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Ministrare 1964-2014, l Aniversario de Ordenación Presbiteral

Miguel Rodríguez García1

Las impresiones y el testimonio de una vida ministerial marcada por el suceso eclesial más relevante del siglo pasado, quedan atrapadas de forma vibrante e intensa en los siguientes párrafos, no sólo como un recuerdo, sino también como una interpelación y un reto

                  El 25 de octubre del año 1964, domingo último del mes, festividad litúrgica de Cristo Rey, tres compañeros fuimos ordenados sacerdotes para el pueblo sacerdotal de Dios por el Cardenal Garibi Rivera, presente entonces en Roma  para la tercera Sesión del Concilio Vaticano II.

Eran tiempos de cambio, de renovación, de retorno a las fuentes. Había ebullición de ideas, replanteamiento de problemas, cuestionamientos muchas veces radicales.

Los enfrentamientos de enfoques teológicos contrastantes fueron por mucho tiempo pasto para los medios de comunicación. Su inmensa capacidad de influjo les permitía construir bloques de protagonistas, sea por naciones, sea por lenguas, sea por corrientes ideológicas, sea por situaciones sociológicas. Pero el peso aplastante de esta visión superficial de los medios, no lograba impedir la percepción de la presencia del Espíritu de Dios, que realizaba su obra de comunión en el testimonio vivo de fe y amor a la iglesia de tantos obispos que, con humildad, aceptaban repensar de cara al Evangelio sus ideas más hechas; replantearse desde el ejemplo de Jesús sus actitudes más tradicionales y recapacitar a la luz de la imagen de Jesús Servidor sobre el claroscuro de tantos comportamientos arraigados en el quehacer de las comunidades.

Fraguaba poco a poco una revolución copernicana que desplazaba acentuaciones e insistencias en la comprensión de la estructura eclesiástica desde el sacramento del Orden al sacramento del Bautismo; desde la desigualdad de los miembros hacia la común dignidad; desde la potestad de enseñar hacia la docilidad ante la Palabra de Dios; desde la dignidad del sacerdote ministro al servicio fraternal que de él se espera; desde la supremacía jerárquica a la realidad igualitaria del Pueblo de Dios; desde el liturgo hierático en sus gestos a la comunidad que celebra festiva y sencillamente su fe.

Recibir la ordenación sacerdotal en una situación tal se presentaba como un reto, como un desafío, como una verdadera aventura en la fe, fincada toda en la sola garantía de la indefectible fidelidad de Dios.

Fue una gracia inapreciable haber recibido la ordenación sacerdotal, no solo sin temores, sino con el firme propósito de no esperar pasivamente las transformaciones que sobre la figura del sacerdote la época conciliar iba delineando, y comprometido a prolongar personalmente la actitud conciliar de retorno a las fuentes, de profundización del sacerdocio de Cristo, de sopesar evangélicamente aspectos de la imagen que el sacerdote proyecta en nuestro medio.

Solo que, ¡es tanta la fragilidad humana! Y, ¡pesa tanto el lastre de una historia, de una cultura, de un medio social! Y, ¡van en sentido tan opuesto las expectativas de tanta gente! Y, ¡es tan fácil contemporizar cuando todo es a favor de uno!

Siempre he dicho que los aniversarios de ordenación son más ocasión de penitencia que motivo de fiesta. O, en todo caso, motivo de fiesta por la oportunidad de conversión que nos brindan. Pero entonces no será ya celebrar el pasado, tan poco digno, sino el presente de Dios: su misericordia, su paciencia, su comprensión, que me invita a una depuración, decantación y aun desmitificación de la manera de vivir el sacerdocio ministerial de Jesús en medio de su pueblo sacerdotal. ¡Ingente tarea!

Al compartir con ustedes estos recuerdos, estas reflexiones, quisiera percibieran la necesidad que siento de reconocer, bendecir y alabar a Dios, -¡todo es gracia!-, y al mismo tiempo, de pedir perdón por tantas deficiencias: porque mi correspondencia no fue tan generosa como debiera, por haberme quedado siempre más acá del esfuerzo prometido, porque me faltó fortaleza para sobreponerme a la inercia de las cosas, porque carecí de valor para persistir remando contra la corriente, porque olvidé tantas veces que sólo con  plena libertad interior se anuncia y se construye el Reino de Dios.

La oración solidaria de Ud(s). fructificará en mí, sin duda, en nuevos bríos, que alienten una mayor fidelidad en el servicio fraternal que debe significar el sacerdocio ministerial en la comunidad cristiana.

Estimado(s) hermano(s):

Hace 25 años escribí la carta que antecede en enfoque retrospectivo, desde lo que el Concilio había significado para mí, como vivencia eclesial, suscitando inquietudes y enriqueciendo horizontes, y subrayaba las dificultades encontradas en la búsqueda de ser congruente.

Hoy, 25 años después, he optado por reflexionar desde el evangelio sobre una situación de hecho que, 50 años después del Concilio, poco o nada hemos logrado modificar. Es un hecho que como iglesia proyectamos una imagen de estructura piramidal. Es un hecho que mucha gente identifica la iglesia con la jerarquía. Es un hecho que para la mayoría hay en la iglesia dos estamentos, dos niveles: jerarquía y fieles.

Siempre me ha gustado decir que yo soy sacerdote por el bautismo recibido; y que el sacramento del orden ha hecho de mí un presbítero, que es otra cosa. Cada vez me convenzo más que los presbíteros hemos estado  usurpando  unilateralmente el concepto de sacerdote con menoscabo del sacerdocio bautismal que tenemos en común con todos los bautizados.

Es un cuestionamiento conceptual pero con repercusiones concretas en la manera de ver nuestra realidad en relación con la comunidad. Además no todas las lenguas cuentan con los dos términos, presbítero y sacerdote, debiendo abarcar con el equivalente de presbítero la realidad distinta del sacerdote. Y esto pudo favorecer el que terminaran como sinónimos.

Por el bautismo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros, ha hecho de nosotros hijos por adopción de su Padre, y por eso, porque somos hijos en el Hijo de Dios por naturaleza, ha hecho de nosotros sacerdotes, profetas y reyes, para consagrar el mundo y la historia, proclamar el evangelio y construir su reino (Unción post-bautismal con el santo Crisma). No hay dignidad mayor que ésta y todos los bautizados la compartimos por igual. La iniciación cristiana sacramental hace realidad la palabra de Jesús: “y todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8). El sacramento del orden, en cambio, ha hecho de mí un presbítero, lo que supone todo lo anterior, pero es algo distinto.

La teología elabora los Datos Revelados, (Bíblicos en primer lugar, es su materia prima), de manera que resulten más comprensibles y enriquecedores para nuestra cultura y visión. Si se trata del Sacerdocio de Cristo, explícitamente, sólo la Carta a los Hebreos aborda el tema. Y precisamente en contraste con el sacerdocio de Aarón o levítico (Heb 7,11-28).

Para la carta a los Hebreos Jesús es sumo sacerdote porque es el Hijo de Dios (1, 1-3;) que se hizo en todo semejante a sus hermanos (2, 17). Lo mismo dice 1Tm 2, 5: Porque Dios es único, como único es también el mediador entre Dios y los hombres: un hombre Jesucristo.

Porque en el AT el sacerdocio es una verdadera mediación. No a cualquiera le estaba permitido acercarse y pisar el lugar sagrado. Era privilegio de la tribu de Leví y de sus clanes y familias. Por eso las exigencias específicas de pureza ritual para no correr riesgos innecesarios en el desempeño de su tarea. Exigencias tanto más altas, cuanto más sacerdotal y excluyente la función desempeñada.

En el NT la situación es totalmente distinta. Pues “todos los que han sido consagrados a Cristo por el bautismo, se han revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús (Gal 3, 27-28)”. Somos desde el día de nuestro bautismo templos del  Espíritu Santo (carga simbólica de la unción post-bautismal con el santo Crisma). “Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia... (Heb 4, 16) ...ya que tenemos libre entrada en el santuario... (Heb 10, 19)”.

Cuando nos referimos a nosotros presbíteros como sacerdotes, estaríamos asumiendo la perspectiva mediadora del sacerdocio levítico, lo que favorece una óptica de exclusividad, de privilegios, de prebendas, pero que va en sentido contrario del "sea el último de todos y el servidor de todos (Mc 10, 43-44)".

La terminología fue cuajando desde el NT. Sustantivos comunes modifican su sentido hasta volverse casi términos técnicos. Hacia el obispo desde su significado genérico de supervisor y vigilante. Hacia el presbítero, desde anciano, hombre maduro, responsable. Hacia el diácono, desde esclavo, servidor. Se trata evidentemente de tareas, funciones, responsabilidades, que no nos proyectan por encima de los demás,  ni hacen de nosotros una casta aparte sino todo lo contrario.

Para la tradición litúrgica de las Plegarias Eucarísticas, desde la más antigua de Hipólito Romano, hasta las nuestras actuales la referencia a la jerarquía en su conjunto es siempre: el orden de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos. No se refieren a los presbíteros como sacerdotes. Y se habla de orden, porque es el sacramento del Orden que los establece como tales. Y el sacramento del Orden fue en un principio así: del Orden. Luego del Orden sagrado. Y al final del Orden sacerdotal. Y esto último pudo dar pie a la contaminación con la dimensión sacerdotal tan característica del AT. Por eso prevalece entre nuestra gente y en nuestra cabeza la percepción del presbítero como sacerdote del AT. ¿Qué podemos hacer?

El concilio nos dejó en sus documentos juntamente lo tradicional y lo novedoso. Y con esto, la tarea de buscar sintonizar cada vez mejor lo novedoso con lo tradicional, por ejemplo, “pueblo de Dios” y “jerarquía”. Dos horizontes para repensar la Iglesia de Jesús. O desde el sacramento del Orden (que era el enfoque tradicional), o desde la Iniciación cristiana (enseñanza conciliar). Una tarea todavía pendiente pues nos hemos resistido a repensar la Jerarquía desde la luz que proyecta el concepto de Pueblo de Dios, a reformular sus raíces, a redimensionar su desempeño, a relativizar su peso específico, a tomar en serio el "y todos ustedes son hermanos" (Mt 23, 8). ¡No somos nosotros más hermanos de Jesús que los demás!

En la liturgia seguimos diciendo que el presbítero celebra, cuando es la comunidad la que celebra su fe. A veces damos la impresión de ser el centro de todo, cuando sólo nos corresponde presidir. Y presidir supone el grupo que se preside y el grupo es la comunidad donde el resucitado se hace presente (Mt 18, 20). No es el presbítero el que garantiza la presencia del resucitado, sino el resucitado en la comunidad quien hace suyas las palabras del presbítero que invoca al Espíritu para que realice el sacramento.

La condescendencia del Padre que se da a nosotros en su Hijo eterno para acogernos como hijos por adopción hace de todos nosotros hermanos. “Ni llamen a nadie padre en la tierra; porque uno solo es su Padre: el del cielo (Mt 23, 9).

Si la intervención del Espíritu hizo posible que el Hijo de Dios asumiera nuestra condición humana en el seno de María de Nazaret para sellar la alianza definitiva entre Dios y el hombre y ser el único mediador y sacerdote, todos nosotros compartimos ese sacerdocio por el Espíritu, que en el bautismo hizo de nosotros, simples criaturas humanas, hijos adoptivos del Padre celestial. En la comunidad de los bautizados se prolonga a lo largo de la historia la presencia redentora del resucitado. La iglesia, la comunidad es sacramento de Cristo en el mundo.

Si somos hijos en el Hijo nos toca corresponder con fraternidad y sin paternalismos. El se abajó. Si somos sacerdotes con Jesús que se sembró en el mundo para encauzar su historia, asumamos el reto de hacer avanzar la historia de la salvación. Si somos profetas con Jesús, Palabra personal con que el Padre nos interpela, hagamos extensiva a todos, sin excepción, su invitación a la fe. Si somos reyes con Jesús que no sólo proclamó el proyecto de su Padre sino que lo inauguró con su Pascua y el regalo de su Espíritu, ofrezcamos en nuestras comunidades signos palpables de ese mundo nuevo que el Espíritu hace posible. Las periferias existenciales nos esperan. En este horizonte vital debemos movernos todos los bautizados por igual.

El sacramento del Orden nos instituyó presbíteros. ¿Qué tarea específica será la nuestra? El libro de los Hechos (2, 42) describe cuatro elementos fundamentales en la vida de toda comunidad cristiana: “Los que habían sido bautizados se dedicaban con perseverancia: 1) a escuchar la enseñanza de los apóstoles, 2) vivían unidos, 3) y participaban en la fracción del pan, 4) y en las oraciones.

Como hijos en el Hijo, la familiaridad de nuestra oración al Padre nos aportará lucidez suficiente para desaparecer todo resabio de paternalismo enquistado en nuestra cabeza o en nuestro subconsciente. Como sacerdotes con Cristo, conscientes de nuestra humana limitación hasta la que Dios ha condescendido, presidiremos la liturgia (primus inter pares) convencidos de que los signos sacramentales son el cauce de la vida de Dios que nos proyecta a todos hacia El. Como profetas con Jesús  garantizaremos que la Palabra de Dios y la enseñanza de los apóstoles sea el referente esencial de la vida de la comunidad. Como reyes con Jesús y dóciles al Espíritu que nos anima ayudaremos a discernir criterios básicos que hagan de la vida de la comunidad un trasunto del reinado de Dios anhelado.

Primus inter pares (=el primero entre iguales) el obispo de Roma ejerce la presidencia  de la caridad en el Colegio de los Obispos y para la totalidad de la Iglesia. El cardenal Martini cree redescubrir el ministerio del presbítero en la comunidad cristiana como presidencia de la caridad. ¿Qué significa este presidir de la caridad? Se pregunta en la homilía de la Misa Crismal del año 1986. “Ante todo, que el Papa, el Obispo, el Presbítero con el ministerio y con toda la vida ayuda al pueblo sacerdotal de los creyentes a acoger la presidencia, el primado, el señorío de la caridad de Jesús. La presidencia del presbítero es obediencia, testimonio, adhesión a la presidencia que Jesús, con todo su amor ejerce en la Iglesia y en toda la humanidad”.

Es evidente que no hemos asimilado y traducido en nuestra praxis las riquezas del concilio puesto que ni siquiera tenemos conciencia de los rasgos propios del AT de la imagen que proyectamos ante los demás, y que dificulta la maduración personal de nuestras comunidades por el paternalismo sobreprotector. La primera carta de Pedro lo dice: “apacienten el rebaño que Dios les ha confiado, no a la fuerza , sino con gusto, como Dios quiere; y no por los beneficios que pueda traerles, sino con ánimo generoso, no como déspotas con quienes les han sido confiados, sino como modelos del rebaño” (5, 2-3).

Si la tarea pendiente es recuperar las acentuaciones que el concilio ofreció para la reflexión sobre la iglesia en las comunidades, al menos desaparezcamos el obstáculo de nuestra mentalidad elitista y tomemos conciencia de que en la iglesia nadie es más que los demás. Convenzámonos de que todos somos creaturas, deficientes, pecadores; que hemos sido perdonados, reconciliados, acogidos en la familia de Dios sin merecerlo y llenos del Espíritu de Jesús. El Espíritu puede concedernos esa gracia y lograríamos así una verdadera “conversión pastoral”.

Al final de esta reflexión resuena en mi cabeza la respuesta de Pedro a Jesús en el relato de Lucas de la pesca milagrosa (Lc 5, 1-11): “Maestro, estuvimos toda la noche intentando pescar, sin conseguir nada, pero sólo porque tú lo dices, echaré las redes”.

 Todo es gracia. Demos pues gracias a Dios. Y 50 años después del Concilio…  Ahí va la red.

Guadalajara, Jal., 29 de septiembre de 2014



1 Tapatío (1939), presbítero del clero de Guadalajara (1964), doctor en Sagradas Escrituras, maestro benemérito del Seminario Conciliar.  



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