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En la consagración del prelado de Jesús María del Nayar

 

+ Juan Card. Sandoval Iñiguez

 

 Para la atención especial de los indios wixarikas, coras y tepehuanes, la Santa Sede creó la prelatura de Jesús María del Nayar, el 13 de enero de 1962. Su superficie es de 25 mil kilómetros cuadrados y la habitan unas ciento treinta mil almas. Su clero consta de diez presbíteros diocesanos y quince religiosos, con un total de quince parroquias.

El 27 de febrero del año en curso, 2010, el Papa nombró obispo de la prelatura de Jesús María del Nayar, a fray José de Jesús González Hernández, O.F.M. Oriundo de Etzatlán, Jalisco, donde nació el 25 de diciembre de 1964, es presbítero por la Orden de los Hermanos Menores desde el 24 de junio de 1994. Fue consagrado tercer obispo del Nayar, por su metropolitano, el arzobispo de Guadalajara, el 25 de mayo próximo pasado, que en tan señalada ocasión pronunció esta homilía.

 Refiere el evangelio de San Marcos[1] que Jesús llamó a sus discípulos “para que estuvieran con Él y para enviarlos”, poniendo así en acción un acto eterno de amor y predilección, ya que desde que Dios es Dios, pensó en aquellos que habían de tomar parte importante en el misterio de la salvación.

Cristo, Pastor eterno, de entre sus discípulos escogió a doce y les dio el nombre de Apóstoles, es decir enviados; con ellos convivió íntimamente, los instruyó de modo particular, les dio poderes singulares en orden a proseguir su misión en el mundo y antes de subir al cielo y retornar a la derecha del Padre, los envió como Él había sido enviado por el Padre, a llevar el Evangelio por todo el mundo.

Mediante la imposición de manos y la invocación del Espíritu Santo, los Apóstoles transmitieron a su vez esa misión a sus colaboradores, otorgándoles de este modo, de parte del Padre y de Cristo, la plenitud del sacerdocio y la totalidad del sagrado ministerio, para que fueran pastores, maestros, santificadores, padres y amigos de los creyentes.

Nos recuerda el santo padre Juan Pablo II en su carta apostólica post-sinodal Pastores Gregis, que la Iglesia siempre ha considerado como algo importante el origen trinitario del ser y de la misión del obispo. Por una parte, siguiendo una tradición que se remonta a san Ignacio de Antioquia,[2] el obispo ha sido considerado como imagen del Padre, a quien representa en la comunidad cristiana, ejerciendo su oficio con afecto paterno y providente.

El obispo es signo vivo de Cristo pastor, esposo y maestro de la Iglesia, que actúa in persona Christi, identificado plenamente con el Maestro en entregar su vida por el bien de los que se le encomiendan.

La consagración especial que confiere al obispo la plenitud del sacerdocio, es un don del Espíritu Santo que lo llena de sabiduría y fortaleza para anunciar y santificar. La consagración de un obispo es un Pentecostés que se repite para la fuerza del testimonio en el ejercicio de los tres ministerios de Cristo: profeta, sacerdote y pastor.

La figura privilegiada del obispo para la Iglesia sigue siendo la del buen pastor, que a ejemplo de Cristo se entrega de corazón a su ministerio, guiando, alimentando, defendiendo a las ovejas y si es necesario dando su vida por ellas. El obispo cuenta con una gracia divina muy especial, para que pueda ser portador del testimonio pascual y de la esperanza escatológica, para que pueda ser modelo de la grey, a ejemplo de Cristo que va por delante de sus ovejas que escuchan su voz y le siguen.

Es evidente que el ministerio episcopal exige una vida santa, de fe, esperanza y caridad y de obediencia hacia el Dios Uno y Trino a quien representa, a quien sirve y a quien imita.

El Señor eligió a doce como patriarcas del nuevo pueblo de Dios, columna y fundamento de la verdad, testigos privilegiados de su resurrección y piedras sillares donde se asienta el edificio de la Iglesia; puso a la cabeza del colegio apostólico a Pedro, por quien oró especialmente para que su fe no desfalleciera y confirmara a sus hermanos. Es pues deber del obispo fomentar en la fe el “afecto colegial” ante todo con el santo padre el Papa, vicario de Cristo en la tierra y cabeza visible de la Iglesia, y con los demás obispos del mundo, con quienes comparte la totalidad de la misión apostólica y la responsabilidad y solicitud por todas las iglesias. El obispo, pues, nunca está solo, no debe estar solo, sino íntimamente unido por la oración, el amor y la obediencia al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y unido al Papa en amor y obediencia sincera, como al Señor, e igualmente unido a sus demás hermanos obispos.

San Agustín, comentando la triple confesión de amor de Pedro que lo rehabilitó de su triple negación, dice que el ser pastor es amoris officium.[3] Por eso, como Moisés, debe el obispo entrar en el misterio luminoso de la nube para estar en oración amorosa y personal con Dios y de ahí bajar a su pueblo con el rostro iluminado y radiante, que hable por sí solo de la presencia divina y de cosas del más allá.

En sus luchas y dificultades, sufrimientos y fracasos, el obispo ha de abrazar con amor y alegría la kenosis de Cristo, siervo sufriente, pobre y humilde, que vino a entregar su vida por nosotros.

Para la eficacia de su ministerio cuenta mucho el amor a las ovejas que se le confían, amor que se traduce en una vida virtuosa y ejemplar, respondiendo día a día a su vocación a la santidad, no común sino especial, a fin de ser realmente modelo de la grey. San Gregorio Magno dice a este propósito: “Antes purificarse, después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría, después instruir; convertirse primero en luz y después iluminar; primero acercarse a Dios y después conducir a los otros a Él; primero ser santos y después santificar”.[4]

Los medios de santificación que pone el Señor en su totalidad en las manos del obispo mediante la unción del Espíritu Santo, han de ser los medios a los que él mismo recurrirá primero para santificarse, sobre todo a la Penitencia y la Eucaristía, para purificar constantemente la vida y unirse al misterio pascual de muerte y resurrección y ofrecerse al ofrecer la Eucaristía con Cristo, Sacerdote y Víctima, Cordero y Pastor.

Excelentísimo señor, nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, ha tenido a bien encomendarle, en nombre de Dios Padre, en nombre de Dios Hijo Redentor y en nombre del Espíritu Santo Santificar, esta porción de la Iglesia, para que aquí anuncie el evangelio de salvación sin desfallecer, y aquí gaste y desgaste su vida en el servicio para santificación del pueblo cristiano, procurando fundar sólidamente la Iglesia en estas comunidades que esperan la luz del Evangelio y la gracia santificadora del Señor. Una Iglesia particular no se consolida mientras no da de entre sus fieles las vocaciones propias al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. Será ésta una de las tareas, no fácil pero indispensable en esta parte de la viña del Señor. Qué ojalá hoy y a lo largo de todo su ministerio episcopal, en esta Prelatura del Nayar, tierra de misión, pueda decir al Señor y hacerlo evidente ante sus fieles “me encanta mi heredad”.

La Virgen María, Madre de Cristo, es Madre de todos los que son de Cristo, pero en especial de quien tiene la plenitud del sacerdocio y fue representado por el discípulo amado junto a la cruz. Que el fíat de la Esclava del Señor inspire siempre la obediencia y la confianza en quien lo ha llamado. Que la oración de María en Pentecostés, junto con los discípulos para atraer al Espíritu Santo, le alcance siempre abundantes gracias y la luz del Espíritu Santo para su ministerio. Y que el amor entrañable a la Virgen, prenda segura de predilección y de salvación, le lleve a honrarla e imitarla, y a promover su culto entre los fieles, así en la liturgia como en la devoción popular, tan rica de nuestro pueblo.

Así sea.



[1] Mc. 13, 14

[2] Cf. Carta a los magnesios

[3] in Jo. Tract. 123,5

[4] Oración 11, No. 71

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