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Noticias personales del Padre Leopoldo Gálvez (5ª parte)

 

J. Leopoldo Gálvez Díaz

 

El autor de estas memorias concluye el primer volumen hilvanando los recuerdos de algunos lances que debió sortear, tanto por ser pobre de solemnidad como falto de experiencia en la vida.

 

 

La laguna de Chapala

Mi itinerario obligado cuando estudiante era Tizapán el Alto y el puerto de Ocotlán, cuando la laguna era de veras un mar y cuando su tráfico comercial quería parecerse a Holanda y a Macao. También me llegué a embarcar en La Palma, en Cojumatlán y en Tuxcueca, pero mi ruta ordinaria era siempre Tizapán, en canoas de gran calado que hacían el servicio mixto de pasajeros y carga cuando a uno lo pasaban de orilla a orilla de un lado a otro por veinticinco centavos de peso, pero es el caso que a los colegiales siempre nos pasaban percances. En Ocotlán debía uno prevenirse, pararse a comer, esperarse a tomar trenes o vapores, recibir equipajes o proveerse de bastimentos; dormir en ocasiones, cambiar dinero, oír la misa y si se quiere hasta confesarse. Pero uno ranchero, colegial, sin experiencia, tonto de capirote… aún no bajaba el tren o de la canoa cuando ya quería seguir de largo sobre la marcha, como autómata. Rumbo al hogar familiar o derecho al Seminario, todavía no pisaba tierra y ya iba soñando en barcas o en ferrocarriles. ¿A qué horas llega el tren para Guadalajara? A las dos de la mañana. Después de oír tal respuesta lo indicado hubiera sido irme a dormir al mesón y ya de día tomar el tren de las ocho que en dos horas, desayunados y en pleno día, nos llevaría a la capital. Pues no, señor. Yo me quedaba en la estación desde la víspera, sin esperanza y sin objeto.

¿Para dónde sale La Libertad? Para Tizapán esta noche. Y sin pensar qué más, me subía desde ese instante y me perdía entre las jarcias. No me prevenía de nada, no salía a cenar ni a bendecirme al templo que quedaba enfrente. ¿Para qué pendientes? ¿No me lo aseguraron y yo mismo lo sabía que amaneciendo Dios ya estábamos del otro lado? Qué fríos ni qué lluvias ni qué hambres ni nada. ¡Y al otro día que va amaneciendo ante el Presidio y sin aires de popa, con fríos de cabañuelas, sin qué comer y desesperado! “Amigo, ahí quedan brasas, caliéntese su almuercito”, me decían los marineros. Y mejor me callaba, de pura pena. Por allá a media tarde volvían a hacer lumbre y ya que los tripulantes se despachaban, el más guasón, por escarnecerme me decía: “¿Luego no le dan ganas, valedor? Ándele, no sea ruin, saque el chorizo y áselo. Mire, todavía quedan brasitas”. Y a decir verdad, ganas sí me sobraban. No digamos de cecinas y de longanizas, aunque fuera de gordas duras o camotes crudos. Y como no hacía viento favorable, tampoco nos movíamos de la sonda aquella, días y días después. Luego, aquellos hombres duros, creyéndome rico a causa del saquito y el pantalón se mofaban peor de mí, viéndome sin fuerzas y apurado. “No sea pichicato, vale; sáquese las gordas y aunque lo veamos”. No se burle, amigo, lo que ha de hacer es venderme siquiera un medio de las suyas. De veras.  “Eso es lo debido, jefe. ¿Por qué no se previno el señor? La Pepa en Ocotlán tenía montones. Otra vez no sea pendejo”. Y bien que se rieron de mis trazas.

En Tizapán, después de los ayunos, seguí con mi afán proseguir mi camino. Oigan, por Dios, me llevan al Valle de Mazamitla? “Cómo no. Por tres pesillos”. Hombre, hombre, si me han llevado en dos. “Sí, pues, pero va de prisa. Deme los tres y lo llevamos pronto”. Y como yo pensaba que era lejos y en tiempos de aguas, queriendo ahorrar las horas conseguí el caballejo y di los tres duros. “No dilatamos nada. De aquí a las siete estamos en su casa, ora verá”. Estos sí sabían que yo era un seminarista y se propusieron seguramente explotar mis cualidades sociales. Si me veían apurar de algún modo al matalote, luego me advertían “No le pegue, mi amo, ¿no ve que se nos rinde y cuándo llegamos?” “Párese ai tantito, creo que se aflojó el cacaixtle”. Y en apretar correas y rebullir suaderos se pasaban las horas. “Cómase este mango. ¿Qué no le gustan?” Sí me gustan y están de antojo, pero comiendo mangos y apeándonos cada rato menos andamos. “Vamos avanzando, ¿qué no se le hace? A ver, ¿dónde quedó la cuesta?” Pero se hace de noche. Nos coge la tormenta. “¿Cuándo cenamos? Que sea de noche. ¡Vaya! Que llueva o que no llueva, son cosas que suceden. Que uno cene o no cene, los pobres ni lo contamos. A los pobres arrieros lo que nos interesa es dar sabana a las bestias de noche, oiga usted, y aunque no lleguemos a ninguna parte”. Y me tiraron por el camino, de noche y lloviendo, cansado y sin cena y a pesar de los tres pesos. Por ai por ai, donde le dicen barranca de la Virgen, hallaron buen pasto e hicieron paraje para alimentar a su recua. En cuanto a mí, queriendo juirle al frío y a la mojada, me fui a rumbo, donde divisé una luz, y fui a dar a un corral de ordeña con Francisco González, el Minguichi, topándome esa vez con mi amigo del camino Porfirio González B. y con Agustín Aguilar,1 que al otro día me llevó al Valle en un caballo suyo.

 

El río de la Pasión. Recordando una creciente de ese río

 

Otro año me les pegué a unos verduleros que iban a la sierra por la barranca y como los benditos iban comprando y vendiendo lo que había (limas y pollos, camotes y charamuscas), nadie supo a qué hora se nos hizo de noche. Tampoco maliciaron que dentro del cañón corríamos peligros. Podría llover en la serranía y bajar caudal de agua por esa garganta. “Al cabo en El Espino hacemos paraje”. Era toda su esperanza. “Arre, burritos, arre. Gánense su maicito. Ya mero descansan. Arre, bonitos, arre”. Yo, sin embargo, oía un rumor extraño, bur, bur, bur, entre las sombras y las sinuosidades, bur,bur, bur. Seguía escuchándolo y más de frente. ¿Qué será ese ruido? ¿Tal vez la tempestad, o los ecos del día que chocan con el cañón? ¡La creciente,  señores, se me hace que ahí viene! “Muchacho canijo, no nos asustes. Para cuando ella venga ya subimos nosotros los tepetates. Arre, burrito, arre”.

Y en esto sentí un soberbio empujón al burro. El jumento se me vino encima, me tiró al arroyo o me jaló corriente abajo. Se hizo más noche y me empapé todito. Golpes por aquí y empujones por allá. Y el sordo rumor aquel, bur, bur, bur. Instintivamente, buscando algo de donde asirme o atorarme, en un salto, providencialmente, bajó la embravecida corriente y aquel turbión traidor me dejó arriba, atorado en las ramas de un sabino. Una voz me sonaba en los oídos: “¿Te acuerdas, Leopoldo? Yo te lo decía, no te vayas por el río. Por algo tu madre te lo encargaba tanto. Este río es peligrosísimo”. Y el estruendo debajo y el chubasco por arriba. Hasta que fue de día. Cuando hubo luz suficiente me bajé del árbol y seguí el rastro de los tejones al cercano risco. Puse al sol la ropita enlodada y como al medio día me acerqué a una casuca pidiéndoles agua. “Se escapó de ahogarse, mire nomás. Le daremos un cordial, ¿qué le parece?” Sí, mujeres, cómo no, será mejor que agua fría. “Aquí todos estamos de duelo. ¿Qué no sabe? Dizque a los hueveros se los arrastró el río. ¡A poco usted se salvó! ¡La gracia del Cielo, seguramente! Tómese este menjurje para su bilis y denos sus camisas para lavárselas”.

            Ya en la casa no le dije nada a nadie por no asombrar a mi madre, pero sí seguí pensando que me escapé de puro milagro. “Hijito, traes moretones ¿te sucedió algo?” No, mamá, estoy bien. “Sí, pero ¿esos raspones y esos chipotes y descalabraduras?” Tal vez ramalazos en los casíripes,2 frentazos en las puertas, verá usted. Como veníamos de noche. “Te voy a untar vaselina y te prepararé un pollito de refresco. Es capaz que te hagan bien”. Y sí, no cabe duda, sus bendiciones, el amor maternal y el caldito de pollo, caliente y sabroso, me aliviaron del susto sin igual, de la golpiza en grande y también de lo “baboso”.

 

Otro lance

Un día, en Guadalajara, se me hizo de noche en la calle, buscando unas señas. Ideas y señas que me traían loco (uno sin tlacos y sin asiento es hombre al agua). Me le senté a Corona enfrente,3 y me dormí junto a San Francisco, delirando en pan y hallando dineros. Pero a medianoche ya no eran ningunos panes, sino meros garrotazos los que soñaba. Hasta que unas manazas que me sentaron sobre la banca con malos modos. “Vagos sinvergüenzas, donde quiera es bueno para echarse un sueño. Levántese, pelado, que aquí no es mesón”. Por favor, señor policía, no me castigue más ni me lleve a la Comisaría. Óigame usted un poco y se convencerá. Soy un ranchero extraño, de Jiquilpan, que vine a la ciudad, y qué quiere vuecencia,  me cansé, me perdí, me dormí, pero fue todo. “¿De dónde dices que vienes? ¿Cómo se llama tu padre? Mira, yo soy de Jiquilpan”. Le di mis señas. “¿Qué andas haciendo acá? ¿Seminario? ¿Colegiales? No seas tonto. Nomás tú andas con tales mistiqueces, cuando el gobierno les trae tirria a los padres ¿Qué te parece? Y tú saliendo con eso. Te lo creo. Sí te creo. Don José María es buena persona. Tú es capaz que seas como él. Pero vamos aquí a la esquina a tomarnos unas hojitas de naranjo. Sí, sí, muchacho, vuélvete pronto a tu tierra. Por ahí otros te agarran y no te contemplan, como te lo digo”.



1 Mártir de Cristo Rey (nota del autor). Caudillo cristero que capitaneó un pequeño grupo de alzados en la Sierra del Tigre (n. del e.). 

2 Especie de árbol propio de la flora de Michoacán (N. del E.).

3 Alude a la escultura a Ramón Corona que en ese tiempo adornaba el jardín de San Francisco, contiguo a la estación del ferrocarril.



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