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Noticias personales del Padre J. Leopoldo Gálvez D. (3ª Parte).

J. Leopoldo Gálvez Díaz

 

Entre 1914, al tiempo que los carrancistas incautaban el edificio del Seminario Mayor y destruían su biblioteca y menaje, y 1918, año en el que pudo regresar a su ciudad episcopal el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez, el Colegio Tridentino no pudo impartir de forma regular sus cursos. En este último año, con los residuos de los grupos que pudieron congregarse, se restauraron las cátedras en salones improvisados y en medio de una zozobra generalizada, donde la cautela arrasó lo que había plantado en los años precedentes el vigoroso catolicismo social de los dos primeros lustros del siglo xx

 

1914. Año de incubaciones raras

 

Año de juveniles aventuras, de zozobras y tristes recuerdos, de geografía patria vívida de norte a sur: Coahuila y Sonora, Agua Prieta y Cananea, Mazatlán y Zacatecas; personas y poblaciones en revoltijo: Cruz Gálvez y Maytorena, Manuel Diéguez y Álvaro Obregón, Francisco Villa y Plutarco Elías Calles, Pánfilo Natera y Felipe Ángeles; Brigada Velasco, Brigada Tafolla; General Blanco, General Buelna; General Iturbe, General Acosta. Yo pensaba como niño: ¿qué traerán con la República y con sus hombres? ¡Ya sacan lumbre, válgame Dios! Que los federales y que Obregón; que en Bachimba y que en Torreón. Tropas llegan, tropas se van. Suenan los clarines, callan las campanas. Hablan a escondidas, ven de ganchete, ¿qué será todo esto?

            Por ahí por mayo o a mediados de junio, que nos van diciendo: “Niños, a examinarse, porque ya nos vamos”. Y uno sin darse cuenta de qué se trataba, la guerra civil, que venía cundiendo sin diques ni demora: “Figúrense, aquí en Tepic, aquí, hombre, aquí, el General Obregón le quitó su anillo al señor obispo Segura y se lo plantó en su dedo como sin chiste”. “Y orita, orita dizque el General Villa se abre paso a sangre y fuego en Zacatecas. ¿Qué esperanzas con nosotros? ¡Ándenle, que aquí vienen! ¡Ándenle, que ya nos fuimos!

            A mí me aprobaron tercer año, causa de la Providencia o causa de las carreras, yo no sé, y me quedé en Guadalajara. Mientras veía el modo de trasladarme a Jiquílpan, con mi señora madre.

            Lo primero que más chocó de los revolucionarios a los católicos fue el desacato de Obregón con el Ilustrísimo Señor don Andrés Segura, obispo de Tepic, pero yo estimo que fue tan sólo una humorada militar suya, sin plan preconcebido y sin mal fin de hostilizar al clero. Obregón todavía era joven, casi casi el primer general en funciones supremas y afortunado militar del constitucionalismo, y quiso darse tono humillando a un obispo. Eso fue todo. Lo malo fue después, cuando la chamusca carrancista tomó ejemplo del suceso y se envalentonaron los demás generales contra los eclesiásticos. Obregón venía rodeado de militares norteños, de aquel medio bronco, rústico y despreocupado, ajeno de las ideas y costumbres del interior de México, y no apreciaban ni poquito que aquel acto de quitarle su anillo pastoral fuera tan criticable y mal visto. Ponerse anillos los hombres de pro, y un “general” como se sentía Obregón, o como le decían o ya se lo merecía, no es en la tropa ningún pecado. A los adinerados se los quitaban siempre, de modo es que la tumbaga episcopal se plantó sin pena. Bueno, sería un pequeño hurto, apenas el que cometía el General en Jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste. El drama derivó de la interpretación que se le dio a este gesto: “¿Lo ven? El clero rico, el clero empecinado, pagado de sí mismo a causa de su influencia popular; clero antagónico frente a cualquier gobierno, clero que nos critica, que nos espía; clero puritano que se las da de sabio, que se piensa íntegro, que se cree santo. No, no, no. Tenemos que apurarlo y hacer que ese “sector” se ponga en obra cooperando con nosotros en cuanto alcancemos, aflojando los tlacos, desde luego, profanándolo, restándole simpatías ante “las masas”. Y que se convenza que el Gobierno es superior a él. El Gobierno y nadie más”.

            Sea como fuere su argumentación, a los seminaristas nos perjudicaron con el triunfo, porque el clero se hacía a un lado mientras pasaban, se replegó en sus actividades; el clero tocó “atención” y nomás “vigilaba”.

 

Cómo sobrevivíamos los estudiantes pobres

 

Un día, afligido por las penurias materiales, me dije: “No es digno seguir subsistiendo así. No es sacrificio, es una aberración dañosa. Sin antes salvar la miseria, los estudios no son posibles”. Y sea que lo expresara a alguien o me lo maliciaran, el Padre tutor me dio esta noticia: “Leopoldo, te veo pensativo. Capaz que quieras desertarte. Por evitarlo te conseguí una “ayudita”, pero no vayas a despreciarla. Vas a ir todos los días a tal parte, con doña Tula, quien te dará diez centavos”. Fui, efectivamente, y comprobé la verdad de tal acuerdo. Yo ganaba en mi clasecita nocturna 33 centavos diarios, pero la comida unos días con otros me salía en 40, de modo que me alegré. Un diecito más en mi presupuesto me colma el gasto, pensé. Regresé al día siguiente y me alcanzaron el décimo del cuento. Pero el día tercero la dueña me dijo: “Va a fijarse el joven lo que yo quiero. Primero y ante todo, que no me mire a la cara. Segundo, que se confesará usted cada ocho días con el padre De Groot. Tercero, que piense en hacerse jesuita. Ya le pediré cuentas”. ¿Que le dé cuentas? me dije. Cuentas le doy, aunque me salgan mochas. Tres o cuatro días más y me pidió razón: “A ver, don Gálvez, ¿se va enterando ya? ¿Acude al confesor cada semana?” Sí, señora. “¿Con el padre De Groot?” Sí, señora, con él. “¿Piensa en su vocación?” Creo que sí. Y me dio los 10 centavos. Otros cuatro o cinco días, y me apostrofó mal: “Don Gálvez, me está engañando. No sea embustero. Mi confesor me dijo que nadie va con él según quedamos. Su vocación también, ¿a quién se la pregunta?” Señora, es capaz que en algo haya faltado. Uno anda con priesas, pero al fin lo cumplo –a esas alturas, ya me preguntaba yo que querría esa mujer de mí–. “Gálvez, conmigo no enchila su gorda. Yo saco en limpio lo que haya, y prontito”. La próxima vez que fui con ella, intencionalmente me puse a mirarla y a hacerlo de frente, como si me interesara, y logré descontrolarla en sus garrulerías, celadas histéricas y trampas apenas para enredar pichones, que en el fondo es lo que había. El caso es que ella también se desquitó al momento: “¿Conque así está esto, pillo infeliz? ¡No se pare más aquí! ¡Vaya donde le acomode! Se acabaron protecciones con mitoteros”. Y se dio la media vuelta, contoneándose, como borracha.

            De nuevo en las garras de la hambruna, me propuse claudicar, diciéndome: “Ora sí me voy, esto no es vida”. Supo de mis cuitas un condiscípulo sensible, que me alentó: “No te vayas, Pechitieso. Tú verás. Yo no me rajo, y hace ocho años que la paso sirviendo de mozo y viviendo debajo de la escalera y llevando las clases quién sabe cómo con tal de ser padrecito. No te vayas. Tacho Torres quién sabe cómo le hace pero no se queja. Dile que te oriente”. Platiqué con Tacho y me dio estas luces: “Peches, lo que te sé decir es que con medio real como toda la semana”. Y como yo lo dudara, siguió animándome. “De veras, Peches, de veras. Tráete un mandilito y vamos a tal parte”. Acudí con mi toallita y me llevó a un hotel, donde una persona amable nos recibió: “Pasen, mis hijos, pasen. A ver qué hay por ahí”. Y nos puso ante sobras y sobras de pan y desperdicios de panadería: panes duros, panes chuecos, panes quemados, terrones y miles de moronas, aderezándolo todo moscas y cacas de ratas. Sentí asco, coraje y vergüenza, pero como ya iba, hice un atado, aunque nunca regresé. Así la pasábamos los estudiantes pobres.

 

Entre 1914 y 1917 el autor de estos apuntes, como él mismo lo dirá, se fue de misionero a la Baja California. En esos años el Seminario Conciliar estuvo oficialmente clausurado, aunque se siguieron impartiendo algunos cursos de forma un tanto irregular y clandestina. N. del E.]

 

En 1917 volví al Colegio.1 Teóricamente había colegiales, pero aquello andaba mal, profesores y clases, algo informal. Los padres Casimiro Santana y Rafael Zepeda repasaban filosofía, y los canónigos don Ramón Ibarra y don Gregorio Retolaza se iban ocupando con los dogmatistas y moralistas que restaban por ahí. Y les diré: aquel ambiente de “revolución” incesante, el profesor adusto y la materia filosófica en marcha no me agradaban: temas áridos, explicaciones sarmentosas y soporíferas. Me parecía aquello puros laberintos sin salida, colección de necedades para entretenernos a los pobres aspirantes a clérigos sin objeto y sin sentido. ¡Pero quería ser padre y ese era el camino! Ande usted por allí, ya le hallará sentido, ora verá: “Sin filosofía, carrera sin bases. Con filosofía, casa cimentada”. “La filosofía es la vista de la ciencia. Los hombres filósofos son los que le atinan en sus problemas”.

            Bueno. Sigamos. Yo busco ser sacerdote en el catolicismo y si ése es el plan tridentino, ni modo. Con algo han de llenar ese largo periodo del noviciado eclesiástico. Figúrense, una decena de años, y ni con eso. Convengo en que los padres graves den lecciones a los jóvenes y que adiestren a sus continuadores en las leyes y ceremonias religiosas, pero sin entretenerlos maliciosamente con filosofías. Con lecciones de experiencia y sentido común que nos dieran, con eso habría. Eso es filosofía: con claridad y buen trato social que nos inculcaran, acertarían. Disciplina canónica y práctica general. Eso es filosófico. Caridad y más caridad, eso llenaría el campo de la filosofía: tres años de espera, en plena pubertad o en la edad violenta… Porque, miren ustedes, yo he visto cómo han fracasado en la vida real los mejores lógicos. Y otra cosa, halla uno más caridad y sentido filosófico en cualquier buen labriego que entre los buenos filósofos del Seminario. Y más atina también en el comercio social cristiano cualquier pilluelo vulgar que los preciados místicos de los colegios clericales. Yo he conocido padres que se lucieron en filosofía por sus impecables silogismos y buenas apologías, que los aplacó el prelado y se malograron para el bien social. Ya en los exámenes oía uno las críticas: “Pone unos argumentos ese padrecito tan ventajosos y maliciosos, que me saben a impíos” (dicho por el arzobispo Ortiz). Y eran filosofías enseñadas en el colegio por ellos y de su orden. ¿No se les hace un juego peligroso? Yo, para qué digo, no sé defender ventajosamente ninguna tesis. Cuando Dios sale fiador por sus amigos, sale sobrando la filosofía. Filosofía sembró el Creador en nuestras almas. Y más cuando uno ve que del dicho examen o prueba filosófica depende la eterna cuarentena en la que los superiores confinan a los clérigos que no dieron en su momento la medida intelectual antes dicha, llega uno a esta conclusión: perdedera de tiempo y pecado contra uno mismo termina siendo eso de estudiar filosofía. Perdónenme los padres sabios. Es mi opinión. De otros pongo las que siguen:

 

La filosofía no es una. Hay tantas filosofías como naciones y tantas filosofías como individuos. Filosofía es igual a ideología, y como las ideologías mueven las discordias, y como las discordias provocan el coraje y el coraje dispone a las guerras, y luego la guerra trae consigo el desastre, la desolación y la muerte, seguramente que su causa no es buena.

La filosofía corteja la verdad, pero no se casa con ella.

La filosofía es la ciencia de hacer que las cosas sencillas se hagan difíciles de comprender.

La filosofía es la ciencia por cuyo medio empezamos cada vez más a comprender cada vez menos lo que somos, de modo que cuanto más nos hablen los filósofos, más y más confusos quedaremos.

Asomarse uno a las filosofías, a las teorías, creencias y problemas humanos, es como visitar cualquier manicomio.

 

            Y, díganme ustedes, dejar uno su quehacer o su diversión, su buena conciencia, su soledad, su dinero, su paz social, por tener bases “científicas”, por pulirse y espantar dudas precisamente metiéndose en ellas, ¿qué será eso?, ¿cómo lo llamaremos? Yo no le hallo.

            Si las especulaciones metafísicas son algo irreal e inexistente que nomás engendra el entendimiento, ¿qué buscamos ahí? San Juan de Dios, en su entendimiento simple, así definió la filosofía: “Hermanos, este es el juego de birlimbao: tres galeras y una nao, del cual, cuanto más veréis menos aprendereis”.2 De santo Tomás de Aquino se asegura que un monje amigo suyo desde lo misterioso incognoscible le anunció que “Sicut audivimus in terra, sicut legimus forte, si et vidimus in coelis”.3

            Los hombres están perdidos, dicen los comunistas. Todo está perdido, claman los existencialistas. Nada es Dios, dicen los ateos. ¿Esto es también filosofía? “La felicidad es una mentira cuya persecución origina todas las calamidades”, ha escrito Gustave Flaubert. Pues aunque así fuera, uno busca la paz y anhela lo bueno, por tanto existen la paz y la bondad. Si Lacordaire afirma que “la felicidad es la vocación del hombre”, otros dicen que la felicidad es un ideal impalpable que puede ser o no ser, según juzgan las cosas los que están a salvo de la precariedad, los que medran: que haya felicidad o no, que la den o no, o que la vendan. Ya nosotros la sentimos, la probamos, la tuvimos. Y si no fue plena felicidad, fue siempre algo que nos ha rodeado y se le parecía. Y para quienes amamos esta vida, ese reflejo pálido de felicidad humana nos resulta ser más que aceptable. ¡Con eso tenemos! Para esos filósofos, amadores no de Dios sino de esta vida apenas, eso es felicidad: pasarla bien. ¿No parece todo esto palabrería sin orillas, filosofía insustancial, frases agrias o dulces, frases de sobra o amables?

            Puede ser que James Allen tenga más razón filosófica: “Felicidad es ocuparse en el bien. El mal no puede hallarse donde mora lo bueno. Toda cosa buena está llena de gloria. Lo bueno deleita siempre. Lo bueno produce éxtasis. Lo bueno es la bienaventuranza, y ésa debe ser la condición legítima del alma”.4

            Y precisamente cuando las cuestiones filosóficas se ventilaban trabajosamente en mi pobre alma, se coló al Seminario una noticia: que se preparaba una expedición misionera a la Baja California;5 y yo, que me distinguía por un celo briosísimo por las misiones, recibí con gusto las ampliaciones de esa noticia: que buscaban catequistas para secundar la labor de los padres en tal empresa, y si hubiera seminaristas voluntarios que se agregaran a tal expedición, serían admitidos gustosamente, se les facilitarían los estudios y se les tendría muy en cuenta su labor catequística, fuera en lo tocante a su promoción a las órdenes sagradas o fuera después en la administración eclesiástica de la diócesis. Yo me dije: he aquí mi puesto, es mi oportunidad. Me voy de catequista, como digno prólogo a mi sacerdocio. Esto sí es ocuparse con provecho a favor del prójimo y algo filosóficamente lógico. Ése será mi lugar.

            Pedí más razones y solicité la plaza de catequista con el Superior misionero, el padre don Agapito Ramírez, Vicario Apostólico habilitado. No mucho después recibí su respuesta: “Don Leopoldo, en el nombre de Dios, preséntese tal día en la estación del ferrocarril, con o sin maleta”. Acudí a la cita. Ya rumbo a Manzanillo, en el tren que va a Colima. Llegamos a La Paz estropeados y cariacontecidos. En el puerto seguro nos vieron mugrosos, desmañados, estrafalarios, pues oímos que alguien dijo en el muelle: “Qué felicidad. Nos llegan unos cirqueros ¿Qué día dan función?” El señor Ramírez no se quedó callado: “Hoy mismo, en la noche, con el favor de Dios”.6

 

La Casa del Pilar

 

Como [el edificio de] el Seminario [de Guadalajara] fue confiscado por el constitucionalismo, ya que volvimos de Baja California, al inicio del año lectivo de 1918, hallamos su sede por ahí, en una casa frente a la iglesia del Pilar, apretado aquello y un revoltijo, con los mismos superiores que 1912 que yo conocía: de rector, el canónigo Doctor don José Mercedes Esparza; de vicerrector, el entonces padre don Manuel Yerena, y un selecto profesorado para su marcha efectiva, por ejemplo don Casimiro Santana, don José Garibi Rivera, don Ignacio de Alba, don Rafael Zepeda, don Wenceslao Silvestre, el señor canónigo don José María Díaz. Desde luego comenzaron a identificarnos, luego a examinarnos para podernos colocar en diferentes lugares, pues, como dije, aquello era caótico: que yo estuve en Yahualica, que yo en Tateposco, yo en San Juan del Monte. Yo vengo de Zapotlán. Yo de Totatiche. Padre rector, apenas soy clérigo. Yo ya soy diácono. Padre Gabino, ¿cómo nos fue a los del Salvador? Pregúntenle a José Vázquez qué tal en su Yahualica cuando Caloca, donde los despidieron cantándoles “Volverán nuestras pardas golondrinas, pero cuervos no volverán”. Nosotros nos presentamos así: “Somos los apostólicos”. Luego, la emprendieron conmigo: “Y tú, ramplón, de dónde dices que llegas, de Tabasco o de Quintana Roo. No vaya a equivocarme y ya seas monseñor”. No. Vengo de la otra parte, de acá del Occidente, de la Baja California. “Újule, los “escogidos”. ¿Serás ya teólogo? ¿Tal vez subdiácono?” No, padre Rico. “¿Y ese minimista que se contonea allá abajo, tan aseñorado?” Es Maurilio Estrada, estudiante clérigo…

            Después de varias cernidas, vine quedando como alumno de primer curso de teología, a disposición del maestro titular, padre don José Garibi Rivera, que explicaba propedéutica. Flojo en filosofía y matemáticas, pero ya con cerquillo y sotana, en las pruebas finales de ese año me vi en grandes apuros. El mismo día y a la misma hora, como para que más se notara, examinaron conmigo a Salvador Rodríguez Camberos, que era un prodigio en aritmética. Fui aprobado, pero sospecho que fue en gracia del compañero Rodríguez, que iba camino a Roma, donde recibió las borlas de doctor que le merecerán ocupar la rectoría del Seminario más adelante.

            A partir de este momento mi causa amenazaba ruina: la clase de dogma, que era la principal. Mi maestro Garibi me había puesto el ojo. Me tendría tirria o pensó, en el afán que acaso sufrían los padres superiores para arrojar del Colegio a los ímprobos, lanzarme lejos, como perdigón. Lo cierto es que me puso en su lista y un día me lo notificó: “Padre Gálvez, tal día y a tales horas se examina”. Se llegó el plazo fatal. En la mesa sinodal se sentó como examinador de honor un teólogo seglar, el doctor Carlos Guillén, protegido de monseñor Orozco y Jiménez y alumno que fue de la Universidad Gregoriana, el cual exhibió públicamente conmigo, a maravilla, sus dotes filosóficas, manejando a discreción silogismos y sofismas impíos. Ya que me revolcó cuanto quiso, que acabó su faena como los toreros, dándome la estocada fatal, me reprobó con la nota funesta, las temibles tres íes. Los otros examinadores no fueron más indulgentes conmigo. Pero hubo algo raro en mi caso, tratándose de colegios confesionales y en relación con las teorías revolucionarias que entonces sonaban: mis condiscípulos presentes en el examen público, pronunciándose contra el resultado, acordaron por aclamación exponer su queja con el padre Rector, quien accedió a examinarme de nuevo al día siguiente con otros sinodales, los cuáles me aprobaron. Me temo que el padre Garibi nunca olvidó este episodio, según luego lo eché, cuando fue mi superior.

 

Tres años de teología

 

Maestro de dogma, el mismo padre José Garibi; teología moral, don Agustín Aguirre y Ramos; derecho canónico, señor canónigo Doctor don Martín Quintero; Sagrada liturgia, señor cura Vicente M. Camacho; él mismo oratoria sagrada; historia eclesiástica, padre don Ignacio de Alba; Sagrada Escritura, padre don José Toral Moreno; canto llano, padre don Ignacio González Vázquez; teología pastoral y cultura eclesiástica, el padre rector, don José María Esparza, al que la plebe apodaba “La Casa”, por ser la forma en la que aludía al plantel levítico cuando tenía que mencionarlo. Algo aprendí de francés por mi cuenta, pues quería ser misionero. Por entonces no había asignatura de inglés. De pedagogía y cuestión social algo nos dijeron, por encimita.

            No se nos reproche a los estudiantes de entonces que no pensáramos en los modernos problemas sociales, pero el profesorado evitaba ahondar en ello, prefiriendo salirse por la tangente. Al que más acosábamos era al bachiller don Gregorio Retolaza, el maestro de moral: Padre, ¿y el bolcheviquismo? Díganos más del comunismo. “Puras locuras. La sociedad misma tendrá que repudiarlos y en último término, de reprimirlos”. Padre, explíquenos más sobre el maltusianismo, y sobre el control natalis y la eugenesia. “Aberraciones pésimas del saber humano. Divulgaciones malas de la medicina y el comunismo. Cosas que no llegarán a cimentarse y a madurar”. Oiga, ¿y la “fuerza cósmica”, esos estragos enormes que dizque harán los átomos, si logran desintegrarlos? “Todavía no es cosa viable. Son meras hipótesis de algunas mentes calenturientas. Un medio expedito para amedrentarnos, para tener a raya a los espíritus combativos”. ¿Y nuestro agrarismo? “Es delicado meternos en eso. El tiempo vendrá y nos dirá. El gobierno patrocina ese tema ¿el clero qué? Mere passive”. Oiga, profesor, ¿y el papel de los eclesiásticos en caso de guerra? “Es usted un visionario, háyase visto. A confesar fieles, a decir misa”. Bueno, ¿y si nos persiguen? “¿Tiene usted miedo a la muerte?”. Ilumínenos algo sobre el servicio militar obligatorio o el ser llamados a filas. “Nada, nada. Aquí no somos soldados, ni maderistas, ni federales, ni otras zarandajas, son ustedes seminaristas, aspirantes a clérigos, sacerdotes in fieri, símbolos de la paz. Aprenda su merced a bendecir y a perdonar; prevéngase a decir misa y a bautizar. Su predicación de Cristo ejemplificada en usted mismo, y con eso hay”. Bueno, bueno, según lo expuesto ¿todo es misterio y salen sobrando las indagaciones y las respuestas más o menos probables como sistemas y opiniones de hombres? “Sí, don fulano, todo es misterio. Usted es un misterio. Yo soy un misterio. Lo que nos rodea es otro misterio. O si no, ¿quíteme de enfrente mi propia ignorancia?” Se acabó la discusión.

 



1 Hay en estas notas una pausa que abarca de 1914-1917, la cual describo detalladamente en los cuadernos “Cuando Dios quiere” y “Juglares de Jesucristo o misioneros en la Baja California”.

2 La frase es del santo pero no la usa para referirse ni a la filosofía ni a sus estudios. Cf. Trinchería, Manuel, Pasmosa vida, heroicas virtudes y singulares milagros del Abraham de la ley de gracia, patriarca y fundador de la sagrada religión hospitalaria, el glorioso san Juan de Dios, Madrid, Ofina de doña María Martínez Dávila, 1829, p. 105 (N. del E.).

3 Lo que hemos escuchado en la tierra y todo lo que hemos leído, será nada ante lo que veamos en el cielo.

4 James Allen (1864-1912) fue un escritor filosófico británico, pionero del movimiento de autoayuda. En 1903 publicó As a man thinketh, fuente de inspiración para la literatura de motivación ulterior (N. del E.).

5 Considérese que en este tiempo la administración eclesiástica del Vicariato de la Baja California dependía en lo canónico de la Arquidiócesis de Guadalajara (N. del E.).

6 Toda esta parte de la narración la incluyó el autor en otro manuscrito que será luego publicado en estas páginas.



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