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Los retos en México de las conmemoraciones centenarias del 2010: recuperar el bagaje histórico de la Patria

  

Emilio Martínez Albesa[1]

 

 

Quienes crean que los actos memoriales de los meses anteriores al que corre también ya son historia, se equivocan: las conmemoraciones, en México, apenas han comenzado, y en los años venideros darán ocasión para rescatar, propone el autor de este ensayo, nada menos que el ‘bagaje histórico de la patria’. Se aborda en él la conveniencia de esperar que los investigadores abreven en las fuentes eclesiásticas para que puedan redondear esos episódicos escamoteados de la historia de México, y adviertan el verdadero origen del divorcio en México entre la vida religiosa y el quehacer político, toda vez que ni el Estado ni la Iglesia en el México eran unos titanes en la primera mitad del siglo XIX;

al contrario, eran dos instituciones débiles

y que afrontaban el mismo problema, vital para ambas:

el asegurar su relación directa y permanente con el pueblo.

 

1.      Mitos para justificar el enfrentamiento entre los anticlericales y la sociedad católica

 

Los cien años que van de la expulsión de los religiosos de la Compañía de Jesús (1767) al fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo (1867), comprenden la clave para entender la génesis del México contemporáneo. En esos años se fraguó el divorcio entre gobierno anticlerical y la sociedad católica, que ha caracterizado a México ciento treinta años después. Este divorcio también se registra en otras naciones latinoamericanas, pero en el caso mexicano adquirió una perdurabilidad que no alcanzó en las demás. Son cien años ricos de contrastes ideológicos, que nos explican las incomprensiones que todavía se arrastran en el presente y que tantas trabas ponen para que la vida pública se desarrolle conjugando las aportaciones de todos a favor del bien común.

La clave para advertir la polarización de este discurso es la siguiente: poco después de haber sido suscrita el acta de la Independencia del Imperio Mexicano, entre la clase rectora de sus habitantes se formaron dos grupos con modos opuestos de entender la historia de México. Entre ambos se dieron muchas discusiones pero pocos diálogos, ya que desconfiaban recíprocamente uno del otro. En consecuencia, tildando de hipócritas las razones del contrario, no tuvieron el interés de escuchar y analizar sus argumentos. Esto hizo que un rico bagaje intelectual mexicano quedara en el olvido, pendiente de que, en tiempos más maduros -como los actuales-, se pueda recuperar, alrededor de temas tan fundamentales como el Estado de derecho, la identidad nacional, la soberanía, la laicidad y el bien común.

 

1.      Evolución histórica de los proyectos de nación en México y de los conceptos de Iglesia

 

Atendiendo a las relaciones e implicaciones recíprocas entre dos instituciones medulares al sobrevenir la emancipación de la América hispana septentrional (el Estado y la Iglesia), los aludidos cien decisivos años dieron como resultado la configuración de un tema que hizo nodal en el debate mexicano de los dos primeros tercios del siglo XIX, la relación entre la Iglesia y el Estado. Tal debate marcó hondamente no sólo la historia nacional mexicana, sino que también hizo alguna mella en la historia de la civilización occidental, como sucedió con la disputa sobre la libertad de cultos en México, que determinó la posición de la Santa Sede ante ella, y dio origen a la proposición 79 del Syllabus de Pío IX, documento de resonancia universal.[2] Por otro lado, Francia, Italia y México fueron las tres naciones que más influyeron a mediados del siglo XIX en la actitud del Papado hacia las propuestas del liberalismo político.

Sin embargo, han debido pasar muchos años antes de que tímidamente estos temas puedan replantearse, buscando ahora esclarecer tanto los logros como los límites que tuvieron ambas partes en conflicto, liberales y conservadores, a la hora de fijar un sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado acorde con las necesidades y expectativas de la nación mexicana.

 

2.      La Iglesia en el proceso de emancipación en la América Septentrional

 

 La historia hispanoamericana en general está profundamente marcada por la búsqueda del ideal de justicia. Lo que hoy es México, y también fue el caso de Sudamérica, no se alzó contra España tanto por razones de libertad cuanto por razones de justicia. Muy distinto el caso angloamericano, claramente marcado por el ideal de ‘libertad’, donde los habitantes de las Trece Colonias se levantaron en contra de la Gran Bretaña invocando el principio de que un parlamento en donde no estaban representados no podía dictar leyes sobre ellos, tomando como pretexto ciertas tasas sobre productos comerciales. Los criollos hispanoamericanos, en cambio, sí contaron con representación en las Cortes españolas cuando éstas se instauraron -así como antes la tuvieron en la Junta Suprema y después en la Regencia-, si bien en una proporción escandalosamente inferior a la de los peninsulares, lo cual hizo a sus delegados sentirse injustamente tratados; también se dio el caso de padecer los americanos excesos en los gravámenes fiscales, pero este no fue el detonador, como sucedió más al Norte. Basta leer a Miguel Hidalgo y a Simón Bolívar para darse cuenta que en la América española el motivo de la irritación era un asunto de justicia: ser tratados como habitantes de colonias, cuando lo eran de reinos dotados de una personalidad jurídica tan propia como los de la Península Ibérica. Los criollos reaccionan contra lo que consideran un trato injusto que les mantiene como extranjeros en su propia patria.

La política borbónica fracasó en su intento de racionalizar y unificar intereses a ambos lados del Atlántico con vistas a dotar de contenido al bien común de la entera Monarquía hispánica. Con todo, la crisis de la Corona en 1808, cayendo prisionera de Napoleón, no movilizó a las poblaciones hispanoamericanas contra España, sino que, por el contrario, reaccionaron secundando el alzamiento español contra los franceses.

La independencia mexicana e hispanoamericana fue protagonizada por hombres de cultura católica y, en aplastante mayoría, también de fe católica, que respondieron principalmente al problema institucional creado por la invasión napoleónica de España: la desaparición del rey sin dejar regencia, por lo cual, la soberanía resultaba reasumida por el pueblo, es decir, por los municipios, conforme al pensamiento político escolástico (de Francisco Suárez, S.J., en particular) y al derecho vigente entonces. El movimiento de independencia nació con un carácter cautelar frente a la eventual caída de España bajo poder de Napoleón. Sólo años después, cuando ya Fernando VII ha vuelto a ocupar el trono y la Península ha comenzado a padecer bandazos políticos inesperados, los pueblos hispanoamericanos, por el deseo de poner fin tanto a una guerra prolongada y sumamente cruel como a la dependencia de gobiernos peninsulares imprevisibles, se inclinan más generalizadamente hacia la independencia, principalmente los criollos.

Al reclamar el pleno autogobierno, los insurgentes y patriotas hispanoamericanos no se sintieron rebeldes y reaccionaron contra tal acusación presentando su revolución dentro del marco de la justicia natural, de la moral cristiana y también del derecho institucional hispánico. Si bien, todo esto lo vivieron, además y sin duda, como hombres de una época en la cual crecían los sentimientos libertarios y se sucedían las experiencias revolucionarias.

La independencia en principio era un asunto puramente político. Sin embargo, en las circunstancias históricas de entonces, la situación política de 1810-1821, de los años de la guerra de independencia, planteaba seis cuestiones morales nada fáciles de discernir. Fueron: el juramento de fidelidad al rey Fernando VII, el derecho de autodeterminación de los pueblos, el deber de contribuir al bien común de la entera Monarquía hispánica de ambos lados del Atlántico, el derecho a la participación política de los ciudadanos, la legitimidad de la opción por la guerra y los deberes y derechos durante la guerra misma.

Todos estos temas se debatieron y afrontaron en aquella coyuntura histórica. Para prescindir del juramento de fidelidad, el rey debería incumplir su deber rompiendo el pacto con sus súbditos. En este sentido, algunos independentistas juzgaron que su cautividad bajo Napoleón le imposibilitaba definitivamente para recuperar el trono o para hacerlo sin dependencia de los franceses; otros interpretaron como despotismo regio la abolición de la Constitución de Cádiz en 1814 y el tratamiento de rebeldes que se dio a los insurgentes; otros consideraron que el rey, jurando esa misma constitución en 1820, liberaba a los pueblos del juramento de fidelidad al aceptar la soberanía nacional; y otros, como Agustín de Iturbide con el tratado de Córdoba, ofreciendo el trono de la nación independiente al mismo Fernando VII o a un príncipe de su casa, juzgaron satisfechos los deberes del juramento y liberados del mismo por el rechazo del rey a la propuesta. La autodeterminación de los pueblos se planteaba en la época por medio de la doctrina escolástica que sostenía que el gobernante recibía el poder por delegación del pueblo; la cuestión se complicaba a la hora de definir cuál era el pueblo que debía en justicia reasumir su soberanía en la ausencia de rey: si el de la entera Monarquía hispánica o el de cada uno de los reinos que la conformaban; desde el patriotismo criollo y las consecuencias regionales del reformismo borbónico, los independentistas sostendrán que el pueblo de cada reino, identificando su territorio patrio con la nación, mientras que los realistas defenderán la unidad de una sola nación por encima de la diversidad de reinos.

No se dudaba en 1808, en los inicios de la crisis, del deber de contribuir todos al bien común de la entera Monarquía y, sintiéndose hermanos de los españoles peninsulares, los americanos contribuyeron generosamente al sostén económico de la resistencia contra los franceses; sin embargo, el colapso del sistema político vino pronto a cuestionar si la unidad política representaba todavía un beneficio para los miembros de la familia hispánica a un lado y de otro del Atlántico o si ese bien común, que trató de revalorizarse con las reformas borbónicas, no había venido a vaciarse de contenido, convirtiéndose más bien en una carga. La libertad política frente al eventual despotismo gubernamental fue un tema clave en la época, a través del cual se difundieron ciertos tópicos interpretativos de la historia de fuerte carga ideológica y valencia revolucionaria, como aquel –nacido por cierto en España– de los trescientos años de opresión. Ligado a este tema, se encuentra el de la representación: los americanos contarían con representación en los órganos centrales instituidos provisionalmente para el gobierno provisional de la Monarquía durante la invasión francesa, como la Junta Central y las Cortes de Cádiz, pero en una proporción muy inferior a los peninsulares; esta disparidad les hará sentirse injustamente tratados y pesará mucho a la hora de consolidar la idea de estar bajo una situación despótica.

La evaluación de las condiciones morales para iniciar una guerra justa en las circunstancias de entonces debe hacerse con cautela, sin olvidar la información parcial y deformada con la que contaban los protagonistas que optaron por ella a uno y a otro lado del océano. Al respecto, no son pocos los mitos históricos que se forjaron a lo largo de todo el continente americano. Un estudioso peruano me decía en Arequipa que, en la escuela, les habían enseñado que la guerra de independencia había sido de peruanos contra españoles y, en realidad, lucharon peruanos, en su mayoría en las tropas realistas, contra unos independentistas que eran principalmente extranjeros: argentinos, chilenos y colombianos. En efecto, en el sur del Perú y en Bolivia puede hablarse casi de una independencia de importación, a diferencia de lo ocurrido en otros países como México y Argentina, y, en general, en no pocas regiones tuvo un marcado carácter de guerra civil, siendo limitadas las zonas y periodos de fuerte intervención militar directamente española. El tema de la aplicación del derecho de guerra, de la ética en el modo de hacerla, nos lleva a subrayar que fue desafortunadamente una guerra de gran crueldad. Las represiones del realismo fueron terribles y terminarían exasperando a los pueblos. Tampoco los patriotas o insurgentes fueron parcos en crueldades. No faltan mitos históricos que, con escenas de heroísmo, tratan de distraer la memoria colectiva, como el caso del Pípila mexicano.

En México, la lucha por la independencia comenzó con un grito del cura Miguel Hidalgo llamando a la defensa de la religión frente a la impiedad de los franceses revolucionarios y napoleónicos, y se concluyó con el éxito del movimiento de Agustín de Iturbide, quien logró la adhesión mayoritaria de una sociedad que no quería plegarse a la legislación anticlerical proveniente de España desde 1820. Recordemos que la expulsión de los jesuitas produjo las convulsiones más violentas de toda la historia de la Nueva España, que la consolidación de vales reales de 1804 afectó a los fondos de capellanías y obras pías, con implicaciones profundas tanto en la economía como en la disposición hacia el gobierno español de la población novohispana, que el bando virreinal de junio de 1812, aboliendo el fuero eclesiástico en determinadas circunstancias, provocó una reacción airada en parte importante del clero mexicano, que, finalmente, la legislación española liberal de 1820-1823, interviniendo los bienes eclesiásticos y disolviendo órdenes religiosas, hirió los sentimientos católicos de buena parte de la sociedad novohispana. Ni los insurgentes ni los trigarantes participaban del anticlericalismo naciente en España ni pretendían reducir en nada las inmunidades eclesiásticas. La independencia mexicana fue católica. Habría que esperar a la consolidación de la facción liberal reformista en la década de 1830 para que las primeras propuestas mexicanas en sentido de restricción de las inmunidades eclesiásticas, que encontramos desde 1827, comenzaran a jugar un papel político a nivel nacional.

 

3.      Actitud del clero en México respecto de la independencia nacional

 

En este rubro encontramos actitudes y posiciones muy variadas en el clero mexicano, tanto criollo como español, durante la guerra de independencia. Hubo sacerdotes y frailes que tomaron partido por la continuidad de la unidad con España y hubo también otros que lo hicieron por la independencia; así como hubo también muchos de ellos que intentaron quedarse al margen de la contienda política y militar. Además, dentro de uno y otro bando, las posiciones que tomaron los clérigos resultaron variadísimas. En ambos, hubo quienes lideraron determinadas acciones como jefes, quienes tomaron las armas como combatientes, quienes sirvieron de capellanes, quienes reclutaron hombres, quienes fueron publicistas o propagandistas, quienes ofrecieron ideas y quienes simplemente mostraron simpatía hacia el bando respectivo. Se dieron también con frecuencia cambios de bando.

Y todo esto no nos debe extrañar demasiado. No nos debe sorprender esta variedad de actitudes porque el cristianismo no es una ideología. Si el cristianismo fuera una ideología, como por ejemplo el comunismo o el nazismo, tendría su fórmula apriorística para solucionar todas las cuestiones sociales y no se hubieran dado tan diferentes posicionamientos. Así por ejemplo, el marxismo cree poder solucionarlo todo con la lucha de clases o el nazismo mediante la pureza de la raza aria; de manera que fácilmente han logrado uniformidad en la acción política de su gente.

Pero el cristianismo no tiene ninguna fórmula semejante; tiene a Cristo, quien con su ejemplo y doctrina ha dejado unos principios de vida y, a la luz de tales principios, el cristiano debe discernir cómo debe obrar en su situación particular, respondiendo en conciencia a los retos de los tiempos.

Como ya se indicó, hubo seis problemas morales que se entrelazaban con la independencia política. La respuesta que dieron a estos retos morales los clérigos, como el resto de la generalidad de los habitantes, prácticamente todos ellos católicos, hubo de ser muy variada. Además, es obvio que, en la toma de posiciones, no serían las consideraciones morales las únicas barajadas, sino que también entrarían en juego intereses de orden estrictamente político, social, económico, familiar, etcétera. No obstante, para ejemplificar el papel de los clérigos en la solución de tales problemas morales, conviene recordar cómo el obispo Antonio Joaquín Pérez, comentando el breve pontificio favorable a Fernando VII de 1824, señalaba que México había quedado eximido de su juramento de fidelidad a ese rey en virtud del rechazo de éste al trono mexicano que se le había ofrecido con los Tratados de Córdoba; el inquieto fray Servando Teresa de Mier venía recordado, desde 1811, el derecho del reino de la Nueva España a su autodeterminación subrayando que de ningún modo los reinos de la América española eran colonias, sino reinos independientes confederados entre sí por medio del rey y el mismo arzobispo Francisco Javier Lizana, en la crisis de 1808, se había mostrado condescendiente con la propuesta criollista de una junta general del reino que autogobernara la Nueva España con independencia de la Península de manera cautelar frente a la invasión francesa; en general, el episcopado había animado, en aquella crisis, a los pueblos a contribuir al bien común de la Monarquía mediante el envío de donativos a los insurgentes españoles y, años atrás, Manuel Abad y Queipo había escrito al rey memoriales a favor de una política económica que resultara beneficiosa para la Nueva España y pudiera favorecer la comunión de intereses a ambos lados del Atlántico; no faltaron eclesiásticos que, siendo diputados novohispanos en las Cortes de Cádiz, alzaron su voz y presentaron propuestas en pro de los intereses de los pueblos americanos, como Miguel Ramos Arizpe; en el desencadenamiento de la guerra de insurgencia, participaron como protagonistas clérigos tales como Hidalgo y Morelos, mientras que el episcopado optó por condenar la ruptura de la paz; durante el desarrollo de la contienda, no faltaron voces eclesiásticas a favor de la moderación y en contra de la creciente espiral de violencia, como la del obispo Pérez, cuyas denuncias contra las crueldades del realista Félix Calleja pesaron en la destitución de éste como virrey.

En general, puedo decir que fue en México donde hubo una más alta participación de clérigos y religiosos en la guerra de independencia, precisamente por haber sido una guerra más popular, mientras que en Sudamérica la guerra fue una cuestión más puramente seglar, dado el protagonismo que asumieron las campañas de los ejércitos formados por José de San Martín y Simón Bolívar.

Los sacerdotes y religiosos, que eran parte integrante de la sociedad mexicana, ocupaban en ella un lugar clave en cuanto que eran indiscutiblemente sus líderes intelectuales, además de estar ligados a los pueblos por vínculos de todo tipo, también económico y político. En consecuencia, vivieron esa crisis institucional y bélica –que en gran parte tuvo el carácter de guerra civil entre americanos– junto a los demás, siendo también en no pocos casos puntos de referencia para sus connaturales.

Además, la aceptación de la independencia por parte del alto clero local fue un factor fundamental para la consolidación de los nuevos regímenes en toda Hispanoamérica, México incluido, que por otra parte y por otros motivos resultó altamente costosa. La independencia de México no puede entenderse, por ejemplo, sin el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez y los canónigos Matías Monteagudo y Manuel de la Bárcena. El reconocimiento tácito por parte del obispo de Guadalajara Juan Cruz Ruiz de Cabañas a las distintas autoridades que el pueblo fue sucesivamente reconociendo, aceptando ungir al emperador Iturbide y posteriormente respetando a las autoridades republicanas, contribuyó notablemente a la consolidación de la independencia y normalización política del país.

Protagonistas de aquella época nada sospechosos de afecto al clero testimonian el comportamiento patriótico y prudente de sus miembros más destacados. Un español realista, que siempre soñó con la reconquista de México, Miguel de Beruete, muy resentido contra el clero,  le atribuía la independencia de México escribiendo en su diario, el 11 de octubre de 1824:

 

“Todos los eclesiásticos regulares y seculares prestaron el juramento [de la Constitución de 1824]

[…] casi todos se presentaron con una cara compungida y devota, pues conocen que con el Imperio de la República acaba el suyo: Ellos hicieron la Independencia pues que aguanten el pujo”.

 

 Y el liberal anticlerical Lorenzo de Zavala se expresará en estos términos en 1831:

 

“Es muy singular, y por tanto más honorífico al clero mexicano, que en lo general haya abrazado los intereses de los pueblos como suyos propios. Muy pocas son las ocasiones en que el gobierno ha tenido necesidad de tomar algunas providencias para que se corrigiese a algún eclesiástico, por haber provocado al desorden o desobediencia. Los cabildos de México y Jalisco han dado repetidos ejemplos de un patriotismo ilustrado y religioso, especialmente cuando la encíclica de León XII a favor de Fernando VII. Entonces escribieron pastorales dignas de los días más brillantes de la Iglesia, y llenas de unción, de doctrina y de libertad. Hombres semejantes merecen los elogios de la posteridad”


[1] Bajo el título ‘Tiempos maduros de México permiten recuperar bagaje histórico de la Patria: Martínez Albesa’, el 06 de enero del año en curso 2011, fue publicada en la página del Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México (SIAME) la entrevista realizada por Felipe de Jesús Monroy González, al doctor Martínez Albesa, el cual gentilmente la ha derivado a este Boletín, autorizando algunos ajustes de redacción al texto, que se presenta con la frescura de la entrevista y el carácter divulgativo del ensayo. Emilio Martínez Albesa, doctor en Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Historia Eclesiástica por la Pontificia Universidad Gregoriana, es profesor de la Universidad Europea de Roma y del Pontificio Ateneo Regina Apostolorum. Autor de la obra La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, 3 tomos, (Porrúa 2007).

[2] En el apartado relativo a los “Errores relativos al liberalismo en nuestros días”, se condena la proposición que reza: “Es sin duda falso que la libertad civil de cualquiera culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar la peste del indiferentismo”.

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