Documentos Diocesanos

Boletín Eclesiástico

2009
2010
2011
2012
2013
2014
2015
2016
2017
2018
2019
2020
2021
2022
2023
2024

Volver Atrás

Semblanza del Vicario General don Manuel Alvarado

Anacleto Palos Vargas1

Se reedita el contenido de un rarísimo impreso publicado bajo el extenso título de “Discurso pronunciado por el cura de Ameca don Anacleto Palos en la velada del día 26 de noviembre de 1919, verificada en honor del muy ilustre señor protonotario apostólico y gobernador de la sagrada mitra doctor don Manuel Alvarado”, en el que se da cuenta, de forma poética, del reajuste al que debió someterse la Arquidiócesis de Guadalajara durante los muchos periodos en que su obispo residencial, don Francisco Orozco y Jiménez, debió confiar el gobierno eclesiástico en quien resultó ser su segundo a bordo durante más de tres lustros: el canonista Manuel Alvarado y Sánchez Aldana, al que se halaga, al tiempo de la recepción de un título pontificio.

Muy Ilustre Señor Protonotario Apostólico,

Muy Ilustres Señores Capitulares,

Venerables sacerdotes hermanos míos,

Señoras y señoritas,

Señores:

Era un soberano que gobernaba suavemente en vasta región. Su reinado, que no era de este mundo, se distinguía por la bondad y dulzura. Con sonrisas de amor legislaba. En las almenas de su palacio no se encontraban hombres armados: ni había atalaya, ni circunvalaban aquel castillo fosos profundos, ni se elevaba ante su puerta levadizo puente, ni resonaba jamás ahí el caracol.

Las puertas de la morada del manso príncipe, como sus brazos, siempre estaban abiertas para dar paso franco a los magnates y a los soldados, al labrador y al proletario, y hasta el mendigo entraba ahí.

Y no por la ausencia de hombres armados y otros medios de defensa y por tan fácil acceso a él juzguéis débil su poderío, ¡ah, no! Los reyes ordinarios no pueden gobernar sino los cuerpos, y el gran señor de quien hablo sobre las almas tenía poder.

La cuna de su abolengo hay que buscarla 19 siglos atrás. ¡Tan ilustre es! En línea recta desciende de aquellos príncipes gloriosos que el Rey del mundo, el Galileo, para siempre ennobleció.

Miles de súbditos, más de un millón, vivían contentos y progresaban bajo las órdenes sabias, clementes del gran señor.  El soberano tenía una esposa hermosa y pura cual azucena.

Óleo derramado es su nombre. Sus mejillas como de tórtola. Su cuello como collares de perlas. Sus ojos bellísimos de palomas. Su voz es dulce y su rostro hermoso. Esposa fragante como varita de humo de las aromas de mirra y de incienso y de todo polvo de perfumero. Como venda de grana sus labios. Panal que destila los mismos y debajo de su lengua había miel y leche. Sus renuevos vergel de granados. Su cabeza como el Carmelo y los cabellos de su cabeza como púrpura de rey atada en canales.

Amado y respetado de sus súbditos y en castísimos amores con su esposa inseparable vivía el príncipe pacífico. Un día apareció como brotado del abismo un tirano apoyado en la fuerza bruta, que luego se ensañó contra el rey de paz. Pisoteó sus derechos brutalmente. Desconocía su indiscutible autoridad y hasta su persona soberana se atrevió a maltratar.  Una palabra que hubiera pronunciado el Gobierno legítimo y millares de manos se hubieran levantado irresistibles hasta aniquilar al infame conculcador de tan sacros fueros. ¿Pero no dije que su reino no es el de este mundo y no varias veces le he llamado príncipe de la paz? Por su valor personal es muy capaz de sostener la mirada del Gran Capitán. Pero mansísimo y prudente y en bien de sus vasallos, decidió ausentarse mientras se aplacaba la ira insana del salvaje usurpador. Mas, antes de retirarse, llamó a su anciano mayordomo que hacía mucho tiempo paseaba fiel por las diversas oficinas del palacio del gran señor y así le habló:

Oh, fiel ministro de mi confianza, para evitar mayores atropellos acepto el destierro de mis dominios y dejo a mis súbditos o más bien hijos en la orfandad y... también me separo por algún tiempo de mi santa esposa, que tú sabes cuánto amo, porque toda es hermosa y sin mancilla. Cuídala; te constituyo guarda de mis tesoros, gobernador de mis dominios, mi casa y de mi heredad. Que a mi regreso todo este bien; yo pediré al Dios fuerte te dé su gracia para que venzas dificultades y al fin me rindas cuentas honrosas de tu difícil administración.

Dijo, y enjugando una lágrima y bendiciendo a todo su reino, partió hacia el Norte el gran señor.

Y ahí empieza la ruda tarea, la ingente labor del mayordomo anciano, prudente y fiel. Sitiado con los suyos por los contrarios, se le ve acudir a todas partes para no entregar en manos extrañas la dignidad de aquel reino, que no es de este mundo. Aquí se le ve hablar enérgicamente con un alto jefe que, amedrentado, está a punto quizá de entrar en indignos convenios con el temible usurpador. ¡Se salvó una legión! Más allá habla con un grupo de oficiales y les exhorta a no ceder, y con su verbo lleno de fuerza les inflama en valor y quedan resueltos a mejor morir que abdicar. Habla con elocuencia de vez en cuando a todos los súbditos y les recuerda sus deberes; y con maestría alienta el fuego que debe arder de amor y respeto hacia el ausente príncipe bondadoso que ha de volver.

En cuanto a la esposa dignísima, hermosa, cuánto cuidado tiene con ella el mayordomo ancianito fiel. Rodea su alcázar con altos muros de fe luminosa y ardiente caridad, más resistentes, inquebrantables, que si de mármol fuesen. Y… arreciando la lucha, la esconde con sumo cuidado, en sitios quizá sólo por él sabidos; y sólo la vuelve a dejar ver cuando tiene seguridad da que no hay para ella peligro de deshonor. ¡Cuánto celo desplegó! ¡Hasta su vida expuso por cumplir su misión! ¿Cuántas veces con haber cedido algo de lo que pertenecía a su señor se hubiera evitado grandes molestias, hubiera alejado da su persona serios peligros y acallado acres censuras de los mismos suyos; de algunos débiles, por fortuna pocos; censuras que a no dudarlo herían más hondo en su corazón?

Mas armado con coraza celestial, fue invencible, incansable en el batallar.

Más que por sus años por sus fatigas, algunas veces caía su cuerpo de luchador; y hasta más de una vez pensaron sus siervos que era para no levantarse más. Pero el Altísimo Providente le salvaba y fortalecía, y el mayordomo del gran señor apenas sentía algo de fuerza en su cuerpo cansado y débil, luego, violento, se presentaba a recorrer las filas de sus soldados, a alentar con sus palabras y con su ejemplo a los que estaban a punto de flaquear ante los embates fieros, ruidosos de la impiedad. ¡Años enteros sostuvo lucha gloriosa el paladín! Y su vida, Dios no lo quiera, tal vez se abrevió. Pero en ese lapso de tiempo cuántos tiempos llenó. Y por fortuna, la Providencia a un secretario prudente y fiel para su ayuda le deparó. Un secretario que todo el reino por su conducta siempre admiró. Con temple de alma tan resistente que al enemigo desconcertó. No sólo siempre fue fiel a su señor, el gran príncipe de la paz, y al ancianito gobernador, sino hubo vez que, generoso, pusiera el pecho por si el tirano una víctima necesitaba en su furor, asegurando ser el único responsable de alguna justa medida que le dictara su superior. Y se salvó con tales servidores la heredad del gran señor, y su esposa santa, inmaculada y toda hermosa se conservó.

Al fin del Norte, cabalgando en el Aquilón, se dirigieron a la región oprimida, al reino de paz, tres esforzados capitanes armados todos de punta en blanco y resueltos a vencer. Uno venía vestido de verde... le llamaban Derecho. De púrpura y gualda vestía el segundo, apellidado… Justicia. Y el más hermoso, el capitán Inocencia, lucía un traje blanco como el más fino armiño. Aquellos tres adalides de reconocida pujanza fueron derrotando al enemigo, al tirano, abriendo paso hasta que al fin llegaron con el príncipe victorioso a darle de nuevo posesión de su reino, de aquel reino que no es de este mundo.

Llega el gran señor y encuentra... a sus hijos o súbditos más cariñosos aún, pues le ven llegar con la espaciosa frente nimbada con la aureola de los mártires, y saben que nunca les olvidó; antes bien, a ellos consagró todas las tristes horas de su acerbo destino. Pudo, respecto al afecto de sus vasallos, decir el anciano mayordomo al bizarro príncipe de la paz: Ecce alia quinque superlucratus sum.2

Cuenta la historia, señores, que al presentarse ante el pueblo, el soberano recibió tales demostraciones de júbilo y amor cual no las han recibido los más famosos conquistadores.

Al fin él no traía en sus ungidas manos una sola gota de sangre, y los muchos sufrimientos no habían quitado de sus labios la sonrisa de amor y de ternura en que se apoya su buen gobierno, en que se cifra de sus vasallos la más dulce felicidad.

¿Y mi esposa?, pregunta el soberano.

¿La toda hermosa de dulce voz, de ojos de paloma? Tu esposa, contesta radiante de satisfacción el ancianito mayordomo, se ha conservado inmaculada, pura, llena de honor; pues tus mayores enemigos no han podido llegar hasta ella, por más saña que han usado.

Luego recorren la capital de los dominios y recibe el señor informes de provincias, y siente su corazón de gozo henchido al encontrar casi a todos los jefes en sus puestos; y los que faltan… han pasado a la otra vida fieles a su señor, y algunos hasta mártires de su santa causa.

Esa fidelidad en gran parte se debe al mayordomo anciano que, con su ejemplo de fidelidad sin tacha, con sus sabias exhortaciones y aun prudentes correcciones, ayudó mucho a la oficialidad a no defeccionar, a tener como presente siempre al soberano.

Penetrado de la magna obra da su administrador, el rey de paz le echó los brazos al cuello y dijo, como Asuero de Mardoqueo: “El hombre a quien el rey desea honrar debe ser vestido de vestiduras reales y calzar como calza el rey y llevar sobre su cabeza la corona real”. Y así lo hizo, y al secretario digno también honró.

Y todo el reino quedó encantado con la noble conducta del agradecido príncipe y subió un punto más el amor que le profesaba.

Muy ilustre señor Protonotario Apostólico, mi maestro muy querido, y hoy por sola vuestra dignación mi ilustre ahijado: Vos que me conocéis perfectamente desde niño, os habéis dado cuenta de los sentimientos que en este día de eterna remembranza han embargado mi alma: gozo y satisfacción sin medida, y también grande confusión, por haber figurado yo, pigmeo, junto a vos tan justamente laureado, engrandecido.

Soy el último de los soldados de este reino de paz, pero quiero ser de la guardia imperial de la que sois digno jefe, que… “¡Se muere, pero no se rinde!”

Muy ilustre señor Prelado Doméstico de Su Santidad:  Vos también, desde que yo era niño, conseguisteis con vuestras preclaras virtudes llevaros mi admiración y afecto.

Creo firmemente no dudaréis de mi sincera felicitación, más que por los honores, por vuestra ejemplar conducta que los mereció.

Señores, dispensad mi pobre alocución. Nunca intenté interpretar vuestros levantados sentimientos.

Y os ruego por vuestra hidalguía y nobleza, no rehuséis unir vuestros valiosos vítores a los humildes, pero entusiastas, de este pobre siervo del gran señor.

¡Viva el ilustrísimo señor Orozco, rey de paz en esta su arquidiócesis!

¡Viva el muy ilustre Protonotarios Alvarado, fiel gobernador del príncipe estimado de esta Iglesia!

¡Viva el muy ilustre señor Cano, digno secretario del reino de paz!

He dicho.



1 Presbítero del clero de Guadalajara, nació en esta ciudad el 13 de julio de 1873. Se ordenó presbítero el 30 de noviembre de 1897. Murió el 17 de mayo de 1926.

2 Mt.25.22.



Aviso de privacidad | Condiciones Generales
Tels. 33 3614-5504, 33 3055-8000 Fax: 33 3658-2300
© 2024 Arquidiócesis de Guadalajara / Todos los derechos reservados.
Alfredo R. Plascencia 995, Chapultepec Country, C.P. 44620 Guadalajara, Jalisco