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El Papa Pío ix y México

 

Juan González Morfín[1]

 

 

En el marco de cuatro conferencias impartidas dentro de los actos conmemorativos por el sesquicentenario de la arquidiócesis tapatía, se leyó este texto, la noche del 26 de febrero del 2013, en la Sala de Cabildo del H. Ayuntamiento de Guadalajara, toda vez que el papa Pío ix erigió en arquidiócesis este obispado. El estudio que sigue describe el marco histórico de la actuación de Pío ix en el mundo; luego, en México y, finalmente, en su relación con Guadalajara.

 

1. Pío ix en la historia

 

Giovanni Maria dei Conti Mastai Ferretti, quien luego sería Pío ix, nació en mayo de 1792 y maduró su vocación sacerdotal mientras vivía con su tío Paulino, canónigo en Roma. Fue ordenado sacerdote en 1819 y participó en una misión diplomática en Chile entre 1823 y 1825, lo que le permitió acercarse a la realidad latinoamericana. Ya desde antes de su ordenación sacerdotal había demostrado su preocupación por los pobres y abandonados, especialmente por los huérfanos. Quizá por ello, a su regreso de Chile, fue nombrado presidente de un hospicio que dependía de la Santa Sede: San Miguel en Ripa Grande, donde introdujo la modalidad de que se enseñara un oficio a los internos.             Con apenas 35 años de edad fue nombrado obispo de Espoleto. Ahí adquirió costumbres que habría de trasladar luego a su vida como Sumo Pontífice: las visitas pastorales y el esfuerzo por interactuar con los obispos de diócesis vecinas, a fin de establecer directrices pastorales uniformes y más eficaces. Destacó, sin embargo, sobre todo por su atención a la administración pública y, como su diócesis estaba comprendida dentro de los Estados Pontificios, en 1845 envió a la Santa Sede un verdadero proyecto de reforma administrativa que, bajo el título de Pensamientos relativos a la administración pública del Estado Pontificio, constituía una transformación de procedimientos y maneras de hacer que se encontraban anquilosados y representaban una carga para la buena marcha del Estado. Este proyecto constaba de 58 criterios normativos, entre los que vale la pena señalar: “establecer un sistema financiero que nos permita salir de la presente situación de pobreza”, “fomentar el establecimiento de industrias”, “establecer un cuerpo de laicos consultores para los problemas administrativos”, “ser más estrictos en la concesión de títulos académicos”, “estar más en contacto con los obispos”, “prestar mayor atención a las obras públicas”, “pagar mejor a los jueces para atraer a esa carrera hombres capaces y honrados”. Todo esto, unido a su cercanía al pueblo, lo hizo enormemente popular y quizá por ello en 1840 recibió la púrpura cardenalicia y, en 1846, a la muerte de Gregorio xvi, después de cuatro escrutinios resultaría electo Papa.

Los antecedentes de cercanía con el pueblo, de una mentalidad abierta al pensamiento de su tiempo y las medidas que había venido tomando para modernizar la administración pública le valieron rápidamente el mote de “el Papa liberal”. Además, a menos de dos años de haber asumido su cargo creó un Estatuto para los Estados Pontificios en el que se establecían dos Cámaras, una de las cuales estaría formada por individuos votados mediante elección popular. Todo esto contribuyó a aumentarla popularidad del Papa, en el que muchos habrían de ver un icono llegado en el mejor momento para lograr la unificación de Italia y expulsar a los austriacos del suelo de la península. Su fama creció y por donde se sabía que había de pasar las multitudes se aglomeraban para gritar ¡viva Pío ix![2] Sin embargo, esa imagen de hombre providencial que habría de conseguir la unidad de Italia se derrumbó cuando el 29 de abril de 1848, cuando en un discurso el Papa aclaró que era imposible que se enfrentara con Austria, puesto que “su paternal afecto debía abrazar a todos los pueblos y naciones” y, ante los que pretendían la unidad de la nación italiana en torno a un soberano temporal, que podría ser incluso el mismo Pío ix, defendió la necesidad de un Estado Pontificio, “dado por la Providencia Divina a esta Santa Sede por su dignidad y para defender el libre ejercicio de su apostolado”.

En consecuencia, el Papa cayó en desgracia ante la opinión de muchos nacionalistas italianos que lo acusaron de gran traición. Roma se vio envuelta en una ola de violencia que culminó con el asesinato del Presidente del Gobierno, la huída del Papa hacia Gaeta y la proclamación de la República romana encabezada por un triunvirato. El pontífice no pudo regresar a Roma sino hasta 1850, con el apoyo de los franceses, y su regreso habría de señalar el comienzo de una relación más bien ríspida con el pueblo que antes lo aclamaba, que lo llevó a relegar su proyecto de gobierno constitucional de los Estados Pontificios y le condujo a replegarse en la defensa del poder temporal, como una manera de garantizar la independencia de la Santa Sede. Constituida la nación italiana bajo el reinado de Víctor Manuel y tras la salida de la guarnición francesa por motivos de la guerra franco-prusiana, el gobierno italiano ocupó Roma en septiembre de 1870 y la proclamó capital del reino. El Papa desconoció la situación, rechazó una ley que le reconocía ciertos derechos y le otorgaba una renta anual y se declaró a partir de ese momento prisionero en el Vaticano. Se instituyó entonces el óbolo de San Pedro, para que, con las limosnas procedentes de los fieles de todo el mundo, pudiera subsistir la Curia vaticana.

En relación con Latinoamérica, Pío ix proveyó de obispos las diócesis vacantes, creó nuevas diócesis, envió delegados y nuncios apostólicos que permitieron una mayor cercanía con la Silla Apostólica y buscaron concordatos entre la Santa Sede y los países recién independizados. Además, fundó el Colegio Pío Latino Americano para que se preparasen ahí quienes habrían de ser los futuros líderes de las iglesias locales. A causa de esto llegó a ser llamado “el Papa Iberoamericano”.[3]

El historiador alemán Ludwig Hertling proporciona esta breve descripción de su trayectoria:

 

Pío Nono ejerció un gran hechizo personal, y apenas hubo nunca un Papa que fuera tan querido de los católicos del mundo entero, y tan respetado por los no creyentes. Los (…) golpes que tuvo que aguantar en su pontificado, y que culminaron en la (…) expoliación del Estado Pontificio, le confirieron una aureola incomparable, y los últimos siete años que pasó en el Vaticano como un soberano desposeído se parecieron más a un triunfo permanente que a un encarcelamiento.[4]

 

Otra síntesis interesante del pontificado de Pío ix, procedente de un autor no eclesiástico, es ésta de Pani:

 

Fue también, en muchos aspectos, el artífice de la Iglesia moderna. Obtuvo, tras negociaciones con la Sublime Puerta, el privilegio para las misiones y escuelas católicas en el Imperio Otomano; restableció la jerarquía católica en Inglaterra (1850), Holanda (1853)y Escocia (1878), y firmó un concordato con Rusia. Convocó—incluyendo en la convocatoria a las iglesias protestantes y ortodoxas— el primer concilio ecuménico desde Trento. Éste culminó con la declaración de infalibilidad papal cuando se proclamara un acto definitivo de doctrina en materias de fe y moral. Para fomentar entre el alto clero de la Iglesia universal un “espíritu romano”, fundó los seminarios para clérigos extranjeros, entre los cuales puede destacarse el Colegio Pío Latinoamericano, a cuya constitución contribuyó de su peculio, y fue Pío ix el primer papa en visitar, como joven clérigo, tierras americanas. Entonces, al tiempo que desaparecía el poder temporal del Papa, se reforzaba su autoridad espiritual; la Iglesia se volvía más jerárquica y más romana, y parecía dar más peso al más allá de la fe que al aquí y ahora de la política.[5]

 

2. Pío ix y México

 

2.1 Sus relaciones con el poder político

 

El largo pontificado de Pío ix, 1846-1878 fue contemporáneo de diversos gobiernos liberales, liberales moderados, conservadores y hasta con un Imperio en tierras mexicanas. Le tocó ver la expropiación de los bienes de la Iglesia en nuestro país, la aplicación de leyes que limitaban su campo de acción, de otras que constituyeron una verdadera injerencia en sus asuntos internos y, con gran dolor para el Pontífice, los primeros asesinatos de sacerdotes a manos del poder público que se registraron en el México independiente por odio a la religión,[6] así como el destierro de varios obispos.[7]

Con liberales moderados como José Joaquín Herrera hubo momentos de convivencia pacífica, como cuando el gobierno presentó para arzobispo de México a Lázaro de la Garza, para Puebla a Joaquín Madrid, para Michoacán a Clemente Munguía y para Nuevo León a José Ignacio Sánchez, y el Papa no sólo los nombró, sino que lo hizo a través de un procedimiento distinto del motu proprio, con el que se abrían las puertas a un especie de “derecho de presentación”.[8]

Sin embargo, ya con Mariano Arista, también moderado, comenzaron algunos problemas e, inmediatamente después, con Comonfort, Juan N. Álvarez y Benito Juárez, la Iglesia habría de soportar, una detrás de otra, leyes que la afectaban en su independencia y en sus propiedades.[9] Ante esta situación, el Papa habría de expresar su preocupación ante el consistorio de diciembre de 1856:

 

para que los fieles que allí residen sepan, y el universo católico conozca que reprobamos enérgicamente todo lo que el gobierno mexicano ha hecho contra la religión católica, y contra la Iglesia y sus sagrados ministros y pastores, contra sus leyes, derechos y propiedades, así como contra la autoridad de esta Santa Sede, levantamos nuestra voz pontificia con libertad apostólica en esta vuestra respetabilísima reunión para condenar y reprobar y declarar írritos y de ningún valor los enunciados, decretos y todo lo demás que allí ha practicado la autoridad civil con tanto desprecio de la autoridad eclesiástica y con tanto perjuicio de la religión...[10]

 

            Justo Sierra, quien mostraba admiración por el Pontífice a causa de su espíritu liberal y lo describía como un “gran corazón lleno de todo el fuego del celo apostólico, carácter entero de batallador y mártir”, sin embargo criticó esa medida romana como de una “imprudencia infinita”, pues “los ánimos se caldearon en México al recibir estas noticias, y cuando un vacilante se decidía, ya no era un simple amigo del poder civil, sino un enemigo resuelto de la Iglesia”.[11]

Después todavía vendría la Constitución de 1857, impugnada por los prelados mexicanos a causa de algunos artículos que modificaban el status jurídico de la Iglesia, entre ellos el artículo 5°, que prohibía los votos monásticos; el 13, que abolía los fueros; el 27, que prohibía a la Iglesia adquirir y administrar bienes y, sobre todo, el 123, en el que se afirmaba que correspondía exclusivamente a los poderes federales ejercer, en materia de culto público y disciplina externa, la intervención que designaran las leyes.[12]

Así pues, es explicable su beneplácito cuando, apenas iniciada la Guerra de los Tres Años, escribía al presidente Félix Zuloaga, quien se había comprometido a devolver a la Iglesia los derechos que antes gozaba:

 

Sumo placer hemos tenido al recibir vuestra carta del 31 de enero (…) Dais a entender que habiendo sido elegido presidente interino nada deseáis tanto como derogar y quitar del medio, sin demora alguna, las leyes y decretos que, en el tristísimo estado en que se encontró esa nación, se dieron contra la Iglesia y sus sagrados ministros (…) Al felicitarlos una y otra vez, cordialmente, a Vos y a vuestro gobierno, alentamos la esperanza de que por vuestro empeño y por vuestra administración, la Iglesia y su saludable doctrina, causa principal de la felicidad de los pueblos, recobren en México toda su libertad y ejerzan próspera y felizmente sus derechos.[13]

 

            Como sabemos, poco tiempo duró el gobierno de Zuloaga y, por lo mismo, poco fue también lo que cambió la situación de la Iglesia que, en cambio, sí empeoró al retorno de Juárez y prosiguió de manera parecida cuando el gobierno de la capital lo ostentó una Junta de Notables mientras Juárez resistía en Veracruz. Por ello, la llegada de un príncipe extranjero que, en principio, contaría con todo el apoyo de Napoleón III–quien era en ese momento “protector” de la Santa Sede–; es más, la llegada de un príncipe católico, hizo albergar esperanzas de un mejor entendimiento con el gobierno de Maximiliano. Sin embargo, primero se apoyó para algunas carteras importantes del gabinete en liberales moderados, después habría de mantener las leyes anticlericales ya existentes y, finalmente, habría de llegar en algunos puntos, como el de libertad de cultos, a límites que incluso la Constitución liberal de 1857 no se había atrevido:[14]

 

La luna de miel fue breve, entre la desilusión y el desencanto (…) veían con incredulidad los primeros pasos de Maximiliano hacia la consolidación de una política con marcada tendencia liberal. Ante tal despropósito algunos intentaron encontrar excusas; la más común fue echarle la culpa a los franceses, especialmente al mariscal Bazaine.[15]

 

El Papa envió como nuncio apostólico a Pier Francesco Meglia, quien se encontró con un Maximiliano preparado para resistir cualquier presión para que cambiara o al menos suavizara su postura.

 

El Emperador, en contraste con la carta del Papa y con las instrucciones dadas a Meglia, de las que Maximiliano debió haberse enterado de alguna manera, propuso rápidamente un concordato en plena oposición a los principios romanos: libertad de cultos, aprobación definitiva y formal de la nacionalización de bienes eclesiásticos (…), restauración de los antiguos controles españoles sobre la vida de la Iglesia…[16]

 

El nuncio, ante esta contrapropuesta, respondió no estar autorizado a tratar sobre esas bases, lo que molestó de tal manera a la emperatriz Carlota “que aconsejó al mariscal Bazaine echar al nuncio por la ventana”.[17]

En sucesivas entrevistas, Maximiliano no dio marcha atrás en su postura, pues le aclaraba al nuncio que los Habsburgo habían siempre defendido los derechos estatales, que no le importaba ser excomulgado, pues de hecho no sería ni el primero ni el último de los archiduques de Austria en serlo, pero que si lo excomulgaban tuvieran en cuenta que lo único que conseguirían era hacerlo todavía más popular. Por otro lado, le restregaba que en México urgía, a su leal entender, una auténtica y radical reforma del clero, puesto que lo que él veía en México eran abusos e ignorancia, pero no el catolicismo, pues la jerarquía mexicana no poseía un corazón verdaderamente cristiano ni estaba a la altura de las exigencias de los tiempos. Incluso las observaciones del nuncio de que intentar volver a México, un país católico, contra el Papa, equivalía a autodesignarse jefe de la religión en México, como Enrique viii en Inglaterra, no hacían mella en el joven emperador.[18]

No se llegó a firmar un concordato, y el nuncio apostólico, a menos de nueve meses de su llegada al país, fue transferido a Bavierasin haber conseguido su objetivo.[19]No obstante el desencanto sufrido con Maximiliano, su fusilamiento “fue acogido por Pío ix con sincera y profunda conmoción. El Pontífice habló de éste en alocución no oficial habida después de una oficial en el consistorio del 12 de julio de 1867 y quiso que se tuvieran exequias solemnes en la capilla Sixtina”.[20]

 

2.2 Sus relaciones con el poder espiritual

 

Como padre común de un país católico, incluso oficialmente católico al principio de su pontificado, Pío ix siempre estuvo muy cerca de los mexicanos, independientemente del distintivo político que ostentaran: a veces para apoyarlos; otras, para reconvenirlos. En enero de 1849 Ignacio Valdivieso, ministro plenipotenciario del presidente liberal José Joaquín Herrera, escribía en su Memoria oficial: “Es halagüeño afirmar que el Sumo Pontífice Romano, como cabeza de la Iglesia Católica, conserva la mejor armonía con el Gobierno de la República, manifestando en todas las ocasiones la benevolencia del Padre común de los fieles…”[21] Supo ceder cuando los gobiernos se prestaron al diálogo, en todo lo que ceder se podía, como la provisión de obispos ya anteriormente mencionada e, incluso, ante las objeciones poco explicables que se pusieron por parte del gobierno mexicano para la actividad del delegado apostólico Luigi Clementi, quien permaneció en México de 1851 a 1861, año en que fue expulsado.[22]

De los informes de su delegado, el Papa habría de lamentar en su discurso a los cardenales de diciembre de 1856 la mala actitud de “religiosos varones que, olvidando su propia vocación, su oficio e instituto (…), no se han avergonzado de resistir con grave escándalo de los fieles (…) la visita apostólica a que habíamos sujetado a los mismos religiosos”.[23] Efectivamente, para intimidar al visitador nombrado por el Papa, el obispo de Puebla, Francisco Vázquez, los religiosos habrían ocasionado un accidente al meter bastones entre las ruedas del carruaje que transportaba al prelado.

Un respiro dentro del accidentado periodo de Clementi en tierras mexicanas fue la exultación con la que se recibió la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción, que en los primeros meses de 1855 llenó de solemnidades las iglesias del país. De la recepción y alegría en el pueblo fiel por esta noticia datan todavía algunos monumentos públicos erigidos en honor del Pontífice.

Por otro lado, y aun en esos tiempos de aguas bastante revueltas, Pío ix tuvo a bien erigir ocho nuevas diócesis y un vicariato apostólico,[24] así como elevar a arquidiócesis las ya existentes de Guadalajara y Michoacán. Este fenómeno se repitió en el continente, pues, como explica Bautista, “en el caso de los países latinoamericanos se organizó una nueva organización (sic) eclesiástica que fragmentó buena parte de las grandes jurisdicciones del periodo colonial, con el objeto de controlar y hacer más eficiente la administración de los territorios”.[25]

Por otro lado, y ésta será posiblemente su máxima contribución a la vida de la Iglesia en México, como se ha dicho, Pío ix auspició la fundación del Colegio Pío Latino Americano en 1858. Este seminario, encaminado a permitir que muchos estudiantes pudieran cursar los estudios institucionales en Roma para fomentar así no sólo una mejor preparación académica, sino también una mayor unidad con la Sede Apostólica, propiciaría que muchos de los futuros profesores y rectores de seminarios, y durante un periodo casi la mitad de los obispos, hubieran pasado por sus aulas, con lo que se estrechó la cercanía y el cariño de los mexicanos por la figura de este Papa y sus sucesores.[26]

 

3. Pío ix y Guadalajara

 

En la diócesis de Guadalajara fue bien recibida la declaración del dogma de la Inmaculada, de lo cual dan testimonio los monumentos a Pío ix que se hallan en Tonalá y en Jamay; sin embargo no es sólo por eso que el Pontífice fue especialmente querido: de él se recibió también, en enero de 1863, la erección de la diócesis en arquidiócesis y, aun antes de esto, cuando la Universidad de Guadalajara fue clausurada por el gobierno liberal, el obispo Pedro Espinosa y Dávalos había obtenido que el Papa, en breve del 14 de marzo de 1862, autorizara la creación de la Academia de Guadalajara, que podía otorgar los grados de bachiller y doctor.

El obispo Espinosa había sido desterrado por el presidente Juárez y salió de México en enero de 1861. Después de residir un tiempo en los Estados Unidos, visitó varios países de Europa, especialmente Italia, donde permaneció diez meses en la ciudad de Roma.[27]Ahí pudo interactuar con la curia y con el Papa y así se explica que lo que habría sido difícil de siquiera hacer entender a la distancia, se haya conseguido de modo tan diligente.

A su regreso a México, en una extensa carta pastoral, el prelado tapatío recién convertido en el primer arzobispo de Guadalajara daría cuenta también de la solemne ceremonia en la que, por vez primera, un mexicano fue canonizado:

 

Cuando el 18 de enero de 1861 un agente de policía nos intimaba al destierro, cuando se nos expulsaba de todo el territorio mexicano y se nos insultaba de mil maneras, nadie hablaba de la canonización del Beato Felipe de Jesús, a ninguno [se] le ocurría que se aproximaba el día de una solemnidad que, si bien era interesante para la Iglesia universal, lo era de una manera especialísima para nuestro pueblo. Pero la Divina Providencia, que permitió nuestro destierro para mayor gloria suya y para fines que no nos era dado prever, lo dispuso todo de tal modo que la mayor parte de los obispos mexicanos nos hallásemos en Roma.[28]

 

Es interesante recordar que por aquella época las canonizaciones eran verdaderamente excepcionales. Por ejemplo, para aquella ocasión Pío ix había extendido la siguiente invitación el 18 de enero de 1862: “Su Santidad vería con placer a todos los Obispos que así de Italia como de otras partes del mundo juzguen conveniente emprender un viage (sic) a Roma, sin perjuicio para los fieles y sin ningún obstáculo, a fin de (…) presenciar aquellas grandes solemnidades”.[29] A la ceremonia asistieron alrededor de trescientos obispos, entre otras personalidades.[30]

Del cariño que se le tuvo a Pío ix en la arquidiócesis tapatía da testimonio un folleto de 70 páginas, editado en 1878, cuyo título, un poco largo, es Honras fúnebres que en memoria del Inmortal Pontífice Pío ix celebró el Seminario Conciliar de Guadalajara en los días 9 y 10 de julio del presente año en la iglesia de La Soledad de la misma ciudad, y que permite calibrar la admiración y el afecto que se le prodigaban, entre otras cosas, por la magnífica edición en pastas duras, pero también por la pompa y duración de esas ceremonias luctuosas: dos días de exequias, un catafalco simbólico con inscripciones de amor y veneración al Pontífice y elaboradas piezas oratorias.

Rescatamos algunos detalles: la iglesia de la Soledad se encontraba adornada con blasones con frases breves elogiando al pontífice: “Al Mártir del Vaticano”, “Al Pontífice del Syllabus”, “Al Pontífice de María”. A manera de prólogo, firmado por Cipriano C. Covarrubias, está el siguiente párrafo:

 

Grandes esfuerzos hizo el Seminario por llevar a cabo aquella fúnebre solemnidad; sin embargo, no superiores ni iguales a lo que con justicia merece el ínclito Pontífice de María y de José, el autor del Syllabus, el mártir del Vaticano, la figura prominente llena de majestad y de esplendor, que de entre las sombras horrorosas del siglo de las luces, se destaca como estrella matutina de nuestro cielo, venciendo las caliginosas tinieblas de una noche de tempestad. De hoy más el siglo xix será grande: los pósteros le llamarán un día “el siglo de Pío ix”.[31]

 

Entre los poemas que se recitaron, algunos de ellos en latín, se ofrece como muestra este soneto:

¿Qué fue del grande y poderoso anciano

Que la silla de Pedro enaltecía,

Y luz celestial pura encendía

En el divino altar del Vaticano?

¿Dónde Pío Nono está, que soberano

Al mundo desde Roma bendecía,

Y siembre humilde y santo confundía

De mil errores el orgullo vano?

¿En dónde está?… ¡qué tristes y llevando

Envuelta el alma en angustioso duelo

Por el mundo, sin él, vamos llorando!

¡Ah! no lloréis que abandonó ya el suelo,

Y de una estela el esplendor dejando,

A la gloria voló… ¡vive en el cielo![32]

 

En varios momentos de las oraciones fúnebres se anticipaba la pronta canonización del Pontífice:

 

Sí, señores; es cierto que la fe humana está ya satisfecha respecto de la bienaventuranza plena del Pontífice difunto. Es cierto para todo el mundo que la gloria del Pontífice más grande y sublime de los tiempos modernos, gloria que con su aurora rubicunda dejó iluminada la tierra, se encuentra ya en su zenit indeficiente en la venturosa eternidad…[33]

 

O bien,

 

¡Oremos, pues, por Pío ix, que tanto oró por nosotros! No olvidemos a nuestro Padre, cuyo corazón fue tantas veces lacerado por nuestros infortunios, y cuyo martirio acrecieron nuestros extravíos...!¡Y mientras llega el día venturoso en que con el decreto consolador de la canonización descienda la luz de lo alto, entre las armonías de la fe, a ahuyentar las sombras de la incertidumbre que todavía contristan nuestro corazón, elevemos el incienso de nuestras oraciones al Eterno por nuestro Padre querido...! ¡Y tú en cambio, oh gran Pío, desde la mansión feliz en que creemos moras, sella sobre el mundo, sobre nosotros, la bendición apostólica que con tanta ternura y abundancia nos prodigabas en vida![34]

 

A modo de conclusión

 

Aun antes de su estancia en Roma, don Pedro Espinosa y Dávalos, en la carta pastoral de 1858 en la que reproducía la alocución de Pío ix de fines de 1856, se refería al Pontífice con el epíteto de “inmortal” y otra serie de adjetivos elogiosos:

 

En este documento se ve cuáles son los sentimientos de nuestro común Padre y Pastor en orden a las leyes y decretos expedidos en la República Mexicana, y cuán lejos está Su Santidad de reprobar las diversas protestas y representaciones que elevaban unánimes los Obispos al Supremo Gobierno: el inmortal Pío ix se ha explicado en términos muy claros, y su alocución no necesita comentarios. Atended pues a lo que os dice el Sucesor de Pedro, el Doctor de todos los fieles, el Máximo Vicario de Jesucristo; y no prestéis jamás oídos a los que pretenden erigirse en maestros y conductores vuestros enseñándoos otra doctrina.[35]

 

 La calidez de todos estos elogios, ya en 1858, hace ver cómo los obispos y el pueblo mexicano admiraban y amaban la figura de un Papa que había sabido interesarse por los destinos de México.

 



[1] Presbítero de la prelatura personal del Opus Dei (2004), licenciado en letras clásicas por la UNAM, doctor en teología por la Universidad de la Santa Cruz en Roma. Forma parte del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara. Ha publicado La guerra cristera y su licitud moral (2004), L’Osservatore Romano en la guerra cristera y El conflicto religioso en México y Pío xi, (2009).

[2] Don Bosco, intuyendo lo que movía a muchos a otorgar ese respaldo momentáneo, les pedía a sus muchachos que no gritaran “¡viva Pío ix”, sino “¡viva el Papa!”.

[3] Cfr. Silvio Tramontin, “Pío ix”, en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, Rialp, 1989, 524-527.

[4] Ludwig Hertling, Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1981, p. 454.

[5] Erika Pani, “Religión y autoridad: la crisis en las relaciones Iglesia-Estado”, en Revista Mexicana de Política Exterior 84 (2008/3), p. 125.

[6] Manuel Gómez, cura de Cacalotenango, fue fusilado el 8 de mayo de 1953; Práxedes García, de Tonila, fue ahorcado a fines de 1858; Francisco Ortega, cura de Zacapoaxtla, fue torturado y mutilado espantosamente antes de ser acribillado en San Juan Coscomatepec, el 1 de abril de 1859; Juan N. Ávalos, vicario de Huachinango, fue asesinado en Mascota el 1º de enero de 1860; Gabino Gutiérrez, cura de Mascota, fue fusilado en Guadalajara el 12 de junio de 1861; Félix Ojeda, vicario de Tepic, fue fusilado en Santiago Itzcuintla en 1861; Bernabé Pérez, cura de Jocotepec, fue fusilado ahí mismo el 10 de marzo de 1863… (Luis Guillermo Floris Margadant, La Iglesia ante el Derecho mexicano, p. 173, en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=554[recuperado el 15-II-2013]; Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, t. V, México, Patria, 1947, pp. 356-357).

[7] “El 17 de enero de 1861, el presidente Benito Juárez ordenó la expulsión del delegado apostólico en México, Monseñor Luigi Clementi, y de los prelados mexicanos que habían colaborado con el gobierno conservador: el arzobispo Lázaro de la Garza y Ballesteros, el obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, el obispo Pedro Barajas de San Luis Potosí, y el obispo de Guadalajara, Pedro Espinosa y Dávalos. Tras ser recibidos a pedradas en Veracruz el 27 de enero, los obispos partieron al destierro siguiendo diferentes rutas. Mientras que el arzobispo se dirigió a Cuba, Barajas y Espinosa optaron por viajar primero a Nueva York, desde donde se embarcarían hacia Europa” (Pablo Mijangos y González, “Dos cartas. Pedro Espinosa y Dávalos”, en ISTOR XI [2010], núm. 41, p. 90).

[8] Mariano Cuevas, Op. cit., pp. 290-291.

[9] Con ironía se refiere Cuevas a las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos: “Porque no se dejó saquear ni engañar con la ley denominada de Desamortización, hay que robar al Clero abiertamente. Porque no dejó que sus obvenciones fueran administradas por ladrones, éstas tendremos que robarlas legalmente. Porque puede conseguir recursos sin la intromisión del poder civil, éste puede y debe robárselos…” (Ibíd., p. 350).

[10] La alocución del 15 de diciembre de 1856 señalaba también a otros gobiernos que limitaban la acción de la Iglesia, como Suiza. Se puede consultar en Pedro Espinosa y Dávalos, Carta pastoral, 30-III-1858, Guadalajara, Tipografía de Rodríguez, 1858, pp. 4-21.

[11] Justo Sierra, Juárez su obra y su tiempo, México, Porrúa, 1974, p. 80.

[12] Vicente Riva Palacio (ed.), México a través de los siglos, t. V, México, Cumbre, 1973, p. 228.

[13]Pío ix, Carta al Presidente Félix Zuloaga”, 18- iii-1858, en Gastón García Cantú, El pensamiento de la reacción mexicana (1860-1962), México, Empresas Editoriales, 1965, p. 497.

[14] Entre las primeras medidas del emperador estaba precisamente el decretar la libertad de cultos “medida dictada a partir de sus ideales, más que de una auténtica necesidad, y políticamente apta para irritar a los conservadores sin por eso ganarse a los radicales”; además, había desconocido a la Iglesia el derecho de propiedad, prohibido el hábito religioso y dejado en el abandono a muchas instituciones de religiosas que languidecían de hambre (cfr. Giacomo Martina, Pio ix (1851-1866), Roma, Gregoriana,1986, p. 470).

[15] Raquel Alfonseca Arredondo, Las batallas públicas y privadas de Ignacio Aguilar y Marocho (1813-1884), UNAM (tesis), México 2011, p. 131.

[16] Giacomo Martina, Op. cit., p. 472.

[17]Idem.

[18]Idem.

[19] Cfr. Giuseppe De Marchi, Le Nunziature Apostoliche dal 1800 al 1956, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1957, p. 173.

[20] Giacomo Martina, op. cit., p. 476.

[21]Citado por Mariano Cuevas, op. cit., p. 290.

[22]Nombrado para este encargo en agosto de 1851,  no pudo ingresar en México sino hasta noviembre de ese año y, ya en el país, no obtendría permiso de actuar por parte de las autoridades civiles sino hasta diciembre de 1852. Por si fuera poco, durante estos primeros trece meses, el arzobispo de México, Lázaro de la Garza, se negó a reconocer su carácter de Delegado Apostólico en tanto que el gobierno de la República no acreditase su misión y le extendiera el exequatur (Mariano Cuevas, op. cit., p. 296; Giacomo Martina, op. cit., p. 460).

[23]Pío ix, Alocución del 15-xii-1856 (Mariano Cuevas, ibid., p.360; Giacomo Martina, ibíd., p. 460, Pedro Espinosa y Dávalos, Carta pastoral, 30-III-1858, cit., pp. 8-9).

[24]Las nuevas diócesis fueron San Luis Potosí, el 31 de agosto 1854; León, Querétaro, Tulancingo, Zacatecas y Zamora, el 26 de enero de 1863; Chilapa, el 16 de marzo de 1863 y Veracruz-Jalapa, el 19 de marzo de 1863.

[25]Cecilia Adriana Bautista, “Hacia la romanización de la Iglesia mexicana a fines del siglo xix”, en Historia Mexicana lv (2005), p. 106.

[26]Carlos Francisco Vera, La formación del clero diocesano durante la persecución religiosa en México (1910-1940), México, Universidad Gregoriana (excerpta), 2004), p. 216; Mariano Cuevas, op. cit., p. 450; Marta Eugenia García Ugarte, “Debilidades y fortalezas de los obispos mexicanos durante la Revolución (1910-1914)”,  en Libro Anual de la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica, 2010. La Iglesia en la Revolución Mexicana, México, Minos iii Milenio, 2011, p. 20.

[27]Fernando Martínez Reding, Crónica de la Iglesia en Guadalajara, Guadalajara, Diálogo, 1998, p. 82; Pedro Espinosa y Dávalos, Pastoral del Ilmo. Arzobispo de Guadalajara a la vuelta de su destierro, 12-I-1864,  Guadalajara, Tipografía de Dionisio Rodríguez, 1864, p. 12.

[28] Pedro Espinosa y Dávalos, ibíd., pp. 15-16.

[29]Ibíd., p. 17.

[30]Cfr. Vicente Araiza (ed.), Descripción de la fiesta celebrada en Roma con motivo de la Canonización de San Felipe de Jesús y demás mártires de Japón, Guadalajara, Imp. de Rodríguez, 1862, pp. 3-4.

[31]Honras fúnebres que en memoria del Inmortal Pontífice Pío ix celebró el Seminario Conciliar de Guadalajara en los días 9 y 10 de julio del presente año en la iglesia de La Soledad de la misma ciudad, Guadalajara, Antigua Imprenta de Dionisio Rodríguez, 1878, p. 9.

[32]Ibíd., p. 6.

[33]Ibíd., p. 68.

[34]Ibíd., p. 69.

[35] Las cursivas no son del autor. Cf. Pedro Espinosa y Dávalos, Carta pastoral, 30- iii-1858, óp. cit., p. 22.

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