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El sacerdote libertador

Semblanza de Miguel Hidalgo, 2ª parte.

 

Ramiro Valdés Sánchez[1]

 

 

 

Se da secuencia, en esta colaboración dedicada a la excepcional figura del padre de la Patria, de su tránsito como catedrático y párroco al de caudillo insurgente.

 

El incidente de Taximaroa

La vida apacible y solazada del párroco de San Felipe, don Miguel Hidalgo, se vio turbada por los reclamos de cuentas pendientes con la Tesorería del obispado, toda vez que al adeudo del que tenía conocimiento le fue adicionada una suma considerable. Resignándose a pagar hasta el último céntimo, apenas comenzado el año de 1800 delegó la administración de la parroquia a uno de los vicarios, retirándose él a una de sus haciendas, con cuyas rentas esperaba cubrir la deuda.

En tales gestiones, ya próxima la Semana Santa, deseoso de lo divino, se reunió en Taximaroa con otros sacerdotes, a fin de auxiliarlos en sus trabajos y ministerios y él mismo satisfacer las necesidades del espíritu. Allá coincidió con los religiosos fray Joaquín Huesca y fray Manuel Estrada, así como con los presbíteros don Juan Antonio Romero y don Martín García Carrasquedo. Siendo Hidalgo el más letrado del grupo y haciendo gala de su erudición, no dejaron de escapársele algunas afirmaciones consideradas temerarias. Eso ocurrió durante una charla de sobremesa, en la que entre broma y vera habló con cierta ligereza de ciertas cuestiones de carácter dogmáticos. Contándose entre sus oyentes algunos menos cultos y de espíritu estrecho, se escandalizaron de sus palabras, lo cual le sirvió a Hidalgo de solaz y hasta de pábulo a su temeridad.

Al poco tiempo cada uno volvió a sus ocupaciones trabajo; los ministros de Taximaroa se que­daron solos, y don Miguel, no sin antes participar en dos ceremonias, una, a las que fue invitado por los Padres Filipenses de Querétaro para tomar parte en la bendición de su Oratorio, el día 16 de julio de ese año, y otra, la de tomar parte en la misa en la dedicación del Santuario de Nuestra Se­ñora de Guadalupe de San Luis Potosí, en octubre de 1800, volvió a su parroquia de San Felipe.

Aunque con toda seguridad para el Cura Hidalgo lo dicho en Taximaroa quedó en el olvido, a quienes le escucharon les “seguían inquietando sus frases atrevidas”. Por eso, el mercedario Huesca creyó un deber de conciencia hacer del conocimiento del Tribunal de la Inquisición las ideas divulgadas por el antiguo rector del Colegio de San Nicolás, y presentó denuncia en su contra ante el Tribunal de la Inquisición, el cual dio curso a la causa en septiembre de 1800, citó testigos, investigó sobre la vida y costumbres del señor Cura Hidalgo, pero la falta de pruebas y de conformidad de los testimonios hizo que se sobreseyera el procedimiento.

 

Cura de Dolores

En 1790 murió don Cristóbal Hidalgo; su hijo Joaquín fue nombrado párroco de Dolores, los otros descendientes suyos se radicaron en la Ciudad de México y las hijas de su segunda esposa, fueron puestas bajo la custodia de don Miguel.

Pues bien, el 19 de septiembre de 1803 quedó vacante la parroquia de Do­lores, por la muerte de su titular, reemplazándole su hermano Miguel, al cual le tocó asistir al enfermo en sus últimos días.

Al sobrevenir este cambió, él mismo reconoce ante sus superiores haber tenido dos hijas con Josefa Quintana, las cuáles llevan el nombre de Micaela y Josefa.

En Dolores, a decir de un contemporáneo suyo, don Lucas Alamán, el señor Hidalgo se dedicó a obras de mejo­ramiento para los indios:

 

Tomó con empeño el fomento de varios ramos agrícolas e industriales en su curato. Extendió mucho el cultivo de la uva, procuró el plantío de moreras para la cría de gusanos de seda, de las cuales todavía existen en Dolores 84 árboles plantados por él y se conservan los caños que mandó hacer para el riego de todo el plantío. Había, además, formado una fábrica de loza, otra de ladrillos, construido pilas para curtir pieles, e iba estableciendo talleres de diversas artes. Había aumentado también la cría de abejas, y como era muy efecto a la música, además de haberla hecho aprender a los indios de su cu­rato, en donde había formado una orquesta, hacía ir la del batallón provincial de Guanajuato, a las frecuentes diversiones que en su casa tenía.[2]

 

Del mismo Alamán procede la mejor descripción de don Miguel:

 

Era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color mo­reno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, pero vigoroso aunque no activo ni pronto en sus movimientos; de po­cas palabras en el trato común, pero animado en la argumentación, a estilo de Colegio, cuando entraba en el calor de alguna disputa. Poco aliñado en su tra­je, no usaba otro que el que usaban entonces los curas de pueblos peque­ños”.[3]

 

Todo parecía indicar que los días de este párroco de pueblo discurrirían en paz, y que sin sobresalto alguno habría terminado sus últimos años, confortado con la gratitud de sus feligreses. ¿Qué le llevó a renun­ciar a su bienestar y a cambio de ello, extender una inquietud social con miras mucho más elevadas que el beneficio de una pequeña comarca? Para responder lo anterior, es necesario tomar en cuenta el siguiente

 

Marco histórico

Que los dominios hispanos de ultramar se independizaran de la Metrópoli era una idea que abiertamente se abordó durante la segunda mitad del siglo XVIII, y quienes mayormente formularon tal planteamiento fueron los hijos de españoles nacidos en tierras americanas, esto es, los llamados criollos, los más sensibles a la ineficacia y burocratismo de un Gobierno lejano y de un Consejo de Indias más celoso de la recaudación de aranceles y la colocación de los favoritos en los oficios más pingues y destacados. A lo anterior añádase el malestar causado por multitud de gravámenes y contribuciones fiscales y la división tan mar­cada entre las castas derivadas del cruce racial entre españoles peninsulares, indios y negros.

Un testigo lúcido de esos hechos, el canónigo don Manuel Abad y Queipo, describe a la Nueva España de esta manera

 

“Los españoles compondrían como un décimo del total de la población y ellos solos tienen casi toda la propiedad y riquezas del reino. Las otras dos clases, indios y mestizos, que componen los nueve décimos... se ocupan en los ser­vicios domésticos, en los trabajos de la agricultura y en los ministerios ordi­narios del comercio y de las artes y oficios. Es decir… son criados, sirvientes o jornaleros de la primera clase. Por consiguiente, resulta entre ellos y la primera clase aquella oposición de intereses y afectos que es regular entre los que nada tienen y los que lo tienen todo, entre los dependientes y los se­ñores. Estas resultas son comunes, hasta cierto punto, en todo el mundo. Pero en América suben a muy a porque no hay graduaciones o medianías; son todos ricos o miserables, nobles o infames. En efecto, las dos clases de indios y mestizos se hallan en el mayor abatimiento y degrada­ción. El color, la ignorancia y la miseria de los indios, los colocan a una dis­tancia infinita de un español. El favor de las leyes en esta parte, les aprove­cha poco y en todo lo demás les daña mucho...” [4]

 

Y sigue dando más detalles don Manuel Abad y Queipo acerca de la si­tuación social en estas latitudes, siendo él mismo partidario, a su modo, de la independencia de estos pueblos.

La voz autorizada de don Lucas Alamán recuerda que la distancia entre las personas no era jurídica, sino de costumbre, pues “Aunque las leyes no establecían diferencia alguna entre estas dos clases de españoles (pe­ninsulares y criollos) ni tampoco respecto a los mestizos nacidos de unos y otros y madres indias, vino a haberla de hecho y con ella se fue creando una rivalidad declarada entre ellos… que era de temer rompiese de una manera funesta cuando se presentase la ocasión”.[5]

El estado de cosas no pudo menos que ser cuestionado por la Independencia de los Estados Unidos y no mucho después, por la Revolución Francesa, uno y otro sucesos que estimularon a fines del siglo XVIII y principios del XIX, el surgimiento de corrillos de conspiradores deseosos por alcanzar la independencia de México, como el promovido por Juan Guerrero y asociados, casi todos europeos, en 1794; o como le pasó a Pedro Portillo, cabecilla de algunos indios nayaritas. Esos minúsculos brotes, los severos castigos impuestos a los infractores y la multiplicación de la vigilancia estatal, más que un remedio, se convirtieron en acicate.

Ahora bien, el detonador del sentido de autonomía soberana en la América española lo dio la invasión de los franceses a la península ibérica, la cual orilló al rey Carlos IV a abdicar a favor de su hijo Fer­nando VII, y a éste, a su vez, a firmar, el 12 de mayo de 1808, un documento en el que ab­solvía a los españoles de ser súbditos de su persona y los exhortaba a reconocer como legítimo soberano al emperador Napoleón. Cuando se supieron los hechos en la capital de la Nueva España, el virrey don José Iturrigaray consideró plausible la independencia de este suelo, pero los intereses de los peninsulares se lo impidieron. En España, por su parte, pronto se organizaron Juntas patrióticas, que reclamaron y obtuvieron la adhesión de los súbditos de ultramar.

 

Septiembre de 1810

Como se ve, en muy poco tiempo se polarizaron los ánimos en las provincias de lo que hoy es México. Los peninsulares no deseaban de ninguna manera que en estos dominios de proclamara la Independencia; los criollos, en cambio, sólo querían eso. Se formó una Junta en Valladolid (hoy Morelia), pero fue descubierta. Hubo otra en Querétaro, de la que fue alma don Miguel Hidalgo y Costilla, madurándose en ella el cómo y el cuándo, los preparativos y los planes. Temeroso el gobierno de aquellas reuniones, se lanzó contra los conspiradores. Hidalgo, avisado por Allende y Aldama, se vio obligado a adelantar el inicio de la lucha activa para alcanzar la autosuficiencia de España.

Y aquel sacerdote que en otras ocasiones había renunciado a encabezar la insurrección, en la noche del 15 de septiem­bre entusiasmó a los libertadores. Aquí estriba la gloria de Hi­dalgo, en sus palabras se descubre la heroicidad de su espíritu, estaba re­suelto a obtener la liberación a cualquier precio. Por eso, cuando los demás proponían hacer uso de las garantías ofrecidas por el coronel Canal, el señor Hidalgo reaccionó diciendo:

 

El señor Canal es digno de nuestra gratitud y reconocimien­to; semejante acción merece muy bien no olvidarle jamás. Pero hacer uso de semejante recurso, sería para nosotros un crimen imperdonable. Bien, muy bien parecería que en lance tan serio como el que tenemos a la vista, sólo pensáramos en nuestra salvación, dejando nuestros mu­chos amigos y compañeros en esta gran obra comprometidos, reducidos a la humilde condición de víctimas indefensas del exilio que bien veis nos profesan los gachupines y que se aumentaría de un modo excesivo a virtud de los sucesos presentes. Olvídese pues, semejante pensamien­to, que nada tiene de caballeroso, ni mucho menos algo de grande”.

 

Interpelado por su par, el presbítero Ballesta, y por su hermano Mariano, de que nada tenía preparado para presentar resistencia y qué recurso les quedaba, Hidalgo responde sin vacilar: “El de morir, puesto que hemos tomado el camino de redentores, cuyo nombre se adquiere con el sacrificio de la existencia”.

 

Guerra de Independencia

El Cura de Dolores, armado de estos nobles pensamientos, en la ma­drugada del 16 de septiembre de 1810, al toque de campana, lanzó el grito de la libertad, con el que empezaría la guerra justa de la Independencia. Justa por múltiples razones: porque desde la caída de Fernando VII, el go­bierno español era ilegítimo e igualmente sus representantes; por­que los dominios americanos tuvieron en el centralismo burocrático un obstáculo insuperable para su prosperidad, no menores a los excesivos gravámenes y limitaciones impuestas por la Corona española para sostener sus campañas militares en Europa; porque algunas acciones de soberbia estatal, como la expulsión de los jesuitas, en 1767, indujo incluso a  muchos sacerdotes a contemplar como posible y hasta justa una insurrección, al grado que no pocos de ellos se cre­yeron obligados a encabezar la insurgencia.

Esta fue la mecha que prendió el párroco de Dolores, al calor de la cual se fueron multiplicando otras a lo largo y ancho del continente. Es de sobra conocido que el mismo día del levantamiento de Hidalgo, su entusiasmo desbordante contagió a su auditorio, el cual, convertido en tropa improvisada, se encaminó a San Miguel el Gran­de, y a su paso por el santuario de Atotonilco, enarboló un estandarte con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, que en lo sucesivo encabezaría esas huestes.

 

Las excomuniones

Siguió la tropa su camino. Se rindieron en paz o por las armas. San Miguel, Celaya y Guanajuato. Hidalgo fue el primero en maravillarse de los triunfos aplastantes de la insurrección que él capitaneaba.

Entre tanto, en la capital provincial y sede episcopal, Valladolid, el canónigo penitenciario don Manuel Abad y Queipo era a  la sazón candidato a obispo por la Regencia, pero no propuesto al Papa por el Rey, privado, en ese momento de tal facultad, mucho menos reconocido como electo por la Sede Apostólica.

Por esas volteretas que tiene la vida, quienes compartían los mismos ideales quedaron uno frente al otro; y Abad y Queipo no tuvo más remedio que proceder con toda la energía del caso, promulgando un decreto de excomunión en contra de Hidalgo, el 24 de septiembre de 1810:

 

Don Miguel Hidalgo, Cura de Dolores y los capitanes don Igna­cio Allende, don Juan Aldama y don José Mariano Abasolo habían incurrido en la excomunión mayor del canon, por haber atentado a la persona y libertad del sacristán de Dolores, del Cura de Chamacuero y de varios religiosos del convento del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados.[6]

 

Esta excomunión no alcanzó a Hidalgo, como se ha probado con muchos argu­mentos, y no sólo ésta, sino también otras que se decla­raron o fulminaron en su contra por este tiempo. La excomunión decretada por el canónigo Abad y Queipo careció de valor por hacer uso de una autoridad que nunca legitimó. El Arzobispo de México, don Francisco Javier de Lizana, cerciorándose de esto, promulgó un Edicto para probar la validez de la exco­munión, alegando que Abad y Queipo sí tenía las facultades de Gobernador de la Mitra de Valladolid. Aun concediendo que así fuese, el erudito Alfonso Méndez Plancarte, niega la validez de la excomunión, pues aun dando por ciertos los cargos que se le imputan:  pasó,  Hidalgo no los llevó a cabo en señal de menosprecio al estado eclesiástico, sino porque siendo españoles, esas víctimas eran partidarios de la causa contraria a la que él defendía, luego, no atentó contra la libertad y seguridad de estas personas ‘por ins­piración diabólica’, como se dice en el decreto, ni cometió la ‘culpa grave’ prevista para incurrir en la excomunión, censura que no alcanzó a obligarle ni siquiera en el foro externo, pues quienes supieron de ella la tuvieron siempre por injusta y a nadie dio escándalo su incumplimiento.[7] Don Lucas Alamán asegura que “las armas de la religión comenzaron desde entonces a debilitarse y no se puede dudar que el haberla empleado en esta ocasión como auxiliares de la política, fue una de las principales causas que contribuyeron a quebrantar su efecto”.[8]

Tan en duda se tenía el valor de estas excomuniones que ningún ecle­siástico adicto a la independencia en la confesión sacramental juzgaba necesario absolverla. Hasta las mismas autoridades eclesiásticas du­daron del valor de esta censura, pues antes que Hidalgo entrara a Va­lladolid, fueron retirados de las puertas de la Catedral la copia del Edicto de excomunión, y por un decreto de 14 de octubre de 1810, el nuevo Gobernador de la Mitra, arcediano don Mariano Escandón y Llera, no sólo declaró absueltos a todos los afectados, sino que también enseñó que la ex­comunión no tenía lugar en aquellas circunstancias y que se les podía absolver aún perseverando la contumacia.

 

Otra vez la Inquisición

A la excomunión fulminada en contra de Hidalgo por el canónigo Abad y Queipo, siguieron la del Tribunal del Santo Oficio en un Edicto de fecha 13 de octubre de 1810. El inquisi­dor doctor don Bernardo de Prado y Ovejero ordenó al Cura de Dolores que compareciera ante el Tribunal en un plazo no mayor de 30 días perentorios, bajo la pena de excomunión mayor. El Edicto justificaba los presuntos delitos inculpando a don Miguel de sostener doctrinas heréticas, según constaba por las denuncias posteriores al proceso iniciado diez años antes. Los cargos eran por herejía y apostasía, así como por otros delitos contrarios a los principios de moral y decencia que a decir de Alamán “el decoro prohíbe transcribirlos”.[9]

Esta nueva excomunión también carece de soporte jurídico, pues a decir del historiador Mariano Cuevas, provenía de un Tribunal carente ya de potestad para ventilar juicios, toda vez que desde diciembre de 1808, el rey José I Bonaparte, declaró extinto en España el Santo Oficio, y el mismo Inquisidor General de España aceptó y dio por anulada su competencia jurisdiccional, renunciando al privilegio concedido por la Santa Sede a España, y por delegación, a sus dominios de ultramar.[10]

Otro motivo para considerar inválida la excomunión deriva de la situación misma particular del reo, pues a decir del padre Méndez Plancarte, Hidalgo no estaba obligado a comparecer ante ese Tribunal existiendo el riego grave de su propia vida, toda vez que el virrey Francisco Javier Venegas, en su bando de 28 de septiembre de ese año ofrecía diez mil pesos a quien entregara, vivo o muerto, a Hidalgo. Moralmente, no hay obligación de obedecer si existe un inconveniente gravísimo una ley eclesiástica, ni siquiera la divino-positiva. Por otra parte, operaba también la prescripción del delito, toda vez que en casi una década el fiscal de la causa no probó la existencia o persistencia de los probables delitos. Hidalgo respondió al edicto arguyendo que la acusación en sí misma adolecía de mala fe y contradicciones, pues por un lado se le atribuía haber negado la exis­tencia del infierno y por otro, el haber asegurado que un Papa canonizado allí se encontraba; que negaba la inspiración divina de la Sagrada Escritura, pero que también sostenía las tesis doctrinales de Martín Lutero, fundadas estas en la autoridad de las Sagradas Escrituras;

 

“…que se había pasado del purísimo y santo gremio de la Santa Madre Iglesia Cató­lica Apostólica y Romana, al feo, impuro y abominable de los herejes y gnósticos, seguidores de Sergio, Berengario, Cerinto, Carpócrates, Nestorio, Marción, Joviniano, de los ebionitas, luteranos, calvinistas y otros autores pestilenciales deístas, ma­terialistas y ateístas”.[11]

 

Por lo tanto, si ni el mandato podía urgirse con grave incómodo, menos podía ejecutarse la pena a él aneja.

El Edicto de la Inquisición corrió la misma suerte que el de Abad y Queipo: casi todos lo tuvieron por nulo. Así, fray Simón Mora acusa­ba ante la Inquisición el hecho que muchísimos eclesiásticos y seglares no tomaron en cuenta el Edicto juzgándolo ilegal e inválido;[12] las mismas autoridades eclesiásticas embrollaron la confusión al enseñar que los partidarios de Hidalgo que se pasaran al par­tido realista quedaban automáticamente absueltos de la censura.

De las demás excomuniones lanzadas por los señores obispos donManuel Ignacio González del Campillo, de Puebla, don Juan Cruz Ruiz de Ca­bañas, de Guadalajara y don Antonio Bergosa, de Oaxaca, más fácilmente aparece la nulidad, pues además de no haber dado Hidalgo motivo para recibir de ellos tal sanción por lanzarlas encontrándose el presunto reo o ellos mismos en un territorio distinto al de su jurisdicción. Una explicación al uso indebido de las penas eclesiásticas se encuentra en la malignidad que esos prelados advirtieron en la insurrec­ción, en especial por lo que toca al juramento de vasallaje al que estos prelados, todos menos el de Oaxaca, peninsulares, quedaron atados antes de recibir la mitra, por medio del Regio Patronato que regulaba las relaciones entre la Iglesia y la Corona. Oportunidad tendrían, sin embargo, de modificar su postural y apoyar la insurrección, como sucedió con el Obispo de Guada­lajara, que el 21 de julio de 1822 impuso la corona de Em­perador de México a don Agustín de Iturbide.

 

Otros prejuicios

De igual modo que carece de fundamento la excomunión del Cura Hidalgo, también lo es que se juzgue al caudillo de la Independencia como un insensato que se lanzó a una campaña militar sin tener plan alguno, o señalar que su intento se redujera a ofrecer el Gobierno de estos territorios al depuesto Fernando VII. Algunos han querido desvirtuar la obra de Hidalgo, tildándola de ser fortuita o fruto del acaso. Se basan para ello en las declara­ciones expresadas por don Miguel luego de su captura. Cierto que en ellas afirma haberse lanzado a la lucha sin un plan preconcebido, pero también lo es que en sus circunstancias, hubiera sido perjudicial manifestarlo, comprometiendo su dicho a muchos. Sabemos, por ejemplo, que el plan de la conspiración ya estaba fraguado con anticipación a su nacimiento, y que se ventiló en la casa de don Epigmenio González.

Que la meta de Hidalgo fue constituir un gobierno indepen­diente y no hacer la entrega de él a Fernando VII lo prueban los documentos emanados de su gestión. Parece contradecir lo dicho la disposición del Cura de Dolores a mandar que se bordara en su lábaro, el de la Virgen de Guadalupe, la exclamación ¡Viva Fernando VII!, pero se colige que esto fue una medida de prudencia que no deseaba contrariar se forma tajante la estimación popular de la que gratuitamente gozaba el voluble aristócrata. Esta fue la inmediata interpretación que le dieron a la estratagema los opositores de la rebelión, como Abad y Queípo en su Decreto de 24 de septiembre de 1810, donde señala: “Poniendo el es­tandarte la referida inscripción, insulta igualmente a nuestro Soberano, des­preciando y atacando el Gobierno que le representa”.[13] De igual forma se expre­san los documentos inquisitoriales del proceso en contra de Hidalgo, y los del Claustro de Doctores y del Colegio de Abogados; y el capitán Centeno, cuando le preguntaron sus intentos, ape­nas iniciada la insurrección, respondió: “El poner al señor Cura en su trono”.[14]

Hidalgo manifestó claramente sus ideas políticas en esta ciudad de Guadalajara:

 

Unámonos, pues todos los que hemos nacido en este dichoso suelo, establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que teniendo por ob­jeto principal mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves, be­néficas, acomodadas a las circunstancias de cada pueblo [… ya] que es necesario que el americano se gobierne por el americano como el alemán por el alemán”.[15]

 

También en esta capital Hidalgo comenzó a organizar la Administra­ción, nombrando para ello ministros a los licenciados don José María Chi­co y don Ignacio López Rayón, todo lo cual revela planes preconcebidos.

También se ha dicho de Hidalgo que perteneció a la masonería y que en Maravatío apostó y perdió 4.000 pesos concedidos por el Cabildo de Valladolid para obtener el grado de doctor. Lo primero lo desmiente Mariano Cuevas diciendo que se trata de una versión falsa de José María Mateos, que no documenta su dicho, el cual, en caso de ser al menos sospechoso, la Inquisición lo hubiera incluido en sus cargos, pues si lo hizo dando crédito a delitos no cometidos, con mayor razón de uno como este.[16] Acerca de lo segundo, esto lo menciona don Lucas Alamán en su historia, pero no se arriesga a darlo por cierto, sólo afirma que a manera de chismorreo, así se decía;[17] existen, en cambio, varias razones para juzgar improbable este imputación.

 

Hechos de armas

Después de tomar Valladolid, Hidalgo, a la cabeza de sus huestes, marchó a hacia la Ciudad de México. El 30 de octubre, peleando con bizarría, derrotó a las tropas realistas capitaneadas por el coronel Torcuato Tru­jillo, triunfo que llenó de pavor a los moradores de la capital.

Hidalgo y su tropa, con los pertrechos capturados como botín de guerra, marcharon a Cuajimalpa, desde donde hizo llegar al Virrey, con los portadores Jiménez y Abasolo, esta intimación:

 

“La Religión, la Patria y la Cons­titución Nacional amenazadas del más lamentable trastorno, nos han decidido a emprender la Independencia de esta América, y tratando de llevar adelante este sistema, lo comunicamos a V. E. para que instruidos en él todos los habitantes de esa Ciudad, así patricios como europeos, se decidan por nuestra justa y recomendable causa, o manifiesten su oposición, en la inteligencia que de aquella manera, los primeros serán tratados como nuestros hermanos y tierna­mente amados, y del mismo modo los segundos, y todos aquellos que no pu­sieren obstáculo a la felicidad de nuestro suelo”.[18]

 

Las tropas de Hidalgo perecían de impaciencia por tomar la Ciu­dad de México, pero Hidalgo calculando una derrota frente a las fuerzas del virrey Venegas y del brigadier Calleja, siguiéndole las pisadas desde Querétaro, no encontrándose bien restablecido de la batalla de las Cruces, juzgó prudente no atacar la capital, sino volver sobre sus pisadas para enfrentar un adversario. Esto sucedió en San Jerónimo Aculco el día 7 de noviembre, y como re­sultara vencido, se retiró para Valladolid.

En Celaya firmó una circular en la que justificaba su retirada y daba aliento a todos los adictos a su causa.

 

Valladolid y Guadalajara

El señor Hidalgo fue recibido solemnemente en Valladolid, ocupándose en esta ciudad en dar contestación al Edicto de la Inquisición.

El día 17 marchó para Guadalajara, no sin antes haber manchado su memoria con la orden de ejecutar sumariamente a algunos peninsulares. De esta masacre se mostraría arrepen­tido en sus declaraciones hechas al Tribunal de Chihuahua, teniéndola por injusta y por un grave error suyo.

Su entrada en Guadalajara fue triunfal, pero lo colocó en una posición del todo vulnerable. Abolió la esclavitud y por orden suya se repitió la bárbara e injustificada matanza de peninsulares. Como acaeció en Valladolid, dispuso la incautación de los bienes de la clavería catedralicia, en ‘calidad de préstamo’ pagadero al establecimiento del nuevo gobierno.

Habiendo evacuado la plaza para enfrentar a Calleja en el Puente de Calderón, fue vencido de forma definitiva en los primeros días de 1811, salvando apenas la vida, y enfilándose al norte, deseoso de alcanzar en los Estados Unidos de Norteamérica ayuda para su causa.

En su retirada fue al­canzado por Allende, del que se separó en noviembre y con quien se había distanciado.

En la Hacienda de Pabellón los suyos le despojaron a la fuerza de sus títulos de Capitán General de los Ejércitos Americanos y Generalísimo. Sin mando alguno, se toleró su permanencia en el ejército insurgente.[19]

 

La traición

Los caudillos tomaron la ruta de Zacatecas a Saltillo. El 21 de marzo de 1811, encontrándose en Acatita de Baján, el capitán Ignacio Elizondo -que en el ejército Insurgente había sido Teniente Coronel- capturó los 14 coches, sus armamentos y tesoros, toda la tropa y a los jefes Insurgentes, sirviéndose de una emboscada: formó su tropa como para prestar honores militares al paso de Allen­de, pero en un recodo del camino dispuso un destacamento de cincuenta hombres y adelante, otro a la vanguardia. Fue de esta forma como sin oponer resistencia fueron capturados todos los coches, y los gru­pos en que se dividía la tropa, llegando a someter la friolera de ochocientos noventa y tres insurgentes.

Por lo que a los caudillos se refiere, fueron conducidos a Chihuahua, lugar de residencia del Comandante general de las Provincias internas, Brigadier Nemesio Salcedo a donde llegaron hasta el día 23 de abril.

Pertenecía al Brigadier Salcedo la información y conocimiento de las causas por haber hecho la aprehensión, en territorio y por tropas sujetas a su mando. El día 6 de junio murió Mariano Hidalgo y otros cuatro je­fes. Ignacio Allende, Mariano Jiménez y Juan Aldama perdieron la vida el día 26; de sus muertes Hidalgo fue testigo y las sufrió, sabiendo que su hora estaba cerca.

El día 25 de abril Nemesio Salcedo, comandante general de las Provincias internas, comisionó a Ángel Abella para instruir el proceso en contra de los cabecillas Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez. Los días 7, 8 y 9 de mayo, bajo juramento de decir verdad, Hidalgo respondió que creía ser la causa de su prisión el haber tratado de poner en independencia este reino, declarando en qué lugar lo habían to­mado prisionero y quiénes lo acompañaban, y que se dirigían a los Estados Unidos para hacerse de armas.

Acto continuo, hizo referencia a los primeros inmediatos al 16 de septiembre y como fue que sin contar con medios para ello, optó por la in­surrección, impelido, dice, por su inclinación a la Independencia, y que él sólo invistió con su autoridad a otros emisarios, como Morelos, que acaudillaran la rebelión; que con mucha facilidad los habitantes de los pueblos le seguían. Aceptó haber levantado ejércitos contra los del Rey y haber usurpado cau­dales europeos y algunas cantidades de las Iglesias Catedrales de Valladolid y Guadalajara, enviadas a los Estados Unidos por conducto del señor Letona, para solicitar apoyo y pertrechos.

 

Trámites penales

Las declaraciones instructivas tomadas a los pre­sos incoaron la acción en su contra. El auditor Bracho presentó su dictamen y el Consejo de Gue­rra presidido por el Teniente Coronel Salcedo, el cual pronunció las sen­tencias, que comenzaron a ejecutarse el 10 de mayo.

A pregunta expresa hecha a Hidalgo acerca de si se había dado cuenta del Edicto de la Inquisición y de las excomuniones fulminadas contra él y sus secuaces por los prelados de Nue­va España, contestó haberse enterado del Edicto, pero como no pensaba com­parecer por temor a ser castigado no por los delitos de herejía, sino por el partido en que estaba empeñado, y que para sostenerse en él, consideró necesario impugnarlo. De las excomuniones nomás tuvo noticia de la de su Prelado. La que no le detuvo por el mismo empeño en que se hallaba, pero al lle­gar a Valladolid supo que el Cabildo se la había levantado.

Que no atendió a los indultos publicados por el señor virrey porque en ellos se manifestaba que don Ignacio Allende y él quedarían a disposición de las autoridades judiciales.

A la pregunta décima dio por respuesta que ciertamente se habían es­crito y circulado proclamas e impresos sediciosos, pero que suyas habían sido sólo la contestación al Edicto de la Inquisición y otra cuyo objeto era probar cómo el americano debe de gobernarse por el americano y que por su orden se publicaba el periódico “El Despertador Americano”.

Después declaró nunca haber predicado o confesado con abuso de la santidad de estos ministerios, ni haber obligado a otros a hacerlo en provecho de la insurrección. Y que sí había tomado la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe como escudo, pero que nunca previó el abuso que de ello podría hacerse. Que algunos pelotones habían tomado la de Fernando VII o el Águila de México. Que la insurrección no se había iniciado por sugerencia de Bo­naparte ni emisario suyo.

A la pregunta de qué parte había tenido en los asesinatos de Guana­juato, Valladolid, Guadalajara, Real de Catorce y otros, declaró sólo haber tenido una criminal condescendencia con el ejército compuesto de indios, siendo ésta la razón de la orden de ejecución de unos sesenta hombres en Valladolid y unos trescientos cincuenta en Guadalajara, y que en los demás no había te­nido parte, que no les había formado proceso porque no había sobre qué firmárseles: que bien conocía que la usurpación de los bienes de los europeos era injusta y perjudicial, pero que la había hecho por la necesidad que tenia de ella para su empresa y de interesar con ella a la plebe. Esto no obstante, que nunca tomó alhajas o vasos sagrados y lo que tomó lo hizo can la intención de satisfacerlos con bienes de la Nación. Y  de este jaez fue respondiendo a las 56 preguntas que le fueron hechas.[20]

El obispo de Durango don Francisco Gabriel de Olivares, el día 14 de mayo, autorizó al canónigo doctoral don Francisco Fernández Valentín para que procediera en la causa, y si fuere necesario hasta en la degradación del señor Hidalgo.

Al señor Fernández Valentín le pasaron las declaraciones las que tuvo por bien tomadas. El licenciado Rafael Bracho manifestó su dictamen en el que juzgó a Hidalgo merecedor de una muerte cruelísima por los robos, asesinatos y demás crímenes de alta traición, pero que antes de la ejecución debía prece­der la actual degradación y la libre entrega del reo por la jurisdicción ecle­siástica.



[1] Este ensayo vio la luz en la revista Apóstol, del seminario de Guadalajara, en abril de 1953, en el marco del aniversario 200 del nacimiento de Miguel Hidalgo. Su autor, en ese tiempo minorista, es ahora Vicario General de la Arquidiócesis de Guadalajara.

[2] Alamán, Lucas, Historia de México, edición de 1883, tomo I, 316.

[3] Cuevas, M., Historia de la Iglesia en México, Ed. Patria, México, 1947, tomo V, 45, y Alamán, op. cit. I, 57.

[4] Cuevas, M., Historia de la Iglesia en México, editorial Patria, México, 1947, tomo V, 45.

[5] Alamán, op. cit., 57.

[6] Riva Palacio, Vicente, México a través de los siglos, tomo III, 755.

[7] Revista Claridad, mayo 15 de 1953.

[8] Alamán, op. cit., tomo I, 345.

[9] Ibíd. 344.

[10] Cuevas, op. cit. 65.

 

[11] Hernández Dávalos, Colección de Documentos, tomo I, 130.

[12] Riva Palacio, op. cit. 291.

 

[13] Ibíd., 755.

[14] Alamán,  tomo I.

[15] Riva Palacio, op. cit.

[16] Cuevas, tomo V, 68.

[17] Alamán, op. cit. 314.

[18] Riva Palacio, op. cit. 160.

 

[19] Ibíd., 160.

 

[20] Ibíd., 154-192.

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