cultos, se prohibió el repique de campanas y el uso de indumentaria religiosa en la calle.

El establecimiento constitucional de la libertad de cultos (1860) tenía desde la óptica clerical el propósito de descatolizar a la sociedad mexicana. La ya de por sí creciente presencia de grupos protestantes en el país, que buscaban quitar adeptos al catolicismo, tendría ahora, con permiso del Estado, muchas más posibilidades de difundir abiertamente sus ideas y credos, abriendo templos y realizando una directa propaganda de conversión.

Además, en el mismo decreto de 1860 se establecieron diversas prohibiciones, sanciones y limitaciones a las manifestaciones religiosas. Se prohibió la realización de cualquier acto religioso fuera de los templos, a menos de que fuera autorizado por escrito por la autoridad civil correspondiente.10

El propósito ostensible de las leyes que tocaban el tema de las manifestaciones religiosas públicas era llevar a efecto la idea de una sociedad libre de ritos externos y respetuosa de todos los credos religiosos. El 1º de mayo de 1861, por ejemplo, fue suprimida, aunque vuelta a restablecer por la regencia del Imperio mexicano, la tradición de la lotería de Nuestra Señora de Guadalupe destinada a sostener el culto en su santuario. A lo largo del año de 1861 se suspendieron por orden del gobierno de Benito Juárez muchas funciones religiosas de tradición centenaria en diversos establecimientos eclesiásticos, como la procesión de letanías de San Marcos que salía de la Catedral para la iglesia de Santo Domingo, o las funciones dedicadas a Santo Tomás, a San Juan Nepomuceno y la de la Natividad de la Santísima Virgen celebradas en el antiguo edificio del Seminario Conciliar.11 También quedó suspendida por orden del 16 de enero de 1861 la costumbre que desde 1742 se tenía de sacar en procesión pública al Sagrado Viático; por la misma orden se prohibió el uso de las campanas, “permitiendo sólo los toques del alba, medio día, oraciones de la noche y los puramente necesarios para llamar a los fieles a los oficios religiosos”.12

Para el gobierno juarista, esas prácticas religiosas externas contradecían “el espíritu” de las disposiciones sobre libertad religiosa en México y dejaban abierta la posibilidad de provocar la discordia entre otros cultos. Además, para el Estado muchas de esas manifestaciones cultuales no hacían más que distraer a los habitantes, y se llegó a afirmar que no convenía “que los negocios de la vida civil se entorpezcan por causa de religión, poniéndose a los transeúntes en la necesidad de ocupar en actos de un culto el tiempo que destinan a otros asuntos”.13 Por eso, en septiembre de 1862 se subrayó nuevamente, para que no hubiera lugar a dudas, que cada vez que se quisiera “sacar fuera de los templos cualquiera objeto sagrado” se hiciese de tal forma que “no llame la atención, ni dé lugar a demostraciones religiosas”.14 También en diciembre de 1862 se ratificó el decreto que prohibía el repique de campanas por motivo de cualquier festividad religiosa.15

Sin embargo, aun con la aplicación de esas leyes y las continuas precisiones a lo ya establecido en ese aspecto, el Estado no lograba contener las manifestaciones religiosas públicas. Ese mismo año de 1862, el vicario capitular de la arquidiócesis de México escribió a la Secretaria de Justicia para preguntar en qué medida tocaban las Leyes de Reforma “los actos del culto que se celebran en las catedrales y colegiatas”, dado que gran parte de las celebraciones religiosas en dichos establecimientos eran motivo de grandes manifestaciones populares que salían de los templos como procesiones o actos cultuales en las calles, a lo que el Estado respondió a través de sus magistrados, y temiendo una violenta reacción por parte del pueblo, que “dichos actos y las demás ceremonias que celebran los extinguidos cabildos no están comprendidos en el expresado decreto”, refiriéndose al del 30 de agosto de 1862 que establecía la supresión de todos los cabildos eclesiásticos y prohibía el uso de indumentaria y cualquier distintivo religioso fuera de los templos.16 Aunque el decreto de la prohibición de formas exteriores de culto se aplicaba esporádicamente, los actos pronto volvían a renacer sin problema alguno. Y contener ese espíritu de la sociedad se hacía más difícil en la medida en que las propias autoridades civiles, a pesar de las consignas legislativas, se negaban a ejecutar las leyes establecidas por el gobierno juarista.

Por ello en diciembre de 1862 Juárez pretendió ser mucho más estricto, estableciendo la pena de uno a tres meses de prisión a los sacerdotes culpables de infracciones de las Leyes de Reforma. El gobierno justificaba dicho decreto en la desobediencia a restringir las ceremonias religiosas al interior de los templos.17 Y por esa misma circunstancia, Juárez determinó en marzo de 1863 que quedaban proscritas las prácticas religiosas en los colegios y establecimientos de instrucción pública.18

Pero la intención de secularizar los espacios físicos y las conciencias de los mexicanos estaba resultando una tarea prácticamente imposible. La religiosidad parecía seguir impregnándolo todo, dentro de las casas, en las escuelas o en las calles su presencia era inevitable. Sin embargo y pese a todo, se logró terminar paulatinamente con costumbres como las procesiones del Sagrado Viático, la figura en la calle del clérigo con sotana y manteo o la de los religiosos distinguidos por su hábito regular, las funciones del Vítor, entre otras.19 Pero siguieron presentes las ceremonias populares para las fiestas de Semana Santa, Navidad o Todos Santos y la cotidianidad sumergida en lo católico, como las muñecas vestidas de monjas con que jugaban las niñas, los libritos de primera comunión, la recitación del Catecismo, los rumores de milagros... Todas estas prácticas y actividades, y muchas otras, seguirían marcando la vida diaria de la sociedad mexicana decimonónica. Y aunque las Leyes de Reforma no fueron suprimidas durante el Imperio de Maximiliano (1864-1867), muchas de las funciones religiosas que el gobierno de Benito Juárez había suspendido fueron restablecidas, al igual que muchas de las órdenes religiosas y sus conventos. No se podía pretender que de la noche a la mañana se terminara con una cultura católica afianzada a lo largo de tres siglos.

Como sabemos, la política religiosa de Maximiliano daba continuidad al proyecto de separación de poderes de la Iglesia y el Estado. El nuevo emperador no dio marcha atrás a las leyes de desamortización de bienes eclesiásticos, ni derogó como le fue solicitado la ley sobre la tolerancia religiosa, e hizo caso omiso de las instrucciones del pontífice Pío ix para restablecer el orden eclesiástico en México y las relaciones con el Vaticano.20 No obstante, en materia estrictamente de religiosidad, en el Segundo Imperio se siguió una política moderada, se permitieron las manifestaciones públicas religiosas sin ninguna restricción, misma política que decidió continuar Benito Juárez tras el derrocamiento del Imperio y la nueva expulsión de varios miembros del episcopado nacional.

Esa política que decidió aplicar Juárez hacia su último periodo de gobierno provocó que la prensa liberal más combativa siguiera denunciando la trasgresión de las leyes por los fieles, supuestamente a instancias de las autoridades eclesiásticas y de las propias autoridades civiles, pues era frecuente en esos años de aplicación de las Leyes de Reforma la presencia de “autoridades bastante débiles, para permitir esas farsas religiosas (las procesiones) contra las prevenciones de la ley”.21 Pero como bien observa Marta García Ugarte, en el ámbito local la situación de la Iglesia católica sí se vio deteriorada, pues en muchas poblaciones las autoridades civiles exageraban el cumplimiento de las Leyes de Reforma impidiendo muchas veces la celebración del culto, lo que provocaba a su vez entre la población cierto distanciamiento de la vida religiosa de antaño.22 Esa situación empeoró bajo el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, con una política religiosa más severa.

Consideraciones finales

La guerra cultural que libraron a mediados del siglo xix miembros de la jerarquía católica mexicana y el gobierno liberal juarista dejó entre dos fuegos a la feligresía.

El proyecto liberal juarista en materia religiosa comenzó a buscar, a partir de la guerra de Reforma, una transformación en el país consistente en desestabilizar la cultura católica que durante siglos había predominado para insertar los elementos que permitieran construir una nueva cultura fundamentada por las ideas de libertad, igualdad y progreso. Varias de las leyes expedidas tuvieron como consecuencia la reducción de los espacios físicos donde habitaban las imágenes y donde se establecían las relaciones sociales y culturales entre éstas y los creyentes. Sin una declarada política iconoclasta, que iría abiertamente en contra de la proclamada filosofía de respeto y libertad de las creencias de los individuos, los gobiernos liberales que luchaban por implantarse en el Estado nacional mexicano dieron pie a que con la ejecución de muchas de sus leyes se demolieran monasterios, se extraviaran las imágenes religiosas o se suspendieran los cultos. De esta forma, las imágenes religiosas parecerían ser una especie de enemigos invisibles a vencer por parte del Estado, enemigos que habitaban y existían en las conciencias de los individuos; por tanto, el reto era transformar esas conciencias.

La resistencia de la Iglesia católica mexicana y de la sociedad a esos cambios contribuyó a la dureza de las medidas tomadas por los gobiernos liberales. Entre 1855 y 1867 se expropiaron en el país un total de treintaisiete conventos, dieciocho de mujeres y diecinueve de varones. Asimismo, se nacionalizaron numerosas fincas urbanas y rústicas; innumerables terrenos, sitios, lotes, huertas, plazuelas, corrales y magueyales fueron puestos a la venta o utilizados como recursos de la federación.

 

Bibliografía

·       Alfaro y Piña, Luis, Relación descriptiva de la fundación, dedicación etc., de las iglesias y conventos de México, con una reseña de la variación que han sufrido durante el gobierno de D. Benito Juárez, México, Tipografía de M. Villanueva, 1863.

·       Buenrostro, Miguel, Historia del primer Congreso Constitucional de la República Mexicana, México, Imp. de Ignacio Cumplido, 1874

·       Clark, Christopher y Wolfram Kaiser, Culture Wars: Secular-Catholic Conflict in Nineteenth-Century Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.

·       Colección de las Leyes, decretos, circulares y providencias (1856-1861), t. 2, edición facsimilar (1861), México, Porrúa / Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2006.

·       García Cubas, Antonio, El libro de mis recuerdos, México, Patria, 1950.

·       García Gutiérrez, Jesús, Apuntamientos de historia eclesiástica, México, Imprenta Victoria, 1922.

·       García Ugarte, Marta E., Poder político y religioso. México siglo xix, t. i y ii, México, IIS-UNAM / IMDOSOC / Porrúa, 2010.

·       Garza y Ballesteros, Lázaro de la, Clemente de Jesús Munguía, Francisco de P. Verea y otros, Manifestación que hacen al venerable clero y fieles (…) en defensa del clero y la doctrina católica, México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1859.

·       Leyes civiles vigentes que se relacionan con la Iglesia, y sentencias pronunciadas con arreglo a ellas por los tribunales de la República, México, Imp. Guadalupana de Reyes Velasco, 1893.

·       Ocampo, Melchor, Obras completas, , t. i, ii,  y iii, México, F. Vázquez Editor, 1901.



1 Doctora en Historia por de El Colegio de México, se desempeña en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

2 Estudio leído por su autora en el Coloquio Académico La Iglesia en México. 1864, organizado por la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica y el Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara el 4 y 5 de noviembre del 2015, en la Casa ITESO-Clavigero en Guadalajara, en el marco del cl aniversario de la restauración del episcopado mexicano.

3 Leyes civiles vigentes que se relacionan con la Iglesia, y sentencias pronunciadas con arreglo a ellas por los tribunales de la República, 1893, p. 25.

4 Siglo xix, 9 de mayo de 1857.

5 Siglo xix, 27 de abril de 1857 y El Eco Nacional, 7 de abril de 1857.

6 M. Buenrostro, Historia del primer Congreso Constitucional de la República Mexicana, 1874, pp. 151-152.

7 Lázaro de la Garza, Manifestación que hacen al venerable clero y fieles, 1859, p. 36

8 El Siglo xix,  8 de julio de 1857, 189, p. 3.

9 Colección de leyes y decretos, 2006, pp. 66-67.

10 Decreto sobre libertad religiosa dado el 4 de diciembre de 1860, artículo 10.

11 Alfaro y Piña, Relación y descripción…, 1863, p. 23-27.

12 Alfaro y Piña, Relación y descripción…, 1863, p. 21.

13 Decreto sobre libertad religiosa dado el 4 de diciembre de 1860, artículo 10.

14 Decreto del 6 de septiembre de 1862.

15 “Gobierno del Distrito de México.- Aviso importante. Por el Ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación se dice a este Gobierno, con fecha de ayer, lo siguiente: Contestando a V. el oficio de esta fecha, en que manifiesta la razón por qué se repicó en la festividad de hoy, debo decirle que el C. Presidente se ha servido acordar que por ningún motivo se concedan licencias de esta clase. […] Diciembre 8 de 1862.” Leyes civiles vigentes…, 1893, p. 93.

16 Decreto del 30 de agostos de 1862.

17 Decreto del 8 de diciembre de 1862.

18 Decreto del 26 de marzo de 1863.

19 “Formaba el vítor un grupo numeroso de personas…que con banderolas…recorrían las calles próximas al templo en que había de efectuarse la función titular… bamboleando la escultura de un santo o de la Virgen… El objeto de tal vítor era el de invitar al vecindario para la compostura de las casas durante el día y su iluminación durante las noches del novenario…”. García, El libro…, p. 375-381.

20 García Ugarte, Poder político y religioso. Siglo xix, 2010, pp. 1066-1088

21 La Bandera de Juárez, Abril 2 de 1873.

22 García Ugarte, Poder político y religioso. Siglo xix, 2010, p. 1311.



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