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El hoy y el ayer de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara

Tomás de Híjar Ornelas1

 

Con la celebración del iv Congreso Eucarístico Diocesano y bajo el lema “Jesucristo Ayer, Hoy y Siempre” tuvo lugar, del domingo 16 de marzo del 2014 al 12 junio del 2015, el Año Jubilar por el CL aniversario de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, cuyo epílogo fue la Primera Asamblea Eclesial de dicha Provincia, que concluyó en la Catedral de Guadalajara ese día renovando su Consagración al Sagrado Corazón de Jesús y a Santa María de Guadalupe. En tal marco se produjo este texto, que enlaza tal suceso con la apertura del Año Jubilar de la Misericordia y el Tricentenario de la Catedral de Guadalajara.2

 

 

Más allá de la fecha memorial del sesquicentenario del nacimiento de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, la efeméride ha sido una oportunidad para valorar en su conjunto la identidad cristiana de una comarca que entre las dieciocho Provincias Eclesiásticas de México se ha distinguido en ese siglo y medio por estas características:

•          De 1864 a 1914 la Arquidiócesis tapatía se dedicó a regenerar el tejido social entre sus fieles, luego de la brusca ruptura entre dos instituciones, la Iglesia y el Estado, que jurídicamente siempre habían ido de la mano. Para conseguirlo, los obispos de entonces crearon entre sus fieles laicos la conciencia de su compromiso con la acción social en un contexto secular.

•          Los años que van de 1914 a 1940 fueron de grandes sufrimientos para la Iglesia tapatía y los católicos, pero también ocasión de heroísmo y purificación. En este periodo se liquidaron las pretensiones de los representantes de dos esferas que terminaron aceptando en la práctica su necesaria y genuina separación.

•          De 1940 a nuestros días, la Iglesia en México ha ido tomando este papel: asumir el liderazgo que su rango evangelizador le exige en torno a un compromiso apostólico, espiritual y encarnado al mismo tiempo, con el pueblo de México. Ha sido éste un tiempo caracterizado por una colegialidad cada vez más estrecha y operativa entre los obispos y el clero, entre los fieles laicos y los movimientos apostólicos.

 

1.    El hoy de la Arquidiócesis de Guadalajara

 

Aunque el arranque del Año Jubilar fue en la diócesis de San Juan de los Lagos (en la parroquia de Lagos de Moreno), su puesta en marcha colectiva fue la celebración en la arquidiócesis guadalajarense, del iv Congreso Eucarístico Diocesano, del Domingo de Pascua, 20 de abril, al sábado 21 de junio del 2014, y su clausura en la catedral, el 12 de junio del 2015, en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, renovando las delegaciones de toda la Provincia, la consagración que ésta le hizo en 1897.

Todo el Año Jubilar fue una oportunidad para articular la relación entre la cabecera de la Arquidiócesis con sus Iglesias sufragáneas.

La Arquidiócesis de Guadalajara tiene este rango desde el 26 de enero de 1863. Actualmente tiene 20 827 kilómetros cuadrados. De sus casi siete millones de habitantes, más del 90 por ciento profesa el catolicismo. Su clero tiene algo más de mil presbíteros diocesanos y 350 religiosos. Colaboran en ella ochocientos religiosos, tres mil religiosas y cuenta con quinientas parroquias.

Las diócesis sufragáneas, por orden cronológico son la de Colima, creada el 11 de diciembre de 1881; tiene 11 391 kilómetros cuadrados, y de sus 650 mil habitantes el 91 por ciento se confiesa católico. Cuenta con 130 presbíteros diocesanos, siete religiosos, 230 religiosas, y 60 parroquias. La diócesis de Tepic se erigió el 23 de junio de 1891, su extensión es de 22,777 kilómetros cuadrados y de 1’140,000 habitantes 97.2 por ciento son católicos. Tiene doscientos presbíteros diocesanos y 10 religiosos. Las religiosas son 280 y las parroquias 65. La de Aguascalientes, instituida el 27 de agosto de 1899, cubre 11,200 kilómetros cuadrados y 1’600,000 habitantes, 97.5 católicos; tiene 270 presbíteros diocesanos, 40 religiosos y 670 religiosas y las parroquias son 110. La diócesis de Autlán, instituida el 28 de enero de 1961, tiene 1 494 kilómetros cuadrados y 350 mil habitantes, 95.4 de fe católica; tiene 116 presbíteros diocesanos, 192 religiosas y 46 parroquias. La prelatura territorial de Jesús María del Nayar, formada el 13 de enero de 1962, tiene 25 mil kilómetros cuadrados y 128 mil habitantes, 91 por ciento católicos. Hay 10 presbíteros diocesanos y 15 religiosos, 20 religiosos y 15 religiosas, las parroquias son 15. La diócesis de San Juan de los Lagos, instaurada el 25 de marzo de 1972, tiene 12 mil kilómetros cuadrados, 1’077,000, 97.2 por ciento católicos; cuenta con 285 presbíteros diocesanos y 15 religiosos, 118 religiosos, 490 religiosas y 74 parroquias. Por último, la de Ciudad Guzmán, fundada el 25 de marzo de 1972, comprende 8 321 kilómetros cuadrados y de sus 442 mil habitantes el 94.1 por ciento es católico. Tiene cien presbíteros diocesanos y 13 religiosos; 20 religiosos y 134 religiosas. Las parroquias son 52.

La dinámica pastoral de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara se inserta hoy en día en el proceso integral evangelizador ligado a la Misión Continental y al quehacer de la Iglesia en el mundo. Los  antecedentes que modelaron desde el Evangelio su identidad han venido a menos, en parte debido al descarnado sinsentido del consumismo materialista que engulle las energías a favor del bien común y  sepulta los principios éticos. Se necesita como nunca alentar la transparencia, la participación social comunitaria y la reflexión ante problemas comunes.

 

2.    De cómo Guadalajara fue elevada al rango de arquidiócesis

 

El territorio de la diócesis de la Nueva Galicia o Compostelana –que luego se llamará de Guadalajara–, al momento de su creación, el 13 de junio de 1548, era enorme. Situada en el confín occidental del Nuevo Mundo, su jurisdicción alguna vez tocó Alaska.3 En lo funcional y operativo tuvo dentro de su ámbito las obras misionales creadas y atendidas por los religiosos jesuitas y las que poco después fue fundando san Junípero Serra4 en una superficie de más de un millón de kilómetros cuadrados. Su territorio comenzó a fracturarse en 1620, cuando se erigió el obispado de Durango. Siglo y medio más tarde, en 1777, se creó el de Linares y en 1779 el de Sonora.5

Al consumarse la Independencia en 1821, la situación de la única Arquidiócesis –la de México– y sus nueve sufragáneas era común: mucho territorio, pocos habitantes, malos caminos; clero copioso en las capitales y escaso en los lugares remotos.

En 1817 el Ayuntamiento de Guadalajara y el Cabildo Eclesiástico pidieron al Rey Fernando vii que solicitara al Papa la elevación de esta Iglesia al rango metropolitano, iniciativa que no prosperó debido a la falta de paz social tanto en América como en Europa, toda vez que durante la gestión del beato Pío ix (1846-1878), la Santa Sede pasó por la lenta y dolorosa disolución de los Estados Pontificios, arrollados por el surgimiento del reino de Italia.

 

3.    El último obispo y primer arzobispo de Guadalajara

 

Don Pedro Espinosa y Dávalos vivió todos los momentos cruciales del siglo xix. Nacido en Tepic en 1793, de una familia levítica que dio a la Iglesia cinco clérigos y dos religiosas, se doctoró en teología por la Universidad de Guadalajara, fue casi diez años rector del Seminario, rector de la Universidad, canónigo, vicario capitular del obispado y gobernador de la Mitra al morir don Diego Aranda y Carpinteiro, a principios de 1853. Electo para sucederle a fines de ese año, recibió la consagración episcopal unas semanas antes de que fuera suscrito el Plan de Ayutla, al que siguió la convocatoria a un Congreso Constituyente donde se prohibió la presencia de clérigos y cuyo fruto fueron la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, detonantes de la guerra de los Tres Años (1858-1861), fatídico conflicto que desgarró a la endeble República mexicana e hizo de los intereses institucionales de la Iglesia la manzana de la discordia entre los bandos políticos enfrentados: los liberales, de fuerte inclinación anticlerical, y los conservadores, aspirantes a mantener la confesionalidad del Estado para ejercer sobre la Iglesia pleno dominio, a lo cual siguió el intento de restaurar el Imperio mexicano y la confrontación entre los partidarios y los opositores de Maximiliano de Habsburgo. En tal contexto discurrió el episcopado de don Pedro Espinosa y Dávalos, a quien consagró en su sede episcopal don José Antonio López de Zubiría, obispo de Durango, el 8 de enero de 1854.

Gobernó don Pedro Espinosa almas que habitaban una superficie de 250 mil kilómetros cuadrados. En su tiempo las rentas del obispado se redujeron a un tercio y los sitiales del Cabildo eclesiástico a menos de la mitad, es decir, a doce. Las parroquias eran 114 y los templos abiertos al culto 290. El clero estaba compuesto apenas por cuatrocientos presbíteros. Los conventos y monasterios quedaron disueltos y los religiosos, dispersos. A la escasez de sacerdotes se añade el empeño del gobierno liberal de exiliarlos a todos; la pobreza fue general en todas las parroquias y santuarios, y a la destrucción de templos y monasterios se sumó la pérdida de los hospitales, escuelas y asilos atendidos por la Iglesia.

 

a.    Los obispos mexicanos en la Corte Papal

 

Negocio imposible entre el Estado mexicano y la Santa Sede fue el establecimiento de relaciones diplomáticas, pues mientras el uno pedía para sí los privilegios del Patronato sobre la Iglesia que ostentaron los reyes de España durante tres siglos, la otra procuró no reavivar un instrumento que en su última fase se había reducido a controlar los negocios eclesiásticos, incluyendo la presentación al Papa de los candidatos para las sedes episcopales.

            Tomada la ciudad de México por el bando liberal a principios de 1861, Benito Juárez, presidente por ministerio de ley de la República, decretó la expulsión del nuncio papal y de cinco de los nueve obispos residenciales del país, entre ellos el de Guadalajara, de modo que en todo el territorio nacional nada más quedaron dos pastores al frente de sus fieles, pues una sede estaba vacante y el obispo residencial de otra ya en el destierro.

            ¿Cómo fue que en una época en que el prestigio de los obispos era mucho y todos los habitantes del país estaban bautizados se dieran situaciones como la descrita? Por el deseo de un pequeño grupo de caudillos deseoso de liquidar las instituciones del antiguo régimen.

            La promulgación de las leyes “de reforma”, llamadas así en recuerdo de la que encabezó Martín Lutero en el siglo xvi, no sólo separaron a la Iglesia del Estado, sino que también facilitaron a la Santa Sede la división de obispados ingobernables por extensos.

            De este modo, un procedimiento que se habría llevado mucho tiempo y recursos se abrevió gracias a la presencia de casi todos los obispos de México cerca del Papa, favorecidos por el repunte que tuvo México a los ojos de la Santa Sede al calor de la canonización de San Felipe de Jesús, el 8 de junio de 1862.

 

b.    ¡Insólito! Nacen casi al mismo tiempo siete obispados en México

 

En las primeras semanas del año siguiente, 1863, el Santo Padre acometió la tarea de elevar al rango de arquidiócesis los obispados de Michoacán y Guadalajara y erigir siete nuevas diócesis, disgregando de la de México territorio para crear las sedes de Chilapa (bula Grave nimis), Tulancingo (bula In universa gregis) y Querétaro (bula Deo Optimo Máximo largiente); del de Puebla y el de Chiapas la de Veracruz (bula Quod olim Propheta); del de Michoacán las de Zamora (bula In celsissima militantis Ecclesiae specula) y León (bula Gravissimum sollicitudinis); y del de Guadalajara, Zacatecas (bula Ad universam agri Dominici). Así, la arquidiócesis primada de México se quedó con las sufragáneas de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Yucatán, Chilapa y Tulancingo; la de Michoacán, con las de Zamora, San Luis Potosí, Querétaro y León; y la de Guadalajara, con las de Zacatecas, Durango, Linares, Sonora y el Vicariato Apostólico de la Baja California, con lo que en un solo año las circunscripciones eclesiásticas en México aumentaron de diez a diecisiete.

De nuevo en México, don Pedro Espinosa ejecutó, el 17 de marzo de 1864, la bula de erección de la arquidiócesis (Romana Ecclesia) en el templo parroquial de Santa María de los Lagos, y llegó a la capital de Jalisco el siguiente día 22, donde en reparación de los ultrajes padecidos se le tributó un homenaje apoteósico, que él potenció dándose a la tarea de reconstruir lo que dejó en ruinas, especialmente su catedral, la cual rodeó con un atrio y puso bajo su cúpula un altar marmóreo y monumental.

Irónicamente, el gobierno imperial recrudeció las leyes anticlericales, lo cual aceleró su caída. Esto ya no lo vería el arzobispo Espinosa, que falleció en la ciudad de México el 12 de noviembre de 1866, a la edad de 73 años. Una década después, sus restos fueron trasladados a Guadalajara e inhumados en la capilla de la Purísima Concepción de su iglesia catedral.

 

4.    Don Pedro Loza y la reconstrucción de la Iglesia en Guadalajara

 

No deja de ser curioso que los dos primeros obispos de Guadalajara llevaran el nombre del Príncipe de los Apóstoles: Pedro Gómez Maraver (1548-1551) y fray Pedro de Ayala, O.F.M. (1561-1569); y que otro tanto sucediera con los dos primeros arzobispos: Pedro Espinosa y Dávalos (1854-1866) y Pedro Loza y Pardavé (1868-1898), del que nos ocuparemos; tampoco que a éstos les cupiera el honor de conocer y tratar al Papa Pío ix y colaborar de cerca con él.

El segundo arzobispo de Guadalajara, don Pedro José de Jesús Loza y Pardavé, nació en México en 1815, todavía como súbdito de España. Se lo llevó a su diócesis de Sonora, con sede en Culiacán, el recién electo obispo don Lázaro de la Garza y Ballesteros, quien le hizo presbítero en 1838, y poco después rector del Seminario; años más tarde, en 1852, también él lo recomendará para sucederlo, luego de su promoción a la arquidiócesis de México. Al filo de la edad cuadragenaria, don Pedro fue electo octavo pastor de aquella sede, sufragánea de la de Guadalajara, donde se ganó fama de prudente. Se le asignará la mitra tapatía el 22 de junio de 1868, a la que arribó vibrando aún el estrepitoso fracaso del segundo Imperio mexicano.

Seis meses después participó en Roma en el Concilio Ecuménico Vaticano i, asamblea interrumpida de forma brusca y de la cual el pastor retornó con la experiencia de la colegialidad eclesial y mucho ánimo para renovar las estructuras pastorales, al grado que en los restantes años de su gestión edificó cien templos y facilitó la creación de los obispados de Colima (1881), Tepic (1891) y casi ve nacer el de Aguascalientes (1899).

En su tiempo se edificó en Guadalajara un templo cada año; elevó tres al rango de santuarios: San José de Gracia, El Carmen y La Merced, y dejó forjado otro, el del Sagrado Corazón de Jesús, dejando iniciado también el Templo Expiatorio. Para la atención de las barriadas de la capital se edificaron también los templos de San Miguel del Espíritu Santo, la Purísima Concepción, la Santísima Trinidad, San Martín de Tours, San Antonio de Padua y San Rafael Arcángel.

Entre sus obras sociales se cuentan el asilo del Sagrado Corazón y el hospital del mismo nombre, el patronato de San José Obrero, la casa de ejercicios de Los Dolores y el colegio de la Preciosa Sangre, el orfanato de La Luz y los hospitales de la Beata Margarita María y de San Camilo. También se erigió la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo.

La obra material que sintetiza sus afanes y que solventó con sus recursos fue la nueva sede del Seminario Mayor, entre 1892 y 1902. Fundó escuelas parroquiales en todo Jalisco; tan sólo en la capital sostuvo dieciocho de ellas. La nota distintiva de su gobierno fue la prudencia. No en balde al sobrevenir el deceso de don Pedro, en 1898, participó en el cortejo fúnebre la sociedad entera, incluyendo al gobernador de entonces, Luis del Carmen Curiel, que en tal coyuntura  comentó sobre el difunto: “No fue liberal como nosotros, pero fue liberal con nosotros”. El Ayuntamiento tapatío de 1914 le dedicó el nombre de una de las calles principales de la ciudad. Sus restos descansan en la capilla de la Inmaculada de la Catedral tapatía, obra ejecutada en su tiempo.

 

5.    El Primer Concilio Provincial de Guadalajara. 1896-1897

 

Si todo el siglo xix fue problemático para la Iglesia en el mundo, México no fue la excepción, de modo que solo en los últimos años de esa centuria despuntarían novedades tales como los Concilios Provinciales, que no se celebraban entre nosotros desde los tres que hubo en el siglo xvi, pues el del xviii no fue ratificado por la Santa Sede. El primer Concilio Provincial de la nueva época sería el de Antequera (Oaxaca), en 1893; vendrían luego los de México, Michoacán y Guadalajara.

El de Guadalajara tuvo lugar de noviembre de 1896 al 3 de mayo de 1897, convocándolo y presidiéndolo don Pedro Loza, cuyos achaques nunca opacaron su lucidez mental, de modo que a la cabeza de su Provincia, contando con la presencia de los señores obispos don Atenógenes Silva, de Colima, don Ignacio Díaz Macedo, de Tepic, y fray Teófilo García Sancho, OFM, procurador de fray Buenaventura Portillo y Tejeda, OFM, obispo de Zacatecas, así como un selecto grupo de borlados y peritos en ciencias sagradas, pudo llegar a feliz término este proyecto que anticipó y dispuso a lo que vendrá poco después: el Concilio Plenario Latinoamericano de 1899.

Para que se pondere la importancia de esta asamblea eclesial, considérese que ante la inexistencia aún del Código de Derecho Canónico, hasta antes de este Primer Concilio Provincial estaba vigente la legislación del iii Concilio Provincial Mexicano de 1585, de modo que el primer acto del Concilio tapatío fue declarar derogada la antiquísima ley y reemplazarla con lo más reciente del magisterio eclesiástico de entonces: las Constituciones del Concilio Vaticano i, la Dei Filius, sobre la fe católica y la Pastor Aeternus, sobre la Iglesia, para dar respuesta oportuna a situaciones tan acuciantes como los contenidos heréticos de los impresos, el laicismo en la educación, los católicos y la masonería, las supersticiones en boga (mesmerimo, magnetismo y espiritismo, entre otras).

En consecuencia de ello, se hizo hincapié en el fortalecimiento de la catequesis, para lo cual se creó la Asociación de la Doctrina Cristiana; en atender a las comunidades de indios mediante misioneros cualificados, en la “buena prensa” y en el establecimiento de colegios parroquiales y escuelas de artes y oficios como un medio para frenar el socialismo ateo y el comunismo.

Tomaron parte en este concilio los principales teólogos y canonistas de su tiempo, de modo que sus contenidos fueron doctrinales y jurídicos, los cuales quedaron divididos en las siguientes cuatro partes: dogmática (de la fe católica y de la Iglesia de Cristo), moral (del clero y del pueblo), de disciplina eclesiástica (de la jerarquía, de los sacramentos y de los sacramentales, del culto divino y de los bienes eclesiásticos) y de derecho canónico.

Al clausurarse el Concilio, se dispuso que la Provincia Eclesiástica Guadalajarense fuera consagrada al Sagrado Corazón de Jesús y a santa María de Guadalupe, confirmando una devoción que ya era arraigada pero que a partir de estos momentos se hizo oficial, de modo que no hubo templo, parroquial o no, donde no se entronizara. Se remontan a este tiempo dos prácticas piadosas que se mantuvieron firmes hasta bien entrado el siglo xx: el rosario con ofrecimiento de flores durante el mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón, y la comunión reparadora de los primeros viernes de cada mes, en desagravio de las blasfemias.

 

6.    Las raíces de la cuestión social en la arquidiócesis de Guadalajara

 

La promulgación de la encíclica Rerum novarum del Papa León xiii, documento fundamental para el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia y del catolicismo social,  no sería ajena a las ideas expuestas durante el Concilio Provincial de Guadalajara en 1896, al calor del cual surgirá, un año más tarde, la Unión Católica de Obreros, fundada por el párroco de Zapotlán el Grande, el señor cura Silvano Carrillo, y la Sociedad Católica de Artesanos, establecida por el obispo José de Jesús Ortiz y Rodríguez en su diócesis de Chihuahua.

            Este último dato es relevante para lo que sucederá luego, pues tras haber tomado parte activa en Roma en la celebración del Concilio Plenario Lationamericano y habiéndosele designado arzobispo de la sede episcopal guadalajarense en 1902, una de las primeras acciones del arzobispo Ortiz en esta sede, asumida ese mismo año, también será de un fuerte compromiso a favor de las clases sociales desprotegidas. Se fundaron así la Asociación Guadalupana de Artesanos y Obreros Católicos y la Sociedad Mutualista de Dependientes, a las que sucederán los congresos católicos, uno de los cuales, en el año de 1906, será organizado en la capital de Jalisco.

            En esta etapa de divulgación del catolicismo social, la prensa católica fue pieza clave para ampliar el ámbito de las cartas pastorales de los obispos y para difundir los principios de la doctrina social de la Iglesia, no tanto teóricos como funcionales y operativos; fue el periódico tapatío El Regional –alentado por el arzobispo Ortiz y Rodríguez– el más representativo de los órganos católicos.

            Casi a la par de estos sucesos se desarrollará entre los miembros del clero tapatío el deseo de fomentar no sólo la instrucción escolar básica, sino también la educación técnica; la institución más importante fue la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo, uno de cuyos directivos será el presbítero Cristóbal Magallanes Jara, que desarrollará en el desempeño de esta responsabilidad, primero como director espiritual y luego al frente del plantel, los rudimentos del plan pastoral que de forma sorprendente pondría en marcha años más tarde en su lejana parroquia de Totatiche.

            El Seminario Conciliar no irá a la zaga del clero, gracias a una mente tan brillante como la del prefecto general don Miguel M. de la Mora, quien fundó los círculos de estudios sociales y de periodismo para los seminaristas, rubro en el que descollará el joven y comprometido presbítero David Galván Bermúdez.

            Los fieles laicos, por su parte, retomarán un protagonismo insólito al acometer la tarea de organizarse primero como Operarios Guadalupanos, y luego como Partido Católico Nacional, participando a partir de 1911 en la liza pública, donde alcanzarán un número sorprendente (y mayoritario en Jalisco) de curules y puestos administrativos en los ámbitos municipal, estatal y federal.

            Inevitablemente, tal éxito despertará el odio y el ataque sistemático de los grupos políticos aquejados de jacobinismo anticlerical, sobre todo de los miembros de la masonería, tanto los que simpatizaban con el depuesto dictador Porfirio Díaz como los que surgirían al calor del Plan de Guadalupe en 1913; ambos, especialmente estos últimos, declararán guerra a muerte a las instituciones sociales de inspiración católica en los siguientes 25 años, con lo que atizaron un nuevo brote de persecución religiosa en México.

 

7.    La persecución religiosa en Jalisco

 

La Provincia Eclesiástica de Guadalajara, que comprende y rebasa el territorio del estado de Jalisco, afrontó con valentía la saña con la que durante un lapso de 25 años el Gobierno mexicano planeó y dispuso el sometimiento de la Iglesia a su control. El tema se puede dividir en tres grandes momentos: de 1914 a 1917; de este año a 1926 y de tal fecha a 1940. Hablemos un poco de los dos primeros.

 

a.    Etapa preconstitucionalista

 

El movimiento de repudio al régimen golpista de Victoriano Huerta despertó una reacción que supo canalizar a su favor el exgobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien entre marzo y diciembre de 1913 lanzó una convocatoria a los diversos grupos sociales para sumarse a una campaña cuyo fin sería derrocar a Huerta y convocar a un Congreso Constituyente, lo cual granjeó a su movimiento el adjetivo de “constitucionalista”. No quisieron tomar parte en él los militantes del Partido Católico Nacional, circunstancia aprovechada por el ala radical del constitucionalismo para acusar ¡a la Iglesia! de haber   apoyado al gobierno de Huerta, acusación del todo falsa y gratuita pero que sirvió de pretexto para el ataque sistemático contra la Iglesia, sus movimientos y obras sociales en todos aquellos lugares que fueron paulatinamente tomados por los carrancistas a partir de 1914.

            En Guadalajara, por ejemplo, el 8 de julio de 1914 fueron convertidos en cuarteles todos los templos de la ciudad y los edificios relacionados con la Iglesia, muchos de los cuales fueron definitivamente confiscados, como la curia diocesana y el Seminario Conciliar, los hospitales, colegios, conventos y asilos. Todos los sacerdotes residentes en la ciudad, más de cien, fueron recluidos en la Penitenciaría del Estado sin cargo alguno y obligados a pagar una fuerte multa para obtener la libertad. Los obispos fueron desterrados y prohibida la formación clerical. Se dictaron, además, leyes que prohibían casi totalmente la administración de los sacramentos. En señal de protesta, el Gobernador de la Mitra, canónigo Manuel Alvarado, dispuso que los sacramentos no se administraran en los templos, sino en domicilios particulares.

 

b.    Etapa constitucionalista

 

El Congreso Constituyente de Querétaro no se integró con representantes de la nación, sino de la militancia carrancista. Todos profesaban un liberalismo de marcado tinte anticlerical, pero algunos eran moderados y otros radicales. Entre los últimos destacó Francisco J. Mújica, quien propuso el artículo 130 constitucional, cuyos contenidos anulaban jurídicamente a la Iglesia ante el Estado y en la vida social, a la vez que sometía a la Secretaría de Gobernación todo lo relativo al ejercicio del culto público en México. Los obispos protestaron ante tan arbitraria legislación. La respuesta del gobierno fue exiliar a los prelados, tal y como le pasó al arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. El gobierno militar de Manuel M. Diéguez se empeñó en terminar de destruir algunos edificios monumentales de carácter eclesiástico que habían sobrevivido a la Guerra de Reforma. Sin embargo, cuando intentó limitar el número de sacerdotes autorizados para ejercer su ministerio a uno por cada cien mil habitantes, el pueblo no pudo más y organizó en 1918 un boicot económico que trajo consigo la derogación de esa ley.

            Todos los gobernadores de Jalisco en ese tiempo se empeñaron en tratar con dureza a los católicos; sobresalió entre ellos José Guadalupe Zuno Hernández, quien clausuró reiteradamente las casas del Seminario Conciliar, confiscó sus enseres y persiguió a sus alumnos con inusual dureza. Ello provocó como reacción un movimiento encabezado por el abogado Anacleto González Flores: la Unión Popular, a principios de 1925.

 

c.     A Dios lo que es de Dios: Francisco Orozco y Jiménez

 

Quienes vivimos en México, acostumbrados como estamos a las tropelías y los desmanes del autoritarismo de los actores políticos, ni siquiera imaginamos que esto pueda ser de otra forma. A pesar del tiempo transcurrido entre la independencia de México (1821) y nuestros días el presidencialismo autoritario de los caudillos, primero, y después la partidocracia han reducido la participación democrática a un mero protocolo, el de las urnas, siempre costoso y poco transparente.

Muy pobre es la democracia que, negando el poder ciudadano, se limita a elegir a los representantes públicos cada trienio o sexenio, pasado lo cual todo vuelve a ser como antes. Esto ha sido siempre así, y lo era hace poco menos de cien años, cuando el Congreso Constituyente de Querétaro de 1916 descartó, acusándolas de reaccionarias, las voces críticas del carrancismo, los indios (zapatismo), los jornaleros (villismo) y los católicos.

            Sin excepción, los diputados que redactaron la Constitución mexicana profesaban las doctrinas liberales; exaltados unos, moderados otros, todos deseaban “civilizar” a los indios occidentalizándolos, y limitar la libertad religiosa a las prácticas privadas de fe. En atención a ello, los artículos 3º, 5º, 24 y 27 de la Constitución prohibieron la educación confesional y los votos monásticos, negaron la validez de los estudios realizados en escuelas particulares y propugnaron la confiscación de todos los inmuebles dedicados a obras religiosas. Sin embargo, el artículo 130 vigente hasta hace apenas 20 años concentró las propuestas de quienes en su tiempo deseaban extirpar totalmente a la Iglesia en México, así fueran aberraciones jurídicas que han pasado a la historia no como el fruto de un jacobino –Francisco J. Mújica–, sino como el reemplazo de la razón jurídica por el sectarismo.

 

d.    Libertad de culto privado sí; libertad religiosa plena no

 

Tal y como quedó redactado, el artículo 130 constitucional redujo a los ministros sagrados a la calidad de parias a merced de los caprichos de las autoridades civiles y de las restricciones impuestas por las legislaturas locales y federal, y medidas arbitrarias como las de Plutarco Elías Calles al adicionar el Código Penal Federal con delitos en materia de culto público y una ley reglamentaria del aludido numeral.

            Y bien: de los treinta obispos mexicanos de ese tiempo (1917), unos buscaron negociar con el gobierno; otros, mantenerse alejados de él; hubo algunos contestatarios, pero sólo uno, el de Guadalajara, don Francisco Orozco y Jiménez, se negó de forma absoluta tanto a entrar en negociaciones con los representantes de un gobierno que aniquilaba el Estado de derecho, como a la suspensión del culto público en México, la cual provocó ni más ni menos que una guerra civil y, a la postre, un medroso, tardío y frustrante pacto con el callismo.

El tiempo y la historia demostraron que monseñor Orozco y Jiménez –al que sus enemigos apodaron el Chamula por su simpatía con la causa indígena, y al que sigue repudiando la historiografía gobiernista–  tenía razón: no se puede negociar con un régimen político corporativista y clientelar que reduce la ley a una tramoya operativa útil para acomodar a su gente y repartir entre ella lo que es de todos.

 

8.    La reconciliación nicodémica: el episcopado de don José Garibi Rivera

 

Es imposible calcular el costo que en vidas humanas, deterioro de la calidad de vida y aridez social trajo consigo la Revolución mexicana en Jalisco, pues los pocos ideólogos que tuvo en estos lares no alcanzaron talla suficiente para ofrecer ideas trasformadoras para la apertura a una sociedad democrática, y en su lugar instauraron renovados cacicazgos locales, adicionados con el corporativismo clientelar de los gremios obrero, campesino y magisterial. Pero al no haber más, ¿podía deambular la Iglesia en tal escenario sin perder el equilibrio? Ese reto lo asumió el sexto arzobispo de Guadalajara.

 

a.    Cuna y formación

 

Sólo dos tapatíos han ceñido la mitra de la Iglesia Guadalajarense en 465 años: don Juan Leandro Gómez de Parada Valdés y Mendoza, de 1735 a 1751, y don José Mariano Garibi Rivera, obispo titular de Rhosus y auxiliar de Guadalajara desde 1929; arzobispo titular de Bizya y coadjutor con derecho a sucesión en diciembre de 1934, y arzobispo residencial desde 1936 hasta 1969: cuatro décadas cruciales para tejer no poco de lo que hoy es Jalisco.

Hijo de un matrimonio de una familia de clase social venida a menos, nació en 1889 durante los años dorados del gobierno dictatorial de Porfirio Díaz. Huérfano de padre poco después de nacer, su progenitora crió a sus tres hijos como mejor pudo. José intentó ser franciscano antes de ingresar al Seminario Conciliar, donde brilló por su inteligencia, lo cual le granjeó, recién ordenado (1912), una beca en Roma, gracias a lo cual se ahorró los padecimientos inferidos a los eclesiásticos a partir de 1914 por el carrancismo, que puso en jaque a la Iglesia tapatía y en el exilio a su pastor, don Francisco Orozco y Jiménez. En  compañía de éste retornó el padre Garibi en 1917, y se quedó en el Seminario Auxiliar de Totatiche.

Al final de esa etapa sufrió cárcel, pero también comenzó su rápido noviciado en todos los oficios de la clerecía, pues fue todo menos párroco: vicario parroquial en Ayo, director espiritual y maestro del Seminario y miembro del Cabildo eclesiástico, donde por escalafón ascendió hasta ser Vicario General y Obispo Auxiliar en las fechas ya indicadas.

Quienes colaboraron con él le atribuyen una laboriosidad sin límite, dotes grandes como administrador y energía en la toma de decisiones, aunadas a su trato social y afable prudencia, con lo cual se ganó respeto y tino para lograr que la Iglesia en Guadalajara no fuera vista como un rival del estado, sino como una institución que orienta la perfección moral del ciudadano. Ésa fue su meta durante su larga gestión, en la que se empeñó en rehacer el Seminario de Guadalajara, multiplicar el clero y el número de parroquias, edificar muchas obras materiales y frenar las hostilidades en contra de los católicos. Fue el primer mexicano que alcanzó la púrpura cardenalicia, de manos del beato Juan xxiii, en diciembre de 1958.

            Dejar la estafeta luego de tan intensa participación en la vida local agrió los últimos años de su vida, que, a decir de sus incondicionales, habrían sido menos ásperos si los necesarios cambios no hubieran sido tan bruscos para su sensibilidad ya senil. Su deceso fue muy sentido en todos los sectores de la sociedad y acaeció el 27 de mayo de 1972. Junto con él fue sepultada toda una época de dolor y heroísmo.

 

b.    El primer Sínodo Diocesano. 1938

 

La muerte de don Francisco Orozco y Jiménez el 18 de febrero de 1936 puso de inmediato al frente de esta grey a su auxiliar don José Garibi Rivera, a la sazón arzobispo coadjutor titular de Bizya. Varón de talente práctico y conocedor profundo del terreno que pisaba, se dispuso a tomar el pulso de su nueva encomienda convocando seis meses después de su ascenso al primer Sínodo Diocesano en la historia de la Iglesia en Guadalajara, con el propósito, dijo, “de procurar la unificación de la disciplina eclesiástica y la reforma de las costumbres del pueblo cristiano”. Para ello nombró quince comisiones, según el número de los capítulos del estatuto sinodal, a saber: de normas generales y del clero, de los religiosos, de los Sacramentos, de los lugares y tiempos sagrados y de culto divino, del magisterio eclesiástico, de los beneficios eclesiásticos, de los procesos canónicos, de los delitos y penas canónicos, de la Sagrada Liturgia, de la música sacra, de las cosas sociales, de la Acción Católica Mexicana, de las cuestiones económicas de la Iglesia, compilación de leyes y disposiciones diocesana y de los fieles laicos.

 

c.     Clero insigne

 

Eligió para encabezar las comisiones a lo más granado de su clero. Serán luego obispos don Ignacio de Alba de Colima, don Lino Aguirre de Culiacán, don José Pilar Quezada –hoy siervo de Dios– de Acapulco, don José Salazar López de Guadalajara; también a don Salvador Rodríguez, poco después rector del Seminario, y al aclamado orador don José Ruiz Medrano.

Al lanzar la convocatoria, monseñor Garibi Rivera enfatizó la importancia de involucrar al presbiterio en este proceso para “estudiar los puntos que crean más oportunos y mandar sus conclusiones o sugestiones” a más tardar el 30 de abril de 1937.

El 16 de marzo del siguiente año, el entonces Secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío xii, envió al arzobispo de Guadalajara, a nombre del Papa Pío XI, una exhortación ardorosa para frenar los embates de la educación atea promovida desde el sistema escolar público del gobierno mexicano de entonces, pidiendo a los sinodales “evitar en gran manera la interferencia” de lo dispuesto por la Constitución  en su artículo 3º, instándoles a impartir “la instrucción religiosa de los niños” y la catequesis al pueblo cristiano mediante una sólida formación en la fe católica, expuesta en ese momento “a tantos señuelos y artimañas ajenos a las costumbres cristianas”.

 

d.    Leyes nuevas para necesidades apremiantes

 

El sínodo fue totalmente clerical. Sesionó del 23 al 25 de mayo de 1938 y tomaron parte en él cincuenta y un eclesiásticos, entre ellos jueces, examinadores y testigos, párrocos diocesanos (todos menos uno) y doce religiosos, entre franciscanos, agustinos, jesuitas, paúles y pasionistas.

Al día siguiente de la clausura del Sínodo en la Catedral tapatía comenzó ahí mismo el Primer Congreso Eucarístico Diocesano, que concluyó cuatro días después, el 29 de mayo, con una ceremonia a la que asistieron algunos señores obispos, entre ellos el primado  don Luis María Martínez y Rodríguez.

Los estatutos de este primer Sínodo Diocesano de Guadalajara, pulcramente editados por la imprenta Font pocas semanas de la conclusión de esta Asamblea, fueron la norma disciplinar de la arquidiócesis durante 30 años, hasta los tiempos del Concilio Ecuménico Vaticano ii.

 

e.    El frustrado segundo Concilio Provincial de Guadalajara de 1954

 

Los Concilios Provinciales han sido asambleas deliberativas donde se legisla lo tocante a la fe y a las costumbres de las diócesis aglutinadas en torno a una sede arquiepiscopal.

El obispado de Guadalajara formó parte de la arquidiócesis de México de 1548 a 1864. En ese tiempo hubo cuatro concilios provinciales mexicanos: 1555, l565, l585 y 1771, aunque este último no llegó a recibir la aprobación oficial de la Santa Sede.

            Al crearse la Provincia Eclesiástica de Guadalajara (1863), la situación política no favoreció que se llegase a celebrar un Concilio Provincial sino hasta 1896, cuando ya no formaban parte de su circunscripción tres de las cuatro diócesis sufragáneas que se le adhirieron al nacer, toda vez que la creación del obispado de Chihuahua, el 23 de junio de 1891, elevó al rango de arquidiócesis la sede de Durango, a la que fueron adheridas Sonora y Linares (Monterrey), quedándose para Guadalajara la de Zacatecas, la recién nacida de Tepic y la de Colima, ya existente (1881), y agregándosele después la de Aguascalientes (1899).

            El primer Concilio Provincial de Guadalajara, convocado por el segundo arzobispo, don Pedro Loza y Pardavé, tuvo lugar entre 1896 y 97, pero sólo en 1905 fue aprobado.

 

f.      Los preparativos para el II Concilio Provincial

 

Aunque el Código de Derecho Canónico de 1917 disponía que cada veinte años el arzobispo convocara a una de estas asambleas, eso no fue posible en México, sometido de 1914 a 1940 al renacido anticlericalismo del gobierno civil.

Fue don José Garibi Rivera quien obtuvo en 1951 el visto bueno de la Santa Sede para convocarlo, lo cual hizo a principios de 1954, determinando que entre el 2 y el 9 de mayo tuviera lugar, en la catedral metropolitana. Con él a la cabeza, fueron padres conciliares los señores obispos don Antonio López Aviña, de Zacatecas; don Ignacio de Alba y Hernández, de Colima; don Anastasio Hurtado y Robles, de Tepic, y don Salvador Quezada Limón, de Aguascalientes, asistidos por más de noventa eclesiásticos, entre peritos, jueces sinodales, testigos sinodales, procuradores capitulares, consultores del Concilio, rectores de los seminarios y superiores mayores de las congregaciones religiosas.

El fruto de las deliberaciones fue de carácter normativo y se agrupó en tres libros: De la Fe, con dos títulos: de la fe y de la doctrina católica y de los errores contra la fe; De las personas, con tres títulos: de los clérigos, de los religiosos y de los laicos; y De las cosas, dividido en dos partes: de los Sacramentos y de los sacramentales, y del magisterio eclesiástico: de la predicación de la Palabra de Dios, de la catequesis, del Seminario, de las escuelas católicas, de la cuestión social y de los beneficios y bienes eclesiásticos.

 

g.    Publicación tardía

 

La Santa Sede autorizó las actas en agosto de 1958 (y en diciembre de ese año monseñor Garibi fue creado Cardenal). El 1º de enero del 59 se divulgó el decreto de publicación del Concilio. Su edición, confiada al eximio latinista presbítero don Néstor Romo, se imprimió el 27 de enero de ese año, dos días después de que el Papa Juan xxiii sorprendiera al mundo con la convocatoria para el Concilio Ecuménico Vaticano ii, circunstancia que paralizó totalmente la aplicación y vigencia del Concilio Provincial.

 

9.    Los Congresos Eucarísticos Diocesanos de Guadalajara

 

Durante el siglo xix, con el impulso de la civilización occidental, los habitantes de este planeta pasaron a ser los tripulantes de una inmensa nave que de entonces a la fecha se ha vuelto más pequeña, debido al empeño en el conocimiento, la experimentación y el análisis científicos y en la crítica del saber acumulado por los antiguos, no menos que una desconfianza rampante de las instituciones sociales.

La razón divinizada, baluarte del nuevo humanismo, hizo de la ley la garantía del orden, y del progreso la suma de las aspiraciones para remediar a todas las necesidades. De ese modo, la suerte de la Iglesia en las naciones fieles a Roma después del cisma protestante, al cimbrarse el trono, se tambaleó desde sus cimientos. Francia fue la primera en sufrir el embate de los nuevos tiempos, y después de ella todos los países católicos, incluyendo los de Iberoamérica, donde el anticlericalismo, en nombre de la razón, introdujo la barbarie hasta bien entrado el siglo xx.

Y bien, Francia, principio del caos, fue la cuna de los Congresos Eucarísticos Internacionales, y una mujer, María Marta Tamisier, inspirada por San Pedro Julián Eymard, la que alcanzó el permiso del Papa León xiii para celebrar en Lille, en 1881 el primero de los cincuenta Congresos Eucarísticos Internacionales que luego tendrán eco en todos los ámbitos: nacional, diocesano y parroquial, para adorar, contemplar, reflexionar y extender el misterio del altar.

 

a.    Guadalajara, ciudad eucarística

 

A fines del xix los templos de la capital de Jalisco profanados en 1857 fueron restaurados y se multiplicaron. Uno de los nuevos, el Expiatorio, sería consagrado al culto eucarístico en 1897. Menos de diez años después la ciudad fue sede del Primer Congreso Eucarístico Nacional, en 1906, que se repetiría en 1924 y 2000 en la ciudad de México, y ya en nuestros tiempos, en Morelia (2008) y el más reciente en Tijuana (2011).

Corona de lo todo fue el xlviii Congreso Eucarístico Internacional, que impregnó a Guadalajara de ricos frutos en torno a la Eucaristía, al grado que a la distancia de diez años siguen vivas muchas capillas de adoración perpetua a la devoción de los fieles.

 

b.    Los Congresos Eucarísticos Diocesanos

 

Los Congresos Eucarísticos de la Arquidiócesis de Guadalajara comenzaron en 1938, del 26 al 28 de mayo, para cerrar a los pies de Jesús Eucaristía los frutos del primer sínodo diocesano y unirse al xxxiv Congreso Eucarístico Internacional, que por esos mismos días se celebraba en la capital de Hungría, Budapest, en un acto al que asistió el arzobispo de México Luis María Martínez, y que se llevó a cabo durante la recta final del conflicto que durante veinte años sostuvo el sistema político mexicano, azuzado por el radicalismo de la Constitución de 1917.

El segundo, bajo el lema “Misterio de unidad”, tuvo lugar un cuarto de siglo después, entre el 19 y el 27 de mayo de 1964, coincidiendo con el xxxviii Congreso Eucarístico Internacional de Bombay y el primer centenario del nacimiento de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, y también con la celebración del concilio ecuménico Vaticano ii. Se desarrolló en una Guadalajara de renovada fisonomía urbana y de paz social. Los actos preparatorios  alcanzaron un rango de participación inédito, tanto de fieles como de sacerdotes y obispos que tomaron parte en el Congreso, incluyendo la apoteósica misa en el Estadio Jalisco y la publicación del poema “”Nocturno del Sacramento”, de don Benjamín Sánchez Espinosa, joya de amor y arte literario.

El iii Congreso Eucarístico Diocesano fue celebrado en respuesta al deseo del Papa Juan Pablo II de disponer espiritualmente a los fieles a la conmemoración del Año Jubilar 2000 de la Encarnación. Lo presidió el obispo auxiliar don Luis Chávez Botello, y tuvo lugar del 18 al 22 de junio de tal año, bajo el lema “Jesucristo, único Salvador del mundo, alimento para la vida nueva”. Comenzó en la explanada del Hospicio Cabañas y tomaron parte más de cinco mil fieles, preámbulo de la fervorosa asamblea de cincuenta mil almas en el Estadio Jalisco, presididos por el Nuncio Apostólico, monseñor Leonardo Sandri.

El iv Congreso Eucarístico vivió su fase cumbre del 16 al 21 de junio de 2014 en el templo Expiatorio y sus anexos, habiéndose dedicado el primer día a la vida consagrada, el segundo al presbiterio y el tercero a los fieles laicos, sesión esta última que alentó el panel “La Arquidiócesis de Guadalajara hoy, a 150 años de su fundación”, en la que tomaron parte los académicos Guillermo de la Peña, Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez. Concluyó el Congreso el 21 de junio con la celebración diocesana del Corpus Christi y su apoteósica procesión del templo Expiatorio a la Plaza de Armas.

 

10. Epílogo

 

La creación de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara fue posible gracias al desprendimiento de su territorio de la naciente diócesis de Zacatecas, que le quedó adscrita, al igual que las de Durango, Sonora, Sinaloa y el Vicariato Apostólico de la Baja California. Simbólicamente, bajo el palio del nuevo metropolitano, su último obispo, don Pedro Espinosa y Dávalos, se recompuso por corto tiempo la superficie del otrora inmenso territorio que en su tiempo formó parte de la diócesis Compostelana o Guadalajarense, pues el primero fue su nombre original, al erigirse como Iglesia particular en 1548, teniendo por sede la capital del Reino pomposamente llamada Santiago de Compostela, lugar que nunca pasó de ser un misérrimo caserío. El segundo y definitivo lo adquirió en 1560, al trasladarse las sedes oficiales a su asiento definitivo, gestión entorpecida hasta donde pudo hacerlo por el obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, quien con buen sentido jurídico argüía el inconveniente de casi lindar Guadalajara con los límites de su circunscripción.

En sus 315 años como diócesis, Guadalajara tuvo 31 obispos, si bien uno de ellos renunció a la mitra y tres murieron antes de tomar posesión de su cargo. De éstos, dos terceras partes (21) nacieron en la Península ibérica, y los restantes en el Nuevo Mundo, entre ellos un tapatío. Sumado en su totalidad, el lapso de las sedes vacantes y de la toma de posesión del prelado arroja en tres centurias intersticios que rebasan sobradamente el medio siglo.

Al momento de su elevación al rango de sede arquiepiscopal, de la circunscripción canónica de Guadalajara se habían desmembrado las diócesis de Durango (1623), Sonora (1777), Linares (1779), una pequeña porción del obispado de San Luis Potosí (1854) y casi la totalidad del de Zacatecas (1863), de modo que la superficie original, que en su tiempo abarcó un millón y medio de kilómetros cuadrados, se redujo a 150 mil, y en él, trece ciudades y trescientos once pueblos, pues el resto eran rancherías y estancias. Las parroquias eran 114, atendidas por un párroco y uno o dos coadjutores. La población ascendía a 900 mil habitantes. Había 290 templos habilitados para el culto, casi todos con un rector o capellán fijo, unos pocos con la visita ocasional del sacerdote y algunos más como oratorios públicos, en especial las capillas de las haciendas.

En el obispado había dos santuarios canónicamente reconocidos: el de Nuestra Señora de Talpa y el de Nuestra Señora San Juan de los Lagos, que también era colegiata y contaba con nueve capellanes.

Luego de la exclaustración de 1863, poco o nada quedó del personal de los conventos masculinos, casi todos establecidos en la ciudad episcopal: franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas, que en su conjunto ascendían a 140. Ya para entonces habían desaparecido de la diócesis los oratorianos, juaninos, betlemitas y jesuitas. También fueron disueltos los siete monasterios femeninos, cuyo personal sumaba 220 monjas: cinco en Guadalajara: las dominicas de Santa María de Gracia y de Jesús María, las carmelitas de Santa Teresa, las agustinas recoletas de Santa Mónica y las clarisas capuchinas; otro en Lagos, también de capuchinas, y el séptimo en Aguascalientes, de salesas. Ya antes, durante el ataque de Guadalajara entre septiembre y octubre de 1860, casi la totalidad de los conventos fueron reducidos a escombros.

En 1861 se disolvió el Seminario Conciliar, y robada su valiosa biblioteca, compuesta por doce mil volúmenes.

Hasta 1858 la Iglesia de Guadalajara estuvo al frente de tres hospitales y un hospicio o Casa de Misericordia. Las escuelas católicas eran quince y de las asociaciones de fieles laicos sólo subsistieron tres: la de San Juan Nepomuceno, la del Santísimo Sacramento y la de San Vicente de Paúl.

Durante la guerra, los liberales se dieron a la tarea de hacer piras con las pinturas y esculturas de los templos, lo cual explica por qué son muy contadas en el Occidente de México las obras de arte sacro de los tiempos anteriores a 1864.

Otros autores se han interesado en ponderar la favorable impresión que tuvo el obispo de Guadalajara cuando, camino al destierro, cruzó el enorme territorio de los Estados Unidos y pudo constatar, para sorpresa suya, el estado floreciente de la Iglesia católica en ese país de mayoría protestante. La libertad religiosa, garantizada absolutamente por las leyes, permitía las manifestaciones públicas de fe celebradas sin dificultad alguna dentro y fuera de los templos.

La ingente tarea de restaurarlo todo rebaso el tiempo vital de don Pedro Espinosa. Tuvo al menos la satisfacción de arribar a su ciudad episcopal en medio de una apoteósica recepción, y de llevar a feliz término obras en su catedral como no se hacían desde el siglo xvii: el peinetón y el relieve del imafronte, la cúpula sobre el coro y el cuádruple altar marmóreo, lamentablemente quitado de su sitio.

La desastrosa gestión encabezada por Maximiliano de Habsburgo comenzó por malquistarse con el bando conservador y con los obispos. Lejos de abolir las leyes de reforma, planteó al nuncio apostólico, monseñor Pier Francesco Meglia, las directrices de un concordato del todo regalista que el diplomático recibió con estupor. Liberal de cepa, el flamante emperador intentó granjearse la simpatía de los liberales mexicanos y pudo sostenerse tanto cuanto Francia apoyó con cuadros milicianos su endeble gobierno. Desaparecido este apoyo y brindándolo ampliamente a sus adversarios el gobierno de los Estados Unidos, al cabo de pocas semanas sobrevino la ruina absoluta del fugaz Imperio mexicano, con el resultado desagradable de quedar la Iglesia de nuevo en la mira de la triunfante facción republicana durante la década siguiente.

La muerte impidió al arzobispo de Guadalajara ser testigo de este colapso, y su sucesor, don Pedro Loza y Pardavé, naturalmente revestido de “la prudencia, aquella gracia especial que es tan necesaria en los que mandan”, se impuso la tarea de recomponer su Iglesia en los estrictos marcos de una legislación que supuso el fin de una era, la del Estado confesional, y el principio de otra, la del catolicismo social y de base.

Rebasa las pretensiones de este artículo exponer las obras que acometió el segundo arzobispo guadalajarense; baste señalar que, usando de un tacto admirable, estableció un programa de escuelas parroquiales en todo su obispado; que nada más en Guadalajara alentó la construcción de 26 templos, a razón de uno por año de su gestión, entre ellos cuatro santuarios: el de San José de Gracia, el del Sagrado Corazón, el de Nuestra Señora del Carmen y el de Nuestra Señora de las Mercedes, y dejó iniciado el monumental templo Expiatorio; que multiplicó en su tiempo obras sociales tales como el asilo y hospital del Sagrado Corazón en Analco, el Patronato de San José Obrero en Mexicaltzingo, la casa de ejercicios de Los Dolores y el colegio de la Preciosa Sangre en el barrio de El Santuario, el orfanato de La Luz, el hospital de la Beata Margarita María de las Siervas de María y el hospital de San Camilo en el barrio de Jesús, coronándolo todo la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo.

Sin embargo, su obra material más característica fue la nueva sede del Seminario Conciliar, ejecutada por el ingeniero don Antonio Arróniz Topete entre 1892 y 1902. En sus honras fúnebres se recordó que

 

en su dilatado y glorioso periodo consagró nueve obispos… fueron ordenados… más de seiscientos sacerdotes… se levantaron más de cien templos o capillas, lo cual significó que no sólo restauró las ruinas del pasado, sino que avanzó poderosamente por el camino magnífico del progreso cristiano. 

 

            El impulso del clero nativo, la rotunda definición del clero diocesano, el catolicismo social de los primeros años del siglo xx serán los frutos de esta era, suficientes para afrontar la avalancha de la furiosa persecución religiosa que se desatará entre 1914 y 1940, postrer intento del totalitarismo estatal para someter a su arbitrariedad a la Iglesia católica en México.



1 Cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara

2 Cf. Denles ustedes de comer, “anexo histórico” del subsidio del iv Congreso Eucarístico de Guadalajara, Guadalajara, Tips Gráficos, 2014, pp. 5-20.

3 Eso fue durante las dos expediciones de Juan Francisco de la Bodega y Cuadra, que comenzaron en el puerto de San Blas en 1774 y en 1788, durante las cuales exploró toda la costa noroeste de América por el Océano Pacífico hasta Alaska.

4 Ambos hechos acaecieron el mismo año de 1767, en el cual zarpó el misionero de San Blas. La diócesis de Sonora será creada diez años después.

5 El último recorte de su territorio fue al nacer la diócesis potosina en 1854.



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