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Cartas vs. cartas

Luis Medina Ascencio, S.I. / Luis Sandoval Godoy

La gentileza de don Luis Sandoval Godoy ha facilitado a este Boletín un mecanoescrito de su  archivo particular redactado en 1993 donde intercala párrafos del prólogo de Luis Medina Ascencio, con cartas intercambiadas entre los presbíteros Antonio Correa y José Garibi del primer volumen de la obra Historia del Seminario de Montezuma1

Dicen los historiadores que durante el gobierno de don Porfirio Díaz la Iglesia gozó de una paz relativa, gracias a la política de tolerancia del famoso dictador mexicano. En sus últimos periodos presidenciales se fue desarrollando una inmensa campaña de resurgimiento y reorganización del viejo Partido Liberal; éste se sintió pospuesto por Díaz, y preparó su saña contra con quien consideraba como colaborador del odiado déspota: la Iglesia Católica.

Con esa circunstancia se mezcló lo de siempre: se acusó al clero de complicidad con las injusticias y abusos de los latifundistas, que no siempre respetaban los viejos derechos territoriales de los indígenas y de otros pequeños propietarios.

El Presidente Madero, con su política moderada, dio pie a los liberales exaltados para suponer que los católicos, y con ellos el clero estaban influyendo para que el popular presidente diera paso atrás en las pretensiones sociales de los que se llamaban a sí mismos los auténticos revolucionarios.

Por otra parte, las observaciones que más tarde hicieron en la Cámara los diputados católicos sobre las deficiencias evidentes del gobierno maderista, fueron un nuevo motivo para acusarles de que estaban preparando ocultamente la caída del primer gobierno revolucionario.

Y, naturalmente, cuando Huerta se encaramó en la Presidencia, consideraron al Partido Católico como causante de la caída del maderismo, y no tuvieron empacho en acusar al clero de haber apoyado al gobierno usurpador.

Esas y otras muchas calumnias contra el clero y los católicos en general se difundieron profusamente entre las huestes revolucionarias de Carranza y Villa que no se distinguían precisamente por su cultura y moderación; y desde luego, toda la avalancha revolucionaria cargó su mano brutal sobre todo lo que oliera a sacristía; las confiscaciones, los robos más descarados estuvieron a la orden del día. En todas las formas posibles, se dedicaron a perseguir a los señores obispos, a los sacerdotes y a los católicos en general.

Las columnas revolucionarias de las diversas facciones, en sus movimientos por el país, fueron necesitando cuarteles pata sus tropas; y nada parecía mis a propósito que la ocupación inmediata de los edificios de la Iglesia. Los edificios de los Seminarios fueron ocupados también para ese objeto. Lo que siguió, ya se puede suponer; se suspendió la vida de dichos establecimientos» y los seminaristas se dispersaron, cuando no fueron tomados prisioneros por la soldadesca inhumana y brutal.

Buen número de obispos y gran número de sacerdotes fueron desterrados directamente, o las circunstancias mismas, el ambiente de persecución constante y tenaz, los obligaron a salir del país; unos se refugiaron en las regiones fronterizas de los Estados Unidos; otros pasaron a la vecina República de Cuba, y aún hubo quienes se dirigieron a los países de la América Central.

Tanto Carranza como Villa se mostraron hostiles a la Iglesia aun cuando en alguna circunstancia mostraron una cierta moderación. Pero el general Obregón, cuando llegó a Guadalajara en su marcha sobre la capital ocupada aún por Huerta, se incautó el hermoso edificio de Santa Mónica, además de otros edificios religiosos. Cuando se acercaban las tropas, llegó a decirse que pensaban engrosar sus filas con los seminaristas; por eso, antes de que ellos llegasen a la ciudad, se disolvió el Seminario y dejaron el edificio casi solo.

Vino más tarde la escisión entre el General Obregón y el Presidente Carranza, el triunfo del Plan de Agua Prieta y el asesinato del Presidente Constitucionalista. Poco después iniciaba Obregón su periodo presidencial (1920-1924), y con él se dejaba sentir en todo el ámbito del país un hondo anhelo de paz estable y duradera. Sin embargo, no fue así, no obstante ciertas apariencias de tolerancia y tranquilidad pública.

Obregón escogió para el Ministerio de Gobernación al general Plutarco Ellas Calles; a éste se atribuyeron los frecuentes actos de persecución cometidos bajo la Presidencia del manco de Celaya. Por ejemplo, el 8 de febrero de 1921, se izaba en la catedral de Morelia la bandera roja. Y el 14 de febrero de ese mismo año, 1921, tenía lugar el ultraje más doloroso y sensible para el pueblo mexicano, de cuanto acaecieron en todo el período de las persecuciones: explotaba una bomba a los pies de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en su basílica del Tepeyac.

El 1 de mayo de 1922 una turba desalmada de mil socialistas atacó la casa de la A.C.J.M. en la capital, después de una resistencia heroica de los ocupantes, se apoderaron aquellos del local, destruyeron todo cuanto encontraron y apuñalearon cobardemente una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe.

Los prelados mexicanos, angustiados por los horrores de la Revolución de 1914, habían hecho voto de edificar un templo nacional al Sagrado Corazón de Jesús en la capital. Por esos primeros años de la Presidencia de Obregón, el señor obispo de León, Guanajuato, don Emeterio Valverde Téllez había logrado la construcción de un monumento a Cristo Rey en la cumbre del cerro del Cubilete, cercano a la ciudad de Silao, Guanajuato. Se acordó dar al monumento carácter nacional, y con ese motivo vieron los obispos que era ese el lugar más indicado para el cumplimiento de su promesa. Se organizó pues un solemne acto religioso para el día 11 de enero de 1923. Se obtuvieron los convenientes permisos para realizarlo. Se hizo propaganda en toda la República y acudieron católicos en número de cerca de ochenta mil al referido lugar, que era, por otra parte, propiedad particular. El día señalado, ante la presencia de no pocos prelados, hizo la bendición solemne de la primera piedra del nuevo monumento nacional a Cristo Rey el entonces Delegado Apostólico monseñor Ernesto Filippi.

Con este motivo se armó un gran escándalo en los medios gubernamentales. Consideraron ese acto religioso como una violación flagrante a las Leyes de culto. Dio el gobierno por ello, la orden de expulsión del Delegado Apostólico y consignó a los Tribunales a varios obispos que habían tomado parte en las ceremonias.

También se celebró ese año, 1924, el Primer Congreso Eucarístico Nacional, del 5 al 12 de octubre. Pudo celebrarse dentro de los muros de la catedral de México. No dejaron, sin embargo, de manifestarse algunas dificultades por elementos del gobierno. No se pudo celebrar al fin, la grandiosa procesión que se había proyectado, ni la representación teatral preparada en uno de los teatros de la capital.

Luego vino a la Presidencia de la República Plutarco Elías Calles el 1 de diciembre de 1924. Se dice que instigado por Luis N. Morones, ministro de Agricultura, concibió Calles la estrafalaria idea de dividir a los católicos creando una “Iglesia Católica Mexicana” al frente de la cual puso a un sacerdote apóstata, llamado Joaquín Pérez, que tomó el pomposo título de Patriarca; éste con algunos de sus seguidores tomó violentamente la iglesia de la Soledad a pesar de la oposición del pueblo que se resistía a ese traspaso de la propiedad eclesiástica. Casi nadie hizo caso de la iglesia así fundada; se hizo un completo vacío al Patriarca y así acabó tan descabellado proyecto.

Con el ánimo de fijar la posesión de la Iglesia ante sus perseguidores y orientar a los creyentes en la fortaleza ente los asedios que se iban multiplicando cada vez, se hizo aparecer y propagar una Carta Pastoral de los obispos mexicanos, publicada en 1917 a propósito de la Constitución de Querétaro; la línea del gobierno contra la Iglesia se mantenía, por ello tenía que ser la misma actitud de la Iglesia contra sus perseguidores.

Como respuesta a la Carta de los señores obispos, Calles publicó el 14 de junio de 1925 sus Reformas al Código Penal, o también llamadas Ley Calles. Por esas leyes se crearon los delitos de la religión según los cuales se imponían fuertes multas y castigos a los transgresores. En el artículo 22 de la misma se decretaba que los edificios s de los seminarios pasarían al dominio directo de la nación para ser destinados a servicios públicos.

Con fecha 1 de agosto de 1926 se estableció para todo el país la vigencia radical de la Ley Calles. Ante la intolerancia e incomprensión de un Gobierno decidido a quebrantar uno de los puntos esenciales de la vida de la Iglesia, el libre ministerio pastoral de los sacerdotes, los obispos mexicanos no vieron otra salida que retirar de los templos a los sacerdotes para no tener que someterse a la intromisión de las autoridades públicas en su actividad pastoral.

Y volvía a repetirse lo de siempre: el gobierno trataba de justificarse ante la opinión nacional e internacional: la agitación pública era propiciada por los obispos, su rebeldía ante la ley, daba lugar al estado de inquietud y de riesgo en que se veía la paz social; cuando en realidad, todo provenía del plan que se habían propuesto los enemigos de la Iglesia: acabar con la institución que consideraron como un estorbo para sus desenfrenos en todos los órdenes.

            Ese día 1 de agosto del 1926, desfilaron por las calles de México una buena cantidad de obreros de la crom (Confederación Regional Obrera Mexicana), la organización de Luis N. Morones que sostenía abiertos fines anticlericales y para apoyar la política del Presidente Calles en su conflicto con la Iglesia.

Con el ánimo de hacer valer su derecho de petición a las Cámaras, dirigieron los obispos un Memorial al Congreso de la Unión, en el que solicitaban la reforma de los artículos de la Constitución que afectaban la libertad de la Iglesia. Los diputados les respondieron diciéndoles que su petición no era ni digna de tomarse en cuenta porque los firmantes, como súbditos del Papa, habían perdido su calidad de ciudadanos mexicanos.

Entonces, a nivel de la población católica de todo el país, se echó mano de un nuevo medio para hacer presión sobre el gobierno, esto fue el boicot comercial. Los católicos decidieron comprar solamente lo más indispensable para sus necesidades personales y domésticas, nada de lujos ni diversiones. Cuando parecía que el movimiento empezaba a dar resultado, el gobierno persiguió a los organizadores, encarceló a gran número de propagandistas, impuso multas, etcétera.

Con más saña entre tanto, seguía el gobierno su plan de persecución apoderándose de las propiedades de la Iglesia, cogiendo prisioneros a muchos sacerdotes que oficiaban en alguna forma oculta y clausurando las pocas escuelas católicas que quedaban y apoderándose de los edificios de los seminarios que no habían sido clausurados.

Con estos antecedentes vino a partir del primero de enero de 1927 el estallamiento de la llamada rebelión cristera que defendía los derechos del hombre a la libertad de conciencia y desconocía el gobierno del General Calles. Tras el levantamiento, vinieron las represalias; fueron ejecutados muchos sacerdotes, imputándoles una participación directa o el impulso o caudillaje de los cristeros. La saña de los perseguidores se recrudeció al verse frente a un pueblo que tenía el valor de resistir a sus tiranías. Fue un constante movimiento de guerrillas, que tuvo en jaque las tropas del gobierno casi en forma constante hasta el año 1929.

Lo que se decía o se hacía a nivel público tenía en el seno de la Iglesia de México, un desconcierto y aún la oposición más firme de parte de algunos eclesiásticos que consideraban que si de algún modo fue auspiciado o siquiera aprobado el movimiento armado por parte de algunos señores obispos, con esto se ponía la Iglesia en actitudes políticas que en modo alguno podían avenirse al espíritu del Evangelio.

Así lo comunica en carta muy confidencial el señor canónigo penitenciario don Antonio Correa al presbítero doctor don José Garibi Rivera, que apenas tiene en la diócesis tres años de haber regresado de Roma. Dice el monseñor que la Iglesia no requiere de libertad, no necesita sino la vida para cumplir su misión. Este es el texto, en párrafos entresacados del original:

25 de julio de 1927

Me va a permitir su señoría que hablándole con toda franqueza y con la sinceridad que me caracteriza, le diga mi manera de pensar en cosas de grandísima importancia, pero teniendo muy presente que cuanto diga, no lleva ninguna intención de lastimar personalidad alguna, sino de esclarecer su ilustrado juicio y ver si en vista de los considerandos que yo haga, puedo lograr que se cambie de ruta y reaccione el criterio de los que como vuestra señoría tienen autoridad sobre los grupos a quienes no sólo yo, sino innumerables sacerdotes culpamos de las desgracias de nuestra adorada Iglesia y que se aleje cada vez más el día en que ella pueda no recobrar su libertad, que no necesita, sino la vida para cumplir su altísima misión que su Fundador le confió y que desgraciadamente se le está arrancando por aquellos que debieron conservarla. No soy maestro, señor doctor, pero en mi pequeñez veo con inmensa claridad que la Iglesia, a cuyo servicio me he consagrado con todas las fuerzas de mi espíritu, no tiene como cosa esencial para vivir, la libertad; ella nació bajo la férrea mano de la tiranía, ella se desarrolló bajo el mismo despótico gobierno de quienes intentaron acabar con ella; y rara, muy rara vez ha merecido la libertad de los que gobiernan acá abajo. ¿Por qué pues se empeñan tanto los hijos de esa Iglesia de que para vivir ha de recobrar su libertad?

El padre Garibi Rivera, responde al canónigo Correa comenzando por adelantar que existen entre ambos, criterios muy distantes; sin embargo, quiere decirle que la libertad es un derecho innato en el hombre y por consiguiente en las instituciones formadas con hombres. En seguida, partes de esa contestación:

16 de agosto de 1927

Debo advertir que por su citada carta me convencí de que estamos distanciados en el criterio, cosa que lamento, pero creo que no llevará a V.S. a mal que quiera seguir lo que me parece debe ser, por más que V.S. tenga otras convicciones:

1.     El sacerdote en las luchas armadas en México, no debe intervenir ni haciendo revoluciones ni tampoco deshaciéndolas

2.     La Iglesia, aunque muchas veces ha carecido de su libertad, (no tanta como lo asienta V.S.) tiene pleno derecho a gozar de ella, y por lo menos reclamarla, y sus hijos no deben contentarse a que solamente se le deje vivir, sino a que recobre esa libertad: aunque puede y debe trabajar la Iglesia en el reducido ámbito que se le deje.

3.     Aunque es posible que el episcopado, apoyado y autorizado para ello por la Santa Sede sobre la conducta práctica que debe seguir en determinadas circunstancias puede errar, sin embargo, es muy peligroso afirmar de plano y de un modo categórico tal error.

La mejor esperanza de éxito en dificultades tan grandes como las actuales, está en la disciplina, y no debe un sacerdote en particular emprender una labor de oposición a la orientación general dada por los prelados. Aún más, ni siquiera es conveniente que un prelado se aparte del modo de obrar del cuerpo de los demás

Por lo demás, la muerte de los sacerdotes que han perecido, como sabemos, yo la veo más en el orden sobrenatural que en el natural. No recuerdo si llegué a comunicar a V.S. mi convicción de que la actual situación de nuestra pobre Patria no se resolvería, a mi modo de ver, si no era con sangre de mártires. (Ese 1927: Jesús Álvarez, 30 de marzo, Sabás Reyes, 14 de abril, Ramón Adame, 21 de abril, Cristóbal Magallanes, 25 de mayo, Agustín Caloca, 25 de mayo, Isabel Flores, 21 de junio, José María Robles, 26 de junio). Ahora creo que la hay, porque sin ocuparme de los que han perecido en la Revolución, a quienes me refiero, los siete sacerdotes que han muerto en el arzobispado, los tengo por verdaderos mártires. Ahora sí creo que está próxima la resolución de nuestros problemas. ¿Cómo? No sé, porque ya he dicho a V.S. que no tengo fe en los grupos armados: la solución Dios sabe cómo ha de venir, pero la espero.

Al canónigo Correa no le convencen los argumentos del padre Garibi. Y en su firme y resuelta actitud contra la violencia: grupos de cristeros en el cerro y obispos y sacerdotes que los apoyan, presenta ahora una serie de antecedentes históricos por los que demuestra que todo esto acabará mal. Me permito presentar a V.S. diez razones por las cuales le demuestro que no conviene que se defiendan los derechos de la Iglesia y se trate de recobrar su libertad por medio de la violencia:

24 de agosto de 1927

1.     Porque no podemos convencernos de que eso sea conforme con el espíritu del Evangelio. No encontramos en él un solo texto siquiera que pueda a distancia saber a rebelión, fuera de que los hechos históricos de nuestros antepasados nos hablan muy claramente de la paciencia y resignación con que soportaron las persecuciones, y las doctrinas de los Santos Padres son abundantes en exhortaciones a la conformidad con el padecimiento. El Mensaje al Mundo Civilizado del ilustrísimo señor Manrique ha caído profundamente mal en cuantas personas de valor lo han leído.

2.     Porque dados los antecedentes de nuestra Iglesia, al volver de nuevo a las armas se resucitan los odios y pasiones contra ella, considerándola como facción política, ambiciosa de poder, haciéndola despreciable a los ojos de sus propios hijos. En muchos prendió el liberalismo en los pasados tiempos debido a la actitud política de la Iglesia. Y ahora, están mucho más avanzadas las preocupaciones contra la Iglesia por las doctrinas disolventes que imperan.

3.     Porque nunca prospera en México revolución alguna que no cuente con el apoyo de Estados Unidos y jamás contará la facción católica con que ese apoyo por razones clarísimas que no necesito aducir.

4.     Porque hay que aceptar, queramos que no, que la Revolución se ha consolidado y hecho Gobierno y sólo dentro de ella hay que buscar la manera de que viva nuestra Iglesia. Pensar lo contrario es absurdo.

5.      Porque en nuestro campo no tenemos personas de capacidad suficiente para esas empresas; y engañar a las masas con mentidos caudillos es un crimen del cual exigirá Dios estrecha cuenta.

6.     Porque los que andan metidos en esa empresa son casi en su totalidad gente vaga y floja que se arrima a ella como buscando el medio de vivir, pero sin escuela ni capacidad. Sembrando la división en el propio campo y ultrajando muy directamente los derechos del sacerdote, pues siempre lo coloca en segundo término.

7.     Porque solicitar para esos triunfos la intervención extranjera, como lo hace el señor Manrique es un crimen de lesa patria. Crimen que siempre le han achacado a la Iglesia en nuestra nación.

8.     Porque con la revolución exacerbando pasiones a los factores y colaboradores de ella se les imputará la desaparición de tantas y tantas inocentes y muy bien intencionadas víctimas. De todos los fusilamientos injustos de honorabilísimos sacerdotes quienes han sucumbido no porque lo fueran, sino por ser de la categoría y partido de los revolucionarios. Ellos murieron y morirán si no se cambia la ruta, no porque eran sacerdotes, repito, no porque se les obligó a dejar de serlo, ni porque celebraban los augustos misterios, ninguno de ellos fue sacrificado en esos actos o por no dejar de hacerlos, sino porque eran de la facción católica, enemiga del gobierno. Mientras no estalló la rebelión hasta públicamente andábamos en las ciudades y celebrábamos en lo privado sin riesgo de la vida.

El padre Garibi reside en La Paz Baja California desde donde presta funciones de enlace con la diócesis y con sus diocesanos al señor arzobispo en destierro don Francisco Orozco y Jiménez. En este ir y venir de cartas hay una intermitencia de tres semanas. Es un fuego cruzado que no parece ceder por ninguno de los dos lados. En su respuesta a la anterior, el doctor Garibi Rivera defiende la calidad de los sacerdotes fusilados en su nivel de mártires, aun cuando los verdugos hayan puesto como explicación o justificación su apoyo a los católicos en lucha. Una parte de esa carta dice lo siguiente:

20 de septiembre de 1927

Las diez razones que me expuso en la primera parte de su carta para convencerme de algo que no he llegado a disputar, las agradezco, y aunque se podrían hacer observaciones a algunas de ellas, no tendría objeto hacerlas, y menos por carta. Entiendo que es trabajo perdido el presentármelas, no precisamente por mi gran terquedad, según juzga su respetable opinante, sino porque ya he dicho que mi opinión particular es que debería haberse seguido otro camino, aunque no dejo de conceder, por lo menos probabilidad extrínseca de lo contrario. Sólo anoto aquello en que V.S. parece asentar que los sacerdotes asesinados no lo han sido por el hecho de ser sacerdotes y le recuerdo que a los cristianos en tiempo de Nerón les dieron muerte no por serlo, sino porque incendiaron a Roma, y a los últimamente beatificados muertos en la revolución francesa, se les mató porque estaban aliados con los aristócratas y con el ejército de oposición de la Vendee…

En su contestación, machaca el canónigo Correa su insistente petición: que se depongan las armas, que los católicos combatientes vuelvan a sus hogares. Va a cumplirse un año desde que se inició el movimiento, lejos de una esperanza de solución, se enfebrece cada vez el estado de las partes en pugna y más lejos la esperanza de resolver la situación.

15 de octubre 1927

Ciertamente el camino de la violencia que es el que combato, forma criterio muy adverso a la Iglesia, pues no hay que olvidar que en la guerra de Reforma, la actitud del Partido Conservador patrocinado por la Iglesia, llevó más partidarios al campo enemigo que la propaganda hecha a su favor. ¿Que ha sido un fracaso la rebelión que sólo ha servido para recrudecer y prolongar por más tiempo la persecución, lo podrá negar V.S.? Si ese camino fue un fracaso ¿no cabría tender al otro para volver al uso del derecho que se abandonó reanudando el culto en donde se pudiera, y haciendo labor de paz y de silencio en las filas de los de la Unión, que por ahora se ocupan sólo de injuriar a quien no piensa como ellos? Ya sé que estas cosas no estarán en manos de V.S. pero sí puede, con su carácter director influir muchísimo en el cambio de ruta.

Respecto de los ejemplos que me cita para juzgar mártires a las víctimas de la rebelión, creo no es el caso, porque en Roma se achacó a los cristianos el incendio de la ciudad, y aquí no es achaque, sino que es una verdad de que todos resultamos miembros de una facción que trata de derrocar al gobierno, como claramente lo dice la Liga de la Defensa de la Libertad Religiosa y lo ratifica monseñor Zárate, ¿Miento en esto?

El padre don José Garibi, contesta al señor penitenciario que la lucha en México contra la Iglesia lleva el empeño de quitarle presencia, restarle influencia en la sociedad, y que eso sólo sucederá cuando acaben con toda ella. ¿Sabiéndolo, no es justo y meritorio el sacrificio de quienes defienden el nombre de le Iglesia y su acción en la sociedad? En cuanto a los sacerdotes sacrificados tiene que aceptarse que su sacrificio se debió ni más ni menos que al hecho de ser “curas”, como despectivamente los nombran los enemigos de la Iglesia.

El 27 de octubre de 1927

Nuestra historia nos confirma precisamente lo que V.S. dice, que quieren acabar con la preponderancia social de ella, confirma lo indicado, porque no acabarán con su influencia, sino es acabando con ella misma. ¿Cree V.S. que durará mucho tiempo la Iglesia, salvo una especial intervención de la Providencia, con el programa religioso que ha trazado, por más que en México anuncien uno que otro acto religioso?

Por lo demás, lo he dicho, no fui ni soy partidario del camino que se tomó, pero no me atrevo a decir con tanta claridad que se ha fracasado.

Si fue partidario de la intransigencia desde el principio, y si debía seguirse el camino de las condescendencias, esto se debió ser desde el primer momento; ahora sería desastroso volver atrás, más, mucho más que lo que V.S. cree que vendrá después del actual estado de cosas. Este es mi criterio.

Tampoco me convence lo que indica para no juzgar mártires a los sacerdotes que han muerto: no por ser miembros de la Liga, sino porque son curas; todavía no hallo la diferencia ni con los cristianos de Roma ni con los mártires de Francia.

Para cerrar este enfrentamiento epistolar de dos dignatarios de la Iglesia de Guadalajara, al momento en que se recrudecían sangre y fuego, los enfrentamientos de los cristeros con las tropas del gobierno, un último trozo de la carta del canónigo Correa en que noble y piadosamente anticipa que tal vez pudiera llegar un día en que hubiera de ir a arrodillarse al altar de alguno de los sacerdotes sacrificados. No alcanzó a hacerlo, no alcanzó a vivir el triunfo de la Iglesia en la beatificación de sus mártires, hecho del cual estamos a una semana del primer aniversario de este fasto día.

28 de enero de 1928

Ciertamente que los sacerdotes desaparecidos han sucumbido por ser curas instigadores o protectores de la lucha emprendida por los de la Liga, o cuando menos visiblemente se les ha tomado como tales. Ya se depurarán los hechos y entonces, cuando la Iglesia los declare mártires, no tendré empacho y sí grandísima satisfacción de arrodillarme ante sus altares.



1 En dos volúmenes. Editorial Jus, México, 1962. Las referencias aludidas están en el volumen I a partir de la página 1. Luis Medina Ascencio se ordenó presbítero por el clero de Guadalajara, pero pasó a la Compañía de Jesús, consagrándose a la investigación histórica. Es autor de muchos y muy variados textos. Murió en Guadalajara en 1998.



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