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El incendio de los curas

Luis González y González

 

El muy respetable historiado de San José de Gracia, Michoacán, sintetiza muy a su modo, profundo, erudito y ameno, cómo fue la participación de los eclesiásticos al inicio de la lucha por la emancipación de lo que hoy es México.[1]

La independencia fue en sus inicios una insurrección muy sangrienta conducida por los señores curas y, en menor escala, por los abogados y militares. En un abrir y cerrar de ojos, los pastores y sus rebaños, con palos, piedras, machetes y pocas armas de fuego, pusieron a la Nueva España, a punto de convertirse en México, en una situación lamentable, de desastre, pero con olor a incienso.

Los mexicanos, especialmente los que llevan el título de historiadores, tienen la obligación de recordar, año con año, por el mes de septiembre, a los protagonistas y los sucesos heroicos de las guerras de Independencia o, en otras palabras, del periodo que va de 1808 a 1821. Entonces se puso fin a la obra negra de la construcción de México y a partir de aquel decenio se puso manos a la obra de hacer de la patria una república con tres poderes, de los cuales dos debían ser elegidos por la mayoría de los mexicanos.

A través de casi trescientos años que van de las hazañas del caballero Hernán Cortés a las desdichas del cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, se construyó a ciencia y paciencia una patria con cinco elementos constitutivos: territorio vasto, rugoso y biodiverso; población mestiza producto del chacoteo amoroso entre indios, españoles y negros; religión católica impartida por frailes y jesuitas; idioma español suavizado, y conciencia nacional o patriotismo vigoroso que va a infundir en la cúpula de los novohispanos el anhelo de separar su patria de la monarquía española y de ponerle el nombre de México.

En la segunda mitad del siglo XVIII, nobles, mineros, comerciantes, eclesiásticos, milites de alcurnia, juristas y otros notables dieron en pensar que la Nueva España no sólo era distinta a la vieja, sino superior. La nueva poseía un territorio varias veces más extenso que el español, una enorme producción de oro y plata, una variedad de vegetales y bestias nunca antes vista, una situación geográfica crucial, unos habitantes plenos de virtud e inteligencia y, como si todo fuera poco, el especial favor divino, como lo demostraba el hecho de que México tuviera como embajadora celestial a la Virgen de Guadalupe, la Madre de Dios.

Naturalmente la idea exagerada de la riqueza del territorio, de las aptitudes de los mexicanos y de la preferencia divina por la Nueva España o México, hacía de este país “el mejor de todos” los del mundo y apoyaba el ideal de la Independencia. El ahora tan odiado virrey Calleja llegó a decir en cana a sus superiores: “Aun los europeos (que viven en la Nueva España) están convencidos de las ventajas que les resultarán (a los mexicanos) de un gobierno independiente”.

En cuanto se presentó la oportunidad de sacudirse la tutela española, a la que hoy se le dice yugo español, se produjeron las explosiones o sacudidas económicas, sociales, políticas y religiosas a las que la historiografía actual les ha puesto el nombre de Revolución Mexicana de Independencia.

De la enmarañada lucha de trece años por la independencia, los oradores del orden político se desgañitan hablando del grito de Dolores, del recorrido belicoso por el centro del país del cura Miguel Hidalgo, de la hazaña del Pípila, de las proezas del cura José María Morelos y de aquel guerrillero de los breñales del sur que abrazó Iturbide y que alguna vez dijo: “la patria es primero”. Los historiadores con título analizan minuciosamente el movimiento precursor de la lucha independentista, los personajes y los hechos más ruidosos de la rebelión de los curas y los frailes y el acuerdo final de todos los contendientes que culminó en la entrada triunfal del ejército trigarante a México el 27 de septiembre de 1821. Todavía falta mucho por averiguar de la vida cotidiana, del desplome económico, de los desajustes sociales y de otros sucesos de aquellos turbulentos años.

Como lo enseñan en las dos escuelas, la privada y la pública, los deseos de hacer vida independiente de España y de mantener incólumes las costumbres católicas afloraron o tuvieron oportunidad de manifestarse con motivo de la entrada al territorio español del mandamás de Francia, del chaparro Napoleón Bonaparte, que puso en lugar del rey de España a su hermanito Pepe Botella, afecto, como lo indica su apodo, a los refrescos embriagantes.

Tanto a los españoles residentes en la Nueva España como a los nativos de ésta les sobresaltó la metichez de las tropas napoleónicas en el imperio español, a unos porque les quitaba el palo y el mando y a otros porque les daba la causa para sustraerse del gobierno de la península.

Después de muchos dimes y diretes y algunos jaloneos entre gachupines y criollos, aquéllos se quedaban con la torta, lo que condujo a una insurrección muy sangrienta conducida por los señores curas y, en menor escala, por los abogados y militares.

Los relatos históricos en boga suelen olvidar las insurrecciones de Juan Bustamante, cura de Tianguistengo, José Pablo Calvillo, vicario en Huejúcar. Hipólito, cura de Coalcomán, y Marcos Castellanos, cura de La Palma, el que puso en pie de lucha a mis antepasados en el occidente de Michoacán. También suelen olvidarse de otros jefes rebeldes de sotana como José María Cos, cura de San Martín Texmelucan, Sabino Crespo, cura de Río Hondo, Manuel Correa, cura de Xopala, el padre Chinguirito, cura de no sé dónde. José María Fernández del Campo, cura de Huatusco, Mariano de Fuentes, cura de Maltrata. José García Carrasquedo, cura de Undameo ycanónigo de Valladolid, Remigio González, cura de San Miguel el Grande, Joaquín Gutiérrez, cura de Huayacocotla, Manuel de Herrero, cura de Huamostitlán, Santiago Herrera, cura de Uruapan, Antonio Labarrieta, cura de Guanajuato, Antonio Marías, cura de La Piedad, Francisco Severo Maldonado, cura de Mascota, José Martínez, cura de Actopan, Mariano Matamoros, cura de Songolica.

Se recuerda mucho y con cariño a José María Morelos y Pavón, cura de Carácuaro y Nocupétaro, valiente entre los valientes. Siguen en la sombra el padre Chocolate, Manuel Muñoz, Nicolás de Nava, domiciliario de la diócesis de Guadalajara, el mercedario Luciano Navarrete, José de Ocio, cura de Sahuayo, José Manuel Ordoño. Cura de San Mateo de Pinas, José Mariano Ortega, cura de San Andrés Huitlapan, Antonio Pérez Alamillo, cura de Otumba, Antonio Joaquín Pérez Martínez, catedrático de teología en la ciudad de Puebla, José María Sánchez de la Vega, cura de Tlacotepec. el sabelotodo de Manuel Sánchez de Tagle, José María Semper, cura del mineral de Catorce, José Rafael Tárelo, cura de San Salvador, el mal afamado cura José Antonio Torres, José Antonio Valdivieso, cura de Ocuituco y, para terminar, Lorenzo Velasco de la Vara.

A la lista anterior deben agregarse un centenar de frailes, en su mayoría franciscanos, que en forma personal emprendieron sus guerrillas. Durante cinco años que van del 10 al 15, una buena parte de la superficie social de la Nueva España o México estuvo cubierta de volcanes atizados por hombres de sotana y zayal, por curas y frailes.

Todavía no se apagaban todas las lumbres prendidas en su mayor parte por clérigos cuando apareció el sol de la Independencia encendido por todos los sectores cupulares de aquella sociedad mexicana: jefes del ejército, caudillos insurgentes aún en pie de lucha, altos funcionarios del gobierno colonial, jerarcas eclesiásticos, mineros y mercaderes poderosos, doctores en derecho y algún otro personaje.

El feroz general Agustín de Iturbide concibió el Plan de las Tres Garantías (religión, unión e independencia) más conocido con el nombre de Plan de Iguala. Iturbide, el antiguo terror de los insurgentes, convenció a Guerrero, Bravo, Rayón, Victoria y otros, mediante intermediarios, cartas y abrazos como el de Acatempan que aceptaran su Plan de Iguala. También obtuvo la colaboración del virrey y de los milites españoles Negrete y Filisola.

Engatusada la élite, el general Agustín de Iturbide, al frente del ejército de las tres garantías, hizo una vistosa entrada a la capital el 27 de septiembre de 1821. En todo el país, los poetas, oradores y periodistas entraron en júbilo. Iturbide reunió a todos los partidos políticos en una Junta Provisional Gubernativa. Allí todos entraron en pugna. Allí empezó de nuevo la pugna. Allí se inició el desbarajuste de la vida mexicana independiente y la intromisión, mediante consejos y palos, del país que se había adelantado a México en el modo de vivir sin los caprichos de los reyes, sin la tutela de los europeos. Unos optaban por una monarquía criolla y otros por la república, unos por las pompas regias y otros por la sencillez republicana, unos por zutanito y otros por fulanito en la cumbre del poder.



[1]El texto se publicó por vez primera en la revista Nexos , número 297, correspondiente al mes de septiembre del año 2002, pp 27 ss.

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