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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(Segunda parte)

Leopoldo Gálvez Díaz1

 

Se explica cómo una veintena de misioneros de la Arquidiócesis de Guadalajara, al tiempo que se cumplían doscientos años de la muerte del primer evangelizador de la Baja California, Juan María Salvatierra, SJ, arribaron a ella para hacerse cargo de la atención pastoral y la cura de almas, con más entusiasmo que con recursos materiales y humanos, a decir de uno de ellos.

 

Peripecias misionales

 

Pisamos tierra en La Paz otro día de agosto, de mañanita, puntualmente, como si lleváramos prisa de decir la misa, despachar nuestra misa, hacer nuestro papel, a llenar nuestro campo con dignidad. La misa es la vida, dicen los místicos.

            Pero el caso es que, como todos los navegantes de la expedición poco habíamos viajado por mar, llegamos al puerto estropeados y con desaliño, cariacontecidos, y al pueblo curioso se le hizo el desembarco un cuadro ridículo, más aún, despreciable aquella banda de hombres estrafalarios, sin próximos afeites y sin pizca de limpiezas. Los dos o tres padres, con aire señorial, de bombín el padre Gabinito, como el “mono sabio”2. Un payo, Exiquio, el mozo del curato; Manuel Jiménez, con melena y gesto artístico; yo mismo, remedando a los toreros, con sombrero de paja de arroz; feos y tirlanguientos en general; una respetable matrona deslumbrada y una bonita niña, como hada consentida… Bueno, forjamos el cuadro, y la gente seguro pensó “éstos son cirqueros”, o algo de ese jaez, pues de plano nos dijeron, “¿son saltimbanquis o una compañía de ilusionistas de gira?” Me gustó el bautismo de los paceños ¿qué tal nos verían? Y colegí: “¡Bendito sea Dios! Esto es un buen presagio. Hasta que fuimos los juglares de Dios nuestro Señor y trovadores del cielo. ¡Viva México!”

            Uno de los paceños se arrimó al más anciano del grupo, el Ilustrísimo señor Ramírez, y le espetó “¿Quisiera decirnos el señor cuándo hay función?”, y él, imperturbable, le respondió: “Hoy mismo en la noche, con el favor de Dios”.

            Y fue cierto. Ese día “funcionamos” en la iglesia los “javiercitos”, unos sonando badajos y otros manejando escobas; otros leyendo novenas y algunos más impartiendo los sacramentos; por ejemplo, Pérez Aldape rezando el Bendito y Guzmán, el acólito, cantando motetes.

 

Los misioneros

 

La sonada expedición se componía de los siguientes sujetos: Ilustrísimo señor Cura bachiller don Agapito Ramírez, P. Pedro R. Rodríguez, P. Silverio Hernández, diácono Miguel Pérez Aldape, menorista Manuel Jiménez, menorista Gabino García y seis colegiales más de buena voluntad, inter quos ego. Además, los siguientes miembros de la familia del Ilustrísimo señor Vicario Apostólico, su hermana y su hermano Luciano y la hija de éste, Carmencita, y Exiquio, el mozo de la casa; unas veinte personas en total.

            Nos recibió Jesusita Belloc y nos acomodó de pronto como ella supo y pudo, conforme alcanzó, la pobre. Poquita casa, de mujer cristiana, no crean que palacio; casita pueblerina pero ancha en cariños, es la verdad. “Yo ofrezco a ustedes mis humildades, queridos padrecitos”, nos dijo ella del fondo del alma. Mujer tres veces amable por lo católica, por su alma bondadosa, por su cordialísima educación. A mí me ganó su adorable sinceridad y su limpia caridad y nunca supe cómo fue aquello, dónde dormíamos y cómo vivíamos, dónde nos lavábamos y en qué nos ocupábamos, qué sería de este día y qué sería de mañana.

Al día siguiente ya estábamos a gusto. Los más ladinos y los más prácticos ya se hallaban instalados en los campanarios y en los desvanes de la parroquia. Dondequiera que hubo espacio y techos utilizables: los corrales, la perrera, el jardinillo. En cuanto a mí, quedé por allí, en cualquier sombrita, echando planes, y aunque no durmiera y no comiera, los planes me llenaban ¿pueden creerlo? Jugosos y sabrosos planes debían de ser, a la vez que servían para redimir mis hambres de entonces y para irla pasando.

¡Apa! ¡Mi amigo! ¿No decías que no? ¿Luego dónde dejó el Señor tu optimismo? ¿No decía hace poquito que merecía el viajecito la celebración? Sí… Pero los duelos, siquiera con pan, no con mesa mala… ¿Y el gusto aquel que asomabas, a dónde se fue? ¿Qué se han hecho las reflexiones de ayer? ¿Qué del viajecito gratis, y qué las enseñanzas, y qué las aventuras y qué la mar? Sí pues, sí pues… Pero pido perdón. Es que al presente ya ni campo tengo de pensar siquiera, con el calor que hace aquí y la comida insípida que por acá se usa. Además, quién sabe qué más pendientes me mortifican: la falta de alimentos aptos, la falta de amigos en esos términos, la falta de “diversiones”, la ausencia de propaganda en marcha, la falta de libros. Yo creo que son “hambres”, molestias y pobrezas de verdad, apreturas y ansias; son sufrimientos, envidias al paso e incomprensiones gratuitas, son penas y disgustos, yo creo; compañeros celosos que inspiran recelos es algo realmente calamitoso en Baja California, válgame Dios, como les pasó a san Pablo y a san Bernabé en Antioquía de Siria.3 Los padres, mientras tanto, también echaban sus planes. Se irían al cabo orientando, disponiendo a su labor de fondo, su plan de ataque: visitas periódicas a las cristiandades, observaciones al calce, relaciones oportunas a los superiores, conocimiento exacto del terreno, tanteos económicos, o lo que fuera.

            Enseguida comenzó el deslinde. Primero, toma de posesión, responsabilidades en acto y marchas a sus destinos conforme planes ad hoc. Don Silverio Hernández con su tren de auxiliares, los menoristas don Manuel Jiménez y Gabino García, se marcharon al sur: San José del Cabo, Todos Santos, Santa Cruz, San Lucas y El Triunfo. Monseñor Ramírez se quedaba en La Paz, temporalmente asistido por el diácono Miguel Pérez Aldape y demás estudiantes seglares, para relevos y menores servicios, y cuando yo me perecía por verme en el programa, que me va llamando el señor Vicario para sermonearme: “A ver, don Leopoldo, óigame un poquito, queda usted designado como primer ayudante del P. don Pedro Rodríguez, que marchará hacia el norte. También irá con vosotros el solfista don Alfredo Guzmán para ejercicio coral y servicio de sacristía. Sea usted eficiente y obediente con el P. Pedrito y rinda su trabajo como bueno. Ya saldrán enseguida.

_____

 

¡Felicítate, Leopoldo, y a lo que vine, vine, que se llegó tu turno! No digas que vas en la cola, de pegote apenas. Piensa que vas, si no guiando, sí de abanderado de esta sección o vanguardia del norte, y siéntete precisamente en tu puesto. El trabajo, el ejercicio sano, la visión saludable y meritoria, lo que tú soñabas, lo que tú buscabas como vocación. Dame las albricias, Baja California, el beso ritual de tamaña novia. Andando y mereciendo, ¿qué te digo? Quehacer y placer al paso, si así lo crees. De modo que los demás se desfogaban a costa nuestra.

Los de segunda, es decir, los que se quedan en el montón, dieron por envidiarnos y zaherirnos a su modo: Anden, anden, los de confianza. ¿Qué diremos los que quedamos de los elegidos, de los consentidos que se van yendo? ¿Qué tal? ¡Enhorabuena, “consentidos”! ¡Vivan, vivan los distinguidos! ¿Qué dirán? ¿Qué diremos?

Las pullas aquellas salían sobrando. Las críticas de los compañeros nos caían bien. Por mi parte, estuve pronto y optimista.



1 Sacerdote del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó presbítero en 1921.

2 Los tres monos sabios (en japonés san saru), representados en una escultura de madera en el santuario de Toshogu, al norte de Tokio, se llaman Mizaru, Kikazaru, Iwazaru, es decir, “no ver, no oír, no decir” (N. del E.).

3 Hch.15,36-39.



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