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Sicut formica

José Rosario Ramírez Mercado1

Como un acto de reconocimiento y gratitud, para que quede una constancia de su grata memoria, se dedican estas páginas a reseñar la vida y la obra de un eficiente colaborador de este Boletín y de la Iglesia de Guadalajara

Los llamados, elegidos, ungidos y enviados a servir a Dios y al prójimo en el sacerdocio ministerial con humildad se portan en tierra mientras el coro invoca el auxilio de Dios y la piadosa intención de la Santísimo Virgen María, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos.

Luego, con profundo fervor, van uno a uno ante el obispo para recibir con la imposición de las manos la fuerza del Espíritu Santo y, ungidas sus manos con el óleo santo, se convierten ya no en siervos sino amigos del Señor Jesús.

Ya transformados, con el fuego del Espíritu salen “por todo el mundo”, a convertir el pan en el Cuerpo del Señor, a convertir el vino en la Sangre del Señor y a llevar como ministros el perdón de Dios.

La gracia del escogido para el sacerdocio ministerial es un compromiso: ser testigos de Cristo, “con su vida y con su palabra, predicadores de la Buena Nueva” en su tiempo y en su espacio.

Ya desde los albores de la Iglesia, San Pablo, con su inspiración divina escribía: “Hay diferentes dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de obras, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos”.

Allí está la riqueza en la bimilenaria marcha de la Iglesia.

En esa diversidad de caminos, de gracias divinas, el padre José Gracián Ordaz fue llamado al trabajo eficiente en la sencillez y en el silencio. Por naturaleza y por gracia, así en su bicicleta, el joven hacía su camino a las diversas casas donde eran convocados los seminaristas para las clases, las Horas Santas los jueves, las otras acciones comunes, desde su domicilio en la esquina de Javier Mina y Belisario Domínguez.

1.    Formación

Ingresó al Seminario en segundo año, ya no al previo porque “ya traía tripita”, como dicen; así, comentó que ya sabía algo de latín, pues su padre había sido seminarista y fue su maestro primero en la lengua de Cicerón. Además su tío, el señor cura de Pajacuarán, Michoacán, don Antonio Gracián Prado, se empeñó en enseñarle latín.

Así cursó sus dos primeros años, y ya en cuarto estudió en la casa anexa al templo de San Sebastián de Analco, donde se reunieron cuatro grupos: los del seminario central y los de los tres seminarios auxiliares, Ciudad Guzmán, San Juan de los Lagos y Totatiche. En quinto año, último de latín, ya lo pasó en la casa de San Martín, en la calle Belisario Domínguez, junto a todos los alumnos de filosofía y teología. Por gracia de Dios y a cargo del señor arzobispo don José Garibi Rivera, el Seminario siempre disperso logró reunirse allí, en el antiguo sanatorio psiquiátrico expropiado en los años turbios de la Revolución. Allí José se lució con examen público de latín.

Un testimonio del espíritu de servicio de José Gracián fueron los años de la Segunda Guerra Mundial. Los libros de textos de filosofía estaban entonces en latín, pues en ese idioma se estudiaban la filosofía, la teología y la Sagrada Escritura. Los libros venían de Europa, y no los había por la guerra. José los copiaba en esténciles, y así todos los alumnos de filosofía podían estudiar. Sólo pagaban el material, nunca las horas y horas de su trabajo.

2.    Sus años de Roma

Al terminar primero de teología, le dieron la noticia de que estudiaría Sagrada Escritura allá, cerca del Papa Pío xii, en el Colegio Pío Latino Americano y en la Universidad Gregoriana. Con su característica parquedad en palabras y entregado a los estudios, pasaron los años, ya encaminado a su ordenación sacerdotal: “Irás sobre la vida de las cosas con noble lentitud”.

3.    El Sacerdote

El 25 de diciembre del ya lejano año de 1951 se reunieron en un aula de la casa del Seminario Mayor, apenas estrenado un año antes, los recién ordenados sacerdotes de la generación 1939-1951. Era para algunos la vez última que se miraban y se trataban después de doce años de empeño común, de por fin llegar al ideal, al sacerdocio ministerial. De este grupo doce habían realizado los estudios de filosofía y de teología durante siete años en el Montezuma Seminary, nueve de los cuáles fueron ordenados allá el 24 de marzo de 1951, los demás el 1º de noviembre, de manos del señor arzobispo don José Garibi Rivera. En sus diócesis recibieron el Orden uno en Zacatecas, otro en Tijuana, cuatro en Saltillo y seis en Culiacán. El último de todos fue José Gracián, en Roma, el 22 de diciembre de ese año.

4.    en la viña del Señor

El Seminario Menor en la casa anexa al templo de San Martín de Tours, la misma casa que albergó diez años a los alumnos del Mayor, ahora soportaba la inquietud y el griterío de los chiquillos, “chupones”, medianos y “bastones”, los cinco primeros años en ese camino hacia el sacerdocio, y cayó con los más chicos; el padre Avelino Sánchez era prefecto y él  padre espiritual. Con su misma melodía entonó su canto:

Cada emoción sentida, en lo más hondo de tu ser debe quedar,

porque la ley es ésa: no turbar el silencio de la vida,

y sosegadamente llorar, si hay que llorar, como la fuente escondida...

Así fue su largo caminar en el oficio de sentarse mañana tras mañana ante el teclado de su máquina de escribir y llevar pliegos y más pliegos a las oficinas del Arzobispado de Guadalajara. Y también tres años en las oficinas de la Delegación Apostólica en la ciudad de México. De noche, en su autobús, se iba de Guadalajara para la capital, y la tarde del sábado acudía a su tierra, a su casa, a los suyos.

Discreto fue su apostolado en una capellanía de la parroquia de San Carlos Borromeo, la de Nuestra Señora de la Piedad, construida en la calle Doctor R. Michel, al norte de la hoy vieja Central Camionera, gracias a la munificencia de la señorita Piedad Orozco Camarena, hija del acaudalado terrateniente de Arandas don Pantaleón Orozco. Se entregó a sus fieles con su estilo: amable y sencillo, incluso con los muchos posibles viajeros que le buscaban para pedirle un auxilio económico.

Su cercanía con la señorita Orozco Camarena le granjeó que ésta donara a las obras misionales la casa solariega de los García Sancho, en la confluencia de las calles de Reforma y Pedro Loza, donde Gracián instaló su oficina y despacho, inmueble que hoy ocupa el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara. Siempre discreto, con el paso de los años el cirio encendido para alumbrar iba languideciendo.

En la recta final de sus días la mayor parte de su tiempo discurrieron en su casa familiar, entre dos avenidas. Allí fue quedándose solo. En silencio, quizá grato para él. Antes de su tránsito a la Casa del Padre estuvo en el albergue sacerdotal Trinitario; allí se fue aislando de este mundo engañoso y cruel, musitando en su interior aquello de “Más cerca ya de ti, Señor; más cerca ya”. Y llegó en silencio a la casa del Padre el 4 de julio, día de Nuestra Señora del Refugio, al caer la tarde.

Sus exequias y su inhumación fueron, quizás así lo deseó, como lo pedía el poeta, el padre Alfredo R. Plascencia: ¿Para qué más fortuna / que mi lecho de pobre, / y mi rayo de luna, / y mi alondra y mi alero, / y mi Cristo de cobre, / que ha de ser lo primero...? / Con toda esa fortuna / y con mi atroz inmensidad de olvido, / contento moriré; nada más pido.

El domingo 5 de julio, tres presbíteros, incluyendo a Ignacio, su hermano supérstite, celebraron su misa exequial. Buscando para él, tan amante del idioma del Lacio, una frase que reseñe su vida, me atrevo a dedicarle este epitafio: Formica laboriosa.



1 Presbítero del clero de Guadalajara. Formador de su Seminario Conciliar durante más de 60 años.



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