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Autobiografía (7ª parte)

 

Antonio Correa[1]

 

Ahora, desde los recuerdos de juventud, se ofrece una  viñeta humana de un prelado que ornaron la arquidiócesis de Colima en las postrimerías del siglo XIX: don Atenógenes Silva.[2]

 

Semblanza de don Atenógenes Silva

Si era grato al ilustrísimo y reverendísimo señor [don Pedro Loza], natural era que no lo fuera a los subalternos del Palacio, porque ley general es que para estar bien con palaciegos es forzoso no alcanzar las preferencias del señor del Palacio. Cruel ley que hace de los favorecidos, verdugos del bienestar y del contento de aquel que los exaltó y de quien son servidores.

Volví al Seminario en cumplimiento de lo dispuesto y guardándome en lo íntimo de mi corazón las palabras de mi prelado. Más apenas comenzaba a reglamentarme, de nuevo me dispensó el señor rector para prestar mis servicios al ilustrísimo señor doctor don Atenógenes Silva, obispo entonces de Colima y quien por negocios de importancia permaneció en esta ciudad cierta temporada.

Era el ilustrísimo señor Silva de natural arrogante, pero sumamente atractivo. Gran talento y ciencia, lo mismo que inmensa caridad, eran cualidades que formaban su ser moral. Apóstol celosísimo de la causa de Jesucristo, jamás vivió para sí, derramando a torrentes su elocuencia privilegiada tanto en las solemnes funciones de una catedral como en las modestas capillas de orfanatorios y conventos, hablando lo mismo de las cuestiones más altas de la teología o de los asuntos sociales modernísimos, como de las delicadas virtudes y progresos de la vida espiritual. Era incansable como incansable era su tierna caridad para con los pobres; jamás vi su casa sin la presencia de los harapos del indigente y si era distinguido en su trato para con los grandes del mundo, era paternal y cariñoso para con los pobres. ¡Qué tremendas reprensiones llegó a dar al sirviente que llevado de falsa consideración negó alguna vez la entrada a un pordiosero!

Cerca de dos meses pasé al lado de tan ilustre obispo y su bondad fue tan grande para conmigo que durante ese tiempo siempre y a todas partes se dignó hacer que lo acompañara, con lo cual me gozaba para apreciar sus virtudes y sabiendo que había estado personalmente al servicio del señor Loza, fue en persona a suplicarle al señor rector del Seminario que él no quería ser obstáculo para que yo no volviera a mi antiguo familiarato. El señor Anaya le reiteró lo que ya me había manifestado de que yo no volvía allá, por las razones dichas. Yo agradecí en mi alma una consideración que revelaba la inmensa caridad de aquel obispo.

 

 



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, siendo párroco del Santuario de Guadalupe en las primeras décadas del siglo pasado, llegó a ser uno de los más activos promotores de la acción social católica en la arquidiócesis.

[2] La paleografía y los subtítulos, que no tiene el original, son de la Redacción de este Boletín.

 

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