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Delitos y pecados en el período colonia

 María Isabel Marín Tello

 Se ofrece en este artículo una reflexión acerca de la sutil relación entre delito y pecado durante una época en la cual la alianza entre el altar y el trono tipificaba como ilícitos punibles por las leyes civiles conductas derivadas del concepto de pecado

 

Introducción

La finalidad de estudiar la relación entre delito y pecado en la edad moderna, surgió como una necesidad para comprender algunas transgresiones cometidas por la población. En el periodo estudiado, varias conductas de la población eran consideradas delito y pecado en la monarquía española. Las reflexiones que presentaré se desprenden fundamentalmente de la justicia ordinaria en la provincia de Michoacán, cabe señalar que en este trabajo se ha dejado de lado la justicia especial, y por tanto en este momento hace falta el balance que sobre el tema se puede hacer con la documentación referente al tribunal de la inquisición.

Aunque el periodo estudio parece muy amplio, en la práctica se reduce a dos concepciones sobre la administración de justicia; la que predominó fue la que estuvo más apegada a identificar delito y pecado y que corresponde a los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII; la otra se centra en los cambios que se pretendían llevar a cabo en la España ilustrada y sus dominios y cronológicamente la ubicamos en las tres últimas décadas del Setecientos.

 Delito y pecado

Para empezar, es necesario señalar la definición de los conceptos que se comentan aquí. Un delito es una infracción a la ley penal, es un acto prohibido que produce más mal que bien. Los delitos ponen en peligro la tranquilidad y el orden público, y también son un atentado contra la fe y las buenas costumbres.

Por su parte, el pecado es la transgresión voluntaria de la norma religiosa o moral y se caracteriza por el sentimiento de culpa. Pecado es ir contra la ley de Dios y, en la religión católica, que se fundamenta en la creencia de un mundo ultra terreno, éste constituye una ofensa a la divinidad. La Biblia habla del pecado desde Génesis; y en el Nuevo Testamento el pecado se opone a la fe y constituye una violación deliberada de la voluntad divina, atribuible a la soberbia, al egocentrismo y a la desobediencia del hombre. Para el cristianismo, la transgresión de la ley moral es consecuencia del uso desviado de la libertad humana. Existen diferentes formas de pecado que se derivan de pensamientos, palabras y obras contrarias a la ley moral. Pero ¿cuál era la idea de pecado que se tenía en el periodo de estudio?

En los siglos XVI y XVII no había una clara diferenciación entre delito y pecado y los juristas usaban ambos términos a veces como sinónimos. Francisco Tomás y Valiente desarrolló cuidadosamente el problema de la teoría de Derecho Penal y la influencia de los teólogos de la Monarquía española en la legislación penal. “Como el Estado manifiesta expresamente que uno de sus fines es la conservación y la protección de la fe católica, la alianza entre los reyes, los teólogos y la jerarquía eclesiástica era lógica y fue profunda y estrecha”. Existía un clima religioso en la época, eran preocupaciones del Estado la ortodoxia religiosa y la protección de la fe.

Tomás y Valiente afirma que las ideas de derecho, culpa, delito, expiación, libre albedrío, responsabilidad, conciencia, tan importantes y trascendentales para el Derecho penal, son de dominio mixto de la teología moral y de la filosofía; agrega que sucedía que ambos, juristas y teólogos moralistas, enfocaban unos mismos problemas con idéntica técnica analítica. “Si alguien agrede injustamente a otro y éste se defiende y mata al agresor, ¿habrá pecado, puesto que existe un precepto divino positivo que tajantemente manda no matar? ¿Habrá delito, puesto que las leyes reales y el Derecho Común consideran como delito de homicidio el matar voluntariamente a un hombre?” El citado autor señala que los teólogos moralistas no hicieron ciencia jurídica puesto que nunca abordaron problemas jurídicos penales (delitos) sino casos morales (pecados): “Si yo me ocupo de los teólogos moralistas es por creer que uno de los elementos integrantes de la noción de delito, al menos durante los siglos XVI, XVII y parte del XVIII, es la idea de pecado; y también porque los juristas no fueron indiferentes a la doctrina de los moralistas”. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII cambiaron tales concepciones, por lo menos en teoría, y se trató de marcar la diferencia entre delito y pecado.

Algunos pecados se convierten en delitos cuando afectan a la tranquilidad pública y la seguridad de los individuos, tales son el robo y el homicidio. En una Monarquía católica, como era la española, resultaba normal la identificación de delito y pecado. Si nos centramos en el texto bíblico, podemos rescatar del Éxodo (cap. 20) los Diez mandamientos, los primeros cinco tienen que ver con la relación del individuo con Dios, los otros cinco tienen que ver con la relación con el prójimo; éstos son los que nos interesan para la comparación con los delitos. Por ejemplo el homicidio, el adulterio y el robo. En el periodo que nos ocupa estas tres conductas eran delito y pecado.

Detengámonos en la idea de delito en la Monarquía absoluta, donde los principales juristas eran clérigos. ¿Cuáles eran los delitos para el Estado y cuáles los pecados para la Iglesia? Se consideraban delitos públicos tanto los que producían un peligro común a todos los miembros de la sociedad, como los que iban contra la tranquilidad y el orden público, contra la fe pública, contra las buenas costumbres, el asesinato, violencias, incendio, robo y falsificaciones. Había otro tipo de delitos, los privados, que ofendían o dañaban directamente a los particulares. Para la Iglesia, además de lo ya señalado cuando hicimos referencia a los Diez mandamientos, los pecados se derivaban de los siete llamados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Siguiendo con la idea del pecado, según Jerónimo Ripalda, los enemigos del alma eran tres: mundo, demonio y carne. Ésta última era considerada el receptáculo del mal, pues el cuerpo tiene pasiones e impulsos; el cuerpo es el lugar de los excesos (p.e. la gula y la lujuria).

Mediante el arrepentimiento y la reconciliación con Dios, los hombres pueden liberarse de sus pecados y acceder a la gracia, borrándose sus culpas mediante la confesión. En el caso del delito, la confesión sirve para castigar. Se consideraban pecados graves los que destruían directamente las virtudes teologales -fe esperanza y caridad-, como la infidelidad, la desesperación y el odio a Dios. También eran graves la blasfemia, el perjurio, el sacrilegio, en una palabra, todos aquellos que se cometen inmediatamente contra Dios, pues son contrarios al fin último.

En general no existía una distinción precisa entre delito y pecado, de ahí la importancia de los últimos años del absolutismo español, período en el que se comienzan a diferenciar ambos conceptos y se replantearon las jurisdicciones. Es la tradición o cultura heredada la que determina el delito y el pecado. El derecho, como la religión, se determina entonces a través de una revelación que se produce mediante la conservación de textos y la manipulación de la traducción que de ellos se generara. El pecado y el delito se conocen por la ley humana más positiva, pero no porque en ésta se determine, sino porque en ella se registra la jerarquización de los grados anteriores: ley eterna, ley divina, ley positiva, ley natural y leyes humanas.

Bartolomé Clavero hace un análisis de delitos y pecados y señala que éstos “son aquellos actos que dicen los textos y tradiciones de carácter religioso; delitos los que a su vez figuran en los jurídicos… Estamos ante una sociedad así exactamente tradicionalista, esto es, que se atiene a las determinaciones resultantes de una herencia cultural para la propia definición de su derecho o, mas en general, ordenamiento”.

De manera general, la religión católica distingue tres tipos de pecados: el original, los mortales y pecados veniales; los segundos son llamados también capitales porque son cabeza de otros. En este caso nos interesan los pecados capitales, ya citados. La misma Iglesia católica propone una serie de virtudes contra los pecados: humildad, castidad, templanza, paciencia, largueza, caridad y diligencia. Clavero señala que no son delitos los que determinen monarcas, parlamentos o jueces, sino los deducidos de la tradición jurídica. Para él, las tradiciones y los textos son los que definen las transgresiones tanto legales como morales. “Apartarse del bien es delito; pecado, incurrir en el mal. El delito puede cometerse inconscientemente, el pecado requiere deliberación”.

Sigue afirmando el mismo autor que, a través de la administración de la religión más que de la justicia, podía mejor todavía llevarse un control social durante la Edad Moderna. Tanto el delito como el pecado requerían de una confesión, cada uno con distintas autoridades. La confesión del pecado lleva al perdón y a la absolución por parte del sacerdote, sin embargo la confesión del delito implica castigo por parte del juez. La pena en la confesión del pecado es privada, en cambio en la confesión del delito es pública.

 Intentos por diferenciar delito y pecado

Desde finales del XVII comenzará a surgir por Europa la idea de diferenciación entre delito y pecado como parte de una más general entre religión y derecho. Por ejemplo la obra de Christian Thomasius, Institutiones Iurisprudentiae Divinae, de 1688. En sus referidas Institutiones [Thomasius] intenta reducir a humanidad la pena, esto es, definirla como cuestión de un derecho humano con su entidad propia, quedando la inspiración divina para el orden de los pecados y su expiación sin interés social tan directo o sin importancia ya específicamente jurídica. Clavero afirma que el motivo del texto de Thomasius ya era el de la distinción entre religión y derecho o el de la separación de la primera del ámbito del ordenamiento social compulsivo.

El problema de la separación de delito y pecado en el setecientos se encontraba entre la tradición y la reforma. En el periodo de la Ilustración española, el jurista Manuel de Lardizábal era partidario de diferenciar entre delito y pecado, criticaba a los que defendían que para la graduación del delito se tuviera por regla la gravedad del pecado. “La falsedad de esta opinión consiste en confundir el pecado con el delito, siendo dos cosas realmente distintas”. Para Lardizábal, es pecado toda acción contra la ley divina, sea interna o externa, y agrega que ningún acto puramente interno, aunque pecaminoso, es un delito y que las acciones externas, para que lo sean, es necesario que con ellas se perturbe la tranquilidad pública o la seguridad de los particulares. “Hay pues entre delito y pecado una verdadera diferencia y es muy importante no perderla de vista en la legislación criminal”. Sin embargo, a pesar de que trata de marcar una diferencia entre ambos conceptos, cuando explica la utilidad de las penas, señala que entre sus fines está la corrección del delincuente para hacerle mejor, con el objetivo de que no vuelva a perjudicar a la sociedad. De esa manera, serviría de “escarmiento y exemplo para que los que no han pecado se abstengan de hacerlo”. Llama la atención el uso de pecado en lugar de delito, ¿acaso se confundió el autor?

En la Nueva España, don Manuel Abad y Queipo señala de qué manera repercute la separación de delito y pecado en su Representación sobre la inmunidad personal del clero, redactada en 1799. En cuanto a las costumbres de la vida cotidiana y los cambios impuestos por el Estado señalaba: “Los obispos y sus vicarios, como establecidos para corregir errores y reprimir los vicios, conocían antes de adulterios, amancebamientos, embriagueces y demás desordenes públicos que escandalizaban el común de los fieles. Y ya están inhibidos en lo absoluto de intervenir en su corrección. Los crímenes de usura, simonía, perjurio, sacrilegio, sodomía, blasfemia y otros semejantes, se separaron también de su conocimiento a pretexto de la cuestión de hecho y de insuficiencia de las penas canónicas”.

 Algunos ejemplos de delito y pecado

El delito y pecado más grave: la lesa majestad, humana y divina, el de la majestad lesionada o el de lesión de este valor, maiestas, que así se considera el supremo. Supremos o soberanos se dicen sus titulares: monarcas y dioses, o un dios con su corte. Éste obedece a un orden social.

Delitos contra naturam. Estamos ante pecados y delitos, o conductas consideradas tan pecaminosas como delictivas, en el campo sexual. Corresponde a un orden doméstico que, no menos que el religioso y el político, constituía a aquella sociedad. Bestialidad y sodomía, así como posiciones no naturales dentro del matrimonio, masturbación, coito interrupto, incesto, violación de monja, de casada, de virgen, relación sacrílega voluntaria, adulterio. Todo responde a un orden natural y social. El valor protegido era el de la procreación: “Acto no natural es todo aquel que, utilizando sus medios, no se encuentre singularmente dirigido a tal objetivo… El acto contra natura explícitamente era el desperdicio voluntario de la semilla”. Ambos, lesa majestad y contra natura, eran delitos enormes y atroces, su pena era la de muerte, pero agravada con el tipo de forma de ejecutar y con otros castigos, pues la muerte no era lo peor.

Otro delito se consideraba atentar contra la honra. Era más importante el honor que la vida porque el honor y el valor de un orden social preceden a la vida. Después del delito contra el honor estaba el de usura (contra el tiempo), considerada pecado y delito grave. “Delitos contra la majestad, contra la naturaleza, contra la honra, contra el tiempo, delitos más bien exóticos, difícilmente identificables por la historia social del sentido común”.

Hay acciones como el homicidio, que son tanto un delito como un pecado; el quinto mandamiento de la Iglesia establece “no matarás” y, de acuerdo al catecismo del padre Ripalda, veda, además de matar, “hacer a nadie mal en hecho, ni en dicho, ni aun deseo”, y peca contra el quinto “el que hiere, amenaza, injuria o a su ofensor no perdona”, pues hay otras maneras de matar: escandalizando o no ayudando al gravemente necesitado. Y como el escándalo es el dicho o hecho que da ocasión al pecado, el que escandaliza está obligado a reparar los daños ocasionados. En cuanto al homicidio, un comentarista barroco de las leyes castellanas señala: “está prohibido el homicidio por los derechos, esto es, por el derecho divino, el natural, el canónico, el civil y el del reino”; “cuatro son los lesionados por el homicidio: primero, Dios; segundo, la propia víctima, hecha a imagen de Dios; tercero, sus parientes; cuarto, la República y el Príncipe”.

Otro ejemplo de delito y pecado era el adulterio, pues el noveno mandamiento establecía no desear la mujer del prójimo; contravenir el noveno mandamiento llevaba al pecado de lujuria. Algunos autores han señalado que desear a la mujer ajena, además contravenía el décimo mandamiento que señala “no desearás los bienes ajenos”… El caso es que el adulterio es un ejemplo típico de las conductas consideradas delito y pecado. Para las leyes de Partidas el adulterio deshonraba al marido y al padre y hermanos de la mujer, por eso con la pena establecida se pretendía limpiar el honor. También la bigamia se encontraba en estos casos; durante la mayor parte de la Edad Moderna, la bigamia fue castigada más como un pecado que como un delito, pues un doble matrimonio implicaba que no se respetaba la ley de la Iglesia.  “Para la doctrina jurídica bajomedieval, la bigamia se configuró como un delito del fuero mixto, susceptible de ser conocido, indistintamente por la jurisdicción secular o por la canónica en función de la prioridad cronológica: el tribunal que hubiera comenzado a conocer del delito seguiría el procedimiento hasta el final”.

Enrique Gacto afirma que la problemática jurídica del delito de bigamia se simplificó a partir de los decretos sobre el matrimonio que se aprobaron en el Concilio de Trento; en la Edad Moderna el delito de bigamia cayó bajo la jurisdicción canónica del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, pues la conducta de bígamo podía interpretarse como un indicio de que éste albergaba creencias erróneas acerca del sacramento del matrimonio.

 Consideraciones finales

La cercanía entre las ideas de delito y pecado existente en las mentes y las obras de teólogos, juristas y legisladores hacía ver en el delincuente un pecador, considerando que la violación de la ley penal justa ofende a Dios en todo caso, según enseñaban los teólogos castellanos del siglo XVI. Desde estos supuestos, la pena era principalmente el castigo merecido por el delincuente, y su imposición tenía muchos visos de una “justa venganza”; se aplicaba para aplacar la “vindicta pública”.

La Iglesia era una institución de gran influencia en la población y contaba con la facultad, delegada del rey, para castigar. Durante los tres siglos de dominación española, en Nueva España la línea divisoria entre delito y pecado era casi imperceptible, ya que “el Derecho Canónico fue entre nosotros ley positiva y obligatoria, parte muy principal de la legislación político-religiosa”. En Nueva España la influencia clerical se notaba en todo.



Ponencia expuesta por su autora durante la II Jornada Académica Independencia e Iglesia, celebrada en Morelia los días 24 y 25 de septiembre del 2009.

Licenciada en historia por la Universidad Michoacana de San Nicolás, maestría en historia por el Colegio de Michoacán, doctora en historia por la Universidad de Sevilla. Se desempeña como docente e investigadora.

 

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