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Un pastor inteligente y alegre

José Rosario Ramírez Mercado, Pbro.1

Junto con la salida de este mundo del arzobispo emérito de Hermosillo, se cierra también un capítulo notable en la historia reciente de la Iglesia de Guadalajara, según se resalta en esta evocación

 

Impelido por las circunstancias, el tránsito a las moradas eternas del señor arzobispo doctor don Carlos Quintero Arce, repaso los “años verdes” en los que coincidimos este prelado y yo, y algo más de la relación de amistad de alrededor de medio siglo.

            Para empezar, su cuna fue Etzatlán, Jalisco; sus padres, don Silverio Quintero y doña Lucrecia Arce Meza, que tuvieron cuatro hijos: un médico, un cantor de buena voz en los actos de culto en los templos, Estercita y Carlos, que nació el 13 de febrero de 1920.

            Niño inquieto y listo, ya en Guadalajara cantó algunos años en el Coro de Infantes de la Catedral antes de pasar al Seminario de Guadalajara, donde hizo los estudios humanísticos. En noviembre de 1937, a la edad de 17 años, “cruzó el charco”, embarcándose en el puerto de Veracruz hasta la Ciudad Eterna. Allá, bajo la disciplina de los reverendos padres jesuitas responsables del Colegio Pío Latino Americano, asistió a clases a la Universidad Gregoriana, también con maestros jesuitas.

            No fue a perder el tiempo. Estudioso, ya en febrero de 1940, luego de tres años lectivos, era licenciado en filosofía, y siguió estudiando. El 7 de abril de 1944 fue ordenado presbítero en la basílica de San Juan de Letrán. Ese mismo año recibió el grado de doctor en Teología. De modo que le tocó sufrir en Europa el terrible impacto de toda la Segunda Guerra mundial, con sustos, limitaciones y sufrimientos.

 

De nuevo en México

 

Llegó, joven y lleno de ilusiones, a su diócesis y al encuentro con los suyos, en agosto de 1946.  Su “primera ampolleta”, como antes se decía, fue la entonces lejana Totatiche, para llegar a la cual se necesitaba un día antero de camino. Allí fue vicario cooperador en la parroquia y maestro en el Seminario Auxiliar, apodado por su fundador, san Cristóbal Magallanes, como “El Silvestre”, que este año cumple un siglo de existencia.

            Pero tenía zancas de jinete, o sea capacidad para algo mucho más, y llegó al Seminario Menor de Guadalajara, donde por largos años nos tocó convivir, siendo prefecto y profesor de ese plantel el padre Ambrosio González Gallo, de mucho ingenio, buen humor y una perene actitud de fuerte. Él atraía y nos guiaba al padre Alfonso Toriz, al padre Carlos Quintero y a mí, a quien siempre llevaba, como alguna vez dijo el padre Ambrosio, “atado al carro de su triunfo”, pero yo andaba con ellos. Discutían por horas de temas de teología, de filosofía, y yo me esforzaba en entender.

            Con mucha frecuencia comíamos en la casa de don Carlos. Tenía allá mamá, tres tías y su hermana, y en las maduras mas también en las duras. Murió la mamá, murió una tía, después otra tía y el hermano cantor. Cuatro veces estuvimos con él en esos tragos amargos.

            A veces íbamos a Poncitlán, donde era párroco don Fernando Vargas, quien siendo cura de Juchitlán envió al Seminario al joven Alfonso Toriz y a otros muchos “coleados” que aceptaba o llevaba el padre Ambrosio.

            ¿Qué hacía el padre Carlos en el Seminario Menor? Daba clases de aritmética, de religión y luego de latín. Heredó del padre don José Salazar el más alto y difícil curso, el de sintaxis latina, llamado pons asinorum, pues el que aprobaba ese curso ya no encontraría obstáculos mayores en los estudios restantes.

            Los fines de semana iba de apostolado a un rancho, Cedros, rumbo a Chapala, y se compró un coche usado en el que también nos paseábamos. Una mañana no pudo prender el coche y –es cierto– al levantar el cofre tenía un animal: un gato ahí hospedado.

 

En el Conciliar

 

Pasó luego al Seminario Mayor, donde impartió las clases de lógica y ontología y se hizo cargo de la Academia Filosófica de Santo Tomás de Aquino.

En 1954 el Papa Pío XII nombró obispo titular de Avissa y coadjutor de la diócesis de Chilapa al padre Alfonso Toriz, y el padre Carlos le sucedió desde esa fecha como prefecto de estudios de todo el Seminario, donde también impartió clases de teología dogmática.

 

Obispo

 

Un día de 1958 el padre don José Salazar, rector del Seminario, nos dijo: “Al coyote le está gustando buscar la cerca y llevarse ovejas”, porque en esos días la Santa Sede nombró obispos el padre Adolfo Hernández Hurtado y al padre Pilar Quezada Valdés. La racha siguió en 1961 con el padre Miguel González Ibarra. Poco después, en marzo de ese año, el padre Carlos Quintero Arce fue llamado a presentarse a la Delegación Apostólica en la ciudad de México, de donde regresó en calidad de electo primer obispo de Ciudad Valles, en San Luis Potosí.

No deja de ser notable que de los candidatos episcopables salidos en ese tiempo del Seminario de Guadalajara lo fueran para abrir brecha en diócesis recién creadas: Tapachula, Autlán, Valles, Tuxtla Gutiérrez. Señal de que se les tenía como bien fogueados para el trabajo pastoral, gracias a la mucha confianza que en la Santa Sede se le tenía al arzobispo don José Garibi Rivera.

 

Arzobispo

 

De 1961 a 1966, además de solícito, fiel pastor en la diócesis de Valles, fue Padre Conciliar en cuatro sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II. El 3 de marzo de 1966 fue nombrado arzobispo titular de Thysdrus y coadjutor del muy querido y apostólico arzobispo el siervo de Dios don Juan María Navarrete y Guerrero, en la norteña arquidiócesis de Hermosillo, y dos años después, el 18 de agosto de 1968, tomó posesión como arzobispo titular.

            Participó de forma activa y respetada en las conferencias episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1979).

            En 1994 celebró y celebramos la áurea cincuentena de su fecundo sacerdocio ministerial. Muy sonriente, muy contento en la acción de gracias el señor. Alguien, al verle tan contento, le dijo unos versos del poeta francés Paul Fort: “Todas las alegrías, todas las penas / de los amores que serán siempre / las encontramos resumidas / en nuestros pequeños amores de un día”.

 

Emérito

 

Y llegó la hora del relevo. Después de 30 años de su llegada a Sonora, fue aceptada su renuncia por el Papa Juan Pablo II, el 20 de agosto de 1996, y entregó el timón de la barca al nuevo arzobispo, José Ulises Macías Salcedo.

            Veinte años más como arzobispo emérito. Tranquilo, sonriente, devoto y atento a la vida de la Iglesia. Nunca se apartó de sus libros; era un intelectual muy apreciado por sus amigos de Sonora. Ya no le atrajo volver a Guadalajara. Ya acá a nadie tenía.

            A los 96 años y tres días –sí, tres días – estaba marcada su hora de encontrarse con su Señor; alegre, inteligente…



1 Presbítero del clero de Guadalajara.



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