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México: del Estado cristiano regalista al Estado laico liberal

 

Emilio Martínez Albesa

 

Quienes vivimos en México, hemos escuchado desde siempre proferrir las peores imputaciones a la Iglesia católica. Lo que pocos saben es su fuente: la rabiosa fobia del jacobinismo anticlerical del que han hecho gala en los últimos ciento cincuenta años los afiliados y simpatizantes del partido liberal –la masonería y la clase política-, artíficce del llamado `sistema político mexicano´. Sin embargo, como lo demuestra de forma contundente el autor de este artículo, tal postura es meramente partidista, carente de soporte real, mera inquina, odio gratuito,perpetuo y doloso…

 

1. La añoranza del Patronato (1821-1831)

 

Cuando México proclamó su independencia, adoptó la forma de gobierno monárquica –Imperio- y confesional: la fe católica era la oficial del Imperio, fruto del Plan de Iguala y sus tres garantías: independencia, religión y unión, que quedaron inmortalizadas en los colores de la bandera nacional: verde, blanco y rojo. Era también el resultado de la lucha comenzada con el grito de Hidalgo en el que la defensa de la religión frente a la impiedad de los franceses revolucionarios y napoleónicos tuvo un papel protagonista, similar al éxito que obtuvo el movimiento iturbidista cuando logró la adhesión mayoritaria de una nación que de ninguna manera deseaba plegarse a la legislación anticlerical proveniente de España y consecuencia de la revolución liberal de 1820.

            Con la independencia cesó el régimen de patronato en México, que había sido el marco para las estrechas relaciones entre la Iglesia y el Estado durante la dominación española. ¿Qué era el Patronato? Un derecho concedido por el Papa a los reyes de España... El patronato indiano, estrictamente hablando, era el derecho de presentar para su nombramiento canónico a todas las personas que habrían de ocupar puestos eclesiásticos en las Indias y fue concedido por el Papa Julio II a los reyes de Castilla mediante la bula Universalis Ecclesiae (1508); además, los reyes recibieron otras dos concesiones pontificias para el Nuevo Mundo –la percepción de los diezmos y el arreglo de las circunscripciones eclesiásticas– y actuaron como árbitros en los conflictos jurisdiccionales entre el clero secular y el clero regular. Hacia finales del siglo XVI, los reyes españoles dirigían o supervisaban prácticamente la vida eclesiástica americana en su conjunto, difundiéndose la idea de que el Papa les habría concedido tan amplias facultades que los habría constituido vicarios suyos para las Indias, con lo que nacería la teoría del vicariato regio. En el siglo XVIII, se llama regalía aquel derecho que es privativo del rey, del soberano, es decir, el derecho inherente a la soberanía temporal. Por tanto el regalismo será la doctrina que sostiene derechos privativos del soberano temporal sobre materias o tareas que la autoridad de la Iglesia considera pertenecientes a su jurisdicción. A la atribución a la autoridad civil de jurisdicción sobre estas materias o tareas, se le añade así una razón o argumentación específica: la afirmación de que dicha jurisdicción corresponde de suyo a la soberanía temporal. Éste es el significado del regalismo en su sentido estricto y en el que debe utilizarse al tratar del siglo XIX. Definimos el regalismo, entonces, como la doctrina que sostiene que los gobernantes temporales detentan, por razón de su propia condición de gobernantes temporales, un poder de gobierno sobre materias o tareas que la autoridad eclesiástica considera pertenecientes a la jurisdicción eclesial. Es una doctrina que atañe directamente al derecho público eclesiástico.

            Las autoridades eclesiásticas mexicanas, consultadas por Agustín de Iturbide cuando era presidente de la Regencia del Imperio, informaron con precisión jurídica, en noviembre de 1821 y en marzo de 1822, que el Patronato español había cesado con la independencia y, de consecuencia, la vida eclesiástica debía conformarse al derecho canónico general. Se abría por tanto el problema de la llamada cuestión eclesiástica, es decir, la necesidad de hallar nuevas bases sobre las cuales fundar las relaciones entre el Estado y la Iglesia y posibilitar la normalización de la vida eclesiástica, una vez que había desaparecido el rey de España con su derecho de patronato. Los gobernantes del México independiente tenían ante sí dos posibilidades para el arreglo de la cuestión eclesiástica: o bien recurrir al regalismo para justificar el ejercicio de las mismas prerrogativas de que había gozado el rey español, o bien negociar con la Santa Sede Apostólica buscando la concesión de un nuevo patronato o la firma de un concordato. Optar por la primera suponía afirmar que el patronato y las demás prerrogativas eran derechos privativos del gobernante temporal, es decir inherentes a la soberanía política, lo cual no podría ser aceptado por la Curia romana y probablemente conduciría a un enfrentamiento abierto con el Papado. La segunda opción no podía fructificar sin el reconocimiento de la independencia de México por parte de la Santa Sede, el cual no habría de producirse sino hasta el 29 de noviembre de 1836.

            Iturbide, siguiendo el parecer del ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos José Domínguez, buscó proceder de acuerdo con las autoridades eclesiásticas sin escuchar las propuestas regalistas del ministro de Relaciones José Manuel Herrera, sacerdote, quien afirmaba que el derecho de patronato pertenecía inalienablemente a la soberanía nacional.

            En los años siguientes, sin embargo, México conocería toda una serie de propuestas de recurrir al regalismo para reglar las relaciones entre el Estado y la Iglesia. El dictamen de las comisiones unidas del Senado de febrero de 1826 fue la propuesta regalista más extrema. En mayo de 1825, se habían conocido en México el breve del Papa León XII Etsi iam diu del 24 de septiembre del año anterior (en el que, en un párrafo introducido por presión de la diplomacia española, el Papa pedía a los obispos americanos que en su predicación a favor de la concordia y la paz encomiaran las virtudes del rey Fernando VII y el ejemplo de fidelidad de los españoles en Europa) y la expulsión de Roma del agente diplomático colombiano Ignacio Tejada del mismo mes de septiembre. Estos hechos habían exacerbado la desconfianza hacia la Curia romana en un grupo significativo de los políticos mexicanos, a pesar de que la carta de León XII al presidente Guadalupe Victoria del 29 de junio de 1825, congratulándose de la concordia alcanzada en México y de los buenos propósitos manifestados por Victoria e impartiendo su bendición a éste y a todos los mexicanos, conocida a finales de noviembre y leída por el presidente ante el Congreso el 1 de enero de 1826, había exculpado a la persona del Pontífice ante la generalidad de la opinión pública mexicana y propiciaba una actitud diversa. Las comisiones unidas, presididas por el antiguo iturbidista y futuro liberal Valentín Gómez Farías, reclamaban la elección y confirmación de obispos dentro de la nación (considerando que el patronato es un «derecho divino y natural de los pueblos», inherente a la soberanía nacional, y que no se necesita la autorización de Roma para disponer de él), el reconocimiento de facultades de jurisdicción disciplinar de los obispos tan amplias en su diócesis como las del Sumo Pontífice y el derecho del Estado soberano a no consentir la existencia en el interior de la república de «otro poder rival superior» en ningún sentido, de manera que la supuesta disciplina externa de la Iglesia habría de ajustarse a las leyes estatales. El dictamen alababa expresamente los concilios de Pisa, Constanza y Basilea (es decir, el conciliarismo), el sínodo de Pistoya de 1786 (el jansenismo eclesiástico) y las reformas eclesiásticas decretadas por la Asamblea Constituyente de la Revolución francesa (el regalismo). No se le reconocía al Papa una potestad jurisdiccional disciplinar inmediata, suprema y universal, sino que éste vendría a ser el velador de la observancia de los cánones de la Iglesia, a modo de juez supremo, pero no el legislador de la Iglesia universal. Además el Congreso de la nación sería el legítimo intérprete de la Iglesia mexicana ante la Curia romana, quedando la disciplina de tal Iglesia bajo jurisdicción civil porque –en los «países católicos»– competería al Estado dirimir los conflictos de jurisdicción que pudieran presentarse entre él y la autoridad eclesiástica. La introducción de lo que los jansenistas entendían como primitiva disciplina de la Iglesia aparecía aquí como el medio para liberarse de las supuestas usurpaciones de la Curia romana. Las comisiones unidas del Senado terminaban su dictamen proponiendo que toda negociación con la Santa Sede del enviado a Roma por la República mexicana se hiciera partir de quince bases, las cuales dejaban la entera vida eclesiástica mexicana bajo la supervisión del poder civil sin otra relación con el Papa que la aceptación de los mismos dogmas (promulgados por los concilios ecuménicos), la correspondencia para mantenerlo informado del nombre de los obispos y la entrega de cien mil pesos anuales, además de que habría de pedírsele la convocatoria de un concilio ecuménico que reformara la Iglesia universal conforme a estos mismos principios.

            El dictamen de las comisiones del Senado de febrero de 1826 sería desestimado como base para redactar las instrucciones para el enviado a Roma. A él se opusieron tempestivamente los cabildos eclesiásticos, el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez y también el mismo agente diplomático enviado a Roma por el gobierno, el canónigo poblano Francisco Pablo Vázquez.

            A un año de distancia, el 23 de febrero de 1827, los miembros del cabildo eclesiástico metropolitano de México firmaron una refutación del dictamen en un tono ya muy sereno que representa una obra fundamental en el descubrimiento de la peligrosidad del regalismo por parte de la eclesiología mexicana. En sus Observaciones los canónigos tratan de advertir a los gobernantes del peligro del regalismo extremo y de animarles a la apertura de negociaciones con la Sede Apostólica para concordar lo relativo a la vida eclesiástica, preservando a ésta de toda intervención unilateral por parte del poder civil. Argumentan explicando que la autoridad de la jerarquía eclesiástica sobre la Iglesia es de origen divino y, por ello, «sobrenatural, independiente y suprema» y que su jurisdicción comprende el dogma, la moral y la entera disciplina eclesiástica, de manera que en nada necesita ser intervenida por la autoridad civil. Al decir que la potestad eclesiástica es espiritual, no defienden como antes los regalistas que se reduzca a lo inmaterial, dejando todo lo material bajo el poder civil, sino que para ellos el que la autoridad eclesiástica sea espiritual significa que atañe a la parte más noble e importante de la vida humana y, de consecuencia, goza de mayor honor que la autoridad civil, es de una dignidad superior: «lo de un orden superior no existe por el inferior, ni menos puede sucumbir a su influencia», lo cual garantiza la independencia respecto de autoridades terrenas, pero abre además la puerta para argumentar el derecho de la Iglesia a contar con la protección del Estado desde la idea de la preeminencia del bien espiritual sobre el bien temporal.

            En el mismo posicionamiento intelectual de las Observaciones del cabildo eclesiástico metropolitano, encontramos al periódico jalisciense «El Defensor de la Religión» (1827-1830), que, especialmente durante la segunda mitad del año 1827, desarrolló una destacada labor contra el regalismo. Su fundador y director era Pedro Espinosa Dávalos, futuro obispo de Guadalajara (1854-1866), y entre los colaboradores se contaba Pedro Barajas Moreno, quien sería obispo de San Luis Potosí (1854-1868).

            Podemos decir que, para 1827, la eclesiología mexicana está entrando en una nueva etapa, que despojándose del regalismo pasa a reivindicar la autonomía de la Iglesia respecto del Estado, subrayando el carácter de sociedad perfecta de la Iglesia.

            El marco constitucional de 1824 había garantizado la unión entre la Iglesia y el Estado en la República, declarando, en los artículos 4º del Acta Constitutiva de la Federación de 1823 y 3º de la Constitución Federal de 1824, la confesionalidad católica de la nación y la protección del Estado con expresiones tomadas de la Constitución española de 1812: «La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». Las objeciones presentadas en contra por los diputados constituyentes liberales Juan de Dios Cañedo y Manuel Solórzano, sobre la incapacidad del Estado para fijar perpetuamente la opción religiosa de los individuos y sobre la innecesidad de la religión de contar con la protección civil, fueron despejadas por otros diputados mediante argumentos fundados en la concepción organicista de la nación (Carlos María de Bustamante), en la concepción ordenalista del Estado (José María de la Llave, José Miguel Guridi Alcocer, Servando Teresa de Mier y José Miguel Ramírez) y en la convicción de ser el catolicismo la única religión verdadera y necesaria a la sociedad (Guridi Alcocer, Mier, Ramírez, José María Luciano Becerra y José María Covarrubias). Sin embargo, los términos en que habría de ejercerse la protección legislativa de la religión no quedaron definidos en los textos constitucionales, ya que los diputados no alcanzaron un consenso sobre la vía que debía tomarse para solucionar la cuestión eclesiástica. Mientras que algunos como Juan Cayetano Gómez de Portugal, José María Becerra, José Miguel Ramírez y José Miguel Guridi Alcocer (dos futuros obispos y dos canónigos) advertían que la protección estatal no debía dar pie a un intervencionismo regalista en la esfera eclesiástica, otros, como Félix Osores, Manuel Crescencio Rejón y Juan de Dios Cañedo (un sacerdote regalista y dos laicos liberales), avanzaban propuestas en orden a reglamentar la provisión de puestos eclesiásticos desde una interpretación regalista del patronato. El resultado final fue la aprobación de la atribución 12ª del art. 50 de la Constitución que daba al Congreso general la facultad de «dar instrucciones para celebrar concordatos con la Silla apostólica, aprobarlos para su ratificación, y arreglar el ejercicio del patronato en toda la federación»; atribución que admitía tanto una lectura regalista como una lectura no regalista. Por esto, las propuestas regalistas y las no regalistas encontrarían un espacio en el debate político de los años siguientes.

            El tema del patronato, no obstante que salía del Congreso constituyente sin recibir solución alguna, había sido abordado y debatido con atención. El canónigo José Miguel Ramírez, diputado por Jalisco, había ofrecido un voto particular muy sistemático y clarividente sobre el mismo, identificándolo como una concesión de la Iglesia y proponiendo solicitar a la Sede Apostólica el derecho de presentación para obispados, representando así la opción no regalista frente al dictamen de la comisión de Patronato, la cual había argumentado desde principios regalistas. En los años sucesivos al congreso, la obra que posiblemente más destaca en su oposición a la interpretación regalista del patronato es El Patronato analizado contra el Patronato embrollado; obra polemista y anónima de influjo importante en la eclesiología mexicana que fue escrita entre finales de 1827 e inicios de 1828 como un intento de aclarar definitivamente la cuestión en respuesta a las proposiciones de Gómez Huerta y sería reimpresa en 1833, en el contexto de oposición al reformismo de Valentín Gómez Farías. Se trata de un opúsculo inteligente, bien estructurado y completo en su análisis. Desmonta jurídicamente las pretensiones de hacer del patronato un derecho inherente a la soberanía política, de hacer del mismo un derecho histórico subsistente en la nación mexicana y de que el pueblo cristiano pueda atribuirse autoridad para conceder poderes espirituales análogamente a cómo concede los poderes civiles.

            Pero más allá de la cuestión teórica, el nombramiento de nuevos obispos era un problema práctico acuciante para México en la segunda mitad de la década de 1820. En el momento de la independencia, de las diez diócesis existentes, tres se encontraban ya vacantes: Michoacán (desde junio de 1815), Chiapas (desde el 17 de febrero de 1821) y Linares (desde el 2 de mayo de 1821); posteriormente fueron también quedándose sin obispo Guadalajara (el 28 de noviembre de 1824), Sonora (el 23 de julio de 1825), Durango (el 29 de octubre de 1825), Yucatán (el 8 de mayo de 1827) y Puebla (el 26 de abril de 1829). Además, por razones de conciencia, el arzobispo de México Pedro José de Fonte salía de su diócesis el 22 de febrero de 1823 y poco después se embarcaba hacia España, por no querer verse obligado a colaborar con una independencia política que él consideraba ilegítima, y el obispo de Oaxaca Manuel Isidoro Pérez Suárez dejaba su diócesis el 16 de octubre de 1827 y a mediados de diciembre el país, retirándose también a España, por no poder acatar la orden regalista de la legislatura del Estado de Oaxaca que le imponía la destitución de los párrocos españoles. Por tanto, a finales de 1825, sólo había tres obispos en toda la República mexicana: los de Puebla, Oaxaca y Yucatán, y, al terminar 1827, quedaría únicamente Antonio Joaquín Pérez Martínez, el obispo de Puebla, quien falleció en menos de año y medio, el 26 de abril de 1829. A partir de su muerte, no quedaría ningún obispo en los cerca de cuatro millones de kilómetros cuadrados que formaban el territorio nacional. Para completar el cuadro de la escasez de personal eclesiástico en la época debemos advertir que, para 1831, cuando México contaba con cerca de siete millones de habitantes, de las ciento ochenta y una prebendas de los cabildos catedralicios, estarían vacantes noventa y tres y, de las mil ciento ochenta y dos parroquias, estarían desprovistas de párroco mil veintinueve; además, en dos decenios de intensa agitación política (1810-1830), el clero bajo mexicano habría descendido casi a la mitad de efectivos, con la reducción de casi dos mil sacerdotes seculares y de unos mil trescientos religiosos varones (sacerdotes y no), y sufriría muchas deficiencias en su formación e instrucción.

            Francisco Pablo Vázquez (1769-1847), canónigo de la diócesis de Puebla, partió hacia Europa el 21 de mayo de 1825 en calidad de Enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, conforme al nombramiento ratificado por el Congreso mexicano el 10 de agosto de 1824, con el objetivo de negociar con la Sede Apostólica. Estableciéndose en Londres y Bruselas, estuvo cinco años en distintas ciudades europeas, sin presentarse en Roma hasta que contó con unas instrucciones definitivas para su encargo. En esos años, los informes negativos de Vicente Rocafuerte, representante de México en Londres, y de Sebastián Camacho, ministro de Relaciones en misión diplomática en Europa, alimentando la desconfianza hacia la Curia romana, estuvieron a punto de hacer abortar la misión de Vázquez, quien prudentemente sugería que se renunciase por el momento a exigir de la Santa Sede el reconocimiento oficial de la independencia y del patronato para limitarse a pedir aquello que se podía llegar a obtener: el nombramiento de obispos residenciales. Después del triunfo militar mexicano sobre la expedición española de Barradas de 1829, el gobierno de Vicente Guerrero optó por resolver el tema de la negociación con Roma para la provisión de las sedes episcopales sin pedir el patronato. Esta decisión fue continuada por el gobierno de Anastasio Bustamante, produciendo la extensión de instrucciones para Vázquez en el sentido por él deseado en marzo de 1830. Una vez en Roma, donde se presentó en junio de ese año, Vázquez insistió con firmeza ante la Sede Apostólica en pedir, para las diócesis mexicanas, obispos propietarios (con los títulos de las diócesis que rigen) y en no admitir simples vicarios apostólicos (obispos con títulos in partibus infidelium encargados de regir las diócesis mexicanas sin ser titulares de las mismas), como la Curia hubiera preferido para no herir los derechos patronales del rey de España. La elección al Pontificado del Card. Mauro Cappellari el 2 de febrero de 1831, con el nombre de Gregorio XVI, partidario de la provisión de las sedes hispanoamericanas con obispos residenciales, facilitó la feliz conclusión de la misión del diplomático mexicano, obteniendo rápidamente el nombramiento de los primeros obispos después de la independencia nacional. Gregorio XVI nombraba de motu proprio (es decir, de su propia iniciativa, sin hacerlo oficialmente en respuesta a presentaciones civiles) seis obispos residenciales para las diócesis de México el 26 de febrero de 1831, aceptando los candidatos propuestos por el gobierno mexicano: Francisco Pablo Vázquez como obispo de Puebla (siendo consagrado en Roma el 6 de marzo de 1831 y llegando a Veracruz el 6 de mayo siguiente), Juan Cayetano Gómez de Portugal Solís como obispo de Michoacán, José Miguel Gordoa Barrios como obispo de Guadalajara, José Antonio Laureano López de Zubiría Escalante como obispo de Durango, fray José María de Jesús Belauzarán Ureña, OFM, como obispo de Linares (Monterrey) y fray Luis García Guillén, O de M, como obispo de Chiapas. Los seis serían pastores virtuosos, muy dedicados al bien espiritual de sus fieles. Sonora y Yucatán no pudieron proveerse porque no se presentaron a la Santa Sede candidatos para esas diócesis, mientras que México y Oaxaca continuaban sufriendo la ausencia de sus obispos. El sistema que se siguió para la presentación a la Santa Sede de estos candidatos a las sedes episcopales y que continuaría empleándose hasta la Reforma de 1859 fue el ideado por el gobierno de Vicente Guerrero: el cabildo eclesiástico correspondiente enviaba al gobierno una lista de nueve individuos que consideraba dignos para ocupar la sede episcopal; la lista se sometía al visto bueno de los gobernadores de los Estados con territorio comprendido en la diócesis de forma que pudieran dar su parecer y vetar los nombres que ellos no desearan; después, el presidente de la República escogía de la lista el candidato que debía presentarse a la Santa Sede. En esta misma línea, con las leyes del 16 y 22 de mayo de 1831, el gobierno de Bustamante posibilitaba además la provisión canónica de las canonjías y de los curatos vacantes, reservando a los gobernadores de los Estados el derecho a veto sobre los nombres de las listas de candidatos. De esta forma, la jerarquía eclesiástica mexicana comenzó a rehacerse. La sede episcopal de Yucatán pudo proveerse el 17 de diciembre de 1832 en la persona de José María Guerra, quien tomaría posesión el 28 de octubre de 1834. Sonora se proveería el 19 de mayo de 1837, con el nombramiento como obispo de Lázaro de la Garza Ballesteros. México y Oaxaca, el 23 de diciembre de 1839 y el 1 de marzo de 1841 con los nombramientos de Manuel Posada Garduño y Ángel Mariano Morales, respectivamente, tras las renuncias de Fonte y de Pérez Suárez en diciembre de 1937 a petición de la Santa Sede.

            En general, los políticos mexicanos de los dos e incluso tres primeros decenios de vida independiente consideraron que la autoridad civil conservaba un derecho de supervisión y tutela de la vida eclesiástica nacional como inherente a la soberanía; pero que, para su natural ejercicio, requería del acuerdo del Sumo Pontífice. Predominaba un regalismo ambicioso en cuanto al alcance que se quería dar a la intervención del Estado en la vida eclesiástica y, al mismo tiempo, sin pretensiones de ruptura de la unidad católica.

 

2. El alumbramiento del liberalismo reformista (1831-1834)

 

            No obstante, en torno a 1830 y principalmente en 1831, contemporáneamente al primer nombramiento de obispos tras la independencia, vemos que toma forma en México un anticlericalismo político ligado al naciente liberalismo reformista. La presencia de la Iglesia católica habría marcado la sociedad novohispana y, para renovar esta sociedad en clave individualista, como querían los nuevos liberales, la eliminación o estatalización de las sociedades intermedias (agregaciones naturales y corporaciones de diversa índole) debería pasar por la remoción de la Iglesia de su posición dentro de ese cuerpo social. Desde los dos primeros decenios del siglo XIX se había desarrollado un anticlericalismo cultural, cuyo más destacado representante fue José Joaquín Fernández de Lizardi y que consistía en una actitud crítica hacia el clero en la literatura y el periodismo, predisponiendo los ánimos contra los clérigos y su intervención social. Las primeras disposiciones legislativas de corte anticlerical habían venido de España sin llegar a cuajar todavía en México en un programa de medidas anticlericales. A finales de la década de 1820, van apareciendo algunas propuestas anticlericales concretas en diversos Estados de la República que anuncian ya el anticlericalismo político del liberalismo reformista, como son las de 1829 de Lorenzo de Zavala, como gobernador del Estado de México, sobre los bienes de las cofradías o, como ministro de Hacienda, sobre los bienes que habían sido de los jesuitas y de la Inquisición, así como la disposición del Estado de Zacatecas del 7 de diciembre de 1829 que confiscaba los bienes de las obras pías y aplicaba una parte del diezmo para la fundación de un banco agrícola, que sería anulada por intervención del Congreso nacional. Al alba de la década de 1830, además, en coincidencia con la evolución de un grupo de liberales desde el constitucionalismo al reformismo, para aglutinar un partido de oposición al gobierno nacido del plan de Jalapa en enero de 1830, bajo cuyo mandato comienzan a rehacerse los cuadros eclesiásticos, el anticlericalismo aparece muy útil desde el punto de vista político a los nuevos liberales reformistas. Éstos son, entre otros, los yucatecos Zavala, Quintana Roo y Rejón, los jaliscienses Cañedo y Gómez Farías, el guanajuatense Mora y los capitalinos Rodríguez Puebla y Mariano Riva Palacio. La reacción de varios de los primeros liberales reformistas ante el nombramiento de los seis obispos, cuya necesidad era evidente, fue realmente desproporcionada. Lejos de reconocerlo como un triunfo nacional, lo denunciaron como manifestación de un alarmante avance del clericalismo. Valentín Gómez Farías califica las bulas de nombramiento como «un monumento de oprobio y degradación para la República» y Lorenzo de Zavala, como «oprobio» y «humillación» para México. El supuesto oprobio estaría en que las bulas usaban la expresión motu proprio, lo que permitía al Papa no involucrarse en cuestiones jurídicas del asunto del patronato (algo muy lógico dadas las circunstancias). Estos liberales insisten que no debía haberse entablado ninguna negociación con la Sede Apostólica sin que previamente ésta hubiera reconocido oficialmente la independencia nacional; pero, en las circunstancias de 1825-1833, parecía que esto era exigir demasiado de Roma. De una parte, hay que tener presente la situación política mexicana: para 1830, está en el poder un gobierno nacido del golpe de Estado de diciembre de 1829, sustituyendo a otro que a su vez procedía del golpe de Estado de septiembre-diciembre de 1828, bajo un régimen republicano nacido sólo unos pocos años antes (1824) y que contaba todavía con poco reconocimiento oficial internacional; sin que fuera muy diferente la situación de las demás repúblicas hispanoamericanas. De otra parte, hay que considerar la situación de la Santa Sede en sus relaciones internacionales de la época y, en particular, lo que en ellas suponía la relación con España, cuyo monarca continuaba reclamando sus derechos sobre México: se sufren todavía los efectos de desarticulación eclesiástica creada por Napoleón en los países católicos, el concierto europeo se basa en el principio del legitimismo y se acaban de experimentar las revoluciones liberales de 1820, que aireaban propuestas anticlericales. Son años en que la Iglesia necesita conservar lo poco que tiene en cuanto a jerarquía y estructuras allí donde reciba un trato de respeto y reconstruir sus cuadros allí donde vaya pudiendo hacerlo. Ya el nombramiento de obispos residenciales, haciendo a un lado el patronato español, era algo que ponía a prueba la diplomacia curial en la conservación de sus relaciones con España; el reconocimiento de las independencias hispanoamericanas era un acto político que no podía juzgarse entonces oportuno para la Santa Sede.

            A partir de 1831, como reacción al supuesto clericalismo de la política del gobierno y con vistas a consolidar una oposición política, la prensa liberal reformista levanta varios estandartes anticlericales –como la libertad de cultos, la intervención sobre los bienes eclesiásticos y el cierre de monasterios– e insiste en una campaña denigratoria del clero. A inicios de 1832, el periódico capitalino liberal «El Fénix de la Libertad» (1831-1834) sintetizaría: «la separación del clero de los negocios públicos es el principio dominante de nuestro siglo»; una separación que no se entendía necesariamente como recíproca. Aprovechando la coyuntura de la inmigración galopante de protestantes norteamericanos en Texas, Vicente Rocafuerte escribió, inducido por el grupo liberal, su Ensayo sobre tolerancia religiosa a finales de 1830, cuya publicación en marzo de 1831 constituía un desafío a la política del gobierno. No obstante, el escrito escandalizó a la generalidad de los católicos y no sirvió para abrir un camino al anticlericalismo político dentro del catolicismo social mexicano. Este logro lo obtendría la Disertación sobre la naturaleza y aplicación de las rentas y bienes eclesiásticos de José María Luis Mora (9 de diciembre de 1831). En efecto, abrió camino al anticlericalismo político mediante el análisis utilitarista de la acción del clero en la vida económica. Por su parte, Lorenzo de Zavala publicó su amplio Ensayo Histórico de las Revoluciones de México. Desde 1808 hasta el 1830 (2 tomos: París 1831 y Nueva York 1832), en el cual, sirviéndose también del utilitarismo, buscaba el desprestigio del clero y de su actuar, penetrando abiertamente en el campo ideológico al incluir en su crítica la doctrina y la moral católicas.

            La asunción del poder por parte del vicepresidente Valentín Gómez Farías dio ocasión a un intento de aplicación de una política reformista en línea con el anticlericalismo de aquellos liberales entre el 1 de abril de 1833 y el 23 de abril de 1834. Este reformismo no renuncia a la intromisión del Estado en los asuntos eclesiásticos, es decir al regalismo, por lo que es incorrecto considerarlo modelo de separación entre la Iglesia y el Estado. Así, el gobierno de Gómez Farías niega el permiso de publicación a la bula de nombramiento de José María Guerra como obispo de Yucatán, además de anular el nombramiento de canónigos de dicho obispado, destierra del país al obispo Vázquez e incluso expide la ley de provisión de curatos y supresión de sacristías mayores del 17 de diciembre de 1833, por la que –recuperando una práctica patronal del virreinato– se obligaba a los obispos a nombrar los párrocos que designaran los gobernadores de los Estados. Otras medidas del gobierno de Gómez Farías intervencionistas en la cuestión eclesiástica fueron: la expulsión de los religiosos españoles, la incautación de sus bienes y la venta de algunos, la conversión de las misiones de religiosos de California en parroquias de clero secular (secularización) conformando un vicariato y la aplicación de fondos de esas misiones a este fin, la secularización también de todas las demás misiones del país, la negación de validez de los actos de dominio sobre las propiedades de los religiosos y cofradías porque no se reconocía a sus titulares sino el usufructo de las mismas, la detención de las operaciones sobre bienes de manos muertas mientras se preparara una ley sobre ellos, la estatalización de bienes que pertenecieron a los jesuitas, la incautación de algunos inmuebles eclesiásticos, el control civil del cementerio de la capital, la recepción de información sobre la situación eclesiástica y algunas medidas sobre la predicación. La reforma en las relaciones Iglesia-Estado comprendió además: la abolición de la coacción civil para el cobro del diezmo y para el cumplimiento de los votos religiosos, lo cual parecía un quiebre en el carácter católico del Estado y puerta hacia su secularización, y, sobre todo, un intento de profunda reforma de la educación superior que buscaba sustituir el monopolio de la Iglesia por el monopolio del Estado (incluso en los estudios eclesiásticos), comenzando por los planteles de la capital de la República.

            La reforma de Gómez Farías recibió su inspiración principal de José María Luis Mora, particularmente en lo relativo a la educación y a los bienes eclesiásticos. Según Mora, México sería una nación de vocación republicana y liberal que encontraría en los «cuerpos» del Antiguo Régimen los principales obstáculos para su realización. Entre esos cuerpos, el clero sería el más influyente y pernicioso. Mora planteará un esquema de relaciones entre el Estado y la Iglesia fundamentalmente regalista, en el que el Estado, en virtud de su soberanía, presida sobre la «disciplina externa» y los bienes materiales de la Iglesia y la expulse de los campos que juzga civiles (suprimiendo su monopolio educativo, el fuero eclesiástico, las órdenes o congregaciones religiosas y la propiedad eclesiástica e implantando el registro civil, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios), al mismo tiempo que, en virtud del catolicismo de los gobernantes, proteja a su modo a la Iglesia desde un concepto espiritualista de la religión que la reduce a la conciencia interior y a las puras expresiones de culto (fijando y financiando los gastos del culto y sus ministros, respetando la libertad de conciencia en la esfera individual y restaurando así la pureza de la religión). Con Mora se consolidan las dos ideas que estarán a la base de toda la legislación reformista mexicana, convirtiéndose en tópicos: que el clero es peligroso y que todo lo visible debe estar bajo la autoridad del Estado.

            El alto clero mexicano protestó contra las leyes del período de Gómez Farías, sobre todo contra la ley de patronato del 17 de diciembre de 1833 y contra las que despojaban a la Iglesia de sus bienes, y negó su colaboración en la aplicación de aquéllas que la requerían. El sabio obispo de Michoacán Gómez de Portugal, en su representación contra la ley patronal, rebatiendo la idea de que el asignar pastores a la Iglesia fuera competencia del gobierno civil, afirmó que a ello: «no puede llegar la soberanía de las naciones […] porque es de otro orden. Lo temporal nada tiene que ver con lo espiritual, ni lo espiritual con lo temporal». Pero el gobierno fue inflexible y los obispos tuvieron que abandonar sus diócesis o esconderse. El presidente Antonio López de Santa Anna, asumiendo sus funciones el 24 de abril de 1834, revocó en los meses siguientes los destierros decretados contra los prelados y casi la totalidad de la legislación reformista.

 

3. El acercamiento entre la Iglesia y el Estado (1834-1855)

 

            En octubre de 1834 México adopta el centralismo y, con los conservadores al frente de la nación, se instaurará un régimen republicano y centralista, sancionado por las Siete Leyes Constitucionales del 29 de diciembre de 1836. En el nuevo marco constitucional, cuyas primeras bases se aprobaron ya en diciembre de 1835, persistirá la confesionalidad católica del Estado.

            Manuel Díez de Bonilla (1800-1864) partió hacia Roma en misión diplomática a mediados de 1836. Iba sólo con el encargo de arreglar en lo posible los asuntos eclesiásticos pendientes de acuerdo con el Papa y sin exigir el previo reconocimiento oficial de la Santa Sede a la República mexicana. Pero para su sorpresa, el mismo Cardenal Secretario de Estado, Luigi Lambruschini, le declaró la posibilidad y conveniencia de pedir tal reconocimiento. Las circunstancias habían variado; particularmente en España, donde, tras la muerte de Fernando VII (1833), había estallado la guerra civil carlista (1833-1840) y la reina regente María Cristina contaba con un gobierno liberal hacia el que la Sede Apostólica no sentía la obligación de guardar consideraciones especiales; además, ya se había procedido al reconocimiento pontificio de la República de Nueva Granada (1834). En consecuencia la Santa Sede reconoció a México el 5 de diciembre y el 9 de diciembre, Díez de Bonilla era recibido por el Santo Padre en audiencia oficial como Enviado extraordinario y Ministro plenipotenciario de la República mexicana. México se convertía así en la segunda nación hispanoamericana reconocida por la Santa Sede.

            Los años de las dos repúblicas centralistas (1836-1846), de la segunda República federal (1846-1853) y de la última dictadura de Santa Anna (1853-1855) continuaron siendo, como ya sabemos, de gran inestabilidad política, a la que se añadieron guerras contra otras naciones. En medio de esta agitación y de las cuatro asambleas constituyentes que se sucedieron, las relaciones entre la Iglesia y el Estado no recibieron un marco institucional sustancialmente diverso del heredado de 1824, no obstante que continuamente fuese puesto en cuestión, y se desenvolvieron en general con respeto, aunque también obviamente, al vaivén de los tiempos, avanzaron sólo con lentitud y viéndose asimismo envueltas en diversos episodios conflictivos.

            Los temas de la propiedad de los bienes eclesiásticos y de la tolerancia religiosa o libertad de culto sustituyen al del patronato en el interés del debate político sobre la cuestión eclesiástica de esta etapa, si bien todavía a veces el gobierno solicitará sin éxito a la Santa Sede el reconocimiento del derecho de patronato. El carácter protector del Estado hacia la religión parece diluirse en buena medida, quedando muy dependiente de la voluntad personal del gobernante, la cual a su vez no suele hacer a menos del ambiente político dominante del momento; pero, al mismo tiempo, no se pone en duda que, siendo los mexicanos católicos, la nación es también católica y que la Iglesia de México debe conservar la ortodoxia del dogma y la unión con el Romano Pontífice.

            Entre el final de la guerra con los Estados Unidos y el triunfo de la Revolución de Ayutla (1848-1855) asistimos a un progreso bastante notable de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, dentro del marco constitucional de 1824. En general, predominó la disposición al entendimiento y a la cordura en los responsables de ambas instituciones. Durante la presidencia de José Joaquín Herrera (1848-1851), el gobierno mexicano se hizo solidario del Papa Pío IX cuando éste sufrió las consecuencias de la revolución de 1848, incluso invitándole a venir a México, mantuvo un representante en Roma y sostuvo buenas relaciones con el episcopado nacional. Además, por la ley del 16 de abril de 1850, se actualizaba el sistema de provisión de los obispados en continuidad con los principios fijados en 1830, respetando el derecho canónico. Por su parte, Pío IX procedió, en 1850, a los nombramientos episcopales del arzobispo de México Lázaro de la Garza y del obispo de Michoacán Clemente de Jesús Munguía sin usar la cláusula motu proprio según cuanto había pedido el gobierno. En el gobierno del presidente Mariano Arista (1851-1853), se cosechó el resultado de este acercamiento entre la Iglesia y el Estado con la llegada a México de un Delegado Apostólico, Mons. Luigi Clementi, en noviembre de 1851, si bien bajo un ambiente político de una ya muy crecida suspicacia de los liberales puros frente a lo que consideraban avances del clericalismo y era más bien simple normalización de la vida eclesiástica.

            La vida eclesiástica de las distintas diócesis pudo adelantar en su normalización a pesar de la escasez de sacerdotes preparados y de recursos materiales. Desde diciembre de 1839 se proveyeron el arzobispado de México y el obispado de Oaxaca. Se reintegró la diócesis de Chiapas en la provincia eclesiástica de México, disgregándola de la de Guatemala. Se erigió la diócesis de California en 1840. De la que en 1853 se separaría California Sur, asignándose su administración al arzobispado de México mediante un vicario capitular y, en 1874, fue convertida en vicariato apostólico. En 1854 se creó la diócesis de San Luis Potosí.

            La revolución de 1852, bajo el auspicio de los conservadores, pone fin a la segunda República federal y conduce a la presidencia, por última vez, a Antonio López de Santa Anna. Durante su gobierno (hasta agosto de 1855), la situación legal de la Iglesia mejora, con el restablecimiento de la Compañía de Jesús y del reconocimiento civil de los votos religiosos; si bien la relación personal entre el presidente y los principales conservadores católicos se deteriora rápidamente, como testimonia el pronto abandono del obispo Munguía de su puesto en el Consejo de Estado. De cualquier forma, se creará una atmósfera de restauración religiosa, particularmente propiciada por los nombramientos de nuevos obispos para Linares (Francisco de Paula Verea), Chiapas (Carlos María Colina) Oaxaca (José Agustín Domínguez), San Luis Potosí (nueva diócesis, Pedro Barajas) y Puebla (Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos) –varios de ellos no sólo escogidos sino también pomposamente apadrinados en su consagración por Santa Anna–, así como por la refundación de la honorífica Orden Nacional de Guadalupe con reconocimiento pontificio (establecida por vez primera en 1823 por Iturbide).

            Desde el final de la guerra con Estados Unidos, los posicionamientos de las facciones idológico-políticas se habían venido radicalizando. Por su parte, los liberales puros, en el verano de 1848, relanzaban una campaña de opinión a favor de la tolerancia de cultos, argumentando con la necesidad de recibir inmigración extranjera para colonizar la tierra mexicana y enviando proyectos concretos de colonización al ministerio de Relaciones que incluían esta tolerancia. Además, en 1851, mediante la pluma de Melchor Ocampo, originaron una polémica sobre las obvenciones parroquiales que sirvió para que la opinión pública cuestionase el rol de la Iglesia en la sociedad mexicana y, al menos en cierta medida, recelara del comportamiento del clero, por más que el resultado de la investigación posterior encargada por el gobierno vino a manifestar que tales obvenciones, lejos de ser excesivas, eran insuficientes para el sostenimiento del clero parroquial y que no causaban el empobrecimiento de la gente humilde. En definitiva, desde posturas fundamentalmente utilitaristas, los liberales puros difundían en la opinión pública la idea de que la Iglesia obstaculizaba muy seriamente la modernización del país.

            Estos prelados entendían la armonía o colaboración entre la Iglesia y el Estado como la conservación del ideal político de reino cristiano pero ya no regalista; ideal que justificaban a partir de la preeminencia del bien espiritual (la salvación del alma) sobre el bien temporal: «cuanto excede Dios a las criaturas todas, tanto así son preferibles los fines a que la religión conduce al hombre, sobre los fines a que lo conduce la sociedad». Para los intelectuales católicos, resultaba falaz la pretensión de «hacer una separación absoluta entre la religión y la política» porque, si se estaba persuadido de que el alma era inmortal y de que existía la vida eterna, se debían subordinar los intereses de la vida presente a los de la futura; por tanto, aun reconociendo que la religión y la política eran «de diverso género», tenían maneras diferentes de procurar el bien de las personas y contaban con autoridades independientes, ellos afirmaban que los gobernantes debían reconocer la existencia de la esfera religiosa del ser humano y además, como gobernantes católicos, tenían en lo posible que «evitar la ruina espiritual de sus hermanos».

            Por su parte, para los pensadores católicos de entonces, el Estado tendría autonomía para las decisiones políticas, dirigidas a promover el bien temporal de los ciudadanos; pero sus autoridades habrían de reconocer que ese bien temporal no es todo su bien ni su bien último, el cual siendo espiritual resultaba inalcanzable por medio de la política, por lo que tales decisiones no deberían tomarse nunca en perjuicio del bien espiritual de las personas y, al contrario, deberían en lo posible y justo favorecer la preservación de la fe católica del pueblo mediante la protección a la Iglesia. Además, para actuar esa protección a la Iglesia, exigieron del gobernante la disposición de poner su poder político al servicio de las indicaciones de la jerarquía eclesiástica (como brazo secular). El tema de la libertad de culto y de la tolerancia religiosa serviría de ocasión a los prelados mexicanos para intervenir recordando la preeminencia del bien espiritual sobre el temporal en la vida del hombre, también en la vida del hombre en sociedad. El viejo político conservador Lucas Alamán no dudará en afirmar en 1852 que los privilegios estatales del patronato y del pase regio, al no estar garantizado el carácter católico de los mandatarios, serían entonces un peligro para la conservación de la religión.

            Tanto liberales como católicos tenían una exagerada confianza en el Estado, institución entonces de moda. Los liberales lo querían hacer el instrumento de su reforma social y los católicos, el brazo secular de la Iglesia a favor de la evangelización.

 

4. El viraje y la ruptura. Ayutla y la Reforma (1855-1867)

 

            La revolución de Ayutla (1854), que derrocó a López de Santa Anna en agosto de 1855 y puso el Estado en manos de los liberales reformistas, ocasionó un viraje en las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado mexicano. Comenzaron a ser conflictivas. Pero el conflicto entre la Iglesia y el Estado de mediados del siglo XIX en México dista mucho de ser un combate entre dos titanes. Ambas instituciones sentían y padecían la debilidad propia de quien atraviesa un período de crisis aguda y, por ello, su enfrentamiento fue experimentado por los protagonistas como una lucha por la supervivencia. En los primeros decenios del México independiente, el clero tenía ante sí tres retos fundamentales y urgentes: primero, incrementar sus efectivos, reconstruir sus cuadros jerárquicos y subvenir adecuadamente a la formación y manutención de sus miembros; segundo, idear y ensayar nuevos métodos pastorales que le consintieran restablecer por nuevas vías el contacto con el pueblo, que el progresivo desmantelamiento de las estructuras institucionales y sociales del Antiguo Régimen le hacía perder, y, tercero, acordar con el Estado un sistema de relaciones eficaz y adecuado a las nuevas circunstancias. Por otra parte, el Estado era un Estado todavía naciente cuya consolidación presentaba a su gobierno tres graves desafíos: el económico, pues carecía de dinero y tenía acuciante necesidad de él; el jurídico-político, ya que debía afirmar su autoridad sobre una nueva fuente de legitimidad –la soberanía nacional moderna– que no era incuestionable para todos, y el territorial, porque no contaba con control efectivo sobre la totalidad del territorio nacional (además no claramente delimitado) debiendo negociar con los poderes regionales o locales y exorcizar serios peligros exteriores. En definitiva, ambos, Iglesia y Estado, necesitaban asegurar el contacto con su pueblo para hacer valer su respectiva jurisdicción y, por ello, buscaban vías de inserción en la sociedad que les garantizasen una dimensión pública, la cual les era imprescindible para el desenvolvimiento de sus propias funciones. Lógicamente estas instituciones chocarían entre sí cuando, por una excesiva pero bien comprensible susceptibilidad, cada una viera en la otra a un competidor en la carrera por establecer vínculos con la población que podría monopolizar la vida social dejándole sin espacio público para el ejercicio de su respectiva jurisdicción. Además cuando, a partir de 1830 y más aún desde 1857, las ideologías hicieran aparecer como principios irrenunciables lo que inicialmente habrían sido intereses políticos negociables, crecerían los radicalismos, haciéndose más difícil el diálogo.

            El 22 de noviembre de 1855, a una semana de su ingreso en la capital de la República, el presidente Álvarez pública la Ley Juárez, que suprime el fuero eclesiástico en los delitos civiles y lo hace renunciable en los comunes, levantando las protestas del episcopado y generando tales convulsiones políticas que, en definitiva, le llevarán a dejar el mando en manos de Comonfort, quien lo asumirá el 13 de diciembre. El 25 de junio de 1856, se estipula la venta de los bienes eclesiásticos amortizados y se limita el derecho de propiedad de las corporaciones mediante la Ley Lerdo, aumentando la desavenencia entre la Iglesia y el Estado. El 11 de abril de 1857, sábado santo, la Ley Iglesias organiza el pago de las obvenciones y derechos parroquiales por parte de los fieles, intrometiéndose el Estado en asuntos arancelarios eclesiásticos. Estos tres decretos serán interpretados por los obispos mexicanos como una retractación práctica del carácter católico del gobierno, el cual obraría sin tomar en consideración el bien de la Iglesia (Ley Juárez), como un menoscabo de la personalidad jurídica de la Iglesia de parte de un gobierno que no parecería poner límites a la propia autoridad sobre la sociedad (Ley Lerdo) y como una confirmación del regalismo del Estado, porque el gobierno no habría renunciado a intervenir sobre la vida eclesiástica (Ley Iglesias).

            El principal ideólogo de la Reforma liberal mexicana fue Melchor Ocampo (hacia 1814–1861). Convencido de que México sólo podía existir como República liberal, interpretaba que los miembros del partido liberal radical (los puros) eran los mesías salvadores de la nación. Deísta en su religiosidad personal, juzgaba a la Iglesia como ignorante, vejadora en lo económico y social y traidora de la patria y sostenía también que sus acciones habían sido fundamentalmente abusos. Su propuesta vino a ser la de convertir al Estado en un instrumento para reducir el ámbito de jurisdicción de la Iglesia únicamente al ejercicio del culto por parte de sacerdotes seculares, despojándola de su presencia social y limitando su vigor, sin por ello desestimar que la autoridad civil supervisase el desenvolvimiento de ese culto ya que todavía consideraba que el derecho de patronato pertenecía al Estado mexicano sin necesidad de que mediara una concesión pontificia del mismo.

            En el seno del Congreso Constituyente del 1856-1857, tomó forma un auténtico mesianismo liberal frente al clero, acusado prácticamente de todos los males de la patria y presentando al partido liberal como el mesías salvador imprescindible para México. El tema más debatido fue el de la libertad de cultos, frente a la prohibición de cultos no católicos de la constitución de 1824 y siguientes, que no se aprobó. Tal prohibición quería ser una ratificación de la voluntad nacional de conservar como valor supremo o bien más precioso la religión católica compartida por la generalidad de la nación mexicana; no pretendía aplicar ninguna restricción al culto privado de otras confesiones: protestantes, que eran sólo pocos extranjeros no afincados en el país, aunque hoy reconocemos que la letra de la ley no amparaba debidamente la libertad religiosa. Los que argumentaban a favor de la libertad de culto aducían: la libertad de conciencia, la necesidad de reforma del clero, la moralización de la sociedad, la colonización extranjera, el ejemplo de otras naciones, la compatibilidad con el cristianismo, la falsedad de la unidad religiosa de la nación y la falsedad de su impopularidad e inoportunidad. Los que hablaron contra la libertad de cultos, usaban los argumentos de la soberanía popular, la compatibilidad del exclusivismo católico con la libertad de conciencia, su inoportunidad, la unidad religiosa de la nación y el deber religioso de los gobernantes. Los diputados no aprobaron la libertad de cultos propuesta en el art. 15 del proyecto de constitución, pero tampoco fijaron el carácter confesional católico del Estado, sino que aprobaron sólo el art. 123 de la Constitución, garantizando al supremo gobierno civil la intervención sobre las «materias de culto religioso y de disciplina externa». Un artículo regalista, propuesto por el mismo que propuso el otro y que indica que la libertad de cultos no perseguía la recta separación entre la Iglesia y el Estado, sino el control de la Iglesia. La motivación declarada para introducir el artículo 123 era facultar al poder civil para que evitara abusos del clero sobre la sociedad. No bastaban por tanto los artículos de la Constitución que despojaban a la Iglesia de sus prerrogativas sociales y la excluían de ciertos espacios públicos –como el 3º (educación libre), 5º (desconocimiento de los votos religiosos), 6º (libertad de expresión), 7º (libertad de prensa), 13° (supresión del fuero eclesiástico), 27° (limitación de los bienes eclesiásticos), 56° y 77° (pérdida de derecho a voto pasivo para eclesiásticos)–; se necesitaba además, en la mentalidad de los diputados, contar con un Estado capaz de intervenir directamente en la vida eclesiástica. El regalismo encontró por entonces partidarios entre los intelectuales liberales que lo defendieron desempolvando escritos de los lejanos años del rey Carlos III y presentando una visión de la Iglesia que resultaba anacrónica. La Constitución de 1857 supone el fin del Estado cristiano confesional en la República.

            El clero prohibió el juramento de la constitución. Clemente de Jesús Munguía (1810-1868), obispo de Michoacán, fue el líder intelectual de los católicos mexicanos en los tiempos de la Reforma.

            En enero de 1858 inicia la guerra civil de Tres Años entre conservadores y liberales. Ofrecerá la ocasión a los liberales juaristas para dar paso a medidas radicales que los constituyentes no habían llegado a aceptar. Se llega así a las leyes de Reforma de separación hostil entre la Iglesia y el Estado. Tienen el doble objetivo de quitar al clero la capacidad de entrometerse en la vida nacional y de castigarlo por abusos que los liberales le atribuyen. Benito Juárez y sus hombres (Ocampo, Lerdo de Tejada, Manuel Ruiz y Juan Antonio de la Fuente), en calidad de gobierno reconocido por el bando liberal en guerra, expiden los decretos reformistas del 12, 23, 28 y 31 de julio, del 11 de agosto de 1859 y el del 4 de diciembre de 1860. Estos decretos establecen: la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la separación entre la Iglesia y el Estado, la protección estatal a todos los cultos, la supresión de las órdenes religiosas, el matrimonio civil, el registro civil, la secularización de los cementerios, la reducción de los días festivos y finalmente la libertad de todos los cultos. Ésta última concesión, si bien animada de un deseo de proteger la libertad religiosa, en la letra del decreto viene a limitar esta libertad más de lo que la garantiza. Otras disposiciones completan estas leyes, como la ruptura de relaciones con la Santa Sede, que no se reestablecerá hasta 1992, la prohibición del uso del traje eclesiástico fuera de los templos y el destierro de seis obispos, que sumarán nueve con los otros tres expulsados antes, de modo que sólo quedan tres obispos activos en la nación. La separación entre la Iglesia y el Estado fue en realidad unilateral: sólo se separaba a la Iglesia del Estado, pero no a éste de la Iglesia, que debía mantenerla bajo su supervisión y limitando su acción.

            La ideología a la base de las leyes de Reforma es el laicismo bien combinado con la imagen regalista de la Iglesia, según la cual el ámbito de jurisdicción eclesiástica no podría ser otro que el mundo de lo invisible, dejando todo lo visible bajo el control del Estado. Además, el carácter punitivo, de castigo, de estas leyes, declarado por sus mismos autores, hace dudar que puedan considerarse delineadoras de un marco adecuado para regalar las relaciones entre el Estado y la Iglesia de manera justa. De hecho, en la historia futura, estas leyes más veneradas que aplicadas y urgidas constituirían principalmente una espada de Damocles en manos de los gobernantes para esgrimirla sobre la Iglesia cuando lo retengan conveniente.

            La mentalidad de Iglesia perseguida caracterizará a la Iglesia mexicana a partir de las Leyes de Reforma y la victoria militar de los liberales. El mismo Papa Pío XI se hará solidario con esta interpretación persecutoria de las Leyes de Reforma en su alocución consistorial del 30 de septiembre de 1861. Es precisamente el regalismo lo que viene interpretado por los católicos como arma de los perseguidores con el fin de excluir a la religión de la esfera pública y entronizar al indiferentismo religioso en ella. Ahora, para reivindicar la dimensión pública de la fe, los prelados insistirán en la justa independencia de la Iglesia y, en lugar de subrayar como antes la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal, hablarán de que el bien espiritual es necesario para que el bien temporal sea consistente. Los católicos consideraban que los políticos liberales daban la espalda a la verdad, cuando propugnaban un ejercicio del gobierno como si el hecho religioso no existiese y que se negaban a reconocer la existencia real de la Iglesia como sociedad universal radicada en la nación mexicana, queriendo recluirla en la sacristía.

            Durante el Imperio de Maximiliano (1864-1867), la evolución del pensamiento católico se hará todavía más evidente. De pretender un Estado brazo secular, se pasa a pedir sólo que el Estado busque con sinceridad el bien común temporal, pues de tal sinceridad se espera que –reconociendo la religión como parte del bien común– se garantice suficientemente el justo espacio social para la Iglesia, al tiempo que los obispos piden a los sacerdotes que se abstengan de intervenir en política aspirando a cargos públicos. Una evolución que no encuentra paralelo en el pensamiento liberal, el cual aferrado a su ideología no renuncia a propugnar la exclusión de la Iglesia del espacio público de la sociedad mediante la intervención del Estado y el desenvolvimiento del quehacer político sin ninguna consideración hacia la dimensión religiosa de la vida social. Los liberales aspiraban a relegar a la Iglesia fuera de la vida pública mediante la fuerza de un Estado que no reconocería hacia la religión otro deber que el de contenerla en los límites de lo considerado por ellos puramente espiritual. La ausencia de intervención estatal sobre la Iglesia quedaba condicionada a que aceptara recluirse en lo privado.

 

 

 

 



Conferencia expuesta por su autor durante la II Asamblea de educación de la Provincia Eclesiástica de Tijuana, el 01 de julio del 2010. Doctor en Historia de América por la Universidad Complutense de Madrid. Doctor en Historia Eclesiástica por la Pontificia Universidad Gregoriana. Profesor de la Universidad Europea de Roma y del Pontificio Ateneo Regina Apostolorum. Autor de la obra La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, 3 tomos, (Porrúa 2007). Coordinador del congreso internacional de investigación histórica “La Iglesia Católica ante la independencia de la América española” (Ciudad del Vaticano y Roma, 19 – 24 de abril de 2010), organizado por los dos centros universitarios en que enseña con el patrocinio del Pontificio Consejo de la Cultura y de la Pontificia Comisión para América Latina.

Un desarrollo más pormenorizado y documentado de las ideas de esta conferencia se encuentra en mi obra: La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México, (1767-1867), Porrúa, México 2007, 3 tomos. Remito a ella.

Domínguez presentó su pensamiento en la memoria del 6 de marzo de 1822 y el voto particular del 18 de abril de 1822; Herrera, en el dictamen de la comisión de Relaciones del 29 de diciembre de 1821 y su memoria del 8 de marzo de 1822.

 

El Patronato analizado contra el Patronato embrollado por los novadores, para sacar a la autoridad civil dueña absoluta de lo espiritual, Imp. Mariano Arévalo, México 1833, 38 pp.

La población de México pasará de unos seis a unos nueve millones de habitantes entre 1808 y 1875. Contaba con 6.122.000 habitantes en 1810; 6.800.000, en 1823; 7.044.000, en 1838; 7.853.000, en 1855; 8.397.000, en 1862, y 9.389.000, en 1877. Cf. Ciro Cardoso, (coord.), México en el siglo XIX (1821-1910). Historia económica y de la estructura social, México 1988, p. 54.

Citado en Francisco Morales, Clero y política en México (1767-1834), México 1975, p. 126.

Lázaro de la Garza y Ballesteros, Pastoral que sobre tolerancia religiosa dirigió en 23 de septiembre de 1848 (México, 17 de octubre de 1855), México 1855, p. 6.

J. B. M., Disertación contra la tolerancia religiosa, México 1833, pp. 20-22. Cf. Basilio Arrillaga, Carta primera a José María Luis Mora (México, 7 de junio de 1839), en José María Luis Mora, Dialéctica liberal, México 1984, p. 300.

Art. 123: «Corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer, en materias de culto religioso y disciplina externa, la intervención que designen las leyes» (Constitución política de la República Mexicana, 12 de febrero de 1857, en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación Mexicana. Edición oficial, VIII, México 1877, n. 4888).

 

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