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Salvar la fe en tiempos de guerra: las licencias y medidas extraordinarias para la administrar los sacramentos y la formación de los seminaristas durante la persecución religiosa en México (1926-1937)

Juan González Morfín1

El Presidente Plutarco Elías Calles, decidido a someter al clero a su Gobierno al precio que fuere, elevó al rango de delito federal las infracciones a las leyes que constreñían la libertad religiosa en México. Orillados por eso, los obispos mexicanos dispusieron suspender el culto público en el país. Ambas acciones detonaron la Guerra Cristera (1927-1929). En este artículo se expone cómo se relajó la disciplina eclesiástica para administrar los sacramentos en tan duro trance

Introducción

El 2 de julio de 1926 el Diario Oficial de la Federación publicaba una reforma al Código Penal Federal dictada por el Presidente Calles en la que se tipificaba como delito que conllevaba una pena carcelaria la desobediencia a las distintas disposiciones que restringían la libertad religiosa y, especialmente, la que obligaba a los sacerdotes a registrarse ante el gobierno civil para obtener autorización de ejercer su ministerio. El episcopado mexicano explicó en una Instrucción Pastoral Colectiva que la obediencia a esa ley equivaldría a someter la Iglesia a los dictados del gobierno, por lo que ordenaba a los sacerdotes que, a partir del último día de julio, en el que entraba en vigor la que sería posteriormente conocida como Ley Calles, se suspendiera en todas las iglesias del país “todo acto de culto público que exija la intervención de un sacerdote”.2

            Aunque de manera individual ya se había tomado en algunos estados de la República, era la primera vez que tal medida se adoptaba para el país entero. En aquellos lugares en que se había optado por la suspensión del culto público, los fieles habían encontrado en el culto privado, es decir, el que se llevaba a cabo en casas particulares, un paliativo para su práctica religiosa y, más concretamente, para la recepción de los sacramentos. Sin embargo, a partir de los primeros días de agosto de 1926 las autoridades comenzaron también una despiadada persecución del culto privado y de todas las manifestaciones religiosas. A causa de esto, los obispos se dieron a la tarea de conseguir excepciones a la regla canónica, con el fin de facilitar que los fieles, no pocas veces arriesgando su patrimonio y su vida bajo su cuenta y riesgo, pudieran gozar de los sacramentos.

            La historiografía contemporánea de esos primeros años de persecución relata cómo en esas circunstancias se autorizó una liturgia breve para la misa: los sacerdotes podían celebrarla en cualquier sitio, incluso sin ornamentos, restringiendo el rito sagrado, si era necesario, al ofertorio, la consagración y la comunión. Además, a los fieles se les permitió comulgar en cualquier momento, aunque no hubieran ayunado y, en casos excepcionales, fueron autorizados a conservar el Santísimo sobre el pecho e, incluso, a darse la comunión a sí mismos y a llevarla a los enfermos.3 Y así, a pesar de la persecución, en la clandestinidad se decían misas, se administraban los sacramentos, se tenían horas santas y se asistía a los moribundos.4

Un libro cuya primera edición data de 1929 relata cómo los primeros viernes de mes, en algunas regiones del país, la actividad era especialmente intensa; por ejemplo, en un viernes primero los catorce jesuitas que permanecieron en Guadalajara consiguieron ellos solos repartir ocho mil comuniones.5

En este artículo se buscará ahondar en algunas de estas medidas a las que se tuvo que recurrir para conservar la fe en tiempos de guerra. Varias de ellas se tendrían que prolongar o volver a adoptar incluso después de haber terminado la guerra cristera.

1.    La dispensa del ayuno eucarístico

Por aquella época, el canon 858 del Código de Derecho canónico de 1917 prescribía que, para recibir la Sagrada Comunión, se viviera el “ayuno natural”, es decir, que a partir de terminada la cena del día anterior no se consumiera ningún alimento antes de recibir la eucaristía.6

Esto no podía cumplirse fácilmente en condiciones de guerra, en las que en pocas ocasiones y difícilmente previsibles los fieles comulgaban. Muchas de ellas verdaderamente sorpresivas, pues la invitación a asistir a una Misa clandestina podía llegar en cualquier momento. Lo mismo los primeros viernes, en los que a la hora menos sospechada podría llegar un ministro a ofrecer la posibilidad de recibir al Señor. Por ello, se había obtenido de la Santa Sede la relajación de esa norma, licencia que, motu proprio, algunos mantuvieron incluso después de haber cesado las causas que la habían originado.

En efecto, al año siguiente de haber terminado la guerra de los cristeros y cuando parecía que las persecuciones habían sido superadas, en la arquidiócesis de México, por instrucciones de su prelado, se leyó una Circular firmada por el secretario del arzobispado que decía:

El Ilmo. y Revmo. Sr. Arzobispo ha tenido a bien disponer diga a Uds. (…) que ha llegado a su conocimiento el que algunas personas, creyendo que están aún en vigor las especiales concesiones que se dignó hacer la Santa Sede para que pudiera recibirse la Sda. Comunión sin estar en ayunas, continúan acercándose a la Santa Mesa después de haber tomado alimento, a pesar de haber cambiado radicalmente las circunstancias anormales que motivaron aquellas concesiones, las que, por lo mismo, han dejado de estar vigentes; por tanto, encarece a Uds. procuren poner en conocimiento de los fieles que han cesado las mencionadas concesiones y que está en todo su vigor el canon 858 que prescribe el ayuno natural para la recepción de la Sda. Eucaristía, a no ser que se trate de la administración del Sdo. Viático o de la comunión de enfermos que ya tengan un mes de estar en la cama y sin esperanza de pronto alivio y a quienes se puede permitir que una o dos veces por semana tomen algo de medicina o alimento líquido antes de comulgar, según el consejo de un prudente confesor.7     

Como se alcanza a ver, diversas razones llevaron a que un número significativo de fieles no observaran el ayuno después de haber cambiado las circunstancias que habían motivado la relajación de la ley, lo que originó que se tuviera que recordar la vigencia del precepto una vez superada aquella situación. Sin embargo, como se verá más adelante, muy pronto habría que acudir a otra dispensa de la ley del ayuno en beneficio de los sacerdotes celebrantes, a causa del recrudecimiento de ciertas medidas antirreligiosas.

2.    Dispensa de la “Misa pro populo” y posibilidad de decir más de una Misa al día

Siguiendo una tradición secular, el Código de Derecho canónico de 1917 había prescrito la obligación de que los sacerdotes con cura de almas celebraran los domingos y días de fiesta una “misa por el pueblo”, y abstenerse de ello conllevaba la comisión de una falta grave.8 Al mismo tiempo, el mismo Código sólo permitía celebrar una misa al día y dos los domingos, de manera ordinaria. Por la escasez de clero, algunos prelados habían conseguido el privilegio para sus sacerdotes de que celebraran hasta dos misas al día entre semana y, en algunos casos, tres misas el domingo, siempre y cuando se justificara esa excepción por existir un número grande de fieles que quedarían privados de la misa.

Durante los días de la guerra cristera, en la que muchos sacerdotes fueron perseguidos, algunos de ellos hasta ser asesinados, otros se encontraban escondidos y en condiciones que hacían imposible la celebración eucarística. Muchos más habían sido reconcentrados en la ciudad de México y se hallaban en una “libertad” supervisada, pues tenían que ir a firmar todos los días a la inspección de policía y estaban estrictamente vigilados para evitar que desempeñaran sus funciones. Sobra decir que en cualquiera de estos casos se hacía imperativa la dispensa de la celebración de la “Misa pro populo”.9
Por otra parte, los sacerdotes que por su cuenta y no sin grandes riesgos se encontraban “en activo”, muchas veces buscaban atender a los fieles en domicilios particulares, cuyos dueños también se exponían a graves represalias, celebrando más de una misa, incluso en una misma casa, con tal de que no llamara demasiado la atención la gran afluencia de personas. Así, mientras algunos ministros ordenados se veían imposibilitados de celebrar la misa, en contra de lo prescrito por las leyes canónicas, otros, también en contra de lo establecido, se veían precisados a celebrar varias misas. Para legitimar ambos casos se obtuvo la anuencia de la Santa Sede; igualmente, se dispensó de rezar el Breviario a los sacerdotes que por cumplir esta obligación corrieran algún peligro.10

En apariencia, con los arreglos de 1929 se podía considerar superada esta situación; sin embargo, la realidad fue muy distinta, pues en los diversos estados de la república se comenzó a reducir el número de sacerdotes que podían ejercer su ministerio hasta límites verdaderamente inauditos. Por ejemplo, en Veracruz se llegó a permitir solamente un sacerdote por cada 100,000 habitantes; en Oaxaca, uno por cada 60,000; en Michoacán, donde había 620 sacerdotes, sólo se autorizó a 33 ejercer su ministerio; en Chihuahua, el estado más grande del país, se autorizó que solamente cinco sacerdotes fueran registrados para ejercer su ministerio. En otros lugares como Sonora, el gobernador Rodolfo Elías Calles decidió expulsar a todos los sacerdotes en 1934, tal y como lo había hecho su padre en 1919.

            De esa forma, en vastos territorios del país los sacerdotes que pretendían celebrar misa en casas particulares nuevamente fueron perseguidos, incluso hasta la muerte y, de esta forma, en una guerra de baja intensidad en contra de la libertad religiosa, volvieron a ser necesarias las medidas apenas abandonadas, y otra vez se tramitaron ante la Santa Sede los permisos convenientes. Así nos encontramos que, en 1932, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, Delegado Apostólico en México, comunicaba a los arzobispos y obispos a través de una circular haber pedido al Santo Padre “la gracia extraordinaria de que pudieran los Sres. Obispos facultar a sus respectivos sacerdotes para decir tres misas diarias”, de lo que recién había recibido respuesta positiva “para los casos en que la concurrencia de fieles justifique el uso de esta facultad”.11 Por una extraña coincidencia, la circular llevaba la fecha del 21 de junio, el tercer aniversario de que se habían hecho públicos los arreglos acordados por el mismo Ruiz y Flores con el presidente Emilio Portes Gil.

Unos meses más tarde el Delegado Apostólico informaba de una nueva excepción conseguida de la Santa Sede a causa de la situación que se vivía, ahora tocante al ayuno eucarístico, aunque solamente relativa a los sacerdotes. En ella se comunicaba que el Delegado Apostólico había pedido licencia a la Santa Sede para dispensar a todo sacerdote que “tuviera que decir más de una Misa y se sintiera mal con el ayuno”, para que pudiera tomar algo entre misa y misa, y se acababa de recibir respuesta a través del Delegado en los Estados Unidos, Pietro Fumasoni Biondi, de parte de Su Santidad, para excluir el ayuno con las condiciones acostumbradas, esto es, “sumendo aliquid per modum potus12 y, desde luego, “excluyendo absolutamente las bebidas embriagantes o alcohólicas”13 y solamente para los sacerdotes que celebraran tres misas. Por otro lado, a quienes hicieran uso de esta facultad, les obligaría guardar secreto de que la poseían, a no ser que por no guardarlo dieran razón de escándalo habiendo sido descubiertos comiendo algo entre misa y misa.

3.    Matrimonio ante dos testigos

A mediados de 1927 L’Osservatore Romano publicaba la siguiente información:

El venerable arzobispo Ruiz y Flores, de Michoacán, en una carta a sus fieles, advierte que, para evitar episodios sangrientos como el que se verificó en León, Guanajuato, en el que por cumplir los deberes de la religión perdieron la vida los esposos Leonardo Pérez y María de las Nieves, el abogado Valdivia, que fungía como testigo, y los reverendos padres Solá y Trinidad, el matrimonio podrá ser oficiado por los mismos esposos en la casa del esposo, donde se deberá poner un altar con alguna imagen sagrada y, delante del altar, los esposos declararán que quieren unirse en matrimonio según las prescripciones de la Iglesia católica romana.14

            Efectivamente, quienes querían contraer matrimonio y deseaban hacerlo ante un sacerdote corrían un grave riesgo y lo hacían correr al sacerdote que presidiría la ceremonia; por ello, el obispo de Morelia recordaba lo que ya establecía el derecho canónico: que, cuando no se puede acudir sin incomodidad grave a ningún párroco, u Ordinario, o sacerdote, “en peligro de muerte es válido y lícito el matrimonio celebrado sólo ante testigos; y también lo es fuera del peligro de muerte si prudentemente se prevé que aquel estado de cosas podría durar durante un mes o más”.15

Para confirmar que en todo el territorio mexicano se daban las circunstancias antes referidas, la Sagrada Congregación para los Sacramentos había emitido un Rescripto el 19 de diciembre de 1927; sin embargo, en algunos prelados subsistían algunas dudas. Así, por ejemplo, el arzobispo de Guadalajara, quien como permanecía oculto en territorio de su diócesis estaba más cerca de los acontecimientos, envió a dicha Congregación una consulta el 31 de mayo de 1928 en la que planteaba: 1º Si los testigos juzgan que el sacerdote está ausente, pero en realidad está absolutamente escondido, ¿sería inválido el matrimonio a causa de la presencia física del sacerdote? 2º ¿Sería inválido si saben que está en el territorio pero no pueden acceder a él? 3º ¿Sería inválido si se comunican con el párroco, pero éste, por temor, los induce a que contraigan el matrimonio ante los solos testigos?16

El 18 de julio siguiente recibió la respuesta que afirmaba la validez de los dos primeros casos y explicaba, para el tercero, “que habría que afirmar que si el párroco estuviera moralmente impedido, de ninguna manera puede asistir físicamente al matrimonio”.17 No obstante, si persistían dudas sobre la validez de matrimonios contraídos, habría que hacer las sanaciones correspondientes.18

4.    La sobrevivencia de los seminarios

Como los seminarios habían sido requisados y destinados por el gobierno para otros usos, por ejemplo como cuarteles, los obispos se vieron obligados a buscar alternativas para formar a los futuros sacerdotes. En algunas ocasiones se optó por despedir a los recién ingresados y buscar el modo de que quienes tuvieran estudios más avanzados pudieran concluirlos.

            A partir de la segunda mitad de 1927, algunos seminaristas de diversas diócesis de México fueron enviados a España a proseguir sus estudios.19 Una mención especial merece la diócesis de Guadalajara, que llegó a tener hasta 48 alumnos estudiando en Bilbao. Al efectuarse los “arreglos”, regresaron tanto los de Guadalajara como los de las restantes diócesis, aunque no tardaron en encontrarse nuevamente en aprietos.

Fue mayor, sin embargo, el número de los que permanecieron en México, sujetos a mil penalidades y con riesgo de sufrir serias represalias en caso de ser descubiertos. Para poder continuar sus estudios, debían asistir en pequeños grupos a los domicilios privados en los que, no sin grandes riesgos, se les impartían algunas materias de filosofía, mientras vivían muchas veces asilados en casas particulares,20 puesto que los edificios de la Iglesia habían sido confiscados. El arzobispo de Guadalajara, don Francisco Orozco y Jiménez, escribiría al papa Pío xi el 12 de mayo de 1929 para solicitar dispensa de las “sabias normas de la Iglesia que mandaban a todos los seminaristas vivir bajo el mismo techo”.21

Este sistema de sacar adelante los estudios propios del seminario aun sin llevar vida común se prolongaría durante toda la década de los 30. De hecho, apenas había pasado un año de los “arreglos” entre el presidente Portes Gil y los obispos Díaz y Ruiz cuando William F. Montavon, de la National Catholic Welfare Conference,22 escribía al arzobispo Orozco y Jiménez ofreciéndole para sus seminaristas utilizar el monasterio de Mount Angel, en Oregon, con la única condición de que pagaran su viaje y fueran acompañados de un sacerdote que se hiciera cargo de ellos.23 La invitación recibió una respuesta negativa, pero sienta un precedente sobre cómo era percibida la situación de México por el episcopado estadounidense: seminaristas que proseguían sus estudios en condiciones anómalas a causa de la persecución, por lo que se hacía necesario buscar una alternativa que aligerara el problema. La solución parecía ser la constitución de un seminario interdiocesano, y ya se venía vislumbrando desde los primeros años del conflicto. Así, por ejemplo, desde los Estados Unidos el obispo Pascual Díaz escribía en 1928 a Orozco y Jiménez hablándole de la posibilidad inminente de establecer un seminario de esa índole en los Estados Unidos, para lo que le preguntaba si estaba dispuesto a mandar alumnos y con qué cantidad podía contribuir al sostenimiento de esa empresa.24

            Esta idea de establecer un seminario interdiocesano en los Estados Unidos fructificó primero en el año 1929, en Castroville, Texas, en el mismo edificio donde ya se había tenido una experiencia similar durante la revolución carrancista, pero este seminario se cerró apenas un año después, cuando muchos obispos pensaban que en el país las cosas marchaban hacia una etapa de respeto a la libertad religiosa. Las circunstancias muy distintas que habrían de vivirse reanimaron la idea de contar con un centro interdiocesano para la formación de seminaristas en suelo extranjero, que cristalizó en la fundación del Seminario Interdiocesano de Montezuma, en el estado de Nuevo México, abierto en 1937 y clausurado en 1972.

Epílogo

Es interesante que una síntesis de lo que se trata en este artículo, excluido el tema de los seminarios, ya se encontrara en un libro publicado un año antes de que terminara la Guerra Cristera, firmado por Nicolás Marín Negueruela. La recogemos ahora como ejemplo de un testimonio contemporáneo a los hechos:

En vista de las circunstancias extraordinarias por que atraviesan los católicos mejicanos, el Soberano Pontífice ha concedido estas gracias:

·       Que los sacerdotes puedan celebrar la Santa Misa con roquete y estola, sin más vestiduras sagradas; y si ni aun esto es posible, sin ellas, tal como están.

·       Que puedan celebrar sin ara, sin cáliz, con un vaso o copa cualquiera.

·       Que el Santo Sacrificio sea integrado tan sólo por el ofertorio, la consagración y la comunión.

·       Que cualquier hombre, mujer o niño pueda llevar en una caja o lienzo la Sagrada Comunión a los enfermos y éstos la tomen y se la administren a sí mismos.

·      El Sr. Arzobispo de Morelia ha escrito a los fieles de su diócesis que, mientras duren las condiciones anormales de la persecución, el matrimonio eclesiástico podrá celebrarse por los mismos contrayentes en casa del novio. Delante de un altar erigido en la misma casa y ante dos testigos, los mismos novios declararán querer casarse conforme a las prescripciones de la Iglesia Católica. Es la aplicación del canon 1098 del Código Canónico, según el cual, a falta de párroco, Ordinario o sacerdote delegado, es válido y lícito el matrimonio contraído ante dos testigos, en peligro de muerte y aun fuera de peligro de muerte, con tal que se prevea que aquel estado de cosas durará por lo menos un mes.25



1 Presbítero de la prelatura personal del Opus Dei (2004), licenciado en letras clásicas por la UNAM, doctor en teología por la Universidad de la Santa Cruz en Roma. Miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara. Ha publicado La guerra cristera y su licitud moral (2004), El conflicto religioso en México y Pío xi, (2009) y 1926-1929  Revolución Silenciada. El conflicto religioso en México a través de las páginas de L’Osservatore romano (2014).

2 La pastoral colectiva completa se puede leer en Juan González Morfín, 1926-1929. Revolución silenciada, México, Porrúa, 2014, pp. 259-263.

3 Cfr. Nicolás Marín Negueruela, La verdad sobre México, o antecedentes históricos, origen, desarrollo y vicisitudes de la persecución religiosa en México, Barcelona, Casals, 1928 (impreso en Santiago de Chile); N. Cuneo, Le Mexique et la question religieuse, Turín, Bocca, 1931, p. 240 ; Luigi Ziliani, Messico Martire, Bérgamo, Società Editrice S. Alessandro, 193410, p. 64.

4 Cfr. Aquiles Moctezuma, El conflicto religioso de 1926, sus orígenes, su desarrollo, su solución, México, sin pie de imprenta, 1929, p. 325.

5 Cfr. Luigi Ziliani, op. cit., p. 64. A esto hay que añadir que “entre los cristeros se encontraba el mismo entusiasmo en mantener organizadas y fervorosas las asociaciones piadosas, en catequizar a los niños, en promover los actos del culto divino, en celebrar con solemnidad inusitada las grandes fiestas litúrgicas, como la del Corpus Christi” (Jean Meyer, La Cristiada 3 – Los cristeros, México, Siglo XXI, 19794, p. 277).

6 Concretamente, el c. 858, §1 señalaba: “El que no haya observado ayuno natural desde la media noche, no puede ser admitido a recibir la santísima Eucaristía, a no ser que esté en peligro urgente de muerte o haya necesidad de impedir la profanación del sacramento” (Lorenzo Miguélez Domínguez et alii, Código de Derecho Canónico y Legislación Complementaria, texto latino y versión castellana con jurisprudencia y comentarios, Madrid, BAC, 1969, p. 331).

7 Pedro Benavides (Secretario), Circular a los Sres. Curas y Vicarios foráneos, Párrocos, Vicarios fijos y demás Sacerdotes del Arzobispado, 19-VII-1930, en Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (AHAM), fondo episcopal Pascual Díaz Barreto (1930), sección secretaría arzobispal, serie circulares, caja 57, expediente 85.

8 A celebrar esta misa por el pueblo estaban obligados los obispos (cc. 315 y 339), los obispos titulares (c. 346), los vicarios capitulares (c. 346), los párrocos y cuasipárrocos (c. 466), los vicarios (c. 471) y los ecónomos (c. 473), es decir, casi la totalidad del clero (Lorenzo Miguélez Domínguez, op. cit., p. 1075).

9 Ya en 1925, por otras causas, el episcopado había conseguido que se dispensara de la obligación de celebrar la misa pro populo en algunas fiestas (Rescripto de la Sacra Congregatio Concilii, 16-VI-1925, en AHAM, fondo episcopal José Mora y del Río [1925], caja 32, expediente 80).

10 Cfr. AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz Barreto (1928), sección secretaría arzobispal, caja 47, expediente 44. También se puede leer, en otro expediente, la carta que en su calidad de secretario del Comité episcopal dirigió el obispo Pascual Díaz a los diferentes prelados sobre el tema de la misa por el pueblo y del rezo del Breviario (cfr. AHAM, fondo episcopal, Pascual Díaz, caja 24, expediente 71). Sobre el rezo del Breviario, el c. 135 ordenaba: “los clérigos que han recibido órdenes mayores están obligados a rezar íntegramente, cada día, las horas canónicas, según los libros litúrgicos propios y aprobados”.

11 Leopoldo Ruiz y Flores, Circular n. 44, 21-VI-1932, AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz Barreto (1932), sección secretaría arzobispal, serie Delegación Apostólica, caja 63, expediente 36.

12 Tomando algo [de alimento] a modo de bebida.

13 Leopoldo Ruiz y Flores, Circular  n. 47, 10-I-1933, en AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz Barreto (1932), sección secretaría arzobispal, serie Delegación Apostólica, caja 63, expediente 36.

14 L’Osservatore Romano, 17/18-VI-1927, p. 1, col. 2.

15 c. 1098, § 1 (cfr. Lorenzo Miguélez Domínguez, op. cit., pp. 426-427).

16 Cfr. Francisco Orozco y Jiménez a Pío XI, 31-V-1928, en AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz (1928), caja 47, expediente 44.

17De tertio dubio est affirmandum, si parochus fuerit moraliter impeditus quominus physice matrimoniis assisteret”.

18 Sacra Congregatio de Sacramentis, Rescriptum No. 16114/28, 18-VII-1928, en AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz (1928), caja 47, expediente 44.

19 Entre los años 1927-1929, al menos las diócesis de Guadalajara, Puebla, Zamora, Tepic, Yucatán y Linares tuvieron seminaristas estudiando en diversas diócesis de España: Madrid, Toledo, Lugo, Urgel, Orihuela, Valencia y Bilbao (cfr. Carlos Francisco Vera Soto, La formación del clero diocesano durante la persecución religiosa en México [1910-1940, Excerpta, México, Pontificia Universitas Gregoriana, 2004, p. 262).

20 Cfr. Antonio Gutiérrez Cadena, Llamado y respuesta, Zapopan, Amate, 2002, pp. 29-30.

21 Francisco Orozco y Jiménez, Carta a Pío XI, 12-V-1929, cit. por Carlos Francisco Vera Soto, op. cit., p. 267.

22 Antecedente de lo que más tarde sería la Conferencia del episcopado estadounidense.

23 Cfr. William F. Montavon, Carta a Francisco Orozco y Jiménez, 15-IX-1930, en Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara, Obispos: Francisco Orozco y Jiménez, Correspondencia 1918-1930.

24 Pascual Díaz Barreto, Carta a Francisco Orozco y Jiménez, febrero de 1928, en AHAM, fondo episcopal Pascual Díaz Barreto (1928), sección secretaría arzobispal, caja 47, expediente 44.

25 Nicolás Marín Negueruela, La verdad sobre México o antecedentes históricos, origen, desarrollo y vicisitudes de la persecución religiosa en México, Barcelona, Casals, 1928 (impreso en Santiago de Chile), pp. 213-214.



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