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Discurso pronunciado durante la velada en honor del recién electo obispo de Tepic, don Manuel Azpeitia y Palomar

 

Nicolás Altamirano1

 

Digno heredero de un añoso compromiso familiar a favor de los pobres, que asumió de forma ejemplar su tío abuelo don José Palomar y Rueda (1807-1873), el canónigo Manuel Azpeitia y Palomar,2 secundando el proyecto de su prelado, don Pedro Loza y Pardavé (1815-1898), echó a andar un ambicioso proyecto educativo, la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo, que muchos beneficios trajo consigo para las clases sociales depauperadas. Por desgracia, ésta y las demás obras sociales de la Iglesia fueron brutalmente suprimidas por el rampante militarismo impuesto a México durante la era de los caudillos, que va de 1914 a 1940. El discurso que sigue enmarca las expectativas que suscitaba el episcopado en tiempos donde tal oficio sólo podía ir acompañado de sinsabores, toda vez que el anticlericalismo de los caudillos que en ese momento se disputaban el ejercicio de la autoridad en México fue inflexible y sistemático. Baste recordar que Álvaro Obregón, a su paso por Tepic en 1914, metió a la cárcel (y lo mantuvo en ella ocho meses, sólo por el gusto de hacerlo) al obispo de esa sede, don Andrés Segura y Domínguez.3

 

 

Ilustrísimo y Reverendísimo señor,

Muy Ilustre señor Protonotario Apostólico,

señores sacerdotes,

señoras y señoritas,

señores:

 

Vengo en nombre de los tepiqueños a mostrar los sentimientos de veneración, adhesión y afecto hacia el ilustrísimo tercer obispo de Tepic; vengo a dar las gracias más profundas a esta arquidiócesis de Guadalajara por darnos un Prelado más en la persona del Ilustrísimo Señor doctor y licenciado don Manuel Azpeitia y Palomar.

El acontecimiento religioso-social que nos congrega en estos momentos, para nosotros es de entusiasmo y de gratitud; para vosotros puede ser de desolación y de sentimiento. Pero porque en los creyentes la voluntad de Dios significada por la voz del Vicario de Jesucristo en la tierra no puede ser motivo de sinsabores ni de tristeza, Roma ha hablado; y con gusto permitiréis que la mano que esta ciudad levítica ha estrechado como una mano bienhechora, que por todas partes ha dejado pruebas de caridad, vaya a cumplir entre nosotros una misión divina. Roma ha hablado, y la sociedad creyente, que ve ausentarse a uno de sus más prestigiados miembros, acatará aquella voz con resignación, y el Venerable Cabildo y la fecunda Arquidiócesis de Guadalajara verán con placer que el maestrescuelas de aquella ilustre corporación, que una de las dignidades que ha desplegado el celo de su misión apostólica, que ha sido verdadera sal de la tierra, en la expresión sagrada, vaya a predicar a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado a la luz del día y desde las alturas.

Ya me había tocado en suerte dirigir mis pobres conceptos al Ilustrísimo Señor Obispo de Tepic tan luego como fue conocida su elección para aquella diócesis. ¿Qué pudiera decir más de lo que entonces dije? ¿Qué sería digno del imponente concurso del venerable clero y la sociedad jalisciense aquí presentes? Hemos asistido a la consagración del señor obispo de Tepic y en muchos ojos hemos visto las muestras del gozo, y en muchos otros hemos atisbado las del dolor acaso; porque para unos es el señuelo de esperanza y para otros la despedida de un celoso apóstol de la caridad evangélica.

Antes de prestar oído a mis palabras, escuchad vuestros propios sentimientos; que nosotros venimos impulsados por esos sentimientos a hacer patentes nuestros filiales afectos y respetos al prelado que os dignáis damos; nosotros venimos a reconocer la sumisión y dependencia de aquella Diócesis que nos recibió al nacer o que nos abrió su regazo maternal, que esta Arquidiócesis nos ha dado a sus buenos hijos para presidir a nuestros hermanos que tanto necesitan de la palabra de Dios y de la caridad evangélica; nosotros venimos a recibir al padre, al amigo y al Pastor que nos conducirá hacia el fin y hacia la bienaventuranza. Por eso, una comisión de sus futuros feligreses y los que peregrinan por acá con el recuerdo en el alma de aquella para ellos tierra de promisión, se han aprestado a rendir este homenaje público de veneración hacia su Prelado, a hacer patente su reconocimiento a la católica Guadalajara y a besar por vez primera el anillo pastoral del tercer Obispo de Tepic.

Perdonad que mi débil y desaliñada voz llegue a vuestros oídos en este verdadero acontecimiento religioso-social; pero vengo a hablaros en nombre de la ingenuidad de mis paisanos; vengo a rendir el homenaje de su fe a su Prelado, y la ingenuidad y la fe son más plausibles y más meritorias mientras son más sencillas. Valgan mi buena voluntad y vuestra indulgencia para que me sea permitido externar algo del entusiasmo que rebosa en el corazón de los tepiqueños, para significar las dulces esperanzas de la grey tepiqueña y para daros las gracias porque bondadosamente nos dais un Obispo digno, como habéis dado a otras diócesis de la nación mexicana.

Dignidad sublime la del Obispo a cuya consagración nos ha tocado asistir. El Concilio de Trento había definido ya que los obispos eran puestos en lugar de los apóstoles y para regir la Iglesia de Dios, y así la veneración que les han profesado los fieles se revela en los nombres con que se les ha designado de príncipes de la Iglesia, vicarios y legados de Cristo, y ángeles.

Jesucristo escogió doce pescadores para enviarlos a enseñar a todas las naciones y a bautizar, y la Iglesia, determinando aquel precepto divino, les manda conocer sus ovejas, apacentarlas con todos los sacramentos y con su ejemplo, y tener cuidado de los pobres y demás personas miserables, cuidado que Santo Toribio, Obispo de Lima expresaba llamándolos “padres de los pobres”, y que cuando su magno ministerio lo exigió, fue confiado a los diáconos, como nos lo dice la historia de San Lorenzo, que desafiaba la iras de un césar romano presentándole como riquezas de la Iglesia ancianos, enfermos y desvalidos.

Jesucristo escogió a los doce pescadores, primeros obispos de la Iglesia, y les dio la potestad inmensa de atar y desatar, es decir, de abrir las puertas de los cielos, y como sanción de la misión divina, díjoles: “El que a vosotros oye, a mí me oye”.

De allí la veneración que los cristianos tenían para sus obispos, veneración que hacía al Gran Constantino sentarse el último en la presentación genuina y majestuosa de la Iglesia, es decir, en los Concilios, donde por medio de las leyes se echó abajo la civilización pagana para fundar con sus despojos la civilización cristiana.

¡Cuántas tupidas falanges de sabios y de santos formaron la vanguardia, por decirlo así, de la Iglesia! “Tropa de verdaderos mártires”, les llamaba Teodoreto en los primeros siglos, y sería interminable citar los nombres consagrados ya por la historia del género humano y de hombres que veneramos en nuestros altares.

Eran los obispos los que en los concilios mostraban a aquella misma Iglesia como un campamento terrible, en la expresión sagrada, y echaron los cimientos de las leyes del mundo avanzándose al medio y haciendo a los gobiernos más humanos, como la evidencia de los hechos obligó a proclamar al impío Rousseau. Los concilios de Toledo fueron en la madre patria el monumento de la sabiduría y celo de los obispos, el germen de sus leyes sabias que hemos heredado, y el solo nombre de un San Ignacio mártir, del genio altísimo de San Agustín, del azote de las herejías San Atanasio, del clásico y celoso San Cipriano, del elocuente San Juan Crisóstomo, del eruditísimo San Isidoro de Sevilla y del escolástico San Anselmo de Cantorbery bastan para llenar las más hermosas páginas de la institución del episcopado y de la Iglesia, siempre antigua y siempre nueva, que fomenta las ciencias y cura las necesidades incontables del género humano.

Y esa labor inmensa llevada a cabo desde Jesucristo, que fundó sobre Pedro su Iglesia sabia y santa, se reproduce a cada época y actualmente en el episcopado de todas partes, que heredó de los apóstoles la potestad de atar y desatar, y a quienes se extiende el precepto de su fundador de “ir a enseñar a todas las naciones”.

De aquí, señores, que en todos los tiempos, aun en los de aciaga impiedad, se haya guardado la veneración que el bárbaro Atila guardó al Pontífice de la Iglesia, según la tradición, y veneración que sólo se ha olvidado en los grandes cataclismos sociales tales como la Revolución Francesa, y en los actuales que aspiran “a colgar al último sacerdote de la tripa del último rey”, obteniéndose de allí un resultado enteramente contrario, como es el esplendor de la Iglesia, reproduciéndose entonces el apóstrofe de Tertuliano: “Somos de ayer y todo lo vuestro lo hemos llenado; las ciudades, los palacios, los campos… sólo os dejamos los templos, aumentando el número de mártires y de cristianos”, porque, según el mismo Tertuliano, “la sangre de mártires es semilla de cristianos”, y correspondiendo a las persecuciones con el cumplimiento de aquella máxima sagrada: “sufrimos la persecución con paciencia y rogamos por nuestros enemigos que nos befan”.

Razón tenían los primeros cristianos para celebrar la consagración de un príncipe de la Iglesia, como razón tenemos para no dejarla pasar desapercibida. Pero no es preciso recurrir a los pueblos más antiguos que la virgen tierra americana para encontrar esos monumentos de caridad, de santidad y de apostolado que se encuentran también entre nosotros en número prodigioso. Desde hace cinco siglos escasamente que al lado de los caballerosos y audaces castellanos venían los no menos caballerosos misioneros, cuya odisea nos describió en la Ciudad Eterna uno de los prelados mexicanos: “Venían, dice el cantor de las hazañas de los obispos y misioneros americanos, como corderos entre los lobos a un mundo enteramente nuevo y jamás explorado, para ver cambiar los lobos en corderos; venían blandiendo no la lanza del guerrero sino la espada de dos filos de la palabra de Dios, y así congregaron innumerables naciones bajo el estandarte de la Cruz. Modelos de mansedumbre, dechados de invicta paciencia entrelazando la oliva de la paz con el cayado del pastor, no por la fuerza de las armas, sino con el poder de la predicación, hicieron pedazos los ídolos y transformaron los bosques en ciudades, los santuarios de crueles divinidades en templos del verdadero Dios, y a las maldecidas aras, manchadas con sangre humana, en altares en que la bendita Sangre de Jesucristo se derrama todos los días en al místico sacrifico… y suavizando a guisa de cera corazones más duros que las peñas, levantaron con ellos la morada del Espíritu Santo”.

Allí están los nombres del santísimo fray Julián Garcés, obispo de Yucatán; el del inolvidable fray Juan de Zumárraga, vinculado a la tradición gloriosa de la Reina de México; el de Rodrigo de Bastida, obispo de Venezuela; el de Pedro Hernández Sardinha en el Brasil, Martín Calatayud en Colombia, Gerónimo de Loayza en el Perú y García Díaz en el Ecuador; verdaderos apóstoles que hicieron porque esta no despreciable porción del género humano dejara el carcax y los festines macabros de víctimas humanas y porque se apagaran las eternas hogueras de las rebeldes montañas, señal convencional de hostilidades entre los naturales. Han transcurrido muchos años de entonces, y en ocasión solemne hace tiempo que el licenciado Ignacio Mariscal, Ministro de Relaciones mexicano, reconocía que la pacificación y civilización de las tribus autóctonas sólo podían conseguirse por medio de los misioneros y no por los fusiles.

La caridad de los primeros siglos de la Iglesia resucitó en el Ilustrísimo Señor Zumárraga, que trajo la imprenta a México; en el olvidable Las Casas, verdadero amigo de los indios, que atravesó varias veces el océano para arrancar el reconocimiento de los derechos de humanidad hacia aquellos infelices que no tenían más diferencia que el color, y siglos antes que en Estados Unidos se moviera una guerra formidable precisamente por suprimir la esclavitud; en el celo y la caridad del obispo de Michoacán don Vasco de Quiroga, cuyas industrias aún se conservan en algunos pueblos y cuyo centenario no ha mucho que se celebró oficialmente; en el mártir Vital González de Oliveira y en Santo Toribio de Mogrovejo, obispo de Lima, y la ciencia tuvo su manifestación en el clásico Bernando de Balbuena, en el sabio don Juan de Palafox y Mendoza, en el jurisconsulto fray Gaspar de Villaroel, OSA, y ya más cercano a nosotros, en el profundo mexicano Clemente de Jesús Munguía.

Pasad vuestras miradas por el horizonte que os ofrece el suelo de la patria, y allí encontraréis una universidad, allá un hospital que se ha perpetuado en medio de la vorágine de nuestras revoluciones, más allá un asilo para los niños o para los ancianos; por todas partes, seminarios en que se educan los futuros ministros de la Religión de nuestros padres; escuelas en donde a la luz de la inteligencia se agrega el impulso suave y fuerte de la virtud, y ahora centros de acción social y de estudio social que la Iglesia, por medio de sus prelados, es la única que puede implantar con éxito. Y a todas esas obras está vinculado el nombre de un obispo, llámese Alcalde, Cabañas, Loza o con otro nombre que vosotros invocáis conmigo en estos momentos y que callo por no herir la modestia.

Bien conocida es de vosotros la historia de esta, por mil títulos, ilustre Guadalajara, emporio de prelados, de sabios y de hombres de virtud, y de esta Arquidiócesis se desgajó la Diócesis de Tepic, cuya orfandad parecía prolongarse en tiempos tan calamitosos, pero a la que quiso proveer la Santa Sede con solicitud maternal, para que aquellas ovejas no erraran vagabundas fuera del redil y expuestas a la rapacidad de los lobos impíos. Mucho debe aquella Diócesis a la ilustre Arquidiócesis de Guadalajara y al Cabildo por haberle dado su primer Obispo, que tan gratos recuerdos dejó en esta ciudad por su sabiduría inmensa y por su virtud acrisolada; allá, en torno de sus despojos mortales, vive la memoria de su caridad y de su genio, y muchos de los que peregrinamos con fe y en pos del bien, aprendimos de los labios del ilustrísimo Señor Doctor don Ignacio Díaz provechosas e imborrables enseñanzas. La veneración hacia los obispos vino a aumentarse en aquella diócesis con la memoria del segundo de sus prelados, Ilustrísimo don Andrés Segura y Domínguez, el obispo mártir, como se le llama justamente, cuya muerte se debió a la injusta y prolongada prisión que se le impuso por pseudo defensores de la libertad, que han sido ya juzgados por Dios. La actuación de aquellos prelados en el orden providencial fue sin duda la preparación para la del Ilustrísimo Señor Azpeitia Palomar en las circunstancias difíciles del momento y en esta época de acción social intensa.

Mies abundante y campo propicio encontrarán el celo y la solicitud del Ilustrísimo Mitrado que acaba de consagrarse, para confirmar aún más la dependencia de la Diócesis de Tepic de la Arquidiócesis de Guadalajara. Y esto no es nuevo, pues me ha tocado la ocasión de ver en documentos de inestimable valor histórico, que se han perdido en nuestras revueltas intestinas, que mucho antes que se pensara en erigir la diócesis de Tepic, en el Seminario de Guadalajara había becas concedidas ex profeso para futuros misioneros de la sierra del Nayarit, rebelde más que otras para abrazar la religión cristiana y en la que, por desgracia, hay algunos idólatras. Pocas veces han pisado las estribaciones de aquellos peñascos abruptos los Ilustrísimos Prelados de Zacatecas y de Guadalajara, y la historia recuerda con beneplácito y con entusiasmo la hazaña de vuestro obispo don Pedro Ruiz Colmenero, que penetró por los vericuetos de aquella tierra de idólatras, en silla de manos, a veces sólo para bautizar a cuatro indios viejos que habitaban a guisa de fieras unas cuevas, haciéndose descolgar al efecto con una soga. Aún en aquellas crestas que padecen misantropía, por decirlo así, se conserva el recuerdo de aquel apóstol que, según la historia, anduvo dos mil doscientas ochenta leguas, que confirmó a más de cuarenta mil cristianos y que mereció ser llamado el Las Casas de esta inmensa Diócesis en aquel entonces. ¡Que la sangre de los padres Ayala y fray Francisco Gil, muertos en lo más exaltado de aquellas montañas a manos de los indios coras, sirva de abono benéfico para fecundar aquella heredad apostólica del tercer obispo de Tepic!

Muy justificada es la presencia de la sociedad de Guadalajara en este homenaje sincero que se tributa a un Mitrado más de esta Arquidiócesis; muy justificadas son también las muestras de veneración y afecto que sus futuras ovejas le hacen, y eso que justifique una vez más el cometido que me ha traído aquí, a pesar de mi ineptitud. Nosotros hemos venido a cumplir aquellas palabras que implican un mandato de San Cipriano: “Debes saber que el que no está con el obispo, no está en la Iglesia”; nosotros acatamos aquel precepto del Concilio de la América Latina de que “los individuos del pueblo cristiano estén sujetos a sus pastores con el alma y el corazón”; por eso, al venir a besar el anillo pastoral en señal de sumisión, venimos con el alma y el corazón a cumplir un deber como católicos. El alma, que Tertuliano llamara naturalmente cristiana, ha sentido hasta hace días su orfandad; el corazón lacerado por las persecuciones y por las pruebas se ha adherido más que nunca a su fe lograda con sacrificios y sangre de mártires y enarbolada muy alto en los recios combates que han provocado los hermanos obcecados, por quienes no cesan de pedir los oprimidos. Aquella Diócesis desolada y solitaria en medio de la lucha social y religiosa que se ha empeñado por todas partes, puede ya descolgar sus cítaras, ataviarse con sus mejores galas y dejar el tono plañidero de sus trenos para cantar en las márgenes del Nilo sus himnos de alegría o atravesar a pie enjuto el obstáculo del Mar Rojo que tragará las huestes de los faraones. Es tiempo ya de enjugar el llanto de la viudez, y aquella Diócesis se apresta a recibir cual lo merece al enviado del Señor, al gran sacerdote, al que le nutrirá con la fe que mueve los montes, con la caridad que salva los abismos, con la civilización que arrancó del Calvario para cobijar con su túnica sagrada a los que han seguido a Jesucristo.

 

***

 

Ilustrísimo Señor Obispo de Tepic: en estos días solemnes de vuestra vida que eslabona los recuerdos y las esperanzas de vuestra existencia y de dos sociedades, pugnan sin duda afectos igualmente nobles o igualmente grandes. La sociedad jalisciense, testigo de vuestro sacerdocio, de vuestro celo y de vuestra caridad, os da un adiós tan efusivo y tierno como humilde e ingenuo es el saludo de vuestras ovejas. Aquí están, os hablan por conducto nuestro; os esperan con el ansia con que se espera a un ser querido, con la veneración con que se espera al Pastor, con la fe con que se espera al Obispo. Dejáis acá los monumentos de vuestra caridad, los recuerdos de los mejores años, y corazones que os han sabido amar. Allá vuestra caridad tendrá mucho que hacer; vuestra plenitud de vida y de sacerdocio dará mayor gloria a Jesucristo y a su Iglesia y habrá también corazones que os amen, porque sois digno de ello y porque podéis y queréis hacer más por ellos.

Gracias al Ilustrísimo Señor Arzobispo de Guadalajara porque se acordó de nosotros haciendo que nos fuera dado un Pastor; gracias al Cabildo de Guadalajara que nos da a uno de sus miembros; gracias porque habéis aceptado esa responsabilidad inmensa para bien nuestro. Me imagino en estos momentos aquella tradición que nos narra el gran Belarmino y que aprendí en un Seminario benéfico, digno fruto de la Iglesia y de vuestros predecesores. Se alejaba Pedro de la Ciudad Eterna y encontró a Jesucristo que se encaminaba a ella: ¿A dónde vas, Señor? Preguntó el Obispo de los obispos, y el Señor contestó: “Voy a ser crucificado de nuevo”, y Pedro, que había llorado toda su vida un instante de debilidad, volvió para ser crucificado por Jesucristo, como lo aceptáis en beneficio nuestro.

Allá la mies es mucha y los operarios son pocos; allá, por desgracia, hay aún idolatría; allá os llama una misión providencial y santa. ¡A cuántos llevaréis la fe con la predicación! ¡A cuántos otros enjugaréis las lágrimas con vuestra solicitud paternal! ¡A cuántos, en fin, ganaréis para Jesucristo y para la bienaventuranza!

Que se cumplan en Vuestra Señoría Ilustrísima las palabras de Dios que nunca pasan, las palabras de aquel Dios que pagará con creces lo que se hiciere y enseñare por cualquiera de sus pequeñitos: “Mas el que hiciere y enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos”, y que en el último instante de una existencia útil para la gloria de Dios oigáis de aquel Jesús a quien habéis consagrado vuestra vida: “Tuve hambre y me diste de comer, estuve desnudo y me vestiste…entra en el gozo de tu Señor”.

Dije.

 

 

 

 

 



1 Abogado oriundo de Tepic cuya carrera se desarrolló en Guadalajara. Insigne jurista, destacó en el catolicismo social. Dirigió el periódico católico Restauración y fue un notable escritor. Figuró entre los militantes de la resistencia activa católica durante la Guerra Cristera, al lado de Miguel Palomar y Vizcarra.

2 Oriundo de Guadalajara, donde nació el 8 de febrero de 1862, se ordenó presbítero para este clero en 1885. Lo eligió segundo obispo de Tepic el Papa Benedicto xv el 1º de agosto de 1919. Lo consagró el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez el 23 de noviembre de 1919. Exactamente un mes después tomó posesión de su sede, que administró hasta su muerte, el 28 de febrero de 1935, a la edad de 73 años.

3 El texto, cuyo título original es Discurso pronunciado por el señor Nicolás Altamirano en la velada celebrada el día 27 de noviembre en honor del Ilustrísimo Señor doctor y licenciado don Manuel Azpeitia y Palomar, lo facilitó a este Boletín el doctor Francisco Barbosa Guzmán.



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