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Adenda a la ‘Corona fúnebre en honor del señor presbítero don Procopio del Toro’

Por un error humano quedaron fuera de la reimpresión de este raro texto, los párrafos que siguen, del artículo que bajo este título se dio a la luz en el anterior fascículo de este Boletín, y que ahora se publica para no omitir nada del original.1

 

¡Ah! no solo junto al túmulo de los obispos debemos llorar, sí que también junto al cadáver de los venerables sacerdotes que han sabido cumplir fielmente aquí en la tierra su misión providencial.

            El señor presbítero don Procopio del Toro estaba destinado por la Divina Providencia para enseñar con aquel lenguaje sencillo y familiar que le era propio, a las masas populares; él inflamaba con el fuego sagrado de la caridad los corazones de los más endurecidos pecadores; él, a imitación del Pastor Divino, buscaba las ovejas descarriadas para curarlas y llevarlas amorosamente al redil de Nuestro Señor Jesucristo. El celo por la salvación de las almas lo llevaba frecuentemente a la penitenciaría para suavizar y aligerar las duras y pesadas cadenas de aquellos miserables que han sido encadenados a causa de sus crímenes, para enjugar sus amargas lágrimas y alentarlos con la esperanza cristiana de la Patria. Esto lo hacías, oh venerable sacerdote, catequizando sencillamente a los rudos, absolviendo de sus iniquidades a los que hacía largos años estaban más fuertemente encadenados por las cadenas de Satanás que por las cadenas materiales; llevándoles el Pan de los ángeles y dándoles la última unción para fortalecerlos en el trance terrible de la muerte. Y era tan grande tu amor para con aquellos desdichados, que solo el nombre de penitenciaría transportaba de gozo espiritual tu ardiente y celoso corazón.

¿Qué diré, hermanos míos, de los grandes e innumerables beneficios que hizo a la iglesia de Santa María de Gracia en el espacio de veintidós años que la gobernó? Allí están las hijas de Domingo de Guzmán, hilo a hilo corren sus lágrimas por sus virginales mejillas, porque han perdido al sacerdote santo que las amaba tiernamente, que las fortalecía en el camino de la virtud y a quienes daba el dulce tratamiento de “hijas mías muy amadas”. ¡Tenéis razón, oh lirios y azucenas aromáticas, de inclinaros reverentes ante la tumba silenciosa de aquel diestro hortelano que supo regar con el agua purísima de la gracia vuestros virginales corazones. ¡Llorad, llorad cerca de su tumba! Aquí están, oh padre querido, tus hijos e hijas predilectas de la Orden Tercera Dominicana que siempre escucharon con gusto tus enseñanzas y a quienes profesabas un grande y especialísimo cariño. Ellos derraman abundantísimas lágrimas junto a los despojos queridos de su inolvidable padre. ¡Bendita sea tu memoria!



1 Este texto ha de insertarse entre los párrafos tercero y cuarto de la página 768 de este volumen. El primero concluye con la frase “¡Bendita sea tu memoria!” y el segundo con las palabras “Toda tu vida sacerdotal”.



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