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El día en que tomaron preso al obispo don Miguel de la Mora

 

 

Luis Sandoval Godoy

 

Con el propósito de divulgar datos relevantes en torno a diversos testimonios dignos de pasar a la posteridad, se publica, gracias a la gentileza de su autor, una entrevista que él realizara en sus labores periodísticas que un tiempo lo llevaron a rastrear por los pueblos a gentes que tuvieran algo qué contar y a dejarnos viñetas de narrativa impregnada de lirismo y poesía.

 

La señora ve con ojos sufridos los primeros brotes de sus hortensias, después del rigor de las heladas, las peores que recuerda desde hace muchos años.

Esta señora es respetada y querida por todo el vecindario. En realidad todas las gentes del pueblo de Mezquitic, guardan hacia ella relación afectuosa.

El pueblo es como un árbol. Este árbol tiene en sus ramas muchos nidos. Todos los pájaros de este pueblo cantan en los soleados días de primavera y enmudecen en el filo de vientos invernales.

Esto es, todas las familias son una sola familia grande, cobijada bajo la misma fronda, envuelta en los mismos recuerdos.

De sus recuerdos, de los amargos días, cuando los revolucionarios sacudieron las ramas de este árbol, de eso nos habla esta señora.

La señora se llama doña Pepa. Así la nombran, así la conocen todos en Mezquitic.

Ella es una respetable señora, de tez casi morena, carnes enjutas, mirada incisiva y esto a pesar de la atenuación que obran en ella sus inseparables anteojos de aro negro.

A veces su mirada es desmorecida y tierna; esto, cuando contempla cómo apenas se empiezan a reponer sus hortensias de las heladas de este invierno.

Doña Pepa viste siempre de luto. Su figura alta, su expresión enérgica. Sus manos tienen la sequedad de los sarmientos endurecidos por el hielo. Todo eso la hace  aparecer como mujer con temple de acero.

Su vida está llena de recuerdos. Dice que su historia está marcada por el punzón doloroso que la hendíó para siempre,  desde la infancia, cuando anduvo con su familia en mal traer, por las tropelías de quienes persiguieron a la Iglesia.

Si no hubiera sido por sus hijos, por lo que los hijos representan para el corazón de una madre: oasis de dicha, luz de ilusión, quién sabe qué hubiera sido de ella, dice doña Pepa Robles.

Sus hijos, sus pájaros y sus macetas: ahí está su vida. Los hijos ya están grandes y han formado su propio hogar, ¿pero su jardín? Tenía unas camelias. Ah, y unos rosales. Y aquella jacaranda. Todo se acabó con las heladas. Hasta ahora están retoñando las hortensias.

Y una ringlera de jaulas con colgaderas propias en el techo del corredor. Cuatro, seis, ocho, más, con jilgueros, tzentzontles, clarines: Quién sabe qué serán.

Estas tardes de abril encienden en los pájaros un ardor desesperado, y tanto, que se ponen todos a cantar al mismo tiempo con enloquecida algarabía.

Hay resonar de jilgueros como desde el fondo de una barranca húmeda, arrebato de clarines como trabazón de barras de plata, o unas palomas azules como el quebrar de vidrios de agua, y entre todos, el derrumbar melodioso de un torrente en medio de la selva.

Doña Pepa los escucha y sonríe con agrado. Nosotros los oímos y retobamos por dentro, pues con ese estruendo no podremos tener una grabación clara de la charla…

-         O   -

Le pedimos que nos cuente el qué y el cómo de la aprehensión del señor obispo, don Miguel de la Mora, hecho que estremeció a los pueblos de la comarca, cuando gavillas de bandoleros, rescoldos que dejó el villismo, anduvieron cometiendo tropelía y media.

Se trata de un acontecimiento histórico que tiene relieve de interés para la región, y elemento para la evaluación de aquel momento en la vida de México.

Posiblemente sea doña Pepa Robles el único testigo sobreviviente de este hecho que ocurrió el año de 1917, período que corresponde al gobierno episcopal del señor de la Mora en la Diócesis de Zacatecas.´

Este señor de la Mora fue un eclesiástico de altos méritos; personalidad brillante bajo diversos aspectos que dejó huella en el Seminario de Guadalajara y en el clero de esta arquidiócesis.

Tuvo una carrera seminarística de excelencias, luego fue prefecto de estudios y rector del Seminario de San José, distinguiéndose tanto por el relumbre de sus virtudes, como por los brillos de su inteligencia, su sabiduría humanística, sus dotes oratorias, su capacidad docente, su don de gentes.

No hace mucho anduvo entre los textos de estudio del Seminario, una Preceptiva Literaria de la que fue autor el señor de la Mora.

Originario de Ixtlahuacán del Río, donde se le dedicó una estatua sedente con vista a la puerta mayor del templo. Fue consagrado quinto obispo de la diócesis de Zacatecas el 7 de mayo de 1911, tomando posesión de su iglesia el siguiente día.

Los datos biográficos de este ilustre prelado constan en una reseña de Bravo Ugarte sobre diócesis y obispos de la Iglesia Mexicana, en un acopio de documentos sobre el Seminario de Guadalajara del padre Daniel Loweree y en una relación de datos para la diócesis de Zacatecas, de Ignacio Dávila Garibi.

En la sacristía de la catedral de Zacatecas hay un óleo del pintor jesuita Gonzalo Carrasco, con inscripción que dice: “Ilmo. y Revmo. Sr. Dr. D. Miguel M. de la Mora, Quinto Obispo de Zacatecas. Nació en Ixtlahuacán del Río, Estado de Jalisco, el l4 de agosto de 1874. Hizo sus estudios en el Seminario Conciliar de Guadalajara, ordenándose de sacerdote el 30 de Nbre. de 1897. Consagrado en la Catedral de Guadalajara el 7 de mayo de 1911 y tomó posesión de esta Diócesis el 12 del mismo mes y año”.

Luego, en el coro de la catedral de san Luis Potosí, cuya Diócesis le fue encomendada el año de 1922, hay una lápida con el siguiente epitafio: “Miguel de la Mora / quinto obispo de Zacatecas / y / quinto de san Luis Potosí / como buen pastor dio la vida por sus ovejas – Murió en – el Señor – el día 14 de julio de 1930 – R.I.P.

Con esta serie de referencias biográficas ya es oportuno e interesante el relato que hace doña Pepa  de un hecho, en pueblos de Zacatecas y Jalisco, ocurrido hace casi un siglo.

La voz de la señora  tiene modulaciones lastimeras, acentos al modo de la visión que está reconstruyendo… Todo eso golpeado por el griterío de los pájaros que brincan allá arriba, del alpiste a la lechuga, en enardecido concierto.

-         O   -

“Cuando sucedió esto al señor de la Mora, nosotros dejamos nuestra casa en Mezquitic y nos fuimos a vivir a Monte Escobedo, de la diócesis de Zacatecas, “el Monte” a secas, decíamos al lugar.

Se vino la cuestión del villismo, azoro y amenaza para los pueblos, por las chusmas de bandoleros que se hacían pasar bajo la bandera de ese movimiento, y fue necesario crear una defensa para dar protección al vecindario. El papá de Luz Robles era el jefe de esa defensa.

Ese señor, Luz Robles, era primo hermano de mi papá y su puesto como que nos hacía a nosotros tomar partido, como que nos colocaba en el bando del gobierno.

Mi papá dijo: yo no quiero meterme en nada de esto, ni que me metan. Vámonos a vivir al Monte.

Así pasó, ora verá. Y un día de tantos sucedió esto de la aprehensión del señor obispo. Yo vi todo. Estos ojos vieron cómo sucedieron las cosas.

Se trató de la visita pastoral del señor obispo a Monte Escobedo; una visita que despertaba la monotonía y quietud de nuestros pueblos, visita de obispo; y la gente  contaba el tiempo cuando decía… a cada venida de obispo.

Así pues, andaba el alboroto en grande: confirmaciones, misas, sacerdotes de aquí para allá en el séquito del señor obispo; mucha gente venida de los ranchos, campanas, cantos, música. La gente muerta de gusto.

Mire. No, quién sabe si no conozca usted el lugar; mire, está una capilla al centro del pueblo y enfrente está un hotel, no, un restaurantito. Ahí era entonces el curato. En seguida dos puertas viejas que pertenecían, una de ellas a la entrada a una capillita de la Virgen del Refugio la cual comunicaba al curato.

Ahora todo eso es una funeraria; ahí se vela a los muertos.

Bueno, andaba yo con una niña, sobrina del señor cura del Monte; andábamos jugando en el jardín, en la calle, en el curato. Una tarde en el pueblo, un pueblo en fiesta, ¿verdad?

Andábamos la chiquilla y yo, brincando y saltando y me dice: oye, mira, ai vienen esos soldados; mira qué feos están. ¿Por qué se te hacen tan feos?, le dije yo. Porque están vestidos de negro, parecen chamucos.

Mi amiguita se quedó seria, se le acabó el gusto en que andábamos divirtiéndonos. Luego dice: Mira, sabe qué andan buscando en la capilla. Se me hace que andan buscando a mi Nino. Al señor cura, quería decirme.

Le respondí: no, pero por qué lo buscan. Dijo: sí y parece que tráin cola. Así parecía, porque traían un sable acá, con una mota en el extremo.

Vimos que aquellos soldados se agarraban de la reja buscando algo adentro y entramos a la capilla a ver qué era lo que veían con tanta ansia. Estaba el señor obispo confesando que ni se fijaba, ni aprecio hacía de nada.Entonces los que estaban asomándose fueron y trajeron una escolta, como de seis soldados, con bayoneta, entraron y al momento salieron llevando al señor obispo en medio de ellos.

Mire, señor, aquí, aquí en mi frente tengo aquello que vi y esto que han pasado muchos años, pues era yo un niña de no más de diez años. Y todavía me parece ver al señor de la Mora con aquella dignidad, con aquella serenidad, con aquella cosa tan bonita. Ni siquiera se le borró su sonrisa.

Detrás de aquella hilera de soldados, a corre y corre, bueno, al paso de los soldados, levantándose la sotana para no manearse, iba el sacerdote que acompañaba al señor obispo, como familiar de su excelencia.

Era un padre jovencito, de perfil afilado. O sabe si se vería así por el espanto, por el susto que le ahondaba los ojos.

Pos que dizque le dijeron al señor de la Mora que se diera por preso, y ai lo llevan a la casa municipal, o sea, a la presidencia.

Y nosotros también con nuestro azoro, también con la boca seca, ai estamos de mironas. El pueblo entero contemplaba la escena y parecía que el resuello de la gente podía oírse de una cuadra a la otra; tal era el silencio que se hizo de la sorpresa y del susto que sintió la gente.

Es que, mire, aquellos villistas, o los que se hacían pasar por villistas, eran cosa temible; eran bárbaros y sanguinarios, capaces de la peor crueldad.

Aquí le teníamos mucho miedo a esa gente. Decían: Ai vienen, ai vienen y corrían las familias a las casas del centro a esconderse, a esconder  a las muchachas que a veces se quedaban a dormir en la sacristía, considerando que ahí estaban más seguras.

De modo que esa tarde en Monte Escobedo, ya se imagina el espanto de la gente con lo que estaba presenciando.

Si yo le dijera, en mis ocho años, cuánto colgado vi muerto, no morir sino ya muertos. Con todo lo que habíamos visto, estábamos aterrados de ver lo que hacían con el señor obispo.

Y nadie se acomidió a hablar por él, nadie se animó a hablarles a los soldados, pedirles una explicación. Qué iba a hacerlo nadie, si todos andaban descoloridos  del espanto, del miedo.

Nomás veíamos al señor cura que iba y venía, subía y bajaba a los altos de la presidencia, a donde llevaron al señor. También el sacerdote-familiar, los dos pálidos de susto.

Fue como a esta hora, me acuerdo. Me acuerdo que estaba parada arriba de un sofá de la plaza y mi papá me tenía abrazada del cuerpo por detrás del sofá.

En eso vimos que al rato bajaron al señor De la Mora por los mismos escalones, escoltado por los soldados.

Lo subieron en una remuda y tomaron el camino de Mezquitic. Por ese camino se fueron. A poco rato, también en sus caballos, salieron los sacerdotes por el mismo rumbo, para ver qué sucedía al señor obispo.

¿Por qué a Mezquitic? No sé por qué se lo trajeron a este pueblo; tal vez los soldados venían para acá, o no, la verdad no sé por qué.

Una vez oí decir que aquí, en nuestro pueblo, habían tomado preso al señor obispo. Mentiras, fue allá donde le digo: estos ojos vieron el hecho.

Luego, me imagino que mi papá, mi mamá y otras gentes, trataron de venirse a Mezquitic, como para saber en qué iba a para todo, dolidos de la desgracia de su ilustrísima.

Yo he de haber empezado a llorar  y a pedir y a manotear y a rogarle a mi papá que me trajera con ellos. Así ha de haber sucedido, porque mi papá tenía muy papachados a sus hijos, sobre todo a mí que era la más chica.

Porque mire, señor, yo recuerdo haber visto al señor obispo, aquí en la casa donde lo tuvieron preso; en su fachada, arriba de la puerta, pusieron después una placa con los datos del suceso. Me acuerdo haber visto al señor obispo sentado en la cocina, una cocina como son aquí todas las cocinas del pueblo.

Me acuerdo haber visto aquella cocina, una cocina común y corriente, con su chimenea para el comal, sus chimeneas atizadas con leña, para las ollas, el poyito para el metate, en fin…

El señor De la Mora estaba ahí, sentado en un banco de madera, con una velita encendida en el petril que le digo.

No admitieron los soldados que estuviera en el curato o en algunas casas que se ofrecieron a recibirlo. No, lo llevaron a esa casa vieja, no sé por qué.

Lo más que consintieron fue en que le pusieran una cama en la cocinita que le menciono.

Yo lo vi. Me acuerdo como si lo estuviera viendo: el señor sentado, con su manteo así, caído al suelo de pura tierra. Traía su solideo como siempre. Los brazos descansando sobre las piernas y su semblante tranquilo, sin denotar ni tristeza ni miedo.

Se me hace que a los dos días lo dejaron libre. Según parece, hubo una equivocación; querían aprehender a otro sacerdote, a otro obispo, no sé, se confundieron, o tuvieron temor de las presiones que los pueblos del rumbo estaban organizando contra aquellos desalmados.[1]

Como fuere, el pueblo sufrió una sacudida, y a mí, a la edad que tenía, me dejó una huella horrible, como si Dios hubiera querido hacerlo para que desde chica me enseñara a sufrir.

Porque ya le digo las cosas que siguieron: las guerras, las amenazas, las muertes, el incendio de nuestro pueblo, los cadáveres que quedaban regados en las calles en tiempo de la Cristiada.

Luego lo de mi casa, lo que me tocó sufrir en cuestión de mi matrimonio, y los tropiezos que en mi familia se fueron presentando, y la ausencia de mi esposo y esto fue mucho más duro que si lo hubiera visto morir.

Espéreme. Deje decirle a mi hija que le traiga una frutita, una agua fresca, algo mientras yo empiezo a guardar las jaulas…”

La tarde de Mezquitic, se va rindiendo el aire amoroso de abril. Estos vientos y esta luz se van desmoreciendo a pasos, mientras los brotes de las hortensias apenas empiezan a responder a los besos de la primavera.



[1] En realidad se le condujo en calidad de reo hasta Zacatecas, y por su libertad hubo de pagarse una elevada fianza.

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