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La liberación de la esclavitud

 

José Ruiz Medrano[1]

 

Este sermón, predicado el 6 de diciembre de 1960 en la misa Pontifical presidida por el arzobispo José Garibi Rivera para dar gracias por el sesquicentenario del Decreto de Abolición de la Esclavitud suscrito en esta ciudad por el iniciador de la Independencia Mexicana, señor cura don Miguel Hidalgo y Costilla, es más que eso: habla del tiempo de la reconciliación social entre la Iglesia y el Estado después de un siglo de tensiones graves[2]

 

Christus nos liberavit

Gal. 4, 31.

 

Los mayores bienes que Dios ha dado a los hombres, son la razón, la libertad y la redención.

 

Exaltó el Señor al hombre, coronando su mente con la luz de la razón, que es un destello de la luz de la Mente divina. Por la razón el hombre se despega de las cosas materiales y se eleva al mundo de lo universal y eterno: al conocimiento de las esencias y razones de los seres y al conocimiento del mismo Dios ¡don divino que levanta al hombre sobre toda la Creación: un pensamiento vale más que un mundo!

Con la luz de la Razón, le concedió Dios el apetito o impulso irreprimible hacia los bienes que la razón conoce. Es la voluntad, por la cual el hombre sale de sí mismo y se lanza a amar y poseer lo que está sobre el tiempo y el espacio.

            Pero hay algo, si cabe más alto y misterioso, que le confiere al hombre su mayor excelencia; algo que es el eje y fundamento de un mundo inefable, invisible sí, pero real -el orden moral-; ese algo misterioso y sublime es la libertad.

¡Libertad! Participación de aquel atributo divino con que los hombres siempre han nombrado a Dios: ¡Dominus est! ¿Quién es Dios? Dios es el Señor. Dios es el Señor porque es el infinitamente libre, dueño de cuanto existe, ya que cuanto existe le debe su ser a una elección soberanamente libre de Dios.

Por la libertad el hombre posee el señorío de todas las cosas materiales del universo que le están sujetas, posee el dominio de sí mismo, de sus elecciones y de sus actos. ¡Señor de su propio destino! ¡Dominus est!

Y es en su elección interior donde reside el gran misterio de la libertad: en ella manifiesta el hombre su “personalidad”, única, irrepetible, auténtica, incomunicable. En su elección pone en juego lo que es más suyo, su yo; su yo “independiente” de toda creatura, y, si es lícito hablar así, aún del mismo Creador, porque Dios respeta la libre decisión de la libertad humana. La libertad no está encadenada a cosa alguna; puede elegir a su única responsabilidad, lo verdadero o lo falso, lo bueno o lo malo, la felicidad o la desgracia; en sus manos -dice la Escritura- puso Dios el agua o el fuego, la muerte o la vida: ¡que escoja! ¡Dominus est!

¡Libertad! Arma de dos filos puesta en manos del hombre, sin que nada ni nadie puede sujetarlas; con ella puede ganar la lucha de la vida y conquistar el cielo, o con ella herirse a sí mismo y precipitarse a la muerte eterna. Los héroes y los santos lo son por la libertad; es la libertad quien fabrica malvados y precitos. ¡Libertad, el don más excelso y el más peligroso!...

Pero advertid, oh cristianos, que en el orden presente que es orden de una humanidad redimida, el destino que el hombre ha de conquistar con su libertad es un destino divino, digno de Dios y digno del hombre; hacerse hijo de Dios: recibir en su ser la vida divina -aquí por la gracia, al final por la gloria-. ¡Ser ‘semejantes’ a Dios, deificados! Este destino es obra ciertamente de Dios por la dignación de su gracia, pero también es la obra de la libertad.

 

Las dos libertades.

 

Con justicia se ha definido la Libertad como exención tanto de la necesidad interior, como también de la coacción exterior. O, dicho en expresión equivalente, una liberación de toda esclavitud interior, y de toda esclavitud exterior. La primera es la verdadera y esencial Libertad: no estar encadenada el alma. Y ¿cuáles son las cadenas interiores? Las cadenas interiores, las que impiden elegir lo que dicta la razón, son las pasiones, los vicios y las concupiscencias. Cadenas sí, pero no invencibles; que si lo fueran, cesaría la libertad y la responsabilidad. Mas, aun cuando no son invencibles, de tal manera atan a la voluntad y la debilitan, que ella, entorpecida y abúlica, ya no se mueve a romperlas. Y la gran cadena, nos dice Jesús, es el pecado: quien peca, es esclavo de su pecado. Y san Juan afirma que el pecado tiene tres cadenas para esclavizar al hombre: el orgullo, la codicia y la lujuria. Estar atado a ellas es haber caído en la verdadera esclavitud: la del alma.

 

Cristo nos libertó

 

Cristo vino a libertarnos de la esclavitud interior: atacó el orgullo, la codicia y la lujuria; limó las cadenas del alma y nos libertó. ¡El alma es libre! “Habéis recibido, dice el apóstol, no el espíritu de la esclavitud, sino el espíritu de la filiación; todos vosotros sois hijos de Dios, y los hijos no son esclavos”.[3]

Liberaos, dice Jesús, de la esclavitud de los hombres, no les temáis: No tengáis miedo a los que dan la muerte. Romped las cadenas del miedo, obrad con libertad. ¡Oh libertad del Alma que nadie puede encadenar aunque encadene el cuerpo! Más libres eran los esclavos cristianos que sus señores paganos. ¡Libertad soberana de los mártires, más libres para pensar y hablar que sus perseguidores y verdugos!

Sí, Cristo nos libertó, dándonos el espíritu de los hijos, el espíritu de la libertad interior, rompiendo las cadenas del alma y curándonos del miedo a los hombres y a la muerte. Christus nos liberavit.

 

Las cadenas exteriores.

 

Cristo nos devolvió algo más que la libertad interior; al liberarnos de la esclavitud interior nos liberó de sus consecuencias. La consecuencia connatural de la libertad interior es la libertad exterior. Romper las cadenas del cuerpo. Las primeras las forjó el demonio, las segundas las forjó la maldad de los hombres para aherrojar a sus hermanos. La obra de los hombres sin Cristo -el paganismo- esta fue: la esclavitud.

 

Esclavitud: engendro del paganismo

 

La inclinación a dominar a sus semejantes es de todos los tiempos, pero fue el paganismo quien elevó la esclavitud a la categoría de institución social. ¿Qué fue en la realidad histórica la esclavitud? Una institución que considera a una porción de hombres, no como dotados de un fin propio y del derecho a los medios de adquirirlo, sino como medios para los fines de otros que los han sometido.

Dios le dio a la humanidad el don divino de la libertad, pero parece que en manos de los hombres todo se pervierte. Oyeron hablar de libertad y los poderosos se la apropiaron, y despojaron de ella a los humildes; y, así, forjaron ese engendro monstruoso de la esclavitud, que es la violación de todo lo violable: de la dignidad humana, profanación de la dignidad sagrada de hijos de Dios, violación del derecho a procurarse el propio destino, del derecho a la vida, a la integridad del cuerpo, a la propiedad, a la familia, a los hijos y a todos los bienes sociales,

¿Raíces de la esclavitud? Las más profundas son aquellas cadenas que esclavizan el alma: el orgullo, la codicia y la lujuria: el orgullo de creerse un ser superior, y consiguientemente, el desprecio de los humildes; la sed de la dominación; el horror al trabajo, que es sacrificio y abnegación; la codicia, y, por ende la explotación del trabajo ajeno; el hambre de gozar a expensas de los demás.

¿Los pretextos? La guerra, la piratería, el cautiverio, el nacimiento de padres esclavos, la venganza y el castigo.

Detrás de todas estas abominaciones y sosteniéndolas, está la perversión del pensamiento.

Pensamiento pagano. Oigamos a tres exponentes máximos de la filosofía pagana: Jenofonte: “Los esclavos deben considerarse como bestias”; el divino Platón: “el recto orden de la República exige la esclavitud, exceptuando la de los griegos”; el Aquinate, glosando al grande Aristóteles, dice que “servus est organum animatum activum separatum alterius homo existens” (el esclavo es un instrumento vivo nacido para servicio de otro).[4] El Estagirita explica que es la  naturaleza quien ha creado la esclavitud; unos nacen señores y otros esclavos. Y escribe sin rubor “La guerra es un medio natural para cazar bestias y hombres nacidos para obedecer y que se niegan a someterse”. [5]

En el derecho romano el hombre esclavo es algo más que una cosa de la cual se puede disponer a placer, pues no tiene derechos: servile caput nullum ius habet.

Los hechos son digna y plena aplicación de tales principios. Dejemos de lado la esclavitud egipcia, la que levantó las pirámides con el sudor y llanto de esclavos, muchos de ellos israelitas. Dejemos la esclavitud oriental, aún no desarraigada en nuestros días. Nada digamos de la esclavitud crudelísima de los espartanos, entre los griegos. Bastan pocos rasgos de la esclavitud romana. En tiempos de Cristo el número de esclavos era diez veces mayor que el de los ciudadanos libres. Augusto nos cuenta que entregó para el suplicio o para el Circo treinta mil esclavos. Señores había que poseían veinte mil. El Imperio Romano, ¡un imperio de esclavos!

Mayor que el número era su miseria. Privados de todo derecho, sólo les quedaba la degradación, el trabajo bestial en los palacios de sus amos, en los campos, en la noche subterránea de las minas; la marca, el látigo, las fieras, el Circo… ¡la muerte!

Mirad lo que hizo la maldad humana del don divino de la libertad.

 

La voz de Cristo

 

En este escenario aparece la figura de Cristo e irrumpe por donde quiera su voz: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.[6] “Todos sois hijos del mismo Padre”. “Hijos sois, que no esclavos”.[7]“Lo que hiciereis con los humildes, conmigo lo hacéis”.[8]“Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”[9]. ¿Ser esclavos? ¿Servir? ¡Sólo a Dios! Lili soli servies.[10]

Fue Cristo quien por vez primera lanzó el lema que 18 siglos después plagiaría la Revolución Francesa: ¡igualdad, libertad, fraternidad!

 

 

La voz de los Apóstoles

 

¿Qué suerte correría la voz de Jesús? Bástenos aducir un solo hecho consignado en una memorable carta de San Pablo dirigida a su amigo Filemón. Un esclavo de éste, Onésimo, había huido de la casa de su dueño, después de haber hurtado. Fugitivo, presa del temor de ser marcado en la frente por el hierro y azotado o muerto, Onésimo va a refugiarse con el apóstol. Pablo escribe entonces una pequeña carta que resume el pensamiento de la Iglesia naciente acerca de la esclavitud. He aquí unos rasgos: “Te he remitido a Onésimo. Te pido -aunque pudiera mandártelo- que lo recibas, no ya como esclavo, sino como hermano queridísimo (ut fratrem carissimum); recíbelo como a mí, como a mis entrañas, como a un hijo (sicut me, sicut viscera mea, ut filium). Estoy cierto que harás más de lo que te pido”.[11]

Con lenguaje de amistad exquisita y de sublime caridad, expresa Pablo lo mismo que tantas veces había ya predicado: ya no hay ni gentil, ni judío, ni griego; ni señor ni esclavo: todos sois una sola cosa en Cristo. ¡Sois iguales, un esclavo vale lo que un señor!

 

La voz de la Iglesia

 

Esta fue la doctrina invariable de la Iglesia: Igualdad de todos los hombres, en naturaleza, en dignidad, en redención. La ingente labor que tomó sobre sí fue transformar el alma de los hombres -su pensamiento y su corazón-, para que de allí fluyera necesariamente la transformación de las Instituciones sociales.

No quiso excitar a los esclavos a la rebelión, porque no quiso verter innumerable sangre de hermanos, porque no quiso provocar un cataclismo social cuyas represalias caerían sobre la causa de Cristo, porque previo que una masa inmensa de esclavos, precipitados repentinamente a la libertad, degeneraría en explosión de libertinaje y anarquía. En una palabra, quiso transformar el mundo por la caridad, no por la sangre fratricida.

Exhortó ardientemente a las manumisiones individuales de los esclavos. Fueron los cristianos los primeros en manumitir a sus esclavos. Ya nos consta que en el siglo iii había una caja de colectas para la redención de los esclavos. Estableció las liberaciones pro ánima: las liberaciones, como un mérito del alma ante Dios. Las solemnidades de Pascua y de Pentecostés fueron fiestas de liberación: Hermes, antiguo prefecto, liberó a sus mil doscientos cincuenta esclavos; Cromacio a mil cuatrocientos; santa Melania a ocho mil.

Liberación de esclavos fue doctrina de los Concilios y de los Padres de la Iglesia. Aduzcamos, como índice del pensamiento patrístico estas palabras de San Gregorio Niceno:

 

“A quien Dios hizo dueño de la tierra, vosotros lo sometéis al yugo de la esclavitud, ¿Cómo os apoderáis de los que Dios hizo libres y los reducís a la condición de cuadrúpedos y reptiles? ¿Acaso difiere en algo el esclavo del dueño? ¿Qué título alegáis para creeros dueños de él? ¿Cómo un hombre puede ser dueño de un hombre?”

 

Sabiamente la Iglesia esperó… Esperó recibir el fruto de su labor de siglos. La esclavitud fue desapareciendo en las naciones cristianas, hasta extinguirse casi del todo. La actitud de la Iglesia fue y ha sido siempre invariable: condenar la esclavitud. Y donde quiera se levanta la causa de la libertad, la Iglesia se une y la hace suya.

 

Resurrección de la Esclavitud

 

Mas el enemigo no duerme; sopló de nuevo el espíritu del paganismo en el siglo xv, y resucitó la esclavitud. Ante el espectáculo de las tierras recién descubiertas en Oriente y en Occidente, el viejo orgullo y la feroz ambición abrieron los ojos, ávidos del botín. Surgió la figura del aventurero, del logrero y del explotador y se lanzó hacia África o hacia América a explotar carne negra o carne india. ¡Quién creyera que después de 14 siglos de cristianismo que liberó a Europa de la esclavitud, fueran los mismos cristianos liberados los que resucitaran una esclavitud aún más cruel!

 

La raza negra

 

Y cayeron sobre la raza negra: ¡el tráfico organizado a gran escala! ¡La satánica soberbia de catalogarlos cómo a raza inferior, discriminación que todavía hoy no acaba de desarraigarse de los corazones de muchos cristianos. Solamente del Senegal, en el cómputo hecho en 1788, se habían capturado y transportado a las Indias Occidentales diez millones de africanos. Disputaban el monopolio, Inglaterra, Francia y Holanda, ¡mercancía barata y productiva! Escenas infernales, que pesan sobre la historia como pesadillas de vergüenza y abominación: cacería de negros despavoridos, captura, mercado; separación de los hijos, de la madre, de la esposa, del humilde hogar; encadenamiento y marca, amontonamiento de carne humana -“ébano humano”- en barcos negreros. Y después, las plantaciones inmensas y tórridas, el trabajo y el agotamiento hasta el morir; porque “contravenía renovar brazos”. ¡El sudor negro amasó la fortuna de más de una nación que ahora los desprecia!

Estados Unidos, Brasil, México, Venezuela y casi toda la América han oído el jadear de los hijos del África.

La Iglesia se levantó indignada y condenó el tráfico negro. Pío ii, en 1462; León x solicitó de los reyes españoles y portugueses la prohibición del tráfico; Urbano ii en 1639; Benedicto xiv, en 1741; León xiii intervino en todos los intentos antiesclavistas.

Francia ¡quién lo creyera!, promulga en 1685 el “Código Negro”. Mas cábele a la “Convención” el mérito de haber derogado el Código y de haber elevado a precepto jurídico el principio evangélico: “No hagas a otro lo que no quieras para ti”. Napoleón restablece la esclavitud negra, que perdura hasta 1848.

En Cuba, en 1841 había trescientos sesenta y ocho mil esclavos. Son liberados hasta 1880. En Estados Unidos, Washington liberta a sus esclavos, pero sólo hasta fines del siglo xix Lincoln promulga la abolición constitucional. Esto pasaba cerca de 80 años después de la liberación que hoy celebramos.

 

Los Indios

 

En América, y especialmente en México, se libra una de las mayores batallas entre la libertad y la esclavitud.

Con los conquistadores vinieron los heroicos y apostólicos misioneros que nos enseñaron la fe de Jesucristo y derramaron su inagotable caridad. ¡Padres de nuestra fe y plasmadores de nuestro ser cristiano y nacional, para quienes cualquier alabanza y gratitud que México pueda tributarles es siempre poca! Pero también con ellos vinieron chusmas de aventureros de insaciable codicia. Encontraron un mundo propicio a sus ambiciones: un pueblo desintegrado y en perpetua pugna, donde reinaba la más abyecta esclavitud. Caciques y hordas en continua cacería de indios para sacrificarlos a millares en sus templos en una diabólica orgía de sangre. Indios que se entregaban ellos mismos a la esclavitud por los más fútiles motivos; padres que vendían como esclavos a sus niños, y a sus hijas las ofrecían a la prostitución. Pueblo que no sentía respeto por la dignidad humana ni por la vida; razas sin sentimiento de personalidad ni de responsabilidad. Y, al propio tiempo, raza sumisa, obediente, sufrida hasta lo indecible, que no desdeñaba ser tratada como a bestia de carga. ¡Era la gran oportunidad para los aventureros! En esa masa humana germinaron los antiguos venenos de la codicia y del orgullo.

Y se desató una satánica persecución contra los indios. Alegando que eran “irracionales” e incapaces de conocimiento, hasta de los rudimentos de la fe cristiana; y, por lo tanto, nacidos para ser esclavos. Tal peste se incubó en la Isla Española y pronto se difundió por todo el continente. ¡Guerras de cacería, marcas de fuego en la cara y espalda, trabajos inhumanos y castigos crueles: innumerables muertes en las tinieblas de las minas: todas las violaciones de lo humano!

Carlos v, sabedor de tales atrocidades, prohibió se sacaran indios de la Nueva España para venderlos como esclavos en las Antillas.

En España la Reina Católica tomaba la protección de los indios y con amor verdaderamente maternal vivía y moría obsesionada por el anhelo de que se les tratase benignamente -esta fue su última voluntad en su lecho de muerte-; mientras en España perduraba aún ese espíritu de Isabel, acá en México, al margen de la voluntad de los reyes y de sus mandatos, los logreros desencadenaban la persecución contra los indios. ¡Todo era posible a tal distancia de España! En la historia de México se yergue la figura siniestra y cruel -encarnación de los esclavistas- del conquistador de Nueva Galicia, Nuño de Guzmán, cuya memoria será de eterna abominación. A la par de él, la Primera Audiencia: Diego Delgadillo y Juan Ortiz de Matienzo, mancomunados en la feroz tarea, y con ellos sus muchos secuaces y cómplices.

 

Los defensores de la libertad

 

Pero frente a tales esclavizadores, se levantó la voz -no podía ser de otra manera- de los frailes y de los obispos. Y, sobre todas las voces, la voz de Santa María de Guadalupe, cuyo mensaje fue de igualdad, de fraternidad y de amor: “Hijito mío el pequeño a quien amo tiernamente. Amor a los humildes, el espíritu de filiación: todos los mexicanos sois iguales, sois libres, sois hermanos, ¡porque sois mis hijos!

Se elevó la voz exasperada, exaltada de fray Bartolomé de las Casas, que empleó sus fuerzas y su vida en delatar los crímenes de la esclavitud. Espíritu excesivo que, obsesionado por la defensa de los indios, echó sombras injustas sobre inocentes y dio pie a la Leyenda Negra que hace culpable a España de lo que sólo eran culpables algunos malhadados españoles.

Se elevó la voz sabia y ponderada del primer obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés; la voz paterna pero enérgica del grande y sufrido obispo de México, fray Juan de Zumárraga. Todos apelaron a la Corte Española, en demanda de remedio.

Pero cundía en desconcierto. Los logreros esparcían la noticia de que los indios eran irracionales. Frailes y obispos acudieron al Papa Pablo iii.Y el Papa habló en nombre de la Iglesia en la memorable Bula Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537, que es la bula de la libertad.

 

La voz de Pablo III.

 

Es preciso confesar que quien tenga la naturaleza humana es hábil para recibir la fe; pues Cristo dijo: Id y enseñad a todas las Naciones[12][...] A todas, dijo, sin excepción; como quiera que todas son capaces de la doctrina.

Lo cual, viendo y envidiando el Enemigo del género humano, escogió un modo hasta hoy nunca oído, y excitó a algunos de sus satélites que, deseosos de saciar su codicia, se atreven a andar diciendo que los Indios occidentales y meridionales deben reducirse a nuestro servicio como brutos animales, poniendo como pretexto el que son incapaces de la fe católica, y los reducen a esclavitud, apretándolos con tantas aflicciones, cuantas apenas usarían con los brutos animales de que se sirven.

Nos, con la autoridad Apostólica, por las presentes letras determinamos y declaramos que los indios y otras naciones aun cuando estén fuera de la fe, no están privados de la razón ni son hábiles para ser privados de su libertad, ni del dominio de sus cosas; y no se les debe reducir a esclavitud, Lo que de otro modo haya acontecido, sea írrito y nulo y de ninguna fuerza.[13]

 

 

Las Leyes de Indias.

 

Las Cortes Españolas, presionadas por las continuas relaciones, súplicas y apelaciones venidas de la Nueva España, por la voz autorizada del gran teólogo fray Francisco de Victoria, y, sobre todo, por la Bula de Pablo iii, redactaron y promulgaron las “Leyes de Indias”. En ellas se establece:

1.      Desde ese momento no se pueden esclavizar Indios;

2.      Deben liberarse los esclavos obtenidos sin título legal;  

3.      Ya no se deben conceder encomiendas;

4.      No se tolere maltrato alguno a los indios.

Entre tanto, la Primera funesta Audiencia había sido destituida y algunos de sus miembros llevados bajo acusación, a España. Sucedióles la Segunda Audiencia compuesta de hombres tan beneméritos para nuestra Patria como Fuenleal, obispo de Santo Domingo y Vasco de Quiroga (el “Tata Vasco''). Sucedieron dos grandes virreyes: don Antonio de Mendoza y don Luis de Velazco, llamado “padre de los indios”. En 1544 habían sido promulgadas definitivamente las Leyes de Indias, las cuales, un poco después fueron recibidas en México y aplicadas paulatinamente con el resentimiento, el dolor y las quejas de los explotadores. ¡Que vendría a menos la Hacienda Real si se manumitían los indios que trabajaban en las minas! ¡Que las haciendas particulares perecerían (¡Qué duro es para el corazón humano, arrancar la codicia!)

Don Luis de Velazco, contra todos los obstáculos, las promulgó en México y las hizo cumplir en cuanto estuvo de su mano.

 

La liberación de 1550

 

El año de 1550 el virrey recibe de la Reina María, hija de Carlos v, en ausencia de su padre, una Instrucción terminante: devolver la libertad a cuantos indios fueran aún esclavos. Privilegio que sin embargo no se extendió a los Negros, en 1553 fueron liberados ciento cincuenta mil indios.

 

Siglo xix: bajo el signo de la libertad

 

En tal situación se conservó México durante la Colonia: abolida legalmente la esclavitud de los indios (no de los negros); de hecho perduran, no obstante, restos de esclavitud disfrazados.

Aparece el siglo xix, bajo el signo de libertad. Las colonias se emancipan. Reina el grito cristiano, lanzado por la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. México ve llegada su hora de liberarse de la dominación española: ha llegado a la mayoría de edad. Y con generosidad pero sin preparación alguna, lanza en 1810 su grito de libertad. ¡Se lucha y se muere por ella! ¡Más de diez años de sudor y de sangre, de heroísmos y crueldades!

 

La voz de Hidalgo

 

Entre el fragor y el polvo y la sangre, surge una voz; la voz de un hombre que, resumiendo el pasado y proyectándose en el futuro, proclama la liberación total de la esclavitud: de toda esclavitud.

Ya en Valladolid, el 19 de octubre de 1810, por mandato de don Miguel Hidalgo el intendente José María de Anzorena había dado un decreto de abolición. Cuatro días después en Tlalpujahua se repite el decreto por don Ignacio Antonio Rayón. Hidalgo llega a Guadalajara el 26 de noviembre, como Generalísimo de América que habla a América. Tres días después proclama él misimo el Decreto, y el 6 de diciembre de ese año de 1810, expide ya definitivamente formulado el Decreto de Liberación: “Artículo lo. Que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del término de diez días so pena de muerte”. Artículo tajante como una espada, fundamental como una piedra angular. Artículo que pasera a nuestra Constitución para siempre.

Pocos días después Hidalgo marcharía a la derrota de Calderón, y poco después a la muerte… Hidalgo murió; pero siguió viviente su obra iniciada: la Independencia de la Patria Mexicana, y la liberación de la esclavitud, elevada a Constitución Jurídica. Cábele al padre Hidalgo la gloria de haber promulgado aquí la liberación de toda esclavitud. El primero en América y en el mundo. Todos los decretos de liberación de las demás naciones son posteriores al Decreto de Guadalajara. Fue la voz de Hidalgo la que articuló el grito angustiado de siglos de esclavitud. ¡En él habló la humanidad!

Pero hay algo más sublime: fue Hidalgo el instrumento de que Dios se valió para completar la liberación en el mundo. Su decreto fue preparado por siglos de cristianismo y de Iglesia. El padre Hidalgo supo recoger este postulado cristiano para insertarlo definitivamente en las leyes de los hombres y colocarlo en su sitio jurídico de honor.

 

El Himno de la Iglesia y de la patria

 

Por eso no os maravilléis de que en este lugar sagrado, celebremos el sesquicentenario de la liberación. Por mi pobre voz, la Iglesia de Guadalajara, y con ella la Iglesia de México, y con ella toda la Iglesia, levanta un himno de admiración y gratitud al sacerdote que llevó a cabo una magna obra cristiana; y eleva sus plegarias por el alma de aquel que inició nuestra Independencia, y rompió para siempre las cadenas de la esclavitud. Y pide para él, no ya la gloria de los hombres, sino la gloria de los ángeles. Por eso la Patria en este día, con el más legítimo orgullo levanta la voz para entonar su Himno.

Pero, sobre todo, estamos aquí para entonar el Te Deum laudamus ¡Alabanza y gratitud al Señor, Autor de la Libertad! Alabanza y gratitud a Cristo, el Libertador de la Esclavitud del espíritu, y Autor también de la liberación de la esclavitud de los cuerpos, llevada a cabo por el hombre que Dios eligió. ¡Te Deum laudamus!

 

***

¡Oh Dios, que quisiste concedernos el Don inefable de la libertad, que es participación de tu divino dominio; que no temiste entregarnos a criaturas frágiles y tornadizas el arma peligrosa de la Libertad, poniendo en nuestras manos el destino, el tiempo y la eternidad! ¡Líbranos, Señor, de la esclavitud interior, del orgullo, de la codicia, de la lujuria! ¿De qué serviría tener las manos sin cadenas cuando tenemos encadenado el corazón?

 

¡Líbranos, Señor, de la esclavitud exterior! ¡Líbranos de los tiranos, de los explotadores, de los señores de la guerra y del odio! ¡Danos la libertad de los hijos de Dios: una vida humana en que podamos servirte a Ti, porque sólo a Ti se debe servicio! ¡Líbranos de la cautividad, de los campos de concentración, de los trabajos forzados! ¡Líbranos del despotismo racista o comunista! Danos la libertad del alma y la libertad del cuerpo, porque somos hombres y tenemos alma y cuerpo; y Tú, Señor, quieres liberar al hombre.

 

¡Oye, Jesús, nuestra voz! ¡Hoy la Iglesia y la Patria se unen a cantar el mismo himno! ¡Cantemos la libertad de los ciudadanos, la libertad de los cristianos, la libertad de los hermanos, hijos de una misma Patria que está en la tierra, hijos del mismo Dios, el Padre que está en los cielos.

 

¡Gracias, oh Dios, por el don de la libertad que nos diste!

¡Gracias, oh Cristo, por el Don de la Libertad que nos devolviste!

¡Haznos dignos de ser libres!

 

 



[1] Clérigo tapatío (1903-1967), doctor en filosofía y teología por la Universidad Gregoriana de Roma, presbítero del clero de Guadalajara (1927), fue catedrático de latín, literatura, oratoria sagrada y teología dogmática. Canónigo magistral del Cabildo Eclesiástico de Guadalajara (1942), el Papa lo distinguió con el título de prelado doméstico (1964).

[2] Tomado de  José Ruiz Medrano, Una voz de México, Editorial Jus, México, 1962 p. 103 ss.

 

[3] Cf. Rom, 8, 15-17

[4] Cf. Sententia libri Politicorum, liber 1, lectio 2.

[5] Política i, c. ii, No. 13 sig.

[6] Mc.12, 31

[7] Rom. 8, 15

[8] Mt,25, 45

[9]Jn, 13, 34

[10] Mt. 4,10.

[11] Cf. Carta de Pablo a Filemón 1, 8-17

[12] Mt, 28, 19-20.

[13] El texto traducido puede leerse en Salvatore Bussu Mártires sin altar, Biblioteca de Autores Universitarios, Argentina, 2003, pp. 371-372.

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