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El guadalupanismo en Guadalajara a principios del siglo xx

Rafael Ramírez Torres, s.i.[1]

 

Buen helenista y latinista, compilador de temas relativos a la persecución religiosa

en México, el autor del texto que sigue cultivó el tema guadalupano con esmero,

de lo cual da fe en la siguiente nota autobiográfica, que también aporta datos relevantes

en torno a los estudios guadalupanos en la capital de Jalisco a principios del siglo xx.[2]

 

En mis primeros años

Floreciendo mi familia en una época de costumbres patriarcales y en una parroquia como la de Arandas, Jalisco, netamente guadalupana, fue natural que la devoción a la Virgen del Tepeyac estuviera en ella profundamente arraigada. Era y es patrona y titular de la iglesia parroquial la Virgen de Guadalupe. Mi madre y mi hermano mayor llevaron el nombre de Guadalupe. Con frecuencia mi madre nos refería, aunque abreviada, la historia de las apariciones, aún con algunos rasgos de tradiciones antiguas. Por ejemplo, solía decirnos que Juan Diego, mientras iba de Cuautitlán a Tlatelolco, repetía continuamente el Totazin y la Tonantzin, o sea el Padre nuestro y Madre nuestra. Al pie de la Virgen, en nuestro templo parroquial, recibí las aguas del bautismo el 27 de enero de 1892, a los siete días de haber nacido, porque vivíamos entonces en una ranchería vecina de Arandas que se llamaba Las Ánimas. En la parroquia las grandes fiestas se celebraban y se celebran todavía el 12 de enero de cada año, pues para entonces ya se han terminado las cosechas y han pasado los gastos navideños, de modo que las familias pueden con mayor desahogo contribuir con sus limosnas. Y en esas fiestas, como suele decirse, se echa la casa por la ventana, pues todos se interesan en que resulten espléndidas. El bullicio es enorme, sobre todo en la plaza central y en torno a los puestos de ventas. Se invita para para parte religiosa a Prelados y oradores distinguidos, y es de ver el gentío con sus trapitos domingueros. La gente que acude de los ranchos ni quiere ni puede disimular el color rojo del terruño que da su tinte a calles, casas, camisas y sombreros. Y si acontece que llueva, las calles cuyo declive es hacia el vecino río Gachupín parecen llevar corrientes de mole. Predomina en las masas el tipo alteño criollo de blanca tez teñida suavemente de rosa y recios bigotes.

Durante todo el año se le tributa culto a la Patrona. Y en aquellos tiempos, durante todo el año las costumbres eran conmovedoramente llenas de fe. Los papás enseñaban a sus hijos la honradez, pero sobre todo un gran respeto a la Iglesia y a los sacerdotes. Cuando un niño se portaba mal, la mamá le amenazaba diciendo: “¡Mira que se te aparece Juan Diego con el chirrión!”, pues quedaba en las tradiciones guadalupanas que una vez que el indio venturoso se constituyó, con permiso del Señor Zumárraga, en custodio de la primera ermita, en 1531, entre otras cosas se procuró un buen azote para alejar a los muchachos que por sola curiosidad se asomaban y no mostraban reverencia.

Todos los días se daba en la parroquia la bendición con el Santísimo a toda la gran familia de la Virgen. La campana de la torre hacia la señal, y en todos los hogares, al oírla, todo el mundo se ponía de rodillas y se guardaba silencio. Y esto se hacía lo mismo en la plaza que en la calle y en el campo a la redonda, hasta donde se alcanzaba a percibir el sonido de la campana. Verdaderamente la Virgen de Guadalupe reinaba en la parroquia y cuidaba maternalmente de aquellas gentes, que por otro lado no dejaban de tener fama de rencorosas y matonas: herencia sin duda del famoso honor español que vertía sangre por fútiles motivos. En aquel ambiente de piedad se desarrollaban muchas vocaciones así para el Seminario como para las congregaciones religiosas. Los párrocos eran hombres de gran celo de las almas y de acrisolada virtud, en cuanto pude saber.

Muchos años después, uno de ellos, el muy ilustre señor Canónigo Honorario y párroco de Arandas don Justino Ramos, me refirió una anécdota que me pareció pintaba bien el carácter arandense. Se había propuesto él dorar el altar de la Patrona, y suplicó al pueblo que le ayudara, y en las misas personalmente salía a recoger el óbolo de los fieles. Un buen día se le presentó un alteño de amplios bigotes y bien poblada barba. Entró en la casa del párroco no sin cierto desparpajo, se quitó el sombrero de anchas alas y alta copa, se desfajó una víbora fabricada de cuero, y dijo al señor cura: “Pos aquí le traigo mi contribución pa’la Virgen”. Aflojó con mano decidida el hocico del animal y rodaron sobre la mesa bastantitas monedas de oro. El señor cura, admirado, lo interpelo: “Y usted, ¿con qué se queda?” Y el alteño a su vez: “Yo estoy ya viejo y de nada necesito. Le traigo a la Virgen todos mis ahorros”. Insistió el párroco: “Pero, ¿y sus hijos?” Y el hombre le respondió: “A mí mi dinero me costó mis sudores. Que a ellos les cueste también el suyo; si no, no lo aprecian”. Entonces el señor cura le aceptó la limosna y una y otra vez le repetía: “¡Que Dios se lo pague!” Pero el alteño cerró el episodio diciendo: “Mire, señor cura, yo no quiero que me pague. Me basta con que no me cobre”.

En mi caso, aquel idilio de costumbres patriarcales duró muy poco. Tenía yo entre tres y cuatro años cuando hubimos de trasladarnos a Guadalajara, pues querían mis padres atender mejor a la educación de los tres hermanos y una hermanita que formábamos la familia. Desde Arandas había yo significado deseos del sacerdocio, y apenas contaba los once años cumplidos cuando, terminada mi primaria en una escuela oficial, a cursos duplicados, quedé inscrito en el Seminario Menor de San José de Gracia. Concurrían en aquella época al Seminario alumnos de las diversas parroquias de la arquidiócesis, e incluso alguno que otro de otras partes, que, sin desear el sacerdocio, querían obtener una formación más seria y sólida que la proporcionada por los institutos oficiales del Gobierno, porque el laicismo, herencia de la legislación juarista, causaba muchos daños.

Me encontré, pues, en primero de Latín con un centenar largo de condiscípulos. Los había internos y externos. Por la pobreza de mis padres, quedé inscrito entre los segundos, o sea de quienes no pagaban pensión, sino que vivían en sus casas o bien en la de algún tutor, que en mi caso fue un sacerdote. Su casa quedaba a una cuadra del Santuario de Guadalupe. Teníamos los externos prácticamente libres los domingos y muchas horas de los días de entre semana. Así, podía verse con frecuencia grupos de seminaristas que se iban a jugar al toro en la Alameda, allá por el río de San Juan de Dios; o bien que alquilaban una bicicleta por media hora para divertirse entre clase y clase.

Como obligaciones piadosas sólo teníamos la Santa Misa en la mañana de los domingos y fiestas de guardar, y en esos mismos días por la tarde el Rosario cantado con exposición del Santísimo y una plática ascética. Además, había la confesión y comunión mensual y un Triduo de Ejercicios espirituales al año, por la Semana Santa. Estaba establecida en el Seminario la Congregación Mariana de la Inmaculada y San Luis Gonzaga, común para internos y externos. Varios padres acudían para oír las confesiones, pero nunca ví la práctica de llamar uno por uno a los alumnos para aconsejarlos. Los internos tenían un Reglamento fijo y austero. Pero las defecciones entre los externos, año por año, resultaban numerosas.

En semejante mundo comencé a moverme, ciertamente con un ambiente de profunda devoción a la Guadalupana. Sólo de vez en cuando y simplemente de paso, me encontré con el otro mundo, muy distinto, de los muchachos del Instituto de San José, que dirigían los padres de la Compañía de Jesús, el cual quedaba enfrente del Seminario Mayor que llamábamos de Santa Mónica, jardín de por medio. Este jardín tenía en su centro un fresno muy frondoso que más tarde abatieron los carrancistas. Sin embargo, a los seminaristas más que su sombra nos atraía un arbusto que se cargaba de arrayanes y quedaba al sur, esquina con esquina del Instituto. Nos disputábamos el agrio fruto a la vez con el barrendero y el policía que guardaba el jardín, y sólo rarísima vez con algún colegial, pues los colegiales no se rebajaban a eso. Ellos, al salir de sus clases, acometían a los vendedores de tacos y tostadas que a esas horas se apostaban a la puerta del edificio. Quedaba ésta del lado sur, por la calle de San Felipe.

Los muchachos del Instituto, muchos de los cuales iban luego a brillar tan espléndidamente en el campo católico, me parecían piadosos, con una piedad que yo ahora llamaría cívica, en contraposición con la del Seminario. Y también entre ellos florecía el guadalupanismo y en él se mostraban orgullosos; aunque más tarde, entre las olas de la revolución, no iban a faltar apóstatas y perseguidores. Lo mismo iba a suceder con los seminaristas. Algunas veces me llegaron a parecer esquivos. Era la diferencia de clases.

Otro mundo, y tal que desde un principio se mostró contrapuesto al del Seminario y me causaba positiva repugnancia, lo formaban los estudiantes del Liceo. Algunos daban ya la impresión de impíos y desvergonzados. No pocos se dejaban influenciar por el liberalismo positivista que tan funestamente envenenó a las juventudes de aquel tiempo y las llevó a entregarse a los vicios, cosa que todavía contrastaba fuertemente con la religiosidad de las familias tapatías. Los encuentros con ese mundo eran casuales y de ninguna importancia, salvo cuando se cruzaba alguna discusión religiosa. Si la discusión se ponía candente, llevábamos la consulta a nuestros profesores. Así sucedió cierto día en que don Jorge Delorme y Campos se empeñó en aseverar en su clase que la supervivencia secular de la Iglesia católica nada tenía de sobrenatural, sino que se debía exclusivamente a la refinada astucia y maleante política de los Papas. Se discutió esto en nuestras clases de Historia Universal y pudimos ver que el adversario negaba y tergiversaba hechos a su placer. Sin embargo, nunca quisimos aplicar el antiguo principio sostenido todavía por el profesor nuestro de Lógica, el padre Aldrete, de que “adversus facta negantes a fustibus est arguendum”; o sea, que con quien niega los hechos se ha de argüir a palos.

En los primeros meses no dejó de chocar el ambiente citadino con mi psicología religiosa de alteño. Como entre nieblas me iba dando cuenta de las fallas de las diversas clases sociales; pero habría sido un contrasentido enorme buscar en la ciudad las formas de piedad externa de las familias alteñas. De una cosa sí me daba bien cuenta: de que sin la profusión continua de prácticas religiosas, había en la ciudad una piedad muy arraigada, con firme base en el guadalupanismo; piedad, por otra parte, muy ilustrada, según las conversaciones que oía. Con frecuencia versaban sobre los sermones de los padrea Miguel M. de la Mora o don Atenógenes Silva, o el preclaro orador padre [Ruiz] Medrano, a quien de vez en cuando escuché yo verdaderamente embobado. Otras veces se discutían cuestiones profundas teológico-filosóficas que yo no entendía. Y, ¡caso curioso!, aun los muchachos del Liceo que ya hacían gala de descreídos tenían un cariño como connatural hacia la Virgen de Guadalupe.

Al poco tiempo me sentí profundamente tapatío y me sentía orgulloso cuando oía llamar a Guadalajara “la ciudad mariana por excelencia”, aunque yo no conocía otras ciudades. Contribuía a darme la misma impresión, además de la cercanía de la casa de mi tutor al Santuario, la profusión de adornos con que año por año se adornaban, para el mes de diciembre, fachadas, ventanas y balcones de las calles vecinas, con festones, gallardetes, banderitas tricolores y tiras de papel o de tela con inscripciones. Todo eso era ya cosa clásica, pues según mas tarde averigüé, desde los tiempos del obispo de Guadalajara don Francisco de Buenaventura Martínez de Tejada y Diez de Velasco (1752–1760) se habían concedido indulgencias a semejantes adornos y a la iluminación de las calles para el 12 de diciembre, “asi fuera con cazuelejas y faroles”. Los seminaristas, desde luego, acudíamos en corporación, con los profesores a la cabeza, al Santuario para una Misa especial.

Despertada mi curiosidad científica sobre la materia, procuré ir recogiendo datos guadalupanos para alimento de mi devoción y material de polémica en el caso de encontrar contradictores. Así supe que el Santuario se comenzó a edificar el 7 de enero de 1777, por iniciativa del ilustrísimo señor fray Antonio Alcalde y Barriga, o como solía llamársele, “el fraile de la calavera”. Parece que era del todo calvo. Rigió él la diócesis del 12 de diciembre de 1771 al 7 de agosto de 1792, de modo que tuvo el placer de bendecir el Santuario el 7 de enero de 1781 con solemnísimas fiestas que duraron un mes íntegro. A 13 de diciembre de 1779 se hizo donación al Santuario, ante el notario público don Blas Silva, prácticamente del resto de la manzana donde está el templo y de otras casas; y “quedó ricamente dotado de paramentos, ornamentos, muebles, retablo, etcétera.” Además, se le dio un órgano y seis campanas. A 5 de septiembre de 1782 se le erigió en parroquia, y a comienzos del presente siglo el señor cura que lo regentaba tuvo la idea de renovar toda la decoración interior, la que, al terminarse, quedó muy recargada y con abundantes y vivos colores.

El día en que se dio por terminada la renovación, que debió ser por 1905, para el 12 de diciembre, pero ya no recuerdo la fecha, se hizo un gasto enorme de abundantísima cohetería. Me dijeron que doce hombres estuvieron en las azoteas del templo quemando cohetes sin cesar desde las cuatro a las diez de la mañana. Los vecinos tuvimos aquello como excesivo. Cierto que para nuestra gente del pueblo si no hay cohetes no hay solemnidad. Y hasta me recordaba aquello un texto de san Pablo que dice: “fides ex auditu”, o sea que la fe entra por los oídos.

De modo especial me impresionó entonces la exuberancia de carteles y tiras de papel y de tela que ostentaban leyendas piadosas, ya en prosa ya en verso. Por ejemplo: “Tú, gloria de Jerusalén; Tú, alegría de Israel; Tú, honor de nuestro pueblo”. O también: “Virgen del Tepeyac, Reina divina: América ante ti su frente inclina”. O esta otra: “Virgen del Tepeyac, Reina y Señora: escucha al pueblo que tu auxilio implora”. Y naturalmente no podían faltar las montañas de cañas de azúcar, las sabrosas comidas, los mil antojitos por todo el jardín del Santuario. Y más de una vez me ocurrió el pensamiento de que nuestras autoridades, por los motivos que fueran, no sabían lo que se hacían. Con sólo apoyarse en el guadalupanismo de nuestro pueblo bastaría para que se les levantaran monumentos por todo el país. ¡Andan dando coces contra el aguijón y les va mal!

A la puerta del Santuario se vendían folletos con la historia de las Apariciones, versión de Becerra Tanco. Fue entonces cuando leí íntegra la narración del gran milagro, conjunto de milagros y único en el universo. Comprendí que hasta entonces mi devoción había sido simplemente tradicional y heredada de la familia. Me pareció entonces ser obligación de todo mexicano saberse de memoria en todas sus particularidades el documento central del magno acontecimiento. Me pareció muy conveniente y aun necesario profundizar hasta en sus últimas raíces la veracidad de aquel hecho tan excepcional y sorprendente. Me determiné a interesarme por la devoción a la Virgen del Tepeyac, de modo particular en la arquidiócesis de Guadalajara, donde tendría yo que ejercer mi apostolado.

Poco a poco fui descubriendo que dicha devoción databa de luengos años atrás. Yo no poseía medios de investigación científica, pero la Virgen proveyó de una manera al parecer muy natural. Algo llegué a saber por algunas lecturas, por las instrucciones espirituales del Seminario, por conversaciones privadas con algunos compañeros y sobre todo a través de los profesores, todos muy guadalupanos. En cuanto puedo recordar, era el profesorado del Seminario un conjunto de personas selectas, piadosas y muy aplicadas. Fungía como Rector en el Seminario Mayor el padre, luego Canónigo y finalmente Obispo de Zacatecas, don Miguel M. de la Mora, cuya causa de beatificación se halla introducida en Roma. Le sucedió el señor Esparza, de muy diversas tendencias. Porque el señor De la Mora copió mucho de la Compañía de Jesús para el Seminario, al revés del señor Esparza. En primero de Filosofía brillaba el padre Aldrete, originario de Tepatitlán; en Historia eclesiástica y en Música sacra, el señor Canónigo don José María Cornejo; en Matemáticas y Cosmografía, el padre don Severo Díaz Galindo, oriundo de Sayula, hijo de don Severiano Díaz y Larios y doña Dionisia Galindo y Torres, ambos gente principal de aquella ciudad. Nació el 8 de noviembre de 1876. En el Seminario Menor era Vicerrector el padre Martín Macías, que más tarde ingresó a la Compañía de Jesús. En Retórica y Poética era profesor el padre don Manuel Partida, joven pero integérrimo en exigir la disciplina en sus clases y severo en sus costumbres. En Sintaxis Latina y en Historia Universal enseñaba el padre Salvador Cueva, también futuro jesuita. Son los principales que recuerdo.

Lástima grande era que ninguno de ellos se dedicara en especial a las cuestiones guadalupanas. Pero en el Seminario Mayor, en esa materia, llenaba con su fama no sólo el Seminario, sino también la ciudad, el estado y diversas poblaciones del país el muy ilustre señor Canónigo Lectoral de la Catedral arquidiocesana y profesor de náhuatl don Agustín de la Rosa Serrano. Escudriñaba en los archivos del venerable Cabildo y le hacía pareja, en el entonces copiosísimo archivo de la Sagrada Mitra, don Alberto Santoscoy. Me detendré un poco en mis recuerdos acerca del señor Rositas, como se le llamaba comúnmente por cariño, pues fue un hombre por varios conceptos notable y quien primero me introdujo en los estudios guadalupanos, aun sin ser yo por entonces su discípulo.

Nació en Guadalajara y en Guadalajara pasó toda su vida; o sea del 30 de diciembre de 1824 hasta su muerte repentina acaecida el 27 de agosto de 1907. Sus padres fueron don Dionisio de la Rosa y doña María de Jesús Serrano. Se contaba del señor Rositas que siendo aún niño se iba al pie de una imagen de santo Tomás de Aquino con un jarrito que ocultaba entre su ropa, y suplicaba al santo que se lo llenara de ciencia. Muy joven ingresó al Seminario, donde desarrolló una carrera brillante hasta ordenarse sacerdote. Pasó entonces a estudiar Derecho en la Universidad de Guadalajara, y fue uno de los últimos graduados en ella, a 6 y 19 de marzo de 1850, pues un decreto necio del gobernador liberal don Pedro Ogazón, sin motivo alguno, a 2 de diciembre de 1860 suprimió aquel foco del saber.

Estudió el señor Rositas las lenguas latina, griega, náhuatl y buena parte de la hebrea. Esta última bajo la dirección de un célebre carmelita, el padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera. Se ordenó sacerdote en 1847, siendo arzobispo don Diego de Aranda y Carpintero, quien gobernaba la diócesis desde el 4 de diciembre de 1836 y la gobernó hasta su muerte, que ocurrió el 17 de marzo de 1853. Desde su ordenación sacerdotal, el señor Rositas se consagró a la enseñanza en el Seminario, donde ejerció el magisterio durante 52 años en Filosofía, Teología, latín, griego, náhuatl y otras materias. Escribió varias obras de texto y formó tres generaciones de discípulos. Durante cinco años, a partir de 1867, fue Rector del Seminario; pero en realidad no tenía dotes de gobierno.

Se dijo que el ilustrísimo señor don Pedro Loza y Pardavé, ya arzobispo –pues el 26 de enero de 1863 una Bula de S.S. Pio ix elevó la Sede de Guadalajara a Metropolitana– quiso llevarlo al Concilio Vaticano i como teólogo consultor, y también que el presidente de la República, General don Porfirio Díaz, quiso hacerlo catedrático de náhuatl en la Preparatoria Nacional; pero el señor De la Rosa rehusó ambas cosas. En 1867 se le quiso hacer Prebendado de la Catedral, pero por ciertas irregularidades –nunca supe cuáles fueron– no se pudo. Quedó al fin como Canónigo Honorario y “fue el primer miembro del Cabildo a quien se le concedió semejante título y categoría”. En 1893 obtuvo por una brillante oposición, a 26 de junio, la canonjía de Lectoral, honor que no pudo evadir y conservó hasta su muerte. El 1904 rehusó el ascenso a Maestrescuelas que por derecho de antigüedad le tocaba.

Fue un sacerdote ejemplar, de severas costumbres, de conciencia delicada hasta el escrúpulo. Vivió en voluntaria pobreza. Usaba un lecho áspero y compartía su frugal alimento con un grupo de muchachos huérfanos, a quienes por caridad albergaba en su propia casa y eran sus únicos familiares. Por supuesto la dicha casa era un bello desorden y confusión de cosas, excepto su biblioteca abundante y muy bien ordenada. Una feliz tarde, hacia los comienzos del año 1907, el sacerdote mi tutor invitó al señor Rositas a que fuera a su casa a tomar una tacita de chocolate con bizcochos en nuestro comedor. Aceptó el señor Canónigo la invitación, lo que para mí fue una fortuna. Por mis estudios me atraían el latín y el griego, pero del náhuatl nada sabía.

Debo confesar que en aquella primera tarde el señor Rositas no me hizo gran impresión. Parecía un curita cualquiera por el que nadie daría tres centavos, como suele decirse. Llevaba un traje viejo, negro, arrugado, no muy limpio, y un sombrero bombín con reflejos verde mayate de puro antiguo, y un alzacuello negruzco por lo mismo y además por el desaseo. Iba el señor Canónigo envuelto en un manteo o capa asaz deslustrada. Se le veía ya anciano, un poco encorvado y tardo en sus movimientos. Solamente su mirada era la de un pensador: viva y dispuesta en todo momento a la polémica. Verdaderamente con ella acometía.

Más tarde supe que capa y bombín y sin duda muchas otras cosas del señor De la Rosa tenían sus historias. Se contaba que cierto día, yendo él de la catedral a su casa, un pobre hombre, de aspecto de pordiosero, se atrevió a quitarle la capa y echó a correr, sin duda para llevarla al Montepío y en todo caso alegar que se la había encontrado tirada. Al modo, recordaba yo años después, como el gitano de la copla: “Caminito de Belén / llevan a un gitano preso / porque se encontró una capa / antes de perderla el dueño”. El señor. Rositas se volvió con mucha paz hacia el que huía y a voces comenzó a decirle: “¡No peques, hijo mío! ¡No peques! ¡Te la regalo!”.  Pronto el ladrón advirtió el deplorable estado de la capa y optó por abandonarla. Pudo así el señor canónigo regresar a su habitación sin novedad.

En cuanto al bombín, sucedió que algunos admiradores de aquel sabio se empeñaron en comprarle uno nuevo. Pero, para que lo usara, fue menester ocultarle el usado, pues no admitía el nuevo. Así obligado se fue a la catedral estrenando bombín. Mientras tanto sus huérfanos tomaron el bombín viejo, le hicieron unos agujeritos en la falda, le pasaron por ahí unos cordones, lo llenaron de tierra de macetas y plantaron en él unos belenes. Finalmente lo suspendieron en un corredor a manera de tiesto colgante. Ahí lo encontró el señor Rositas a su regreso. Hizo que lo descolgaran, le quitó la tierra y tras de sacudirlo, continuó usándolo. De verdad vivía únicamente para Dios y para la ciencia.

Aquella primera tarde llegó rodeado de sus fierecillas, como él mismo solía llamar a sus muchachos. Eran como unos ocho. Los despidió a la puerta misma de la casa; pero con sólo ese primer contacto fue suficiente para que nos diéramos cuenta de la ninguna delicadeza del grupo. Más tarde me contaron que tenía el señor De la Rosa una regular inclinación a la teoría rusoniana de que el hombre es bueno por naturaleza y que la sociedad es la que lo malea. En consecuencia, andaba haciendo experiencia con aquellos muchachos, dejándolos vivir al natural. Sin embargo, procuraba que se acercaran alguna vez a los Sacramentos; y cuando ellos comulgaban, él personalmente le daba un trago de agua a cada uno para que no se les quedaran partículas de la hostia en la boca.

Despedidas les fierecillas, él, caminando con dificultad, entró al comedor y tomó asiento. Lo rodeamos los cuatro jóvenes que ahí vivíamos: uno aspiraba a formarse buen carpintero; otro trabajaba en la imprenta de los señores Ancira y Hermanos; a otro le daba por la luz eléctrica. Pero eso sí, todos éramos fervorosos guadalupanos. Durante la taza de chocolate, que con frecuencia se alargaba hasta una hora –comenzaba a eso de las cinco de la tarde– conversábamos con el señor Canónigo; o mejor dicho lo oíamos. Era un encanto ver cómo fluía de sus labios la erudición guadalupana y muchas formas de otros conocimientos. Su inteligencia y su memoria se conservaban lucidas en aquel cuerpo endeble. Citaba autores, proponía argumentos, refutaba, discutía con fuego como si estuvieran presentes los adversarios; pero sobre todo, siempre hablaba de sus propias obras con notable humildad. De vez en cuando volvía a la taza; hasta que apurada ya ésta, se levantaba y trataba de despedirse. Puesta de pie su ruin figurilla, y mirando de ordinario al suelo, hacía esfuerzos por caminar; pero bailaba sobre un ladrillo hasta que un empujoncito suave y respetuoso le daba el primer impulso. Una vez tomada la inercia, podía seguir caminando solo. De ordinario a la puerta de la calle lo esperaban sus fierecillas, que mientras se habían ido de paseo. Pero nunca vi que se apoyara en los muchachos para caminar.

 

 En contacto con el señor Rositas

 

Tal fue el modo providencial –pues yo nunca he creído en el acaso ni en las casualidades– con que desde aquella época me fui enterando de muchos datos que se han fijado en mis recuerdos, por haber tenido que echar mano de ellos en muchas ocasiones. Voy a recopilarlos ayudándome, como al principio lo advertí, de diversos autores para reavivarlos, y sin tener que anotar a cada paso las fuentes de ellos. Por el señor De la Rosa supe entonces que los límites de lo que andando el tiempo sería la Arquidiócesis de Guadalajara, estuvieron al principio harto indefinidos por los lados norte y noroeste, y que en aquella gran extensión que topaba con la Guadiana, todos los misioneros que cruzaban en dirección a San Blas o iban por Zacatecas a las Misiones del Noroeste de México esparcían la devoción a la Virgen de Guadalupe, de la que nunca dejaban de despedirse en el Tepeyac para ir a sus destinos.  Así procedieron los padres Zapa, Salvatierra, Tapia, etcétera. Brilló sobre todos en este sentido fray Antonio Margil de Jesús, desde el Colegio de Propaganda Fide fundado en Guadalupe, cerca de la ciudad de Zacatecas. Nombró a la Guadalupana Prelada del Colegio y nunca emprendía expedición alguna misionera –y las multiplicó sin número– sin antes encomendarle las llaves del Colegio. Fue también notable guadalupano el muy famoso fraile agustino Andrés de Urdaneta, hasta el punto de que puede decirse que toda la expedición llamada “de la vuelta de Filipinas” fue una expedición guadalupana.

Por otra parte, decía el señor Rositas, “todos los prelados de la diócesis de la Nueva Galicia (posteriormente Arquidiócesis de Guadalajara) se distinguieron siempre por esta devoción”. Sobresalió ciertamente fray Pedro de Ayala, OFM, que gobernó del 28 de noviembre de 1559 al 19 de septiembre de 1569. A él le tocó la traslación de la Sede Episcopal desde Compostela a Guadalajara y poner la primera piedra de la actual catedral, a 31 de julio de 1563. Luego don Manuel Fernández de Santacruz y Sahagún, que gobernó del 3 de abril de 1674 al 27 de agosto de 1677, en que fue promovido a Puebla; pero renunció a ese cargo, lo mismo que al de Virrey que se le proponía. Se distinguió también don Juan de Santiago y de León y Garabito, deudo de san Pedro de Alcántara, que tomó posesión de la catedral por Real cédula del 31 de mayo de 1678. Murió a 11 de julio de 1694 con gran fama de santidad. Igualmente se distinguió por su guadalupanismo el ilustrísimo fray Felipe Galindo Chávez y Pineda, OP, quien gobernó del 10 de marzo de 1696 al 7 de marzo de 1702. En fin, imposible enumerar a los que se señalaron por su devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, pues sería necesario nombrarlos a todos. Y la resultante fue que todo el territorio de la arquidiócesis quedó sembrado de templos, capillas, altares, ermitas y oratorios guadalupanos; en especial de 1738 a 1740, cuando se propagó la enfermedad del matlazáhuatl. Varias ciudades, como Zacatecas, Lagos de Moreno y otras, juraron por especial Patrona a la Guadalupana.

Ayudaban a esa devoción algunos datos que por ser muy antiguos confirmaban la verdad de las Apariciones en el Tepeyac y cuán rápidamente se extendió el culto guadalupano. Por ejemplo, el famoso testamento de Elvira Ramírez, de Zapotlán el Grande, fechado en 1577; la carta de pago de María Gómez, de Colima, del 18 de enero de 1539; un hueso labrado entre 1549 y 1550 en Amatlán, con una copia de la Virgen del Tepeyac. Hizo también el señor Rositas narraciones sabrosas de algunos sucesos maravillosos. Así el caso de don Alonso de Arellano, que comandaba un patache en la expedición a Filipinas en 1564, suceso que solía narrar el mismo a quien aconteció. Tenía jurada como patrona de su embarcación a la Virgen de Guadalupe. En una tempestad que sobrevino se encontraron en extremo peligro de naufragio, por lo que él con toda su tripulación hizo el voto de que si se se salvaban, llevar desde el puerto de Navidad, en Jalisco, hasta la ermita del Tepeyac cargado a hombros el mástil de la embarcación. Así se salvaron y cumplieron su promesa. En 1617 unos piratas ingleses atacaron por el puertecito de Tzalahua. Ahí el capitán don Sebastián Vizcaíno los venció, tras de implorar el auxilio de la Guadalupana y aclamarla como patrona. Lo mismo sucedió luego con unos piratas holandeses en 1794.

Un caso parecido al de don Alonso de Arellano tuvo lugar por el lado del Atlántico en 1685, en el mes de noviembre, siendo capitán de la nave don Lucas García Montaño. Durante once días hubo de correr un deshecho temporal. Al fin todos invocaron a nuestra Señora de Guadalupe y enseguida comenzó a aflojar el temporal y arribaron sanos y salvos a Veracruz. Muy sonado fue el caso acontecido a una fragata que en 1751 navegaba hacia La Habana. En una violenta tempestad los pasajeros llegaron a verse perdidos y se confesaron para morir con unos padres franciscanos que ahí viajaban. Uno de los pasajeros era don Rodrigo de la Cruz, vecino de la ciudad de México, quien logró que todos juntos invocaran a nuestra Señora de Guadalupe. El navío, ya perdido el timón, sin velas y con los mástiles quebrados, corrió el temporal. Pero el 2 de octubre se encontró el pasaje libre de todo peligro en la playa del Golfo mexicano. Como exvoto, esos náufragos llevaron en peregrinación hasta el Tepeyac el mástil mayor. Algunos tapatíos que habían ido al Tepeyac contaban de un edificio llamado La Vela de los Marinos, y decían ser fruto de aquel exvoto. Algo más diré cuando hable de mi primera vista al Santuario y Basílica Nacional.

Con la boca abierta, según frase popular, escuchábamos tales sucesos de la del señor Rositas. Y él continuaba narrando. Por los años de 1768 la Guadalupana había salvado a nueve padres jesuitas mexicanos, entre ellos a los famosos Alegre y Clavijero, de morir ahogados. Eran todos de los desterrados por orden de Carlos iii. Tuvieron que pasar de Ajaccio a Bastia, en Italia embarcados en un bote pequeñito. Acometidos por una furiosa tempestad, el bote se volcó. Ellos invocaron a la Virgen del Tepeyac, de la que con lágrimas se habían despedido para ir al destierro; y el bote, por sí solo, de una manera portentosa se enderezó y pudieron salvarse. Sucedió esto el 4 de agosto.

Sobre todo, verdadero orgullo sentí cuando el señor Rositas llegó a referir lo de la batalla de Lepanto. Conocía yo por la historia universal el hecho, pero no el pormenor de la Guadalupana. Fue esa batalla el golpe definitivo dado al poderío turco por el lado de oriente. Era el 7 de octubre de 1571. Duró la lucha desde las 11:45 de la mañana a las 5 de la tarde. Tenían los turcos 200 galeras con 120 000 hombres, que dividieron en tres grupos: al centro, Ali Pachá; a la derecha, Mahomet Scirocco; a la izquierda, Aluch-Ali, viejo ya de 68 años, prudente, valeroso y con 40 años de piratería. La escuadra era de sólo turcos. La de los cristianos se componía de tres flotas: la española, la pontificia y la véneta, entre las que podían en el momento de peligro estallar divergencias. En número la flota de los cristianos resultaba inferior. El frente de éstos ocupaba dos kilómetros y medio; el de los turcos, cinco kilómetros. Mandaba el centro el joven don Juan de Austria, de 24 años de edad; la derecha, don Juan Andrés Doria frente al punto más arriesgado, o sea el del astuto Aluch-Ali; la izquierda, don Juan Cardona. En la capitana de don Juan de Austria flotaba el estandarte de Guadalupe, la Virgen de Extremadura. Pero don Juan Andrés Doria puso en la capilla de su nave capitana una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. La había enviado a don Felipe ii, después de tocarla a la original, el Ilustrísimo señor Montúfar, OP, segundo Arzobispo de México desde 1556. Era pintada al óleo.

Felipe ii la regaló a la casa Doria, como consta de los archivos de la dicha casa en Italia; y Doria pensó que nada era mejor defensa y escudo de su escuadra que esta Santísima Señora. El peligro en que se vio era tan grande, que don Juan mismo de Austria creyó que de no salvarlo, estaba perdida la batalla. En efecto, Aluch-Ali maniobró e insensiblemente fue apartando a Doria del centro, hasta formar una brecha entre él y las fuerzas del de Austria. Atacó entonces. Siguióse una sangrienta carnicería; y Doria habría sido totalmente deshecho si no hubieran volado, casi fuera de tiempo, en su auxilio. Ahí lucharon personalmente el de Austria y Doria (aquél herido en un tobillo) y también el marqués de Santa Cruz. Hubo de huir Aluch-Ali, y la Virgen del Tepeyac quedó victoriosa. La imagen fue más tarde llevada al pueblo de San Esteban d’Areto, y su devoción se extendió por Arsoli, Bérgamo, Bolonia, Cremona y otras ciudades.

A tan brillante suceso vino a añadirse el espléndido milagro acaecido en Roma en la iglesia de San Nicolás in Carcere Tulliano, donde el 15 de julio de 1796 nuestra Guadalupana abrió los ojos en varias ocasiones desde esa fecha hasta el 31 del mismo mes y año. Por ese tiempo, 26 imágenes de diversas advocaciones obraron el mismo prodigio, presagiando ya el cúmulo de males que las sectas y la revolución masónica lanzaron sobre Italia. Nuestra Guadalupana fue, por su orden, la novena en hacer el prodigio.

Era de verdad el señor De la Rosa un profundo guadalupanista. Sobre todo al exponer todo el conjunto de milagros que suponía la conversión en masa de las tribus indígenas a partir de 1531, lo mismo que la conservación de la fe en México a pesar de los esfuerzos desesperados del demonio y sus secuaces.

También le fuimos poco a poco sonsacando su historial guadalupano. Había predicado el sermón sobre la Virgen cuando, el 12 de diciembre de 1862, los alumnos del Seminario la eligieron como patrona oficial de sus estudios. Había escrito en 1870 el análisis de la Oración dominical en mexicano; había hecho el análisis de la plática en mexicano del jesuita P. Ignacio Paredes sobre la vida, pasión y muerte del Señor, en 1871. En ese mismo año escribió el análisis de la Salve en Náhuatl y el análisis gramatical de algunos textos mexicanos de las obras del mismo P. Paredes, para uso del Seminario. Para el mismo fin había publicado en 1889 un estudio de la filosofía y riqueza de la lengua náhuatl, que tuvo dos ediciones. Ya en 1887 había publicado su famosa Dissertatio Hsitorico-theologica de Apparitione B.M.V. de Guadalupe, obra que se editó en la tipografía de don Narciso Parga, en la que incluyó el texto náhuatl de Valeriano tomado de Lasso de la Vega, pero sin el prólogo ni los otros preliminares ni los milagros. Esta obra tuvo tambien dos ediciones. En 1897 publicó la Explicación de algunos nombres de la lengua náhuatl, obra reeditada en 1898 y 1901. En 1889 dio a la pública luz sus Lecciones de Gramática de la lengua mexicana, y en este mismo año La Aparición de María Santísima de Guadalupe. Todo ello en medio de los trabajos de la enseñanza y de la preparación de otros escritos. Así se consagró al periodismo en 1865, en dos publicaciones: La Religión y la Sociedad y La Voz de la Patria. Polemista por naturaleza, no dejó el combate por la Iglesia y la verdad hasta su muerte. Sus obras, entre libros y folletos, pasan de 100.

Jóvenes como éramos –yo andaba en los 15 y los otros andaban ya por los veinte años de edad– y con la cabeza que poco a poco se iba llenando de lecturas sin orientación ni criterios fijos, y quizá también porque conforme a un dicho inglés “donde dos se pelean un tercero se regocija”, acometíamos al anciano canónigo con mil preguntas, en particular en lo tocante a los opositores antiguadalupanos. Ahí era en donde el señor De la Rosa desplegaba todo su fervor y toda su erudición. Mis recuerdos en esto son suficientemente precisos. Comenzando por el famoso argumento del silencio documental anterior a las Informaciones de 1666, citaba la gran multitud de códices en que se apoyaba la tradición guadalupana, códices que anduvieron en manos de hombres tan ilustres como Lasso, Becerra Tanco y Sigüenza. Nos repetía cómo el mismo presbítero don Miguel Sánchez, primer publicista guadalupano en letras impresas, había ya tocado esta dificultad y había afirmado que la causa de no haberse encontrado algo entre los papeles oficiales acerca de las Apariciones fue porque faltaban muchos del Archivo arquidiocesano sobre el gobierno de la diócesis, “pues muchos se han encontrado en las tiendas en que se vende toda clase de chucherías”. El robo tuvo como ocasión haber escaseado el papel en el reino en aquel año de las Apariciones. Por su parte, el doctor Becerra Tanco explica ese silencio porque las Apariciones sucedieron antes de la erección de la Catedral –que no fue hasta el 9 de septiembre del año 1534–, y así no había Cabildo Eclesiástico, ni se había asignado archivo en que se guardaran autos y papeles; por lo cual es verosímil que se perdieran los dichos escritos antes de haberse organizado en forma el gobierno de la diócesis. Otro motivo se añadía: que siendo Zumárraga Protector de los indios por regio nombramiento, como esto a los oidores les caía muy mal a causa de sus injusticias con los naturales, no quiso el Obispo electo añadir combustible a las llamas con eso de las Apariciones, que los oidores habrían tomado como simple juego del Obispo en propia defensa.

Añadía el señor De la Rosa otros argumentos y pruebas que irán apareciendo a su tiempo en estas memorias. Sobre todo en cinco antiguadalupanistas se fijaba: fray Francisco Bustamente, don Juan Bautista Muñoz, fray Servando Teresa de Mier, don Ignacio Bartolache y don Joaquín García Icazbalceta. Comenzando por el padre Bustamante, Provincial de los franciscanos, nos dijo cómo a 8 de septiembre de 1556 predicó un sermón en la capital en el que aseguró haber sido pintada la Guadalupana por un el indio Marcos Cipac, que estudió pintura bajo el magisterio de Sahagún en el Colegio de Tlatelolco. Añadió que aquella Virgen no hacía milagros “y que el primero que lo había dicho merecía 100 azotes y el que siguiera diciéndolo, 200”. Se produjo gran escándalo y tomó cartas en el asunto el Ilustrísimo señor Montúfar, que era muy devoto guadalupano. Mandó levantar información de oficio sobre el dicho sermón. Resultó ser falso de toda falsedad lo que el padre Bustamante había afirmado, por lo que fue depuesto de su cargo y finalmente se le remitió a España, donde murió. Todo se había reducido a un desahogo del padre Bustamante contra el Prelado porque el señor Montúfar, en el Concilio Provincial que había reunido, suprimió ciertos privilegios verdaderamente episcopales que tenían los padres franciscanos que primero llegaron a México, necesarios al comienzo para la evangelización. El informe no se publicó hasta el año de 1888. Sin embargo, modernos antiaparicionistas han resucitado su memoria y han añadido al sermón notas y comentarios mal intencionados.

Pasó un muy largo lapso –hasta 1794– en que levantó su voz el valenciano don Juan Bautista Muñoz, que ha venido a ser la fuente común de los enemigos de las Apariciones. El Conde de Aranda, ministro de Carlos iii, contra la voluntad y por encima de la desaprobación de la Real Academia de la Historia, lo nombró Cronista General de Indias. Como historiador era una nulidad y un plagiario de [William] Robertson;[3] aunque por otra parte era un buen coleccionador de documentos. Sus ideas jansenistas, pues era defensor acérrimo de Port Royal y del obispo de Pistoya y su Sínodo, le valieron el favor de Aranda. Escribió una Memoria sobre las Apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México y la leyó en la Academia el 18 de abril de 1794. La finalidad que perseguía Muñoz se reducía, conforme al programa secreto de Bourg-Fontaine –así lo afirma Robertson– a “promover dudas y sospechas sobre las devociones más populares, apariciones y santuarios célebres, a fin de que de este modo se disminuya en los fieles el respeto a la Autoridad eclesiástica”. Recuérdese que en aquellos años la Real Academia era un nido de jansenistas. Ejemplares de la dicha Memoria llegaron a México en 1819, pues la Real Academia no la dio a la pública luz hasta 1817. Al punto la refutaron el doctor Manuel Gómez Marín, don Luis G. Duarte, don José Miguel Guridi y Alcocer y don Julián Tornel y Mendívil y varios otros, cuyas obras tengo delante al escribir estas líneas. El argumento Aquiles de Muñoz es el ordinario de la falta de documentos hasta 1666, lo cual es falso.

Contemporáneo de Muñoz fue fray Servando de Teresa y Mier, OP. Afirman de él que era un paranoico lleno de orgullo. Se le encomendó el sermón en la fiesta de la traslación de la imagen al Santuario renovado que debía predicar el 12 de diciembre de 1794. Fue originario de Monterrey, nació en 1765 y andaba ya en los 30 cuando predicó. Afirmó en el sermón que la Virgen de Guadalupe no estaba pintada en el ayate de Juan Diego, sino en la capa del apóstol Santo Tomás, porque fue éste el primero en predicar el cristianismo en México; añadió que los mexicanos eran la décima generación de los que trabajaron en la construcción de la torre de Babel, y que el día de la muerte del Señor, el terremoto desgajó la sierra de Tenayuca, con lo que se formaron varios cerros, entre otros el Tepeyac; y que en este cerro los indios adoraban a la diosa Matlacueye, que era la Virgen de Guadalupe. Porque cuando los indios apostataron, después de la predicación de Santo Tomás, éste escondió su capa, pero luego la Virgen se la dio a Juan Diego, y por medio de Juan Diego la envió al señor Zumárraga. Condenado por  semejantes dislates y proscrito su sermón por el Ilustrísimo señor don Alonso Núñez de Haro y Peralta por público Edicto, el predicador fue condenado a destierro del reino y reclusión en su convento de España. Allá conoció a Muñoz y se carteó con él y acabó por negar las Apariciones. Anduvo en diversas cárceles y prisiones, de las que siete veces logró fugarse, en España, Francia, Italia y Portugal. Tomó parte en la expedición del famoso Francisco Javier Mina. Preso de nuevo por la Inquisición, fue remitido a España; pero al disolverse ese tribunal pudo regresar, pues ya se había logrado fugar en 1820, y entró en el país repartiendo bendiciones more episcoporum, o sea como lo hacen los obispos. Por antiiturbidista fue encerrado en San Juan de Ulúa. Se declaró republicano y el segundo Congreso Constituyente lo admitió como diputado por Nuevo León. Al acabar sus días, en 1827, el 16 de noviembre, en la capital, le administró los últimos auxilios de la religión el famoso Arizpe (alias el Chato). En 1861 fue exhumado y quedó en forma de momia. Con razón el señor Rositas mostraba mal humor al encontrarse hablando de tales enemigos que no merecían refutación. Sin embargo se ocuparon de refutarlo Tornel y Mendíval, Anticoli y el licenciado don Primo Feliciano Velázquez.

Tampoco le mereció refutación al señor De la Rosa, aunque por muy distinto motivo, otro hombre famoso en la historia del antiguadalupanismo: don Ignacio Bartolache, Apartador general del oro y plata del reino, originario de Guanajuato, doctor en medicina y buen matemático. En realidad no fue antiaparicionista, sino que “de bonísima fe” buscaba comprobar el milagro guadalupano. Para ello, a fines de 1786 y comienzos de 1787 hizo inspeccionar la santa imagen directamente y buscó tejedores indígenas que hicieran una tilma y añadió dos pintores que con la mayor fidelidad la copiaran; y finalmente a 24 de enero de 1788 pudo cotejar las dos mejores copias con la original. Los pintores fueron don Andrés López y don Rafael Gutiérrez. Pero ni las tilmas ni las pinturas resultaron idénticas a la original. La de Gutiérrez se colocó en la capilla del Pocito el 12 de septiembre de 1789. Al año siguiente murió Bartolache. Esa pintura, seis años después, a fines de octubre de 1795, estaba ya “toda descolorida y deslucida” a pesar de que estaba “defendida por dos hermosísimos cristales”, de modo que se le retiró del culto el 8 de junio de 1796. Caso muy de notar fue que en una de las inspecciones de la original, uno de los oficiales del señor Bartolache se atrevió mucho: “Con la punta de la navaja raspó el extremo del ala izquierda del serafín”, para ver si la tela tenía aparejo, y no sacó sino “una especie de pelusa del color impreso en el tejido”. Ante el público Bartolache produjo la impresión de antiaparicionista; pero muchos años después, un investigador, el padre García Gutiérrez, en varios artículos demostró que aquel señor no fue antiguadalupano. Por otra parte, a los pocos meses de haber fallecido, que fue en 1790, su viuda costeó la edición del manuscrito del mismo Bartolache en que trató de sincerarse. Tal fue el origen de su Manifiesto satisfactorio, que tuvo gran difusión.

Muy distinto fue el caso de Joaquín García Icazbalceta. Merece que lo recuerde con mayor amplitud, pues sabido es que su Carta famosa ha sido uno de los arsenales donde acostumbraron proveerse los enemigos de las Apariciones. Contra ese documento se enardecía sobre todo el señor Rositas. Nació don Joaquín García lcazbalceta en 1825, en México, casi al mismo tiempo que el señor De la Rosa. Murió en 1894, o sea 13 años antes que su contendiente, y un año antes de la solemne Coronación de la Guadalupana en 1895. Muy pequeño aún, hubo de expatriarse a España por el inicuo decreto que obligó a las familias españolas a emigrar del territorio el año 1829. Regresó de España en 1836, cuando contaba once años. De carácter irascible, condición señorial e independiente, el destierro y el haber vivido luego los feos tiempos de descatolización y laicización de la patria y su desintegración territorial amargaron mucho su juventud, y “parece que en lo íntimo de su conciencia llegó a identificar a la Guadalupana como un símbolo de aquella gente a la que debía su destierro”.

Fue hombre de gran temple, escritor serio, verídico, de sanos criterios, investigador acucioso y honorable, cuerdo y leal, aunque en algunas cosas parece que se mostraba aferrado a su parecer. Sus artículos, cartas y discursos llenan ocho volúmenes. A su catolicismo nadie le ha podido poner tacha. En lo particular, fue todo un caballero, piadoso y amigo de los pobres. Llegó a ser una de las más altas figuras de su tiempo por su vasta erudición y entereza crítica. Precisamente por todo eso, el caso de su Carta antiguadalupana causó en todos suma extrañeza. Dice él mismo: “En mi juventud creí como todos los mexicanos en la verdad del milagro. No recuerdo de dónde me vinieron las dudas; y para quitármelas, acudí a las apologías. Éstas convirtieron mis dudas en certeza de la falsedad del hecho”. Así las cosas, llegó a sus manos la Memoria de Muñoz y se embebió en ella hasta el punto de que parece que en su Carta la va siguiendo paso a paso en los 70 números que la dicha Carta contiene. Influido por Muñoz, ni en su vida del señor Zumárraga, publicada en 1881, incluyó nada acerca de las Apariciones; ni en su devocionario El Alma en el templo puso oración alguna ni mencionó a la Guadalupana. Como esto causara en el público mala impresión, “me propuse, escribe a un amigo, no escribir más una línea tocante a este asunto”.

Como es sabido, desde que el señor Plancarte movió lo referente a la coronación solemne de la Virgen del Tepeyac y quiso obtener una nueva Misa y Oficio propio, se desató un aluvión de ataques a las Apariciones, de manera que se han registrado hasta 34 objeciones, aunque ninguna de ellas a la altura de la Carta del señor Icazbalceta. Sucedió que con ocasión de uno de tantos libros sobre el tema guadalupano escrito por el señor don José María González y González, el Arzobispo de México, monseñor Labastida y Dávalos, quiso que lo censurara el señor Icazbalceta. Éste se excusó alegando sus pocos conocimientos en Cánones y Teología. El señor Labastida insistió, y advirtió que solamente quería un juicio histórico. Con esto el señor Icazbalceta no tuvo más remedio que aceptar, pero dio a su censura la forma de una Carta para el mismo señor Arzobispo; Carta que según su autor “debía ser confidencial”.

Sin embargo, el mismo Icazbalceta “la enseñó” y según parece incluso dejó que la copiaran varios amigos suyos, atraídos sin duda por la mucha autoridad del autor, y también por su estilo castizo, limpio, macizo e impecable. Uno de esos amigos fue el notable investigador Del Paso y Troncoso; otro, un señor Ágreda; y otro un cierto fraile carmelita. A todos ellos Icazbalceta les exigió la promesa de no mostrarla a otros ni dejar que la copiaran. Del Paso y Troncoso se permitió mostrarla al M.I. señor Canónigo don Vicente de Paula Andrade, exreligioso paulino, que era un verdadero enfermo mental, quien al lado de innegables virtudes tenia algunas manías, como la de dar a veces bromas muy pesadas. Por ejemplo, falsificar nombramientos. En cierta ocasión invitó a una comida en la casa del señor Averardi, Delegado Apostólico, a diversas personas, cuando al Delegado ni por sueños le había pasado hacer semejante invitación. Sobre todo tenía el prurito de que se hablara de su persona por el motivo que fuera. S.S. León xiii lo preconizó Obispo de Tabasco; pero el señor Cázares, obispo de Zamora, se apresuró a informar de la realidad a Roma, por lo que el Papa ordenó suspender el negocio. Andrade tenía ya compradas las vestiduras episcopales.

Pues bien, parece que le pareció oportuno, para que se hablara de él, aparecer como antiguadalupano, siendo ya Canónigo de la Colegiata. Echó para ello por un camino desleal, que fue el de falsificar documentos. Así, por ejemplo, mutiló la carta de fray Jacobo de Testera al Rey, en 1538, para asegurar que hasta esa fecha no había habido convento franciscano en Tlatelolco; y también otra de fray Pedro de Gante de 1529, en que éste cita los nueve conventos que ya existían. Gante no cita a Cuautitlán, pero Andrade lo añade por su cuenta. Conocía Andrade la Carta de García Icazbalceta por habérsela mostrado Del Paso y Troncoso, con quien vivía. Ahora bien, en cierta ocasión, en ausencia de éste, logró apoderarse del manuscrito extrayéndolo por medio de un alambre del cajón donde su dueño lo guardaba bajo llave. Se dio prisa en traducirlo al latín, por cierto un latín de inferior calidad, y clandestinamente lo dio a la imprenta bajo el título de Exquisitio Historica y anónimo.

Éste fue el papel que cayó en manos del señor De la Rosa, quien tradujo algunos párrafos al castellano sin saber quién era el autor, y los refutó bellamente. No paró aquí la cosa. Porque Andrade copió luego los párrafos traducidos por el señor De la Rosa y los publicó también en forma clandestina. Claro está que ya no concordaban con el original de Icazbalceta. Sin embargo, pronto se supo quién era el autor y los antiguadalupanistas se dieron prisa a publicarlo, con la mira de aprovechar tan notable autoridad; y publicaron el documento o Carta Íntegra. Es esta Carta lo más serio, aunque no lo más verdadero que ha visto la luz pública en contra de las Apariciones.

Bastantes años después pude constatar que hubo además un tal Martín Guzmán y otro señor, Francisco de la Maza, que en Cuadernos Americanos renovaban las mismas inexactitudes históricas. Y durante la permanencia de Calles en el poder se hizo lugar común en la literatura baja el blasfemar contra la Guadalupana, en especial en la revista Tiempo.

Volviendo al señor De la Rosa, varias veces inquirimos de él de dónde había tomado el texto náhuatl, pues de éste hizo una tirada especial para texto de sus clases. Nos dijo que existía en la Biblioteca Pública de Guadalajara una copia del Huey Tlamahuizoltica de Lasso de la Vega, y que de ahí lo había tornado él. Esta copia la vio ahí el señor Garibi Tortolero todavía en 1921. Y que en México había otra en el Archivo de la Basílica, y aun una tercera en poder de no recuerdo qué familia de la capital. Y que por tratarse en aquel tiempo de lograr la Misa y Oficio propio nuevos para la Guadalupana, él había querido contribuir poniendo en latín el Nican mopohua, con el objeto de que esa narración pudiera llegar a todos los rincones de la tierra. Sostenía a todo trance que el Nican mopohua, que Lasso daba como suyo, no era sino de Valeriano, conservado por Ixtlixóchitl.

Las pláticas con aquel hombre tan erudito suscitaban en mi ánimo diversas cuestiones que no hubo tiempo ni de plantear, menos de resolver. En el fondo me parecía que toda la tradición de las Apariciones y su autenticidad se apoyaba finalmente en el Nican mopohua. Pero tal documento ¿era históricamente auténtico y fehaciente? ¿Era realmente de Valeriano? ¿Respondía a un suceso real o era un simple ensayo escolar? ¿En dónde podría encontrarse el original, pues sólo oía hablar de copias? La conversación rara vez sigue un orden lógico, sino que, según las oportunidades, va saltando de un tema a otro; y así sucedía en aquéllas que yo ahora podría bien llamar “tardes tapatías”. En una de ellas acometimos directamente la empresa de lograr que el señor De la Rosa nos dictara el análisis gramatical y literario del Nican mopohua. Tras de varias repulsas, al fin aceptó. Nos armamos de papel, pluma y tinta; pero ese día entre cosa y cosa se fue pasando el tiempo y no comenzaba. Hacia el fin de la tacita de chocolate tuvimos el gusto de que iniciara aquel trabajo: “Nican: adverbio de lugar que significa aquí, en este sitio, etcétera. No se confunda con oncan que también es adverbio, pero de tiempo, o sea aquí, en este momento...” Y ahí terminó todo. Veíamos al señor De la Rosa muy fatigado. Al día siguiente ya no regresó, y poco después terminó sus días repentinamente. Todos lo sentimos mucho.

Poseía él un regular conjunto de escritos en náhuatl. Ocupaban más o menos medio anaquel de un buen estante de la biblioteca. Habíale tocado al señor De la Rosa vivir la época del nefasto siglo xix con sus guerras intestinas y luchas masónicas contra la Iglesia y las intromisiones del “buen vecino” hasta arrebatarnos la mitad del territorio. Así se le desarrolló una repulsa al protestantismo y a la Unión que fue siempre manifiesta. En consecuencia, temeroso de que sus documentos y escritos fueran a parar a manos mercenarias de yanquis interesados, legó ese tesoro a la Compañía de Jesús, “porque en ninguna parte quedaría más seguro”. Así fueron a dar aquellos papeles a la biblioteca del Instituto de San José.

Precisamente por ese tiempo andaban algunos tras de aquel tesoro. Era Superior de la casa el entonces famoso como orador padre Manuel Díaz Rayón. No se destacaba por sus cualidades de elocuente, sino por su claridad de ideas, pues era muy buen teólogo y filósofo. Tenía una presencia majestuosa y una profunda humildad. Lo que voy refiriendo lo contó él mismo en recreo de los padres de la Comunidad de San Salvador, C.A., que fue en donde yo lo conocí y lo oí. Era Superior del Seminario arquidiocesano que la Compañía de Jesús había tornado a su cargo. Estaba muy avejentado y vecino a la decrepitud. Decía que él sí creía en las Apariciones, pero que documentos anteriores a las Informaciones de 1666 no había. Y que a los mapas y escritos indígenas no se les podía dar fe. Añadía haber conocido al señor Icazbalceta, del que hizo un bello elogio así como escritor como también como persona particular. Refirió, por ejemplo, que Icazbalceta en uno de sus cumpleaños quiso autocelebrarse y se echó a la calle para adquirir un tintero de ágata que le había gustado. Pero reflexionando luego, se dijo: “Muchos pobres no tienen con qué celebrar su cumpleaños”. Y al primer pobre que encontró le dio de limosna lo que destinaba a la compra del tintero. Por desgracia, el padre no poseía ni dotes de Superior ni afición por la historia.

Se explica así la mucha influencia que tuvo sobre él el señor Izcabalceta y también lo que luego hizo, pues siendo Superior en el Instituto de San José en Guadalajara, sucedió que se acrecentara notablemente el número de alumnos, de modo que el edificio no tuvo cupo suficiente para ellos y la Comunidad. Eran los alumnos unos 480, más o menos. Resolvió entonces levantar un tercer piso en los lados norte y sur. Pero no había fondos. En eso se le presentó uno de los individuos que andaban tras de los papeles del señor De la Rosa. Como el padre Díaz Rayón nada entendía de náhuatl, prefirió que el visitante hiciera propuestas. Éste recogió todo el material, se sentó frente a una mesa y fue calculando lo que ofrecia por cada pieza. Hizo su oferta. El Superior exigió un poco más y se convinieron en 4 000 pesos. Asi desaparecieron aquellos papeles.

Para mí el fruto de todas aquellas conversaciones con el señor Rositas, aparte de alguna erudición, fue un deseo vivo de aprender el idioma náhuatl y llegar al último fondo de las cuestiones guadalupanas.

 

 

 

 



[1] Murió en Guadalajara en 1998.

[2] Ramírez Torres, Rafael, S.J., Un Milagro, Conjunto de milagros únicos en el universo, México, Editorial Tradición, 1980, pp. 7-37

[3] Pastor presbiteriano inglés (1721-1793), publicó en Londres (1777), en tres volúmenes, una Historia de América.



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