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La festividad de san Juan Bautista y el río de San Juan de Dios en Guadalajara

 

Fabian Acosta Rico[1]

 

Se da cuenta en este apunte, de la relevancia popular que en su tiempo tuvo el día de san Juan Bautista entre los tapatíos, al que se daba un culto efusivo en la parroquia de Mexicaltzingo, uno de los pueblos de indios comarcanos, que con el tiempo se convirtió en un barrio de la ciudad, bañado, durante el temporal, por las aguas que escurrían del cerro del Colli, y todo el año, por los veneros del manantial del Agua Azul

 

La modestia y sencillez de la antigua capilla de San Juan de Mexicaltzingo, en Guadalajara, hasta finales del siglo xviii, desentonaban con el fervor y la veneración de la que era objeto el Cristo que sus muros de mampostería resguardaban. En efecto, la fama de milagroso le venía a bien, al Cristo de la Penitencia; uno de sus tantos milagros, muy palpable, fue la transformación que sufrió su capilla, según lo dispuso fray Antonio Alcalde, cuando la elevó al rango de sede parroquial, pudiéndose erigir, en los años subsecuentes, el monumental recinto que ha llegado a nuestros días.

Empero, aun en sus tiempos de austeridad, el recinto jamás careció de adornos y flores, provistas por los indios de Mexicaltzingo. En 1783, al elevarse al rango de sede parroquial, se pensó formalmente en ampliar el templo en el mismo lugar donde se emplazaba la modesta capilla.

Y bien, si los viernes se volcaba la ciudad entera a Mexicaltzingo, para contemplar al Señor de la Penitencia, oculto con un velo los demás días de la semana, el 24 de junio se recordaba a su santo titular, san Juan Bautista, cuya imagen no desmerecía en devotos y festejos.

Sírvanos para este tema la investigación de Paulina Carvajal de Barragán intitulada “Costumbres y Tradiciones en Guadalajara”, publicada en el tomo ii de la serie Capítulos de Historia de la ciudad de Guadalajara.

La investigadora refiere que la humilde capilla de Mexicaltzingo estuvo dedicada desde su fundación a san Juan Bautista, en atención a lo cual su imagen ocupó un nicho central del retablo de su templo, en tanto que el nicho de honor era para el Señor de la Penitencia.

Apoyándose en el testimonio del profesor José Muro Ríos, Carvajal de Barragán nos describe el colorido, la devoción y también la solemnidad de los festejos que se organizaban en honor de san Juan hasta mediados del siglo pasado.

Estos iniciaban el 23 de junio. En ese día el templo era iluminado en su totalidad, y se le adornaba con pendones de ixtle trenzado en el que eran atadas velas que los parroquianos encendían cuando los ministros sagrados iniciaban los actos litúrgicos, con las Vísperas solemnes interpretadas por un coro, en tanto los fieles seguían en respetuoso silencio los oficios, o bien, recitaban para sí jaculatorias o avemarías.

Terminado el rezo de las Vísperas, la imagen era bajada del altar, entre cantos y plegarias era llevado en andas a los veneros del río de San Juan de Dios, a escaso un kilómetro de distancia por el viento sur del templo.

Es digno de destacar, que en la Guadalajara de antaño el fervor religioso daba para todo tipo de ritos extramuros cuya realización desplegaba símbolos y significados de profundo arraigo popular. A la vera del regato, la escultura de san Juan Bautista era limpiada con algodones, en clara evocación, creemos, al bautismo de Jesús en el Jordán. Acto seguido, entre jaculatorias, alabanzas y música de chirimías lo regresaban a su altar.

El rito no era por tanto una improvisación, aunque es evidente que empleaba elementos del paisaje (el río) que servían, ocasionalmente, para montarlo y recrearlo como una alegoría evangélica del momento en el que Juan bautizó a Jesús en el Jordán. El rito en su pretensión, deliberada o espontánea, al recrear este episodio, obtenía legitimidad y ganaba eficacia, según lo entendían la mentalidad de la época. No se trataba únicamente de limpiar el ícono sagrado, pues, en todo caso, ya estaba limpio o bendito: el acto de quitarle la tierra a la imagen tenía para la mentalidad de la época sus repercusiones, tanto como para considerar que las aguas y con ellas el arroyo quedaban benditos, es decir, que una imagen sagrada al irrumpir o tener contacto directo -en el marco de la solemnidad- en un ámbito distinto al suyo permitía vehicular su capacidad protectora y purificadora más allá de su confinamiento en el recinto sacro. El contacto con la materia profana no dañaba la santidad del ícono, antes al contrario, este resultaba potente y benéfico -según la sensibilidad de esos antepasados nuestros-, pues lo tocado por el ícono quedaba impregnado de la potencia divina depositada y personificada por él. En palabras más comunes, los objetos, elementos y espacios recibían una bendición especial, como era en el caso presente, los algodones humedecidos en el agua del río, creencia arraigada, como veremos a continuación.

La algarabía y el entusiasmo no menguaban del 23 al 24 de junio. Tales días, en el extenso atrio del templo y en sus alrededores, la fiesta continuaba, se quemaba pólvora: castillos, ristras, luces, cohetes, para pregonar a toda la ciudad las celebraciones de Mexicaltzingo. La madrugada del día 24, otra vez se congregaba el vecindario y los visitantes; mestizos y criollos se unían a los indios de Mexicaltzingo para cantarle las mañanitas al santo al despuntar el alba. En esas primeras horas del día, animados por su fervor, las familias tapatías se dirigían a los manantiales y arroyos a bañarse, pues había la creencia que el día de san Juan las aguas vivas estaban, por gracia divina, benditas, convicción reforzada, en la capital de Jalisco, por el ritual de ‘bañar’ la imagen de san Juan.

La reacción o el efecto emocional que dejaba aquél baño ritual en las personas se puede calificar como gratificante y renovador. Probablemente, los tapatíos de antaño sentían y creían que después del remojón las cuentas con Dios se saldaban y ahora podían merecidamente disfrutar del “paraíso terrenal”, por así decirlo; pues siguiendo esta misma lógica, no causan sorpresa acciones lúdicas, pero no malévolas, que se ponían en práctica después del baño: las muchachas adornaban sus caballeras con amapolas y flores de San Juan:

 

[…] en las márgenes se instalaban trajineras con canastas rebosantes de rojas amapolas y se iniciaba el tradicional paseo. A lo largo del recorrido, se instalaban indias con las vendimias de lechugas frescas, tamales de ceniza y atole de cascarilla. Bajo las sombras de los árboles, las bandas y las orquestas alegraban la fiesta tocando valses, mazurcas y chotices […] Al mediodía las fiestas declinaban y las familias regresaban a sus hogares […]. Se nombraban los mayordomos y los preparativos empezaban de nuevo.[2]

 

            Según Muro Ríos -citado por Carvajal- las expresiones tapatías de religiosidad popular propias del día de san Juan perduraron hasta 1950. Hoy están enteramente olvidadas.  

     

Bibliografía

 

·         Carvajal de Barragán, PAULINA, “Costumbres y tradiciones en Guadalajara”, en Capítulos de Historia de la ciudad de Guadalajara, tomo II. Guadalajara, México, 1992.

·         Chávez Hayhoe, Arturo, Guadalajara de Ayer, UNED, México 1987.

·         Collingnon, Mario, et al, El Parque Agua Azul. Editorial Agata, Guadalajara 1995.

·         Lomelí Suárez, Víctor Hugo, Guadalajara, sus barrios, Ayuntamiento de Guadalajara. México, 1982.

·         Zuno Hernández, José Guadalupe, Reminiscencias de una vida, Biblioteca de autores jaliscienses modernos, Guadalajara 1956.

 



[1] Licenciado y maestro en filosofía y doctor en Ciencias Sociales, es jefe del Departamento de Investigación del Archivo Histórico de Guadalajara y miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara, es autor de diversos libros de carácter histórico y filosófico.

[2] Carvajal, 1992, 146.

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