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La persistencia de la teología agustiniana en las justificaciones que motivaron la imposición de la fe cristiana sobre los pueblos conquistados

 

Fabián Acosta Rico[1]

  

 

Se ofrece en este análisis histórico-filosófico en torno a los presupuestos que alentaron las motivaciones de las avanzadas ibéricas que a partir de 1523, justificaron su presencia en el macizo continental americano, y la anexión al trono español de los pueblos y  de las culturas de la antigua mesoamérica

  

San Agustín, uno de los teólogos y filósofos más relevantes de los primeros siglos del cristianismo y figura emblemática de la Patrística, recobró vigencia en el siglo xvi a raíz del encuentro de la cristiandad europea con los pueblos de América.

De nueva cuenta la Iglesia estaba frente a “otro” descreído en Cristo; no era el recurrido seguidor de Alá al que santo Domingo de Guzmán intentó convertir en su propia tierra; ni el albigense o cátaro que ignoró las prédicas de san Bernardo y prefirió las hogueras de la primera inquisición antes que deponer su voluntad ante el Nazareno.

Aquellos hombres, salvajes, tribales, primitivos no eran apostatas ni herejes, sino paganos, idólatras; como los que enfrentó el obispo de Hipona. Tenían miles de dioses y adoraban figuras de piedra y hasta animales; aunque en otro contexto y época no eran muy distintos de los viejos romanos en sus prácticas y creencias religiosas.

San Agustín combatió desde la trinchera de las ideas al moribundo Imperio Romano y a sus instituciones religiosas; tachó de falsos a los dioses de la romanidad. En los primeros años de la conquista espiritual de América, la vivencia agustiniana volverá a repetirse. Varones de la fe cristiana, convencidos de que la suya es la religión única y verdadera, predicaron entre gentiles y paganos; interpretaron aquel mundo religioso idolátrico y lo descalificaron con los mismos argumentos utilizados, muchos siglos atrás, por el autor de las Confesiones en su ataque a la vieja religión de los romanos.

San Agustín tenía enfrente al Imperio Romano; sus imitadores del siglo xvi, como fray Juan de Torquemada y el jesuita José de Acosta rivalizaron también en el terreno del proselitismo y la argumentación con soberanías de tipo pagano: el mexica y el inca respectivamente; entidades teocráticas que divinizaban a la autoridad máxima, tlatuani o Inca, así como los hijos de Rómulo lo hicieron en su momento con el César o Pontifex. He aquí otra coincidencia. Un teólogo cristiano en controversia con un imperio pagano. Por eso san Agustín y no Tomás de Aquino, o cualquier otro, es modelo y sus ideas las idóneas para los propagadores de las verdades evangélicas en aquél confín del mundo, donde aún subsistía el culto a los “dioses antiguos”.

San Agustín, como todos los apologetas del cristianismo, incluidos Acosta y Torquemada, confiaron sin doblez ni titubeo en poseer la verdad absoluta, la manifestación auténtica de la divinidad en el Jesús, manifestación del Cristo eterno, primogénito de Dios y segunda persona de la Trinidad.

El hombre Dios, Jesús Cristo, como hombre verdadero y perfecto, es el único camino de salvación y como ser trinitario, consubstancial al Padre, los teólogos romanos lo predican como el destino redentor[2]. Sólo quien reconoce al Hombre Dios, sujetándose a su representante en la tierra, la Iglesia, y con buen ánimo y firme determinación lo obedece y sigue, este hombre y fiel creyente no extraviará o desconocerá, guiado por la mano del buen pastor, el camino que conduce al único destino feliz y final, en otras palabras, alcanzará la trascendencia:

Porque éste es el medianero entre Dios y los hombres; el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es el medianero es hombre y verdadero camino de salud; porque si entre el camino y el objeto adonde camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta o se ignora por dónde ha de caminarse, ¿qué provecho saber adónde se ha de caminar?[3]

Los hombres sabios de la antigüedad, los filósofos del mundo pagano o infiel, muchos de estos preclaros hombres no desconocieron al verdadero Dios[4]; carentes de la fe que orienta la razón hacia la verdad, san Agustín acepta que les bastó la sola razón para reconocer la existencia de un Dios único y verdadero, superior al resto de las divinidades, númenes y penates; que acertaron en el objeto, mas les faltó el camino y la gracia que la revelación otorga; carecían, en pocas palabras, de la verdadera manifestación de lo divino y la palabra que en ella encarna; les faltaba Jesús y el Evangelio.[5]

Torquemada, en el libro que de él citaremos a lo largo de este trabajo: Monarquía indiana, desde una antropología histórica, sustentada en las verdades reveladas del cristianismo, sostiene de manera indirecta esta misma idea de la degradación del intelecto humano que lo hace incapaz de recordar al Dios de la primera y verdadera religión[6]. Sin embargo, si no ha sido lo bastante corrompido por el pecado, la ignorancia, fruto de éste, no es tal, que por la inclinación natural de la razón, el hombre logra reconocer la existencia del Dios único y superior, aunque de forma difusa e inconsistente. La parte divina del hombre, cuyo correlato es el entendimiento, busca de forma espontánea y natural su origen, lo presiente; pero en su búsqueda se extravía, porque conoce y vislumbra difusamente el objeto (Dios); pero desconoce el camino (Jesucristo):

[...] y la lumbre con que se conoce está en el hombre, con la cual se inclina a buscarle como a su propio fin y centro; pero cuál sea o qué propiedades y excelencias tenga y le convenga, si es uno o si son muchos dioses, no se puede saber ni conocer, sino por la lumbre de la fe; y algo de ello después de mucho y largo estudio y demostración, como la que alcanzó Aristóteles.[7]

            Como san Agustín, Torquemada reivindica a los pocos hombres sabios que intuyeron la falsedad de los mitos que daban cuenta de los dioses; en el caso del mundo e historia mexica, el autor de Monarquía Indiana le reconoce grandes méritos y virtudes a Nezahualcoyotl; el rey poeta de Texcoco que reprobó o criticó los sangrientos rituales que en honor a los dioses realizaban los indios. Con la simple condena a la inmolación de vida humana bastó para que las conciencias europeas, educadas en la moralidad cristiana, pusieran sus ojos en él y exaltaran su figura; pero la principal razón por la que llamó la atención de eruditos como Torquemada fue porque además de repudiar y dudar de la religión idolátrica, en sus cantos y poemas hace mención y alaba al Dios desconocido; esta muestra de latría poética era semejante a los atisbos filosóficos que tuvieron tantos pensadores del mundo antiguo; atisbos en los que presintieron la existencia de un ser supremo no manifestado.

            La gran verdad del cristianismo es: sólo existe un Dios y éste se manifiesta a los hombres a través de su primogénito, Cristo, al que han conocido desacertadamente o han balbuceado sólo los más nobles y grandes intelectos que, no conociendo la verdadera fe, la intuyeron; entre ellos estaba Nezahualcoyotl, a quien Torquemada distingue del resto de sus contemporáneos:

[...] pueblos, provincias y personas tenían diversas opiniones acerca de sus dioses, y que algunos dudaban de ellos; y esto no es tanto de admiración en personas viles y bajas o puestas en extrema necesidades, cuanto es de notar en personas calificadas y en grandes señores, como en su tiempo lo eran los reyes de Tetzcuco, Nezahualcooyotzin y Nezahualpiltzintli; el último de los auclae no sólo con el corazón dudó ser dioses los que adoraban; más aun de palabra lo dio a entender, diciendo que no le cuadraba ni estaba satisfecho de que eran dioses, por las razones que su viveza y buen natural le mostraban [...][8]

 Esta apreciación es, sin duda, despectiva y desacredita a los pueblos denominados gentiles e incluso a los judíos y le adjudica, de paso, un valor de gnosis última y suprema al cristianismo romano en detrimento de cualquier otro sistema de creencias religiosas.

            Dentro de los sistemas religiosos no cristianos, sólo los descreídos y con la condición de que su escepticismo los condujera a la senda de la latría se salvan de ser tachados de ignorantes y necios; las creencias antiguas de corte pagano eran para los teólogos romanos no sólo absurdas, sino además sumamente perniciosas o inmorales; de tal suerte que su persistencia obedecía a que eran profesadas por hombres soberbios que se valían de ellas para justificar los propios vicios y por gente de baja ralea y sobre todo ignorante y tosca; de esta apreciación surgió el calificativo pagano.

El término “pagano” derivaba de la palabra paganus que servía para referirse a las personas de segunda clase; marcaba el rango del superior respecto al subordinado; también se utilizaba para designar a los habitantes del campo (pagus) los paysan o paesanos, gente a la que se le tomaba por inculta porque al vivir aislada en los infinitos confines de la tierra virgen, de nada se enteraban; en su ignorante soledad, los paganos permanecían ajenos a los cambios que habían afectado al Imperio, cultivando su vieja y falsa religión.

Los paganos eran, bajo esta despectiva apreciación, los hombres ignorantes o mostrencos que seguían aferrados a una religión ya superada por la verdadera, la cristiana. En pocas palabras, el paganismo era la religión de los ignorantes y los paganos un grupo cada vez más reducido y aislado de hombres obstinados y necios que profesaban una falsa religión.

Para san Agustín, el pagano cerraba los ojos a una realidad evidente y que por su necedad se negaba admitir: la ruina de su mundo, del viejo orden; el hundimiento de la civilización romana era un hecho providencial que marcaba el advenimiento de la verdadera religión; advenimiento incluso profetizado por la propia religión pagana:

Y si ahora andan (los paganos) tan derramados por casi todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo cómo se destruye por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se pruebe y se verifique por sus libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado [...][9]

 La destrucción masiva de los ídolos por parte de los conquistadores y la temeridad de su ejecución, fue un eco claro de esta concepción histórico teológica de san Agustín. Los españoles no tenían por qué temer o titubear a la hora de arrasar con estas imágenes ominosas o grotescas, pues Dios los guiaba y protegía; ellos eran los ejecutores de los planes providenciales; el mejor ejemplo de esta confianza escatológica; de esta fanática seguridad de dar finiquito al viejo mundo o al último bastión de la idolatría lo dio Hernán Cortes.

A lo largo de su campaña contra el Imperio mexica, Cortés no tuvo reparos en profanar y mancillar las creencias y cultos locales; lo hizo en Cempuala; con un pueblo que lo recibió en paz; a esta gente le pagó su hospitalidad destruyéndole sus ídolos. Grande fue el sobre salto del “cacique gordo”, señor de la localidad, quien sorprendido le reclamó el por qué procedía de aquella manera; la respuesta del “conquistador del Imperio de Moctezuma” no pudo ser, en cierto sentido, menos agustiniana:

 Y Cortés les respondió muy enojado que otra vez les ha dicho que no sacrifiquen a aquellas malas figuras, porque no les traigan más engañados, y que a esta causa veníamos a quitar de allí, e que luego a la hora los quitasen ellos, si no, que luego los echaríamos a rodar por las gradas abajo; y les dijo que no los tendríamos por amigos, sino por enemigos mortales, pues que les daba buen consejo y no le querían creer [...][10]

 Palabras cargadas de un sentido muy parecido fueron pronunciadas por Cortés ante los tlaxcaltecas; al capitán no le importaba sacrificar alianzas y ganarse resentimientos entre los pueblos indígenas; los historiadores coinciden en describirlo como un hombre práctico y sagaz, con un sentido renacentista maquiavélico, que supo zafarse de la tutela de Diego de Velásquez y con habilidad sorteó el problema de los motines entre sus soldados quemando sus propias naves; pero, sin embargo, en él pesaban también su fe y a ella apeló en decisiones importantes y comprometedores; ante otros aliados, los tlaxcaltecas, no tuvo el más mínimo recato o atisbo de diplomacia y como cita el cronista Bernal Díaz del Castillo, les dejó en claro el propósito perseguido por los españoles en aquellas “impías” tierras:

Porque quiero hacer primero lo que manda Dios nuestro señor; que es en el que creemos y adoramos, y a lo que me envió el rey nuestro señor, que es que quiten sus ídolos, que no sacrifiquen ni maten hombres, ni hagan otras torpedades malas que suelen hacer, y crean en lo que nosotros creemos, que es en un solo Dios verdadero”.[11]

Bajo la luz de estas palabras, debemos entender que la guerra emprendida por Cortés no fue contra los pueblos indígenas; desde su horizonte histórico cultural, el vencedor de los mexicas sentía estar combatiendo, por mandato divino y regio, las falsas creencias de estos pueblos y como hemos visto, fue especialmente intolerante con sus ídolos; quería que aquellos hombres creyeran, a como diera lugar, en el verdadero Dios, en el Dios de los españoles, el único; y con ello salvarlos de las inmoralidades que practicaban por consejo de esos espurios dioses; tales como los sacrificios humanos. Inducidos por esta visión medieval, tan influenciada por la teología agustiniana, los conquistadores se sabían guerreros de Cristo luchando contra fuerzas suprahumanas o entidades maléficas y perniciosas, alojadas en los ídolos de piedra adorados por estos ignorantes y perdidos pueblos, literalmente esclavizados por el demonio.

El mundo pagano murió con el colapso y hundimiento del Imperio romano, tan combatido y criticado por san Agustín, quien sentenció, con seguridad escatológica, que la muerte de ese ámbito estaba decretada por la Voluntad divina; una certeza parecida seguramente experimentaron religiosos como el jesuita De Acosta, continuadores de los filósofos de la patrística en su cruzada por erradicar la inveterada idolatría; el obispo de Hipona hizo lo propio con los paganismos y herejías de comienzos del cristianismo; pero el enemigo (el demonio), aunque “herido de muerte”, logró sobrevivir y pasaba en solaz cautiverio en América, como señala De Acosta; pero la comunidad espiritual de todos los fieles, en su expansión providencial, le arrebataría ese, su último bastión:

 Mas en fin, ya que la idolatría fue extirpada de la mejor y más noble parte del mundo, retiróse a lo más apartado, y reinó en esta otra parte del mundo, que aunque en nobleza muy inferior, en grandeza y anchura no lo es.[12]

Los conquistadores tenían la misión de liberarlos y darles la oportunidad de ser “hijos de Dios”, de formar parte de la Civitas Dei y por ende, acceder a la redención o designio providencial.

Al estar en juego tan grandes dones o tesoros, qué importaba si los beneficiados entendían y aceptaban el bien otorgado de manos de los enviados de Dios y ejecutores de sus universales y providenciales planes.

Sólo los necios, sostiene san Agustín, se resisten al mensaje universal trasmitido por la verdadera religión; con los incrédulos y paganos habría que ser riguroso; forzar su conversión e incluso castigar su no aceptación o necedad con la confiscación de sus bienes. Esto era llevar la intolerancia religiosa y el argumento de la exclusividad al límite; trasvasarlo del ámbito de la discusión teológico filosófica, al mundo de las leyes y los tribunales, como en la práctica lo hicieron los españoles por decreto en el Real Patronato e instituyeron a través del Santo Oficio.

La conquista de América fue entendida, por la mentalidad española de la época, como una auténtica cruzada; como ya lo mencionamos, aquella guerra fue una extensión del apocalíptico combate entre el arcángel san Miguel, personificado en los “caballeros de la Iglesia y el rey” y el dragón o ángel infiel exiliado o refugiado en los teocallis o templos paganos.

Si los “falsos dioses” de los pueblos americanos no eran otros que los demonios de la antigüedad; las mismas explicaciones acerca de su origen y finalidades valdrían para unos y otros; es decir, lo referido por san Agustín y por otros doctores de la Iglesia acerca de la idolatría romana no habría perdido ninguna vigencia ni oportunidad respecto a las prácticas religiosas indígenas a pesar de la distancias geográficas e históricas, pues al final en un y otro culto, los actores o usurpadores eran los demonios, sólo que en otro contexto y época.

Ahora bien, la pregunta medular sería ¿cuál es el origen de la idolatría entendiéndola como el culto a los falsos dioses y a sus representaciones? Vayamos primero a la explicación de san Agustín y veamos después como ésta fue recogida, en líneas generales por De Acosta y Torquemada.

En el caso de Cortés y de los conquistadores en general, la explicación agustiniana acerca de la idolatría nos ayuda a entender el porqué de su forma de proceder frente a las creencias locales; también sobre esto haremos algunas menciones.

San Agustín reduce el mito a una mera invención poética inspirada en la vida de hombres reales que deseaban ser venerados como númenes; no es una metahistoria que da cuenta de hechos trascendentes que involucran a seres divinos; si son inverosímiles es porque son creaciones arbitrarias, obras de la inteligencia humana, a veces se les intenta dar, deliberadamente, un cierto orden para que expresen nociones teológicas, filosóficas o cosmológicas; pero, con todo caen en incoherencias y en absurdos.

En conclusión ningún relato mitológico es de inspiración divina; el mito sirve a la megalomanía de hombres ávidos de honores y reconocimiento, por lo tanto carece de todo valor teológico y filosófico.

Los dioses paganos fueron en el pasado hombres; los mitos describen de forma alegórica la vida de esos hombres; los demonios se apropiaban, sagazmente, de los cultos engendrados por los mitos; hacen suyas las representaciones, los iconos de los falsos dioses para hacerse adorar por los hombres; es la religión verdadera la que desenmascara esta farsa y salva a los hombres del error y los libra de la tiranía de los demonios:

Por esta religión verdadera y única se pudo descubrir que los dioses de los gentiles eran sumamente impuros y unos obscenos demonios, que con ocasión de algunas personas difuntas, y so color de las criaturas humanas, procuraron los tuviesen por dioses gustando con detestable y abominable soberbia de los honores casi divinos [...][13]

De la anterior cita se pueden sacar muchas conclusiones acerca del espíritu de intolerancia que gravita en la teología y en la escatología agustiniana; para empezar, el Padre de la Iglesia se dirige a la religión cristiana con los términos de verdadera y única; por si esto no fuera por sí mismo una declaración ya tajante o categórica, señala que los cultos paganos antiguos, idolátricos y politeístas, son invenciones humanas usurpadas por los demonios para hacerse adorar como dioses; el Judaísmo denunció, en su momento, esa farsa; pero, sólo el Cristianismo pudo combatirla eficazmente.

En estos términos, y bajo esa óptica, la intolerancia religiosa de san Agustín queda más que explicada: no se trata tan sólo de defender la verdadera y única religión; además, el seguir el culto cristiano y difundirlo es un imperativo teológico y moral; el Cristianismo salva a los hombres de la tiranía de la idolatría y la inmoralidad del paganismo, en   términos más teológicos, del yugo luciferino encubierto en las falsas religiones, es decir, en todas las de carácter politeísta o idolátrico.

Reforzando lo anterior y siguiendo la senda de la teología agustiniana, podemos decir que el paganismo es fruto de la soberbia humana y demoníaca. El pecado que ocasionó la ruina del hombre y de un gran número de ángeles fue el de la soberbia; la criatura jamás será superior a su creador; no puede, por tanto, la criatura pretender desplazar a quien le dio y le sostiene la existencia; atentaría contra sí mismo y cometería un imperdonable acto de ingratitud.

Esta clara verdad teológica no es atendida por los hombres que buscan ser como los dioses ni por los demonios que desean ser adorados como tales; el móvil de ambos es la soberbia, origen último de los cultos paganos; la substancia de estas falsas deidades la aporta la megalomanía humana; de ella se destilan: mitos, cultos, ritos, etcétera; todos invenciones del intelecto humano; la esencia de los dioses, la aportan, por otro lado, los propios demonios; en términos más simples: las manos humanas esculpen los ídolos y cuando estos hablan o hacen milagros es porque los demonios habitan en ellos.

Escatológicamente, el combate al paganismo es un imperativo moral e incluso político, pues la misión de la verdadera religión, en este tenor, es salvar al hombre de la inmoralidad pagana y a la vez instaurar el reino de Cristo venciendo al pandemonio de las falsas religiones que han esclavizado a la humanidad desde la expulsión del paraíso.

Torquemada parte de la misma aseveración de san Agustín acerca de que los dioses no son más que demonios; por simple que parezca esta aseveración demonológica tiene implicaciones teológicas, antropológicas y morales que requieren un detenido análisis, que dista de ser sencillo.

De entrada, Torquemada nos plantea el escenario de la eterna lucha entre la latría o el culto al verdadero Dios profesado desde los orígenes por Adán, Abel, Set, Noe, etcétera, y la idolatría que en su comienzo significó el olvido deliberado y maligno del Creador de parte de Caín; esta forma de religiosidad degradada después se transformó en una práctica aún más cuestionable, pues, en sus últimas versiones, significó no sólo ignorancia de la suprema Verdad sino también implicó que los demonios y ciertos hombres soberbios e inicuos le usurparan a Dios la gloria y adoración que en justicia sólo a Él le deben ser tributadas.

Torquemada cita el caso de Quetzalcóatl, a quien como personaje histórico le reconoce ciertos méritos morales, más por ello no dejó de ser simplemente eso: un hombre virtuoso a quien el imaginario divinizó; en este punto sigue también a san Agustín; las mitologías no dan cuenta de ningún hecho apoteótico; ningún mortal logra convertirse en dios; tal logro sólo existe en las invenciones fantásticas de los poetas, nunca en las revelaciones verdaderas y verosímiles de los profetas. En el mundo pagano, tanto en el antiguo como en el americano, los poetas tienen esa misión: mitificar a hombres altivos que sueñan con elevarse de facto a la categoría de seres divinos y siendo esto imposible se conforman con alcanzar tan irremontable dignidad, al menos literaria o míticamente, a través del canto de sus versificadores y biógrafos:

[...] pero lo que yo quiero inferir de lo dicho, es la locura de los hombres, que tal deidad atribuyeron a los que eran hombres como ellos y no sólo no buenos, pero bestiales y sucios, como hemos visto; de donde se colige ser la idolatría abominable, pues lo que tenemos por abominación fue origen de su estimación y precio.[14]

En términos metafísicos, podemos decir que para Torquemada, lo mismo que para el obispo de Hipona, la substancia de estas falsas divinidades es de origen humano u antropogénica y su función es servir de receptáculo o continente a los espíritus abyectos o demonios quienes vendrían a ser parte animada o esencial. En su interpretación de las creencias politeístas e idolátricas antiguas, misma que hace extensiva a las prácticas e ideas religiosas de los pueblos americanos, la idea de la esencia demoníaca de los falsos dioses se vuelve un reproche contra los idólatras o paganos, quienes por don o gracia de la razón (por naturaleza divina) acertaban a la hora de precisar los atributos divinos; pero erraban en su asignación, es decir:

(...) de manera que estos ciegos hombres iban errados en su conocimiento de Dios y en su lugar adoraban al demonio, no erraban en los nombres que le daban, por ser verdadera y propiamente suyos, usando de esta astucia y maña el demonio con ellos, para que le aplicasen los que por derecho natural y divino son suyos, de Dios, permitiéndose su majestad santísima, por la enormidad y torpeza de sus depravadas costumbres y muchedumbre de pecados.[15]

            En estas últimas líneas hay otra clara y directa alusión a san Agustín: la inmoralidad con la que procede el demonio (o los demonios) en su caracterización o parodia del ser divino; los ídolos o falsos dioses inducen a los hombres a realizar todo tipo de acciones réprobas que los degradan y envilecen, haciéndole perder todo criterio o discernimiento entre lo bueno y lo malo; y por ende soterrándolos en la laxitud moral, donde la maldad y la promiscuidad no pueden ser descalificas pues de ella dan ejemplos los propios “dioses” y ellos mismos las demandan en el culto y adoración que sus fieles esperan.

Pone de ejemplo san Agustín las celebraciones que se realizaban en honor de la Celeste virgen y a Berecynthia, madre de todos los dioses; dice que en éstas, los actores que las encabezaban realizaban todo tipo de ejecuciones impúdicas y recitaban cantos no menos lascivos; estos cultos lejos de formar las conciencias en el sentido de la verdadera espiritualidad, única capaz de conducir al hombre hacia los valores trascendentes, las confunden porque en ellos las representaciones divinas y sagradas se entremezclan con los paradigmas de la degradación y el vicio, por eso exclama el padre de la Iglesia ¿A qué llamaremos sacrilegios? ¿Qué será para nosotros profanación si estos cultos son tomados por sagrados o se cree que son del agrado del verdadero Dios?

La intolerancia hacia la religión pagana adquiere aquí una justificación de tintes morales y de asepsia social; como Platón, san Agustín considera a la religión pagana inmoral y perniciosa; suprimirla era un golpe mas que contra la libertad, contra la necedad de unos pocos ignorantes o ciegos apegados a prácticas religiosas que degradan al hombre y ofendían a Dios; la verdad y la virtud, presentes en el mensaje evangélico, no podían coexistir a lado de la falsedad y la degradación que representaban los cultos politeístas e idolátricos; así como la salud en su imperio le pone cerco a la enfermedad; la vida a la muerte; la luz a la oscuridad.

No le concede el padre de la Iglesia a los paganos ni siquiera el derecho de quejarse por la persecución que sufren sus creencias; esta prohibición era buena para la salud espiritual y moral del pueblo, pero sobre todo, era la voluntad de Dios; el Dios verdadero, según la teología romana, es Absoluto y como tal hace imperar en la creación con rigor su Jus divina; pero también es el dador de la Existencia y por tanto es la Bondad que caritativamente dispensa bienes entre las criaturas. A los paganos, el Dios verdadero les mostraba su rostro riguroso; a sus fieles el de su divina bondad:

El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no le adoraban; pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres ingratos que se les prohíbe ¿por qué no auxiliaron con saludables leyes a sus adoradores para que pudiesen vivir bien y santamente?[16]

             Los dioses de los pueblos amerindios no pudieron resistir, al igual que los viejos dioses romanos, el embate de la verdadera religión; la victoria de las espadas de los caballeros cristianos y el triunfo de la evangelización de los misiones fueron, como ya lo mencionamos, hechos providenciales o previstos por la Voluntad divina; la caída de los ídolos era un hecho teleológico marcado por el triunfo anunciado bíblicamente del Cristianismo. El carácter y dimensión universal del Cristianismo demanda, bajo las expectativas de la teología romana, su reconocimiento de religión verdadera entre los gentiles a quienes no se les puede escapar o simplemente no deben ignorar la prueba histórica de la derrota y extinción de sus viejas y locales formas de religiosidad.[17] En este punto, Torquemada cita a san Agustín, los pueblos paganos no sólo se inventaron un sinfín de dioses falsos, sino que además cometieron la necedad de buscar su amparo y socorro en sus necesidades:

[…] de cuyos hechos se ríe y mofa el glorioso san Agustín diciendo no poder a más la locura que reconocer y recibir por dioses, defensores de la patria, a dioses vencidos que a sí mismos no pudieron defenderse.[18]        

Por su parte De Acosta igual que san Agustín y Torquemada sostiene que la soberbia del demonio fue la que instauró en el mundo la idolatría; para sopesar la soberbia del “ángel rebelde” cita el pasaje del Evangelio en que aparece ante Jesús, el Hombre Dios, y con sobrada desvergüenza le indica se le prosterne. Basta el hecho para explicar los excesos del demonio, sí esto lo solicitó al Dios encarnado que nos extraña: “¿Qué mucho se haga adorar de gentes ignorantes por Dios, el que al mismo Dios acometió con hacérsele Dios, siendo una tan sucia y abominable criatura?”.[19]

            Además de su desatinado afán de remplazar a Dios en el favor de sus criaturas, el demonio persigue con la idolatría la ruina de los hombres a los que tanto odia, y cuya perdición procurar al hacerlos caer en el peor de los pecados, uno que atenta contra el propio Dios, en negarle a Él la adoración correspondiente y el otorgarse a un ser inferior al propio hombre; en palabras De Acosta lo anterior se traduce de la siguiente manera:

[...] son dos los males que hace el demonio al idólatra: uno que niega a su Dios, según aquello; al Dios que te creó desamparaste; otro que se sujeta a cosa más baja que él, porque todas las criaturas son inferiores a la racional, y el demonio, aunque en la naturaleza es superior al hombre, pero en el estado es muy inferior, pues el hombre en esta vida es capaz de la vida divina y eterna [...][20] 

Por último, De Acosta también apela que la representación como tal, la forma e historia con la que esta revestida la imagen pagana, es obra de la mente de los hombres; del apego del padre al hijo difundo; los ídolos son recreación del ser querido al que pretenden su procreador eternizar divinizándolo; demandando para él que le adoren como a un dios; la transmisión de esta práctica, de este culto a los muertos dio origen a la idolatría; que como vimos líneas atrás, es considerada por los misioneros españoles como una vil argucia ideada por los hombres y capitalizada por el demonio para llevar la perdición a los pueblos.[21]

De allí la pertinencia y oportunidad que desde este criterio se vio respecto a la conversión de los paganos o idólatras. De Acosta sostiene que los propios indios reconocieron que estaban hartos de los actos inmorales y de crueldad que los falsos dioses los obligaban a cometer. Nuevamente nos topamos con el argumento de la inmoralidad o iniquidad virulencia de la idolatría; sobre el bien que trajo el Cristianismo a las tierras americanas, De Acosta copias las palabras de un indio converso quien supuestamente comentó: 

No creas padre, que tomamos la ley de Cristo tan inconsideradamente como dices, porque te hago saber que estamos ya tan cansados y descontentos con las cosas que los ídolos nos mandaban, que habíamos tratado de dejarlos y tomar otra ley. Y como la que vosotros nos predicástes nos pareció que no tenía crueldades y que era muy a nuestro propósito, y tan justa y buena, entendimos que era la verdadera ley, y así la recibimos con gran voluntad.[22]

Esta cita nos aclara que para los misioneros españoles, igual que para san Agustín, no era los macehuales o los plebeyos quienes oponían resistencia al avance de la verdadera religión, sino las elites del poder, los pillis y patricios quienes veían en los dioses a sus antepasados y que incluso soñaban, en su desbocada soberbia, llegar a convertirse ellos mismos en dioses, trascender bajo la deificación de sus personas.

Los pobres, los que sufrían las crueldades y escarnios de la idolatría, estaban dispuestos a abandonar las viejas prácticas; en el discurso de conquista se anuncia la conversión como una liberación de la oscuridad, la ignorancia y la inmoralidad impuesta por los falsos dioses. Bajo este criterio, quienes difícilmente podían entender las palabras salvadoras traídas por los conquistadores y los misioneros; palabras advertían que en los ídolos habitan los demonios eran los miembros de la nobleza indígena. De allí el disgusto de Moctezuma cuando Cortés le propone destruir los ídolos del templo mayor, argumentándole en los términos más agustinianos que aquellos no son más que viles demonios:

Señor Montezuma, no sé yo cómo un tan gran señor e sabio varón como vuestra merced es, no haya colegido en su pensamiento cómo no son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas, que se llaman diablos. Y para que vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro, hacedeme una merced, que hayáis por bien que en lo alto desta torre pongamos una cruz y en una parte destos adoratorios, donde están vuestros Huichilobos y Tezcatepuca, haremos una apartado donde pongamos una imagen de nuestra señora; la cual imagen ya el Montezuma la había visto; y veréis el temor que dello tienen los ídolos que o tienen engañados. Y el Montezuma respondió medio enojado, y dos papas que con él estaban mostraron malas señales, y dijo: Señor Malinche, si tal honor como has dicho creyera que habías de decir, no te mostraría mis dioses; aquellos tenemos por muy bueno, y ellos dan salud y aguas y buenas sementeras, temporales y victorias... Lo que os ruego es, que no se digan palabras en su deshonor.[23]

 



[1] Licenciado y maestro en filosofía, doctor en Ciencias Sociales por el CIESAS-Occidente, jefe del Departamento de Investigación del Archivo Histórico de Guadalajara, es autor de los libros Jalisco bitácora de un estado, El pensamiento político de José Vasconcelos, El pensamiento social de la Iglesia Católica sobre el poder político, entre otros.

[2] La identificación perfecta y absoluta del Cristo o Logos con Jesús niega de forma categórica la posibilidad de que el Logos se hubiera manifestado o encarnado en el seno de mundos religiosos distintos al cristiano.

[3] San Agustín. La ciudad de Dios, Porrúa, colección Sepan Cuantos No. 59, México 2004, p.288.

[4] San Agustín no niega que muchos sabios, empezando por Platón conocieran a Dios (el punto de llegada, el destino); pero, carecían del hombre, del verdadero mediador y maestro que los pudiera llevar a Él, les faltaba Jesús (el camino); la anterior es una clara crítica a todas las vías gnósticas; el conocimiento no basta para llegar y unirse a Dios, sin la mediación del Hombre-Dios, del Jesús Cristo esto es imposible.

[5] Cuando los paganos se preguntan quién es este Dios del que hablan los cristianos, san Agustín responde que no es ningún desconocido, por el contrario, de Él ya han sido advertidos por sus propios filósofos: “Este es el Dios de quien Varrón, uno de los más doctos entre los romanos, sostuvo que es Júpiter, aunque sin saber lo que dice. Lo cual me pareció bien referir, porque Varrón, tan sabio, no pudo imaginar que no existiese este Dios [...] Finalmente, este es el Dios a quien Porfirio, uno de los más eruditos e instruidos entre los filósofos, aunque enemigo pertinacísimo de los cristianos, por confesión aún de los mismos oráculos de aquellos que él cree que son dioses, confiesa que es grande Dios (Cf. san Agustín, op. cit. p.584).

[6] Torquemada cita en su obra al propio san Agustín a la hora de afirmar que la verdadera religión, entendida como el culto o adoración, que por justicia debe ser tributado al Dios verdadero, ha existido desde el origen del hombre, con Adán y Abel, y continuó y fue conservado en Set y en los descendientes de Noe: “... como lo deduce el glorioso padre san Agustín, por todo el discurso del tiempo, desde sus principios hubo gente santa, en la cual se fue conservando y continuando la Iglesia; y así conciliamos esto con lo pasado, diciendo que esto y estotro comenzó en tiempo de Enos...” (Cf. De Torquemada, Juan. Monarquía indiana, UNAM, México 1976, p. 125)

[7] Torquemada, op. cit. p.20.

[8] Torquemada, op. cit. p. 125.

[9] San Agustín, óp. cit., p. 121.

[10] Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, tomo i, imprenta de don Benito Cano,Madrid 1795, p. 224.

[11] Óp. cit. p. 340.

[12] De Acosta, Joseph, Historia natural y moral de las indias, Fondo de Cultura Económica, México 1985, p. 197.

[13] San Agustín, Óp. cit. p.195.

[14] Torquemada, óp. cit. p. 43.

[15] Ibíd. p. 44.

[16] San Agustín, óp. cit. p. 37.

[17] Aplicando las teorías del historiador de las religiones Mircea Eliade, la controversia entre san Agustín y Varrón o entre los misioneros y los tlamatinimes acerca del enfrentamiento entre el Cristianismo y la forma religiosa pagana, ejemplifica lo que él denomina como la lucha entre religiones de carácter universal y local; la noción de un Dios único y verdadero, como la defendida por san Agustín y los misioneros, obviamente es más sencilla y fácil de divulgar que la sostenida por Varrón o los viejos sacerdotes indígenas acerca de la existencia de una pluralidad de dioses especializados o correlativos a ciertos hechos naturales o humanos; es la disputa entre monoteísmo y politeísmo. Es un hecho demostrable, históricamente, que el politeísmo grecolatino al igual que el amerindio nunca logró expandirse más allá de una reducida área geográfico cultural, ni cuando ostentó el carácter de religión oficial, antes bien, mostró tolerancia e incluso apertura a otros cultos o hierofanías extranjeras. Al final, ambas religiones, calificadas como paganas por los cristianos, como todas las hierofanías locales, no pudieron resistir el embate de una religión de carácter universal como la cristiana, cuyo culto, como lo sostiene san Agustín, tenía una mayor economía teológica y ritual; por tanto resultaba, en la comparación, menos confusa y asimilable para el promedio de los hombres.

[18] San Agustín, óp. cit. p.43.

[19] De Acosta, óp. cit. p. 218.

[20] Ibíd.

[21] Porque sucedió que sintiendo el padre amargamente la muerte del hijo mal logrado, hizo para su consuelo un retrato del defunto, y comenzó a honrar y adorar como a Dios, al que poco antes como hombre mortal acabo sus días; y para este fin ordenó entre sus criados, que en memoria suya se hiciesen devociones y sacrificios. (De Acosta, op. cit. p. 226)

[22] De Acosta, op. cit. p. 254.

[23] Díaz del Castillo, op. cit., p. 336.

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