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Carta pastoral del ilustrísimo señor arzobispo José de Jesús Ortiz al clero y fieles de Chihuahua con motivo de su traslación a la Sede Metropolitana de Guadalajara

 

+ José de Jesús Ortiz y Rodríguez

 

Leer el emotivo texto con el que se despidió sus diocesanos y las intensiones que le animaban ante una nueva responsabilidad, refleja no poco de la madurez apostólica de un pastor cribado en el marco de una experiencia de fe intensa y sostenida por afanes legítimos en su primera sede[1]

 

Nos, don José de Jesús Ortiz, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, obispo de Chihuahua.

            Al venerable clero y a todos los fieles de la diócesis, salud y paz en Nuestro Señor Jesucristo.

Venerables hermanos y muy amados hijos:

Como habéis tenido seguramente ocasión de saber por la prensa periódica, desde el mes de junio próximo pasado recibióse en esta ciudad la noticia cierta de mi traslación a la Sede Metropolitana de Guadalajara, y no ha mucho se me ha comunicado la expedición y envío del Breve que definitivamente me constituye Pastor de aquella importantísima grey, quedando por el mismo hecho vacante ésta no menos importante de Chihuahua.

Pronto, pues, en cumplimiento de un deber sagrado, habré de alejarme de esta región que tan grata hospitalidad me diera durante ocho años, empleados, cuanto estuvo de mi parte, en el servicio de Dios y en los intereses de vuestras almas.

¿Cuál será la cuenta que el Señor me pida del uso de los poderes recibidos y del depósito, para Él inapreciable, de vuestras almas, confiado a mi fidelidad pastoral?

Se pedirá cuenta de mucho a quien mucho recibió, dice Él, y a quien le han confiado muchas cosas más cuenta le pedirán.[2]

En el orden sobrenatural no hay gracia que iguale a la gracia del episcopado, que resume en sí y supera a todas las del mismo orden concedida al resto de los fieles.

El simple fiel responderá del uso que hubiere hecho de las excelentes prerrogativas de hijo de Dios y heredero de su gloria, que recibió en el bautismo; el simple soldado de la milicia de Cristo, fortalecido con el óleo santo de la confirmación, dará razón cabal de sus combates; el simple sacerdote, agraciado con amplios poderes para ofrecer la Víctima Divina y santificar las almas, dará cuenta aún más estrecha de cómo se cumplió con aquel altísimo ministerio; pero ¿cuál será la responsabilidad de quien, después de haber recibido en la misma ancha medida que el resto de sus hermanos, todavía se le da en el episcopado la plenitud de un poder más allá del cual no queda ya, en el orden sobrenatural, sino la maternidad divina de María y la omnipotencia del Hijo de Dios? Si grande ha de ser la cuenta pedida a quien mucho recibió, ¿cuál será pues la de aquel a quien todo se le ha concedido?

Si de los poderes conferidos por virtud de la consagración episcopal, eternos por voluntad de Dios -“tu es sacerdos in aeternum”-,[3] volvemos los ojos de la consideración hacia aquellos otros limitados en el tiempo y en el espacio por voluntad del Soberano Pontífice; hacia aquellos, digo, de régimen y jurisdicción conferidos, no ya bajo la forma de un don inherente a la persona, sino como depósito sagrado, en calidad de siervo fiel constituido padre y guardián de la gran familia de los hijos de Dios -possuit episcopos regere Ecclesiam Dei-[4] entonces, la responsabilidad del obispo crece en proporciones verdaderamente aterradoras.

Ha de dar cuenta no ya sólo de sus propios pecados cuyo número y gravedad nadie conoce: Delicta quis inteligit?,[5] sino también de los ájenos que pudo o debió evitar y no lo hizo por ignorancia culpable, por defecto o por olvido voluntario: “Ab alientis parce servo tuo”.[6]

Y aun el mismo bien que hizo, exagerado quizá en el concepto de los hombres y ante su propia conciencia, aquel bien que le servía de consuelo en las tribulaciones de la vida y en las amarguras del ministerio, será también rigurosamente examinado para acreditar en cuenta aquello solo que ante los divinos ojos aparezca limpio de toda escoria de hipocresía, de vanidad o respeto humano: “Ego justitias judicabo”[7].

Verdad es que los fieles todos, por la solidaridad en que viven dentro de la Iglesia Católica, semejante a la que existe entre los miembros de un mismo cuerpo, participan los unos de los bienes y males espirituales de los otros, pero ninguno es más extensa y efectiva aquella solidaridad que en el obispo, principio de vida, inteligencia que dirige, voluntad que impera, corazón que siente en el cuerpo místico de la diócesis por el gobernada.

Todo este cúmulo de reflexiones que por primera vez afligieron mi espíritu cuando fui designado para venir a trabajar entre vosotros por la gloria de Dios, hanse renovado hoy día, reagravadas por la consideración de las responsabilidades ya contraídas y por el dolor que mi corazón sufre al despedirme de vosotros, venerables hermanos y amados hijos, cuya docilidad y respetuosa adhesión aliviaban mis penas y me hacían grata la permanencia entre vosotros.

¿Por qué el señor, que de lejanas tierras me trajo para ser vuestro primer obispo, dispone hoy, no que os olvide, ni que os estime en menos, sino que me ausente para trabajar en otro campo designado por él? ¿Por qué dispone que el padre se aleje de sus hijos precisamente cuando más hondos arraigan los sentimientos de la caridad en el corazón del uno y de los otros, y cuando la familia cristiana comenzaba apenas a recoger las primicias de un apostolado modesto y bajo diferentes aspectos deficiente, pero con superabundancia correspondido por vuestras excelentes disposiciones para recibir la gracia? ¿Deberé considerar como un castigo este inesperado ascenso en manera alguna solicitado, ni siquiera deseado por mí?

Posible es, en efecto, venerables hermanos y amados hijos, que el Señor, en vista de mi poca correspondencia a su divina vocación, en espera quizá de más abundantes frutos de santidad por parte de vosotros, me haga a un lado a mí como siervo inútil y os depare pastor más solícito por la gloria de su santo Nombre, que mejor realice los designios que tuvo al ordenar la erección de esta diócesis.

Si así fuere, yo adoro sus inescrutables designios con la segura confianza de que cuanto viene de su mano, la prosperidad o la desgracia, la recompensa o el castigo, todo redunda en mayor bien de quien sabe aprovechar y secundar sus miras. Él es el Señor. ¡Bendito sea porque a mí me ve con ojos de piedad castigándome misericordiosamente y a vosotros os depara ocasión para servirle con mayor perfección!

Y para que más claramente se vea aun en pormenores insignificantes la admirable sabiduría con que Dios gobierna a su Iglesia sin menoscabo de la libertad humana, yo quiero que os fijéis en una circunstancia desapercibida quizá para muchos.

¿Queréis saber, vosotros sobre todo a quienes más duele mi ausencia de esta diócesis, queréis saber cuál es la causa humana, digámoslo así, de esta elevación mía a la Sede Metropolitana de Guadalajara? Pues no la busquéis en otra parte que en vosotros mismos.

La entusiasta y cariñosa acogida que me dispensasteis desde un principio, no expresada por suntuosos banquetes ni ruidosas fiestas, sino por la sencilla efusión de los corazones; vuestros juicios sobre mi gobierno, que Dios quiera ratificar para bien mío en su tremendo tribunal; la docilidad y prontitud con que siempre secundasteis mis más ligeras indicaciones, atribuyendo a mérito mío lo que era un efecto de vuestras excelentes disposiciones. Los elogios, ante propios y extraños prodigados, de las cualidades que el amor filial os hacía ver en vuestro padre y pastor, vuestra bondadosa e inagotable indulgencia, tal es, en una palabra, la causa primera en el orden humano de un acontecimiento que vosotros y yo mismo lamentamos aunque por diferentes conceptos.

Pero sea lo que fuere de los designios inescrutables de Dios, yo nunca olvidaré la inmensa deuda que he contraído con vosotros, ni podré alejarme de este suelo sin dejaros un testimonio público de mi gratitud.

Soy deudor de los ricos y de los poderosos y de los débiles, de los fieles y aún de aquellos que viven alejados de la casa paterna o que nunca gozaron de su sombra bienhechora; lo soy también de un modo especial de innumerables hermanos los sacerdotes, cooperadores míos en la obra de santificación de las almas; y de aquella porción escogida que el Evangelio designa con expresivo nombre: “Pusillus grex”[8] la pequeña grey, pequeña por el número, pero más aún por la virtud de la humildad, formada de aquellos que rompiendo valerosamente con los respetos humanos y el espíritu del mundo, viven de la fe, se alimentan de la piedad y con sencillez de corazón y rectitud de intención se congregan en asociaciones piadosas para santificarse a sí mismos con la práctica de la caridad bajo todas sus formas.

Gracias pues al primer Magistrado de esta entidad federativa,[9] que sin faltar a los deberes de su posición oficial, me ha colmado de favores y amistosas deferencias; gracias a los dignos caballeros católicos que me han prestado la cooperación de sus recurso, de su influencia y de sus consejos. Gracias a los disidentes de toda comunión política o religiosa, que aún en días de lamentable excitación han querido respetar mi nombre, y jamás, que yo sepa, dijeron cosa alguna que pudiera ofenderme. Gracias a los venerables sacerdotes, cuyo celo y sumisión a mi autoridad me han servido de poderosa ayuda en el ministerio pastoral y de edificación para mi alma. Gracias a las cristianas familias que en mis visitas pastorales me dieron franca y generosa hospitalidad. Gracias finalmente a las dignas señoras de esta ciudad de Chihuahua, que organizadas en asociaciones piadosas o de caridad, mostráronse siempre dóciles a mis indicaciones, celosas en el cumplimiento de sus encargos y prontas en toda ocasión al sacrificio.

A cada uno quisiera personalmente dirigirme, pero ya que no es posible, reciban todos en esta carta la expresión de mi reconocimiento.

Yo no sabré responder dignamente los favores recibidos, pero sí puedo asegurar que no quedarán sin recompensa. “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a Aquel que me ha enviado a mí. El que hospeda a un profeta, en atención a que es profeta, recibirá premio de profeta. Y cualquiera que diere de beber a uno de éstos pequeñuelos un vaso de agua fresca, solamente por ser discípulo mío, os doy mi palabra que no perderá su recompensa”.[10]

Recibid, venerables hermanos y amados hijos míos, la bendición pastoral que por última vez y de lo íntimo del corazón os envío, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Esta carta pastoral será leída inter missarum solemnia el primer día festivo que siga al de su recepción.

Chihuahua, noviembre de 1901

+ José de Jesús

Arzobispo electo de Guadalajara

 



[1] El señor presbítero don Dizán Vázquez Loya, responsable del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Chihuahua tuvo la gentileza de proporcionar una copia de este documento para su publicación en este Boletín.

[2] Lc 12,48.

[3] Ps.cix,iv (Tú eres sacerdote para siempre).

[4] Act xx,xxviii (…os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor).

[5] Ps xviii (XIX), xiii (¿Quién conoce sus propios pecados?).

[6] Missale Romanum (…y libra a tu siervo de las faltas de los demás).

[7] Ps lxxiv,iii (…yo juzgaré con justicia todas las cosas).

[8] Lc xii,xxxii.

[9] Alude discretamente al coronel Miguel Ahumada Sauceda (1844-1917), oriundo de Colima, de cuna humilde, empleado de aduanas, que se alzó en contra del Imperio de Maximiliano I a las órdenes de Ramón Corona y de Sóstenes Rocha. Su carrera política la comenzó como prefecto, Diputado Local y Comandante de Armas en su ciudad natal. Siendo comandante del Resguardo Marítimo en Guaymas, Sonora, fue electo Gobernador de Chihuahua en tres ocasiones, de 1892 a 1903, coincidiendo su gestión con la de monseñor Ortiz. La vida volvió a reunirlos, pues Ahumada fue electo Gobernador de Jalisco en 1904, reeligiéndose hasta enero de 1911, casi el tiempo del pontificado del arzobispo. Siendo diputado por el 9o. distrito de Jalisco durante la xxvi Legislatura, se expatrió a El Paso, Texas, donde murió.

[10]Mt. 10, 41-42

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